La serie desarrollada por Raphael Bob-Waksberg concluye tras hacernos sufrir mucho más de lo que jamás pensamos que sufriríamos por culpa de un caballo depresivo que fue la estrella de una sitcom durante los noventa. Y lo ha hecho con una última tanda de capítulos muy combativa, tan capaz de movernos a la desesperanza absoluta como de todo lo contrario.
(Este artículo contiene spoilers de las seis temporadas de BoJack Horseman y uno muy leve del final de Mad Men)
Es curioso, cuando se trata de BoJack Horseman, lo difícil que resulta afrontar los análisis. Por muy atentamente que estudies la serie de Netflix, por mucho que trates de interiorizar qué quiere decirnos exactamente Raphael Bob-Waksberg, siempre te queda la sensación de que las interpretaciones que hagas se quedan dentro de lo evidente, y a la larga son incapaces de enriquecer a nadie. A mi entender, esto se debe a dos motivos.
Uno, que la experiencia BoJack Horseman es demasiado íntima como para aceptar que alguien nos la venga a explicar y trate de poner en palabras lo que todos sentimos viendo la serie. Y otro, más importante, que BoJack Horseman es una ficción terriblemente literal, donde los personajes no dejan nunca de verbalizar sus sentimientos y, por mucho que a veces se ceda a la experimentación estética, siempre acaba habiendo una línea de guión que lo resuma todo. Excelentemente escrita, y proclive a aparecer en las redes sociales precedida de un pensamiento común: esta serie está hablando de mí.
La verborrea es un elemento fundamental de BoJack Horseman, y todos sus protagonistas la comparten para comunicarse sin pausa con el público, dando cuenta de cada uno de sus tormentos. De ahí que, a la hora de disfrutar de BoJack Horseman, sólo podamos percibir cierta dificultad en lo veloz de los diálogos, lo enrevesado de los juegos de palabras o las constantes referencias a la cultura pop, ya sea en formato oral o como chiste visual de fondo. Hay una cuestión, sin embargo, que creo que no ha sido estudiada lo suficiente, y es el propio concepto de la serie. El pitch. Lo que va más allá de lo que nos dicen los personajes. ¿Por qué todos viven en Hollywood? ¿Por qué casi todos son de clase acomodada? E, inevitablemente, ¿porque muchos de ellos son animales antropomórficos?
Manteniéndonos dentro de la literalidad, estas decisiones podrían parecer caprichosas. Contraproducentes, incluso. Si BoJack Horseman tiene esta pretensión de cercanía, de que sus confusiones existencialistas interpelen a cualquier sector del público, ¿no es una mala idea convertir a sus protagonistas en gente rica, apenas preocupada por la amenaza del desempleo o las circunstancias económicas? ¿No es un poco raro subrayar esta distancia, además, convirtiendo al protagonista en un caballo? Es algo a lo que no solemos dar vueltas porque funciona, y de hecho estos hipotéticos desajustes en el ensamblado dan para los mejores chistes.
Pero igual BoJack Horseman no es un caballo-estrella de la sitcom noventera sólo por las risas. O para que adquiramos conciencia de nuestras faltas utilizando el velo de la caricatura —no muy convincente, por lo demás, ya que todos los personajes están perfectamente construidos-. Igual hay un sentido más amplio y profundo, que ha adquirido plena solidez en la última tanda de episodios.
Las colinas de Hollywoo
Dentro del audiovisual reciente se han ido dando varias ficciones que exploran la mitología de Hollywood. No sólo desde una perspectiva histórica, sino extrayendo a partir de ella nociones que nos expliquen a nosotros mismos como admiradores de dicha mitología, llena de magia, luz y espectáculo.
En general son exploraciones amargas y llenas de desencanto, cuyo propósito pasa por la asunción de su superficialidad y el engaño colectivo. BoJack Horseman no inauguró esta tendencia —su primera temporada fue lanzada en 2014, mismo año de estreno del Map to the Stars de David Cronenberg—, pero es curioso cómo durante su transcurso han ido acumulándose a su alrededor ficciones estadounidenses de filosofía similar. En televisión tenemos productos como Feud, explorando la decadencia de la industria durante los años sesenta, o Fosse/Verdon centrándose en ese Nuevo Hollywood que lo cambió todo para que todo siguiera igual. Y en el cine, entre 2018 y 2019, hemos tenido dos películas muy interesantes por cómo dialogan entre sí: Lo que esconde Silver Lake, de David Robert Mitchell, y Érase una vez en Hollywood, de Quentin Tarantino.
La segunda película, nominada muy comprensiblemente a los Oscar de la Academia, es un relato tan melancólico como triunfalista que defiende desesperadamente el carácter de Hollywood —y por tanto el del cine en cualquier expresión mientras sea popular— como máquina expendedora de sueños, donde siempre hay lugar para las segundas oportunidades aunque en ocasiones sea la propia historia quien te las niegue. El camino que va de Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) a BoJack es en ese sentido muy corto e incluso comparte iconografía: la soledad de la mansión, la instrumentalización de la amistad como último reducto del ego —el Cliff Booth de Brad Pitt frente a Todd Chavez—, la presencia de la piscina como rima polivalente a El crepúsculo de los dioses de Billy Wilder…
Aunque, ni que decir tiene, las inquietudes de Bob-Waksberg van más allá, y quizá comulgan mejor con la tercera y formidable película de David Robert Mitchell. Lo que esconde Silver Lake es un retrato de Hollywood desde el cuestionamiento y la ausencia de certezas, donde cualquier significante es sujeto de confusión y las andanzas de Sam (Andrew Garfield) van dejando al descubierto la vacuidad de toda esta mitomanía, que transfigurada en cultura pop se ha convertido no sólo en una herramienta de comunicación para sus consumidores, sino también en la única herramienta de comunicación. Hollywood, en tanto a fábrica de sueños, es una mentira escapista. Una coartada para que todos —desde BoJack al propio Tarantino— podamos volcar en ella nuestras inseguridades sin que el sueño sea perturbado. Porque nadie puede alterar este sueño: se regenera constantemente.
Es toda una declaración de intenciones, por ello, lo que sucede a la mitad de la primera temporada de BoJack Horseman. A partir de un ridículo pique entre el protagonista y Mr. Peanutbutter, ambos roban la D del cartel de Hollywood que preside la ciudad. Cabe interpretar este gesto como una transgresión en toda regla. Despojar al cartel de una de sus partes es una blasfemia absoluta y un ataque directo a la corporeidad del sueño hollywoodiense, ya que éste no es nada sin las imágenes. No obstante, y en una jugada muy BoJack, esta transgresión apenas tiene consecuencias; de hecho los urbanitas empiezan a llamarle Hollywoo como si tal cosa. La regeneración constante.
Bob-Waksberg y sus guionistas conocen la naturaleza de lo que tienen entre manos y saben que el gesto es insuficiente; la necesidad de los personajes de creer hará que el sueño se adapte a las nuevas circunstancias, y es justo en la última mitad de la sexta temporada cuando asistimos al remate del chiste. Mr. Peanutbutter trata de devolver la D, pero comete un error y el cartel acaba teniendo una flamante B: a partir de entonces todos empezarán a conocer su hogar como Hollywoob. La maquinaria no puede detenerse, porque su combustible está suministrado por la fe desesperada de las personas.

Desde este escenario fuertemente simbólico, BoJack Horseman no se deja elementos de la actualidad hollywoodiense sin satirizar a partir de sus falsedades, hipocresías y autoengaños. Sátiras que pueden llegar a tener como sujetos a tótems de la esa misma cultura del espectáculo aun cuando estén relacionados tangencialmente —todo lo que rodea a J.D. Salinger en la segunda temporada—, pero que sobre todo gustan de planear sobre la actualidad. Para disfrutar de los chistes más corrosivos de BoJack Horseman es vital conocer qué está ocurriendo en la meca del cine, y en este aspecto la última temporada de la serie de Netflix ha sido especialmente generosa.
La llegada del feminismo a los despachos de Hollywood y su conversión en un nuevo valor de mercado ha rodeado insistentemente a Princess Carolyn, mientras ésta asiste a cómo las angustias individuales que siempre espolearon la maquinaria adquieren un cariz ideológico, más complejo pero igual de cuantificable (y parodiable). Y sin embargo, para la serie no es un elemento fuera de lo común. En BoJack Horseman ya se han cachondeado de los biopics, de las carreras de premios y de la dualidad entre televisión y cine, pero sí cabe trazar, a la hora de diseccionar los significantes de la ficción, un antes y un después en la serie de Bob-Waksberg. Esto es, cuando aparece Philbert.
La era de los hombres tristes
Creo que muchas de las personas que se quejan de la corrección política en realidad no se quejan de la censura. Se quejan de que se les exija autocontrol.
Se quejan de que la gente sea consciente del poder que tiene, ¿verdad?
Yo creo que, como alguien que hace entretenimiento popular,
tengo mucho poder, y he de tener cuidado sobre lo que hago con él.
(Raphael Bob-Waksberg durante una entrevista con Vice en agosto de 2017)
Declaraciones como esta no sólo demuestran que Bob-Waksberg es una de las mejores personas con la que compartimos el planeta ahora mismo; también ilustran su personalidad y unas determinadas inquietudes no sólo creativas, sino también morales, que han marcado BoJack Horseman desde el principio. A partir de ellas es fácil entender por qué hubo un momento en que la serie volvió su sátira metarreferencial/destructora de iconos sobre ella misma, convirtiéndose en la más cruel crítica de sí misma.
A principios de la quinta temporada BoJack trabaja en una serie titulada Philbert, protagonizada por un personaje del mismo nombre que ejerce de detective chapado a la antigua, está lleno de remordimientos, y tiene un pasado a sus espaldas que no deja de perseguirlo. Interpretando este papel, BoJack tiene una sensación muy particular: se siente mejor consigo mismo. El tormento de Philbert sirve para canalizar el suyo propio a través de la ficción, y ayudado por su adicción al alcohol y las drogas va aumentando el número de veces en que deja de sentirse culpable y tener la necesidad de disculparse con todo el mundo. Philbert es un personaje excelentemente escrito —en los guiones ha colaborado Diane Nguyen, nada menos—, y su serie conoce un éxito absoluto del cual participan un buen número de espectadores parecidos a BoJack.

Diane pronto se da cuenta de esto; “Philbert está sirviendo para que los gilipollas racionalicen su propio comportamiento”, y al comunicarle su angustia a BoJack descubre que este se encuentra más despreocupado que nunca, reaccionando con enfado a los argumentos de Diane y sacándose de la manga réplicas autocompasivas como “yo soy quien más ha sufrido por las mierdas de BoJack Horseman”. BoJack ha vuelto a encontrar en la ficción un salvoconducto. Y, por mucho que esta sea más realista y esté mejor escrita que su personaje en Retozando —cuya alegría siempre le hizo sentir violento—, está conduciendo nuevamente a que el protagonista no acepte sus responsabilidades. No como actor o consumidor de cultura —roles que casi siempre desempeñó a la perfección—, sino como ser humano rodeado de otros seres humanos.
En su afán por criticarlo todo, BoJack Horseman ponía en su quinta temporada el foco sobre sí misma, y en la reacción que podría estar obteniendo de los propios espectadores. De todos aquellos que la habían utilizado como una catarsis en la que volcar sus frustraciones personales, sintiéndose identificados con BoJack y mediando una culpabilidad cada vez más difuminada. Era una jugada de lo más transparente y lógica dados los presupuestos creativos de la serie, pero que sólo ahora se hacía explícita: desde su propia concepción, BoJack Horseman se estaba proyectando hacia un tipo de ficción. La protagonizada por hombres tristes.

Antes de que las plataformas de streaming hicieran mucho más difícil calibrar hitos y narrativas, existía una trilogía estrella de series protagonizadas por hombres tristes. Estaba formada por Los Soprano, Breaking Bad y Mad Men. En ellas encontrábamos a los personajes mejor escritos de la televisión de entonces: Tony Soprano (James Gandolfini), Walter White (Bryan Cranston) y Don Draper (Jon Hamm). Todos ellos mezquinos, atormentados, consumidos por el ego, incapaces de refrenar sus impulsos y atrapados pese a perseguir una reinvención constante. Una salida sucesivamente fallida, que conducía al eterno retorno. Breaking Bad tomaba la decisión más cobarde —aunque también más lógica dentro de su planteamiento—, al dedicar sus últimos compases a una confesión definitiva que, por otro lado, jamás podría sofocar del todo los clamores de “Skyler puta”. Lo realizado en Los Soprano y Mad Men iba por otra línea y contemplaba sus desenlaces como expresiones más o menos directas de que la historia nunca concluiría del todo; en el caso específico de Mad Men, la expresión era la más devastadora posible.
Matthew Weiner concibió el final de Don Draper como una absorción del citado eterno retorno a manos del engranaje capitalista, coherente a más no poder con el concepto de la serie —no olvidemos que sus personajes se dedican a la publicidad—, pero nunca hasta ahora enunciada con tanta mala leche: todas las tribulaciones de Draper ayudaban a dar forma a un anuncio que vendía Coca Cola y prometía toda la felicidad que al personaje de Jon Hamm le sería esquiva, al parecer para siempre. Este desenlace nos increpaba como consumidores no sólo del refresco de marras —y de todo lo que nos pudieran vender los protagonistas durante siete temporadas— sino también de su sufrimiento, y se ofrecía como un concepto tan potente que fue considerado en su momento como el fin de una era. Pero el mismo año del fin de Mad Men se estrenó BoJack Horseman.

Los hombres tristes y tóxicos siguen dominando la ficción seis años después. Para que otros hombres aprehendamos sus experiencias, nos localicemos en ellas y, según lo afilada que sea su escritura, acabemos bien utilizando sus rostros hieráticos como foto de perfil o bien discutiendo sobre ellos en conversaciones interminables y apasionadas sobre la crisis de la masculinidad.
En la televisión Breaking Bad derivó en Better Call Saul; en el cine de 2019 el personaje más discutido fue el que Joaquin Phoenix interpretaba para Joker. El eterno retorno sigue presente y el audiovisual continúa tan atrapado en él como muchos de nosotros, aunque de vez en cuando autores como James Gray o películas como Chicos buenos nos muestren una posible vía de escape. En lo que se refiere a Raphael Bob-Waksberg, la dibujante Lisa Hanawalt o la guionista Kate Purdy… bueno, se puede decir que van varios pasos por delante. Y piensan que ya está bien de tonterías.
Los personajes ante el engaño
BoJack Horseman desconfía por sistema en la ficción, y en cómo esta ha sido codificada como cultura pop mientras sus receptores desarrollaban una obsesión enfermiza por ella. El asunto Philbert fue la demostración desnuda de esta desconfianza, pero los personajes de la serie de Netflix ya estaban concebidos como vehículos para este discurso. Tomemos por caso el optimismo de Mr. Peanutbutter: una estrella de Hollywood prototípica en su frivolidad y apego a los clichés que podemos asociar a ella. También, un personaje que sólo puede comunicarse con sus semejantes a través del común caudal pop. Aislamiento que según avanza el desarrollo de BoJack Horseman vamos descubriendo que es aplicable a sí mismo.
Mr. Peanutbutter es incapaz de entablar contacto con sus sentimientos si no es a través de un precedente en el imaginario audiovisual, y por ello su última escena en la serie consiste en él hablándole a BoJack de los cambios que ha hecho en su vida utilizando referencias sin parar a películas y actores. La serie es consciente de que la ficción es un bálsamo o, mejor dicho, un placebo al que recurrir para suplir tus carencias emocionales.

La ficción, en tanto a imagen, también es engañosa y opresiva. Mr. Peanutbutter habla en estos términos después de haberse convertido públicamente y con el atolondramiento que acostumbra en “la cara de la depresión”, y de haber roto con Pepinillos. Una persona tan obsesionada como él por la imagen, pero por una ajena al oropel hollywoodiense en el que Peanutbutter está sumergido. Tan aislacionista como este, y de un tiempo a esta parte mucho más masivo: la imagen que proyectan las redes sociales, tal y como vimos en uno de los mejores capítulos de la primera mitad del desenlace de BoJack Horseman.
Estando construidos los personajes así, era previsible que los únicos que acabaran optando a un final feliz, de carácter definitorio, fueran Todd y Princess Carolyn. Todd porque es un ente lúdico, libre de las restricciones de la imagen ficticia y de las dinámicas que esta ha ido adquiriendo dentro de los objetos culturales en los que se reflejan sus amigos; de ahí se extrae que sus tramas posean el ingrediente surrealista más acentuado y sean percibidas muchas veces tanto como absurdas disonancias en el mundo de BoJack como lúdicos extravíos de este. La imagen de Todd es pura, sin ataduras, y se resiste a que el público proyecte en ella más de lo necesario, como no sea para encomiables excepciones como las que suponen todo lo relativo a su asexualidad. Es, sin ir más lejos, la imagen libre a la que Diane accede en el episodio Daños positivos cuando crea a la detective Ivy.

En lo que se refiere a Princess Carolyn es más sencillo: como alguien vinculado a la otra cara de Hollywood —aquella formada por las reuniones de ejecutivos, las marcas y los diversos procesos que codifican la imagen—, la gata es consciente de la mentira de la que depende todo y se lo puede tomar como un trabajo que no altere la percepción de su realidad cotidiana, aunque sí pueda alterar la realidad en sí debido a su enfermiza obsesión con él. El arco de Princess Carolyn, por tanto, pasa por encontrar la felicidad más allá de la gestión de la imagen, y al final de BoJack Horseman, habiendo tenido una hija y casándose con Judah, parece haberlo conseguido.
Pero claro, la serie no sería lo que es sin Diane Nguyen, y sin la relación que mantiene con BoJack desde el comienzo de su andadura. A lo largo de esta, el personaje ha ido ganando protagonismo y sus guionistas parecen haber querido acumular todas sus contradicciones y gran parte de sus vivencias sobre sus hombros. Es, evidentemente, la brújula moral de la serie, pero una brújula que no hace otra cosa que sufrir. Porque la moral, dentro del mundo de BoJack Horseman, entraña una interrogación y una crítica constante, ya sea para denunciar las injusticias del sistema en el que se emplaza —denuncia que llegó al punto de máximo colapso en el tercer capítulo de la última temporada, cuando se legalizó el asesinato “si eres rico”—, o por atosigar a las personas que te rodean y no se adaptan a los códigos que defiendes con tanta desesperación.
Dados estos mimbres, BoJack Horseman no podría ser sino un cúmulo de decepciones para Diane, que lleva tiempo acostumbrada a confiar en que las personas que ama sean algo mejores —cosa difícil dado lo irremisiblemente que BoJack y Mr. Peanutbutter están atrapados en su ombligo hollywoodiense—, pero sobre todo lleva tiempo con la sensación de que nunca podrá llegar a ser feliz.
La última temporada, sin embargo, tiene un giro preparado para ella. En primer lugar, permitiendo que se aleje de Hollywood para irse a vivir a Chicago con un novio comprensivo y consciente de sus problemas y, en segundo, dándole una salida a sus aspiraciones profesionales. Diane se ha comprometido a escribir una autobiografía donde dé cuenta de todas sus frustraciones, con la seguridad de que un producto así estaría destinado al éxito generacional y de que su voz rota merece ser escuchada… pero es incapaz de escribir ese libro.

Se siente incapaz, a lo largo del citado capítulo Daños positivos, de utilizar su sufrimiento para crear ficción. Algo que, claro, le jode. ¿No ha servido de nada todo lo mal que lo he pasado?, se pregunta mientras prueba a dejar los antidepresivos para encontrar la inspiración y, claro, resulta ser una mala idea. Lo único que es capaz de hacer, con la ayuda de Guy, es alumbrar las dicharacheras aventuras de la detective Ivy: una historia alegre, ligera y desenfadada, que por algún motivo ha conseguido permanecer invulnerable a su tristeza. Sabe que no es ni de lejos lo mejor que ha escrito pero, una vez este libro triunfa, descubre que se siente mucho mejor que cuando escribía Philbert. Sus sufrimientos aún no encuentran quien los escriba, pero igual no es algo tan malo después de todo. Igual hay cosas mejores que hacer con ellos.
Dentro de BoJack Horseman, Diane encarna un radical cambio de signo en la forma de entender la ficción, y una vez lo abraza puede prepararse para un camino de rumbo sospechosamente parecido a la felicidad. Salvo, quizá, por un único detalle: en este camino no puede seguir siendo amiga de BoJack. Su relación tiene que terminar. Lo necesita.

El caballo y su reflejo en la piscina
La sexta y última temporada de BoJack Horseman, dividida en dos mitades, ha sido vertiginosa. Cabe culpar de esto a Netflix y a unos motivos que también condujeron a la cancelación de Tuca & Bertie tras una única temporada pero, cosa curiosa, esta tesitura ha acabado sirviéndole a los guionistas para que ciertas decisiones dramáticas ganen en impacto, y sean percibidos como giros apabullantes lo que quizá estuvo inicialmente planteado para cocerse a fuego lento. Por lo general, estos giros poseen el carácter de rectificaciones o, ya que la serie nunca ha dejado de ser fiel a sí misma, desengaños.
Es exagerado defender que las prisas le hayan acabado viniendo bien a la serie —la credibilidad del personaje de Angela Diaz, aunque tenga un capítulo con su nombre, se ha resentido enormemente en el proceso—, pero el caso es que la alergia de la plataforma de streaming a los sindicatos ha derivado en una sexta temporada de aterradora y seguramente no buscada simetría. Su primera mitad encuentra a BoJack más concienciado que nunca con sus deseos de cambiar, apuntándose a rehabilitación, acudiendo a Alcohólicos Anónimos y buscando un futuro profesional apartado del circuito de Los Ángeles.
A lo largo de esta entrega BoJack comete errores, por supuesto, y también vuelve a hacer daño a las personas que quieren ayudarle —es lo que sucede con Doctor Champ, su terapeuta—, pero se percibe una voluntad tan directa de seguir adelante y de responsabilizarse de todo lo que ha hecho mal que nosotros como espectadores podemos pasarlo por alto, y recrearnos en instantes tan hermosos como BoJack descubriendo su vocación mientras imparte clases de interpretación en la misma universidad a la que asiste su mediohermana Hollyhock. Hasta que, en el octavo capítulo, el caballo desaparece. Aunque nunca dejamos de recordarlo, disfrutando de algo parecido a la paz, mientras descubrimos qué ha ocurrido con sus víctimas.
En una jugada de espectacular valentía, el episodio titulado Uno rápido, mientras él está fuera —referencia a una canción de los Who porque, como se viene defendiendo, BoJack Horseman es inseparable de la cultura pop— sigue las vivencias de algunas de las personas que se cruzaron con el protagonista y sufrieron un daño de gravedad variable por ello, antecediendo sus comportamientos a la espectacular caída en los infiernos que retratará la segunda mitad de la temporada.

Volviendo a su relación con las series de los hombres tristes, el plan de Bob-Waksberg sería como si en Los Soprano conociéramos a las familias cuyos padres e hijos fueron asesinados por Tony, como si asistiéramos a las consecuencias del consumo de metanfetamina en Breaking Bad, o como si fuéramos viendo qué ha pasado con todas las mujeres a las que Don Draper engañó a lo largo de Mad Men. Es una idea audaz y muy significativa, que acaba transmutando en causa de todo lo ocurrido en el desenlace de la serie y con la que BoJack Horseman da un último golpe sobre la mesa. La redención que parece haber encontrado el protagonista no basta. BoJack Horseman no es Philbert y, como el mismo protagonista predijo durante Un churro gratis, el concepto de la serie es alérgico a los finales felices.
Todo lo cual nos hacía presagiar que la segunda mitad de la temporada sería devastadora, y en efecto así ha sido. No tanto por el modo en que BoJack tiene que lidiar con las consecuencias de sus actos ahora que parece haber encontrado la paz, sino por el hecho de que en sus reacciones ante la que se le viene encima demuestre que tampoco ha cambiado tanto después de todo. BoJack sigue siendo BoJack. No puede dejar de serlo, y para ejemplificarlo la serie nos ofrece uno de sus planos más inabarcables: poco después de descubrir la que se le viene encima, BoJack se ausenta por un momento para refugiarse en las alabanzas de sus estudiantes, mientras en primer término vemos a Diane y Princess Caroline cabizbajas, comprendiendo que la naturaleza de BoJack —y quizá en esto radique la causa final de que la serie esté plagada de animales antropomórficos— se mantiene firme. Ante cualquier crisis siempre tendrá su ego, y la articulación hollywoodiense aparejada, para escaquearse y seguir autocompadeciéndose.

El juego vía de escape/giro demoledor alcanzará su culmen en los dos últimos episodios de la serie, pero antes los guionistas habrán planteado este mismo juego en márgenes mucho más estrechos: los de un único capítulo. En Fotocopia de una fotocopia, BoJack Horseman concede dos entrevistas para dar su versión de los sucesos de su pasado destapados por la prensa. En la primera de ellas hace lo de siempre, pedir perdón por todo, y funciona. BoJack conmueve a la audiencia hablando con total franqueza de sus adicciones y de sus comportamientos cuestionables, y como resultado el público le aplaude, lo convierte en una estrella de la sinceridad. Lo cual entra en sintonía con su ego siempre hambriento, y BoJack no puede eludir la tentación de dar otra entrevista con la que engrandecer su figura pública. Pero esta entrevista es muy distinta.
En esta entrevista, la presentadora Braxby ha ido preparada, y la imagen de BoJack vuelve a hundirse con mayor virulencia que antes. De hecho, las preguntas de Braxby también acaban apelándonos a nosotros, los espectadores, como consecuencia de un relato que de repente nos hace ver la biografía de BoJack —es decir, la serie— con otros ojos. ¿Llegamos alguna vez a ver que BoJack era un depredador sexual? ¿Que disfrutaba ejerciendo su poder sobre las mujeres? Es decir, desde luego asistimos con desaliento a todas las equivocaciones del protagonista, ¿pero llegamos a percibir alguna vez un patrón? ¿A comprender de veras la horrible persona que era? ¿O nos engañó la ficción?

Como resultado de este destrozo, BoJack se convierte en la persona más odiada de la industria, y entra dentro de una lógica despiadada que acabe transformándose en un émulo de Louis C.K. En este caso, ayudado de Vance Waggoner (émulo de Mel Gibson), tomando por nombre artístico Unicornio Cachondo, y protagonizando una serie de espectáculos donde da rienda suelta a todas sus frustraciones y culpa a la sociedad de que el perdón le siga resultando esquivo. Y claro, toca fondo. Ahora sí que toca fondo, aunque lo haga encontrando cierto seguimiento popular en sus diatribas anti-corrección política, y volviendo al punto en el que lo conocimos por primera vez. En su casa de las colinas de Hollywoob, viendo capítulos de Retozando. Pero esta casa ya no es su casa; la perdió intentando que escampara el temporal, y tras meterse una sobredosis de pastillas muere en la cumbre de su miseria.
El tema está en que sería totalmente injusto que BoJack muriera, y por eso no muere. La serie nos engaña. En el penúltimo capítulo, titulado Las vistas desde la mitad de la caída, asistimos a los últimos esfuerzos de Bob-Waksberg por darle cierto componente críptico a una visión clarísima y consecuente de la que nunca se ha movido un centímetro. BoJack acude una cena a la que asisten varias personas en cuya muerte tuvo algo que ver, y luego de conversaciones tan confusas como esclarecedoras Herb Kazzazz le da la clave de todo: después de la muerte no hay nada. El vacío absoluto, la eliminación del ser, que nos conduce inevitablemente a la certeza de que sólo tenemos una vida, y lo que importa es qué hagamos con ella. Una idea que es 100% humanista, a su retorcido modo, y que encaja como un guante en la demolición de las representaciones que practica BoJack Horseman. La ficción, ya sea como figura hollywoodiense o como ansiosa creencia en que hay un más allá, no te va a salvar de ti mismo. Solo importas tú en relación a los demás. Y a Diane ya le has hecho daño por última vez.
Las estrellas que vienen y van
Si BoJack hubiera muerto de verdad, sumergiéndose en la piscina como preveía el opening de la serie al igual que el de Mad Men preveía la caída de Don Draper, su último acto de egoísmo habría sido llamar a Diane momentos antes de ahogarse pidiendo su ayuda y, ya que no era posible que la recibiera, responsabilizándola de su muerte. Pero la muerte habría sido la enésima evasión, y BoJack no se merecía morir. Debía vivir y expiar sus culpas.
El último episodio de BoJack Horseman, titulado Fue bonito mientras duró, es modélico por canalizar la esencia de la serie, desde sus cuestiones más materiales —los únicos personajes con diálogo son los protagonistas— hasta las metafísicas, como el hecho de que todo en él resulta esperanzador y a la vez dolorosamente realista. Al poco de sobrevivir BoJack todo se pliega a la lógica que la sexta temporada ha llevado por bandera: va a la cárcel por allanamiento de morada, pierde a Hollyhock, y cuando puede abandonar la celda por permiso de un día Princess Caroline ni siquiera le invita a su boda de verdad, sino a la que celebra para hacer engagement con las personalidades de la industria. Cada encuentro que BoJack va teniendo con sus amigos es ejemplar y resume su relación con ellos, así como da a entender qué podría ocurrir después. Pero, obviamente, la secuencia que cerrara BoJack Horseman para siempre tenía que ser una conversación entre el protagonista y Diane, sus personajes más importantes.

En todo este tiempo, Diane ha comprendido muchas cosas y adquirido una sabiduría serena: llena de resignación, pero algo más fácil de sobrellevar. Apelando a esta sabiduría se ha dado cuenta de que se alegra de haber estado casada con Mr. Peanutbutter y de todo lo que le pasó durante “sus años en L.A.”, sin que esto le haya eximido de hacer varios cambios en su vida. Se encuentra en un estado muy distinto al de BoJack, que sigue buscando atajos, disculpas y motivos para autojustificarse. Su idea según salga de la cárcel, de hecho, es seguir trabajando con Waggoner en el Unicornio Cachondo. Como siempre, sabe que está mal, pero cuando trata de excusarse ante Diane sucede algo: Diane se niega a oír sus explicaciones. Su conversación marcha por otros derroteros, con ella contándole qué ha cambiado en esos meses y él reaccionando con anécdotas cinéfilas y frases que se estrellan en la incomodidad. Tales como “¿no sería divertido que esta fuera la última vez que hablamos?”.
Jen Chaney ha escrito una genial disección del final de BoJack Horseman para Vulture. El texto correspondiente ha resultado vital para ayudar a aclarar parte de las ideas que vertebran este artículo, pero además lanza una observación poderosísima, capaz de resumir por sí sola cómo de relevantes han sido los esfuerzos de Bob-Waksberg y compañía. Todas las series que forman la trilogía de los hombres tristes terminan de forma parecida: con un primer plano del protagonista en el que sólo importa él, acaparando la pantalla al igual que lleva décadas acaparando la ficción. Pero BoJack Horseman no termina así: el plano final tiene a él y a Diane como protagonistas.

Llevaba tiempo madurándolo, pero con aquella llamada telefónica Diane terminó de comprender que debía dar por terminada su relación con BoJack. Esperaba que a partir de entonces le fuera bien, pero la situación había llegado demasiado lejos y era consciente de que nunca podría librarse de la toxicidad del protagonista si lo mantenía en su vida. Es una decisión amarga, pero sólo en lo que concierne a BoJack. Y únicamente en principio. Parece ser lo que necesita Diane, y si ella se ha dado cuenta es posible que su ex-amigo, aquél que llegó a entender tan bien, acabe encontrando algo parecido. Ya conoce las herramientas. Se las ha dado Princess Caroline. Se las ha dado Todd, exhortándole minutos antes a que conciba cada día como un nuevo récord a batir. Y tiene el ejemplo de Diane. Alguien que lo ama lo suficiente, y que se ama a sí misma lo suficiente, como para saber que debe dejarlo marchar.
La conversación final entre los protagonistas de BoJack Horseman enuncia el sentido último de la serie: basta de excusas. Basta de autocompasión. Basta de ampararse en una supuesta naturaleza destructiva, que te mueva a ir pidiendo perdón por sistema pero sin tener idea realmente de cómo cambiar. Hay que seguir intentándolo. Se acabó buscar coartadas en la ficción. Hay que seguir intentándolo, y como no cabe duda de que BoJack lo va a hacer, quizá sea este impulso constante lo que lo diferencia de los animales. Porque los animales nunca fueron una caricatura, sino un espejo de los personajes de la serie que se pasaron años queriendo romper.
Los minutos finales de BoJack Horseman concilian todos estos discursos y, sin dejar de lado la literalidad que siempre ha caracterizado a la serie —por supuesto que la frase final tenía que ser “a veces la vida es una mierda, pero simplemente sigues viviendo”—, se permite el lujo de jugar a varios niveles para hacer más contundente su broche de oro. Desde el más facilón, con la canción de Catherine Feeny hablando de la necesidad de apartarte de los que quieres, hasta aquel cuyos símbolos golpean la mitología que BoJack Horserman se propuso desmantelar, y que obtienen su sentido último a partir de capítulos anteriores. Viendo a BoJack y Diane contemplando el cielo estrellado es inevitable acordarse del mismo BoJack y Sarah Lynn, después de varias semanas de juerga, refugiados en el planetario y viendo una réplica de esas mismas estrellas. BoJack y Sarah Lynn, viviendo para la mentira, las promesas falsarias de Hollywood y la recreación en el yo. Y, en el caso de Sarah Lynn, también muriendo por ellas.
Pero las estrellas que ahora contemplan BoJack y Diane son de verdad. Esta vez BoJack está mirando las estrellas correctas. No son estrellas de Hollywood, ni estrellas de un planetario. Son estrellas sin ficcionalizar, sin un imaginario a cuestas que nos permita olvidarnos de quienes somos. Si BoJack entiende lo que significan tan bien como lo han entendido los responsables de esta serie extraordinaria, es posible entonces que encuentre la salvación. Será posible, sólo entonces, el verdadero final feliz.
