El lado oscuro salta al videojuego: cómo ‘Jedi: Fallen Order’ refleja el confuso momento existencial de ‘Star Wars’

Una vez que queda claro que El ascenso de Skywalker no ha dejado contento a nadie y que los futuros proyectos de Star Wars experimentan problemas por enésima vez, parece evidente que Disney tuvo que planear mejor su estrategia cuando adquirió Lucasfilm. Esto, en lo que respecta a las películas y series. Dentro de los videojuegos Star Wars Jedi: Fallen Order, publicado por EA, es un perfecto resumen en sí mismo del descalabro galáctico.

Algo más de un mes antes de que el Episodio IX llegara a la gran pantalla y tratáramos de asimilar lo que proponía, Electronic Arts publicaba un 15 de noviembre Star Wars Jedi: Fallen Order. Desarrollaba Respawn Entertainment tratándose de sobreponer a las poquísimas esperanzas que tanto la prensa como los jugadores —muy desmotivados tras los vaivenes de la marca— tenían en él, y la cosa no fue mal. Vendió bastante, gustó más o menos, y pudo unirse a la euforia que pronto habría de sentirse por The Mandalorian, lanzada por Disney+ apenas una semana después. Euforia rápidamente diluida cuando El ascenso de Skywalker se estrenó y se volvió al estado habitual de Star Wars. Esto es, una mezcla de dolor por cómo se han torcido las cosas, y de final resignación una vez te distancias lo suficiente como para asimilar todo lo que se puede aprender de esta situación en torno a la actual industria hollywoodiense.

El 30 de octubre de 2012 The Walt Disney Company compraba Lucasfilm y desde entonces el camino que ha seguido Star Wars, tanto en lo relativo al cine como a los videojuegos, ha estado plagado de incómodos paralelismos. A veces, incluso coincidentes en el tiempo. En los ocho años que nos separan de 2012 la Casa del Ratón ha insuflado nueva vida a Star Wars y se las ha apañado para copar la conversación cultural mes tras mes, pero no lo ha hecho sólo a través de sus productos. Eso es lo que le hubiera gustado. Desde que la franquicia quedó en manos de Bob Iger los cambios improvisados, las luchas intestinas y las polémicas han sido constantes, y poco a poco han tejido una historia tan clásica como los referentes que utilizó George Lucas para dar forma a su universo a finales de los setenta. La historia de la independencia creativa subordinándose, y siendo eventualmente aplastada, por el poder corporativo.

Podríamos hablar de Josh Trank, apartado en 2015 de la dirección de un spin-off sobre Boba Fett tras la experiencia Cuatro Fantásticos, donde su visión autoral chocó con las aspiraciones más convencionales del estudio de turno. O de Gareth Edwards dándole el relevo a Tony Gilroy y permitiendo un tercer acto para Rogue One rodado a las prisas. O de Phil Lord y Chris Miller, despedidos de Han Solo y sustituidos por Ron Howard debido a su tendencia a improvisar los diálogos. O de Colin Trevorrow igualmente defenestrado pese a que su proyectada Duel of Fatessi nos tenemos a los rumores— podría haber dado un final mucho más decente a la nueva trilogía. O de Michael Arndt. Hossein Amini. David Benioff y D.B. Weiss. Rian Johnson. Y la lista continúa.

Pero, sobre todo, podríamos hablar de LucasArts, de Amy Hennig y de Visceral Games. La primera marca, responsable de tantas icónicas aventuras gráficas, fue desmantelada al poco de que Mickey Mouse se convirtiera en su nuevo jefe, facilitando el paso para EA, que en el mismo 2015 que se estrenaba El despertar de la Fuerza firmaba un acuerdo de exclusividad con Disney por diez años. En cuanto a Amy Hennig y Visceral Games, bueno, la historia es más triste si cabe.

Una galaxia sumida en el caos

Amy Hennig

La responsable de los tres primeros juegos de Uncharted —algo que está bien tener presente cuando abordemos el sálvese quien pueda que ha resultado ser Star Wars Jedi: Fallen Order— recibió el encargo de desarrollar junto a Visceral Games un juego ambientado en el universo de George Lucas. En el marco de la imponente dupla Disney-EA, Hennig y su equipo comenzaron a trabajar en algo muy ambicioso, pero, según defendió la guionista, puramente Star Wars.

Siguiendo el modelo instaurado en el cine por El imperio contraataca de ir alternando líneas narrativas —aunque a ella prefería citar El retorno del Jedi y todos los esfuerzos combinados para destruir la Segunda Estrella de la Muerte—, el juego conocido provisionalmente como Ragtag le ofrecería al jugador la oportunidad de controlar varios personajes con una misión común, apuntalando una historia de cierta complejidad tanto por la escritura como por la ejecución. En 2017, sin embargo, Visceral Games fue clausurada, Hennig despedida y Ragtag cancelado. Los motivos que se esgrimieron entonces aludieron vagamente a que EA no estaba interesada en formatos de un solo jugador.

2017 también fue el año del estreno de Los últimos Jedi —con el permiso de la desmadejada El ascenso de Skywalker, la película más controvertida de cuantas se han estrenado bajo el sello Star Wars— y de Battlefront II, que precisamente alardeaba de ese multijugador en el que EA veía la clave para su éxito. Lo ocurrido entonces con las cajas de loot es de sobra conocido, y EA experimentó una crisis de imagen suficiente para echar marcha atrás con su visión primigenia y reparar en ese single player que había quedado congelado tras el cierre de Visceral Games. El cual pasó entonces a plantearse como un mundo abierto bastante insensato (e igualmente cancelado) y, de algún modo, dio el relevo a este Star Wars Jedi: Fallen Order cuyo turbulento pasado, de forma similar a lo que ocurre con el protagonista Cal Kestis, determina todos y cada uno de sus movimientos.

Star Wars Jedi: Fallen Order, desarrollado por la misma Respawn que también fue comprada por EA aquel aciago 2017, es básicamente el juego que unas circunstancias cambiantes y desesperadas han permitido que sea. Su vocación es inherentemente continuista y hace gala de una alergia al riesgo de considerable calibre, motivada por reuniones de emergencia y ansiosos salvamentos de muebles. Ya que en la Star Wars de la era Disney lo ocurrido con las películas siempre ha sido indivisible de los videojuegos, no está de más trazar un último paralelismo, que vincularía a este Fallen Order con la militante corrección, y el miedo atenazante, que exhiben tanto Han Solo: Una historia de Star Wars como El ascenso de Skywalker.

Aunque, a diferencia del film protagonizado por Alden Ehrenreich, Fallen Order no ha sido un fracaso de ventas. Ni por asomo. Y las razones cabe encontrarlas en que, dentro de su apuesta por lo conservador, Respawn ha sido mucho más inteligente de lo que fueron Ron Howard o J.J. Abrams —no así el Jon Favreau de The Mandalorian, acaso el artesano más avispado del siglo XXI—. La creadora de Titanfall, consciente del historial que tenía detrás, ha optado por no complicarse la vida y probar a meter en su juego varios juegos distintos cuya concepción, de un modo u otro, podría estar relacionada con lo que entendemos por Star Wars. Juegos, ni que decir tiene, de éxito probado y plena relevancia, aun cuando lo primero que pensemos al ver a este Cal Testis con un robot BD1 en la espalda sea en la saga Ratchet & Clank.

Que tampoco, dentro de un juego asolado por el déja vu como Fallen Order, es mala forma de empezar.

Todos los juegos del juego

Uno de los juegos que conviven cabizbajos en Fallen Order es un plataformas sencillote con espectaculares set pièces de inconfundible sabor Naughty Dog, expandiéndose por salientes situados estratégicamente, paredes sobre las que correr y toboganes, muchos toboganes. La concepción de dichos obstáculos no podría ser más pedestre, pero el conjunto —con la excepción de pasajes desafortunados con plantas gigantes que ejercen de camas elásticas— es solvente y, por mucho que no atine a disimular su condición de trámite para que el jugador pueda hacer algo entre combates, tampoco se hace especialmente aburrido.

Peor lo tienen, siguiendo con esa herencia Uncharted que a buen seguro estará haciendo que Hennig enrojezca de vergüenza ajena en algún lugar, los puzzles. No ya por su desmedida cantidad, o por lo feos o lo poco imaginativos, sino por el flaco favor que le hacen a la que se supone que es la principal misión del juego: conseguir que te sientas un Jedi. Y vale que a los Jedi les guste meditar y no tomar decisiones demasiado impulsivas, pero cuesta horrores imaginarlos utilizar la Fuerza para empujar una bola gigante a lo largo de un pasillo.

Fallen Order también tiene su gracia porque alguien ha pensado que era buena idea combinar las mecánicas de Naughty Dog con las de From Software. Una ocurrencia tan absolutamente desquiciada que sirve como pocas cosas para imaginarse el estado mental de los responsables del juego, capaz de abrigar una conclusión del tipo “si Uncharted gusta y Dark Souls gusta, ¿cómo no va a gustar un Uncharted + Dark Souls?”. Lógica inapelable desde la literalidad y la emergencia desesperada, que volcada en un juego de Star Wars alcanza unas cotas excéntricas que… vale, llega un punto que son simpáticas. El contraste entre unas fases de plataformeo nada desafiantes y una concepción de los combates donde hasta el stormtrooper más masilla puede ponerte en aprietos conduce a una sensación realmente única, de desorden, de ruido, de violencia aparatosa. Sensación que tampoco es que sea muy Jedi, pero que resulta estimulante.

Un juego de Star Wars no tendría por qué ser especialmente exigente, pero Fallen Order lo es. De una forma tan tímida, tan como pidiendo perdón, que muchas veces parece que el que te cueste derrotar a una pequeña araña explosiva obedece más a un accidente que a un determinado presupuesto creativo. Lo cual no hace sino acentuar el hecho de que la Fuerza, aquello que debería marcar la diferencia con los infiernos lúdicos de la compañía de nos trajo el Sekiro, no sirva para mucho, y además el aprendizaje de sus trucos más básicos se extienda durante las tres cuartas partes del juego. El tiempo que tardas en poder hacer algo tan básico como el doble salto —algo que, sin ir más lejos, Ratchet podía hacer antes de que Clank le sirviera de tirolina— es de un surrealismo avasallador.

No obstante, y al igual que sabe heredar de las aventuras de Nathan Drake la potencia cinematográfica, Fallen Order se las apaña para que sus combates mantengan la dignidad. Por muy peregrinas que hayan sido las formas de conducirnos a los enfrentamientos, hay un llamativo esfuerzo por que la espera merezca la pena y hasta el warsie más tangencial se estremezca de placer al escuchar el choque de los sables láser, mientras descubre cómo el bloqueo —una mecánica nunca lo suficientemente trabajada dentro de los videojuegos de Star Wars— es tan importante para ganar el combate como los mandobles que sirvan, en un primer momento, para agotar la barra de resistencia del enemigo, y luego para terminar con la barra de vida.

Debido a esta concepción del combate como verdaderamente un duelo y no un buffet libre de hostias, las luchas de Fallen Order son extensas sea cual sea el modo de dificultad, y se antojan como lo más destacado de un título en permanente control de daños. O se antojarían, si la estancia en los altares para meditar/guardar la partida —el elemento más perezosamente heredado de los Dark Souls, específicamente sus hogueras— no condujeran a la resurrección de los enemigos, y a la forzosa repetición de los combates.

Para vosotros, warsies

Por cada aspecto de Fallen Order de indudable eficacia existe una contrapartida que lo desluce, y evidencia con precisión de cirujano el sindiós creativo sobre el que se ha construido todo. Los escenarios por los que transcurre la aventura poseen una estética convincente —en concreto, lo obrado con Kashyyyk es una maravilla—, y moverte por ellos supone un auténtico placer. Al menos, hasta que por necesidades logísticas has de consultar el mapa. Y te encuentras con un entramado de niveles, conexiones y destinos cuyo sendero has de descubrir por tus propios medios, y que se ofrece como un puzle en sí mismo bastante más enriquecedor que la citada bola en el pasillo, animándote a volver en cuanto hayas aprendido nuevos trucos como, por ejemplo, el mencionado doble salto. El problema más notorio llega cuando has de volver a la nave y comprendes que, por muchos atajos que hayas ido desplegando durante el viaje, lo que verdaderamente necesitaba este planeta era una maldita opción de viaje rápido.

Asimilada esta cuidadosa correlación de aciertos/patinazos, Fallen Order podría haberse hundido tranquilamente en una mediocridad donde los fallos fueran tan proporcionales a cada idea (o refrito de idea) más o menos buena, que la frustración acabara ganando la partida. No ocurre del todo —y eso que no hemos hablado de lo escandaloso de los fallos meramente técnicos, capaces de malograr cualquier inmersión—, gracias que el juego de Respawn tiene las palabras Star Wars en el título. Por lo que, llegados a este punto, tocaría despejar la principal incógnita. Si este juego se siente realmente como Star Wars, o todo lo contrario.

La respuesta es complicada. 

El fan de Star Wars, por lo general y a menos que se trate de introducir diversidad étnica o de género entre los personajes de su saga favorita, es un romántico incurable. Alguien capaz de que se le llenen los ojos de lágrimas sólo con oír el sonido de un sable láser activándose —ya que pasamos por aquí, el apartado sonoro de Fallen Order es extraordinario—, o con tener la posibilidad de maquetar su arma de combate, o con poder desplazarse de liana en liana por el árbol wroshyr más alto y robusto de todo Kashyyyk.

El juego de Respawn lo tenía fácil para contentar a este fan, y no es muy descabellado que lo haga. Ya sea recurriendo a los elementos mencionados, o a cuestiones más inspiradas como las referidas al lugar que ocupa Fallen Order dentro del canon galáctico. Tocaría entonces hablar de la historia que cuenta este juego, de la narrativa que Amy Hennig se empeñó en su momento en asociar con obras mayores como Doce del patíbulo. Pero no del todo.

Fallen Order se ambienta entre La venganza de los Sith y, spin-off arriba spin-off abajo, Una nueva esperanza. Esto implica que ha de rendir cuentas tanto al marco de la sacrosanta original como al de las más discutidas, pero hoy en día revalorizadas, precuelas. El protagonista de la aventura, el padawan Cal Kestis, es perfecto para ello. Cuando era un niño presenció cómo la Orden 66 aniquilaba a todos los Caballeros Jedi de la galaxia, y ahora que es mayor de edad —pero tiene los rasgos extrañamente aniñados de Cameron Monaghan, en una refrescante decisión de cásting—, busca la forma de resucitar la Orden para que esta haga frente al Imperio.

Una coyuntura atractiva desde el propio planteamiento no sólo por la iconografía que se permite cultivar, combinando los soldados clon que traicionaron a los Jedi con los stormtroopers canónicos, sino por las posibilidades que le inyecta al argumento, y que terminan de blindar los copiosos flashbacks donde has de controlar al Cal niño. Uno de ellos, relacionado precisamente con el momento en que la Orden 66 se hizo efectiva, posee una fuerza dramática que va más allá de la nostalgia y se imbrica de forma orgánica en ese trauma del protagonista que, se supone, guía el argumento de Fallen Order

Los rostros de la crisis

El juego de Respawn maneja un par de ideas muy jugosas en lo relativo al sentimiento de culpa que no sólo mueve a Cal, sino también a la Jedi caída que le acompaña durante la aventura, Cere Junda. Ambos, uno en calidad de aprendiz y otra como Maestra Jedi, han visto cómo el Imperio se lo ha quitado todo no sólo amparándose en el maquiavélico plan de Palpatine, sino también en sus propios fallos individuales, y su afán por resucitar la Orden obedece tanto al sentido del deber como a una acuciante necesidad de expiar la culpa. 

Nociones prometedoras, incluso de una inaudita madurez dentro del cosmos de Star Wars —al menos hasta que llegó Rian Johnson proponiendo debates generacionales—, que no llegan a nada por lo plano del desarrollo, en primera instancia, y por la nula empatía que despiertan sus personajes. Cal Kestis es uno de los peores protagonistas de Star Wars que hemos tenido el dudoso honor de conocer: una carcasa vacía en la que encontramos destellos de humanidad únicamente por cómo explicita su arco dramático cada vez que puede y por sus interacciones con BD-1, el típico droide galáctico que se comunica a base de pitiditos, que lleva cuarenta años cayendo simpático, y que por supuesto aquí también lo consigue. 

La pésima caracterización de Kestis —al igual que la de su compañero de viaje Greez Dritus, supuesto alivio cómico cuyos diálogos parecen escritos por el mismísimo George Lucas— es el instrumento perfecto a través del cual medir la inanidad de Fallen Order, pero finalmente es Cere Junda el rostro visible de esta. El personaje para el que ha servido de modelo Debra Wilson posee un diseño de lo más inquietante, ya que se supone que es tan humana como Kestis, pero el descuido con el que se han resuelto sus texturas y facciones la hacen pasar en numerosos instantes por miembro de una especie alienígena indeterminada. Humanoide. Una figura que se queda a medias en todo y que sólo puede disimular lo desastrado de su aspecto cuando rememora el pasado, y los destellos de introspección asaltan el rostro irregular mientras añora a los caídos. 

Es la imagen perfecta de lo que está ocurriendo con el Star Wars cinematográfico en tanto a franquicia dependiente de los logros pasados, y del modo en que Star Wars Jedi: Fallen Order se despliega ahora ante tus ojos: como algo que te debería gustar porque ya estás acostumbrado a que te guste, pero de repente no te gusta. Y no sabes por qué, como tampoco lo saben sus artífices. 

Quizá porque sólo aspiraban a lo mínimo para que te debiera gustar.

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