El payaso a medianoche: historia de los clowns chungos

La segunda parte de IT (2017) dirigida por Andy Muschietti está a punto de iniciar su —previsiblemente— triunfal andadura. Así que queremos hacer un poco de antropología con el tema a través de la historia y el arte. ¿Por qué este miedo irracional a los payasos? ¿Qué se esconde tras la máscara, tras la sonrisa bajo el maquillaje, tras la mueca bajo la sonrisa? Acompáñennos. Ya es de noche.

La risa de un niño es pura hasta que se ríe por primera vez con un payaso
Angela Carter (1)

El legendario actor Lon Chaney, el hombre de las mil caras, concedió en sus días de gloria una entrevista a un periodista especialmente inspirado que le formuló una pregunta crucial: “¿Qué es lo más aterrador que se pueda imaginar, Mr. Chaney?”. El americano no lo dudó ni un instante: “Un payaso, a medianoche”. Esta breve frase —en sí misma, una obra maestra del microrrelato de terror, un haiku abisal— contiene un vasto universo de escalofríos e imaginería macabra. Una respuesta que sienta cátedra, teniendo en cuenta que su autor es el protagonista de varios monumentos del cine de terror como El jorobado de Notre Dame (1923),  El trío fantástico (1925), El fantasma de la ópera (1925) o Garras humanas (1927). Además —ya centrándonos en el tema— también protagonizó un par de ejemplares melodramas circenses ribeteados con gotas de terror y aromas de fantastique: El que recibe la bofetada (1924) y Ríe, payaso, ríe (1928). A partir de esa frase trataremos de entender el por qué de miedo a los payasos tras la máscara del payaso, la sonrisa bajo el maquillaje, la mueca bajo la sonrisa, el dolor tras la mueca. Y lo que encuentra no es agradable de ver.

Ahondando en el significado de la frase, Chaney Sr. decía que un clown puede resultar divertido en su contexto, en su espacio natural bajo la carpa de un circo, rodeado de funambulistas, domadores, forzudos y jefes de pista. Pero ¿y si abrimos la puerta de casa en mitad de la noche y parado en la calle, bajo la luz de la luna, se encuentra un payaso? Una de las claves de esta imagen tan fascinante y a la vez perturbadora, es la desubicación espacial. El payaso NO DEBERÍA ESTAR AHÍ. No hay un circo alrededor: los payasos siniestros van por libre, se han independizado de su entorno natural. Algo está mal en el icono espectral que nos propone Chaney. Es como si se hubiera abierto una grieta en la realidad y un payaso —procedente de algún abominable inframundo— se hubiese colado por ella. De todos modos estamos en el terreno de lo imaginario, de la hipótesis, del jugueteo filosófico sobre una imagen primigenia del horror, del miedo en su estadio más primitivo y visceral. El payaso a medianoche es un personaje ficcional similar a un vampiro, un hombre lobo, un zombi: demonios de nuestra imaginación… o al menos así lo fue hasta hace poco.

En el otoño de 2014, pudimos leer en la prensa que en sitios tan dispares como la ciudad de Wasco, California, localidades del norte de Francia o incluso Gijón, numerosos testigos afirmaban haber visto a personas disfrazadas de payaso a altas horas de la madrugada. En el caso francés, incluso portaban armas como palos y martillos (de plástico). Pero la mayoría destacaba por su inacción: simplemente estaban parados en medio de un parque, de un callejón, a veces con un ramo de globos suspendidos en su mano. Las redes sociales ardieron con amenazadoras fotografías de los clowns inmóviles en la oscuridad. La policía, desconcertada, decía con razón que no podía hacer nada: los payasos se limitaban a existir. Se llegó al límite de organizar grupos vecinales de “defensa anti-clown” (sic). Las respuestas de estos vigilantes urbanos sobre lo que pretendían defender eran vagas, una manera de conjurar el terror abstracto que brindaban estos amantes de las performances extremas. Los tricksters homenajeaban así a esa imagen fundacional del terror invocada por Chaney corporeizándola. Parafraseando al personaje de Denis Lavant en Holy Motors (2012), la clave está en “la belleza del gesto”: puro terrorismo situacionista del que Guy Debord estaría orgulloso. Gracias a estos inspirados artistas del horror, la grieta era real: los payasos se estaban colando en nuestro mundo.

Al mismo tiempo, una serie de bromas extremas grabadas en vídeo, a cada cual más sádica —sierras eléctricas, asesinatos, evisceraciones— protagonizadas por macabros payasos de sospechoso parecido al protagonista de It (1987) la seminal novela de Stephen King sobre la que volveremos más adelante, se han vuelto virales con millones de visitas. Pero al revisar los vídeos, uno se da cuenta que la clave no está en la sangre y los desmembramientos, que no son más que atrezzo innecesario: la nariz roja y el traje de Arlequín son suficientes para paralizar de terror a las víctimas. Una rápida búsqueda en Internet arroja miles de resultados sobre payasos weird compartidos una y otra vez, así como una absurda cantidad de portales y webs dedicadas a compartir el odio visceral hacia los clowns. ¿Cuál es el motivo?

Fobia a la nariz roja

Cindy Sherman

La “coulrofobia” se define como el miedo irracional a los payasos. Afecta principalmente a los niños, aunque puede aparecer también en adultos y sume a las víctimas en un estado de ansiedad evidente que incluye respiración entrecortada, sudoración, taquicardia, náuseas… todos ellos viejos conocidos del terror en su estado más puro. El prefijo “coulro” viene del griego kōlobathristēs, que significa “aquel que va sobre zancos”, ya que antiguamente payasos y bufones los utilizaban en sus representaciones. Cuando intentamos indagar en las causas, todo se vuelve un poco más cenagoso: en algunos casos, este temor irracional se asocia con una experiencia traumática durante la infancia relacionada con un payaso, lo que podría servir como explicación para casos puntuales, pero no para el grupo tan amplio de población que sufre de coulrofobia en mayor o menor medida. Otros coinciden en que lo que no soportan es el maquillaje excesivo, que unido a la nariz roja —la máscara más pequeña del mundo, la han venido a llamar— y la falsa peluca, impiden conocer su verdadera identidad, lo que les genera incomodidad en el mejor de los casos y un pavor insuperable en el peor.

El contacto temprano de un niño de dos o tres años con un payaso, cuando la diferenciación entre fantasía y realidad no existe es, cuanto menos, arriesgado. El miedo a los extraños propio de la infancia, la aprensión al “otro”, tampoco congenia bien con los rostros lunáticos y violentos de los payasos. Los  testimonios en ese sentido son esclarecedores: “Cuando tenía 5 años fui al circo y un payaso con una caja se acercó y me dijo: “¿te gustaría ver el mono que hay dentro de caja? Por supuesto que quería verlo. Pero cuando miré dentro de la caja, no había ningún mono, solo un espejo…” (2).

Sigmund Freud, en su ensayo sobre lo siniestro, el unheimlich, afirmaba que existe un vínculo muy poderoso entre “lo que nos infunde terror y lo que nos es extremadamente familiar” (3). Los extremos se tocan, y el payaso se encuentra en una nebulosa tierra de nadie, entre lo real y lo sobrenatural. Hay algo de extraño en la familiaridad con que nos acercamos a un payaso: el personaje se presenta como un ser tierno, divertido, que en teoría busca la risa del niño y de los que le rodean; pero la percepción del niño suele ser exactamente la contraria: un perfecto desconocido de rasgos tan exagerados que parece pertenecer más al mundo de los cuentos que a la realidad y que inexplicablemente cuenta con el beneplácito de sus propios progenitores. Tirando del hilo del miedo y la angustia, el niño podría llegar a convencerse de la existencia de un indescifrable complot entre padres y payasos, lo que significaría una traición total y un estado de indefensión absoluta: “Estás asustado del hombre corpulento con maquillaje que suda y lleva ropas que huelen ligeramente mal. Empiezas a llorar. ¿Pillan tus padres la indirecta? No. Pegan tu cara a la del payaso en busca de una foto juntos. Y quedas aterrorizado de por vida” (4). La invasión de lo imaginario en la realidad del niño es un hecho, y de impredecibles consecuencias: si los payasos existen, también los monstruos pueden existir.

Entre los adultos, los miedos residen más en la sensación de impunidad que proyectan los actos de un payaso, comportamientos en su mayor parte agresivos que si se produjeran al otro lado de la carpa, serían castigados por el código penal. Pero en su espectáculo los payasos tienen carta blanca, el control absoluto, manejan la situación a su antojo y hasta las leyes físicas retroceden ante su poder. La violencia y agresividad quedan matizadas por medio de la exageración y el humor negro —una práctica muy habitual en el cine de nuestros días por directores que todos conocemos—  y sus acciones reflejan todo lo que no nos gusta de nosotros mismos, o, peor aún, lo que nos gustaría hacer si estuviese permitido. Cuando alguien es perseguido por un payaso en una película es como si le persiguieran sus propios fantasmas internos: el ello oculto en el inconsciente a la caza del yo —Freud again—. 

La sonrisa forzada y perenne del payaso es otro elemento profundamente desestabilizador: una sonrisa artificial es el ejemplo más claro de ocultación, de confirmar que hay “otra cara” debajo del maquillaje, y que ésta no sonríe. Terrible sonrisa, pues, ya que como afirma el crítico cultural Mark Dery en su libro The pyrotechnic insanitarium (1999), “embalsama una expresión espontánea de felicidad. La única vez que volvemos a ver una sonrisa congelada es en una funeraria, en un ataúd abierto. La cara blanca del payaso es una máscara de muerto con sentido del humor”.

Hace tiempo ya que los niños no asocian los payasos a brillantes tardes de domingo en familia, donde Ángel Cristo se jugaba la vida a zarpazos bajo la carpa del Gran Circo Mundial y Charlie Rivel aullaba a la luna, sino a traumáticas películas y brutales vídeos compartidos en redes sociales. Quedan pocos niños a los que les gusten los payasos, que confíen en ellos. Así que, ¿por qué diablos seguir con esta mascarada, con esta pretensión de que los payasos están aquí para hacernos reír? Están aquí para aterrorizarnos. Su presencia es un puro anacronismo, un residuo de tiempos antiguos. Ya no son graciosos, son weird stuff. Incluso Ronald McDonald se ha convertido en un símbolo del mal rollo y ha sido debidamente retirado de la circulación. Los payasos son figuras sospechosas, maestros del engaño, emisarios infernales de reinos olvidados que utilizan como caballo de Troya vestimentas de colores alegres y nubes de algodón. ¿Pero qué se esconde tras la carcasa? ¿Cuáles son sus verdaderas intenciones? No hay manera de ofrecer una explicación satisfactoria a un niño sobre el significado del payaso, y de hecho, si rastreamos sus orígenes, la cosa se pone peor.

Un poco de historia (solo un poco)

Cinco mil años atrás, en las cortes reales del Antiguo Egipto, salvajes pigmeos africanos de la tribu de los Dangas eran utilizados para entretener a los Faraones. Disfrazados con pieles de leopardo y extrañas máscaras, bailaban imitando a deidades arcanas como Bes —diosa de la danza y la guerra—. Un milenio más tarde, en la China Imperial, un pequeño bufón consiguió convencer al emperador para que no pintase la Gran Muralla china, titánica empresa que se hubiese cobrado cientos de vidas, como ya sucedió en su construcción. Homero en La Ilíada nos habla de Tersites, un bufón agitador y descarado que solía acabar con la paciencia de Agamenón, rey de Micenas y sus hombres, insultándolos y vejándolos: “…fue el hombre más feo que llegó a Troya, pues era bizco y cojo de un pie; sus hombros corcovados se contraían sobre el pecho, y tenía la cabeza puntiaguda y cubierta por rala cabellera” (5).

El estreno de la segunda parte de IT nos permite volver a un tema que nos apasiona y aterroriza a partes iguales: ¿por qué nos dan pánico los payasos? Indagamos en los motivos históricos y psicológicos.

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Pero el de payaso también era un oficio de riesgo: ya en Roma, el alucinado Calígula —según el relato de Suetonio— hizo quemar vivo a un actor por atreverse a ridiculizarle en un espectáculo. Y sin abandonar la época del Imperio Romano, cuando el emperador Teodosio el Grande declaró el cristianismo como única religión legítima en el 380 d.c., entre otras cosas prohibió los teatros y las representaciones dramáticas. Esta coyuntura convirtió a los payasos en nómadas, como si de ronin sin amo se tratasen, una imagen ciertamente potente y que traza un hilo invisible de casi dos mil años con nuestro presente: los payasos de los que hablaremos en unos momentos pueden verse también como vagabundos errantes, alienados, sin circo al que servir ni audiencia para la que actuar. Así que decidirán coger a su público a la fuerza. Harán su show para ellos, quieran o no.

Hay otra característica común en la mayoría de las visiones del payaso terrorífico actuales: la naturaleza sobrenatural del payaso como figura casi invencible, con poderes que exceden lo humano y que también tiene su origen en la antigüedad: en muchas tribus de la América precolombina existían siniestros personajes —comúnmente con algún defecto o deformidad— a los que se les atribuían poderes mágicos de curación, fertilidad, casi a la manera de chamanes. Estos clowns prehistóricos eran temidos pero considerados necesarios por las tribus. Aterraban por sus blasfemias, su violenta conducta sexual, por ser una línea directa con el otro mundo. En el pueblo de los Ojibwa, por ejemplo, cuando sospechaban que un demonio o presencia maligna les acechaba, los servicios de los payasos eran requeridos, como exorcistas con la cara pintada. Éstos se enfrentaban al diablo mediante chanzas, conjuros inventados y danzas estrafalarias.

Con la llegada de la Edad Media, el bufón, el jester, se convirtió en habitual en todas las cortes: el único con poder para burlarse del rey, de la nobleza y el clero. Cierto es que era un poder relativo y en cualquier momento su cabeza podía rodar por una chanza más sangrante de lo normal o un monarca con poco sentido del humor. De ahí pasaríamos a la comedia italiana, con sus polichinelas —origen del británico Mr. Punch, todo malignidad, que consigue incluso burlar a la Muerte—, arlequines y pagliaccios. En las postrimerías del siglo XIX, el oficio de payaso adquiere las formas y jerarquías que se han mantenido hasta ahora en los circos, con el Clown como director de la función y el Augusto como compañero torpe, animalesco e infantil, agente del caos y la destrucción. Los objetos, las más elementales leyes de la física se rebelan contra el clown. El mundo contra el payaso —o el payaso contra el mundo—.

El arte de asustar

Múltiples personalidades del mundo del arte se han sentido atraídas en algún momento de su carrera por el aura siniestra del payaso, dando lugar a obras tan fantasmagóricas como las del pintor belga James Ensor, precursor del surrealismo y del simbolismo y amante de las máscaras grotescas y personajes estrafalarios—significativo es que se le rinda homenaje en una escena de La noche de Halloween (1978) en la que aparece un retrato suyo en la casa del personaje de Jamie Lee Curtis—, que contemplaba a la humanidad como un grotesco desfile de payasos y esqueletos como en La muerte y las máscaras (1897).

Ken Currie Gallowgate Lard (1995)
Gallowgate Lard de Ken Currie

O la artista americana Cindy Sherman y su serie fotográfica de clowns de colores primarios y agresivos, de artificial hilaridad al borde de la histeria, influenciada por la zozobra emocional que trajo consigo los atentados del 11-S. El inglés Ken Currie pinta a su vez un atroz autorretrato, Gallowgate Lard, (1995) en el que la palidez extrema y la boca convertida en una herida sangrante —en la línea del Joker de comisuras abiertas en canal interpretado por Heath Ledger en El caballero oscuro (2008) — le convierten en un perturbador payaso exangüe. Y el artista experimental Bruce Nauman confecciona una pieza audiovisual multipantalla de circuito cerrado titulada Clown torture (1987) en la que vemos a una serie de payasos neuróticos y angustiados realizar acciones repetitivas contagiando su estado de ansiedad al espectador.

Otras formas de “alta cultura” también se han acercado al clown en su versión trágico/siniestra: la ópera Pagliacci de Ruggero Leoncavallo sigue siendo una de las más representadas de la historia, con su juego de espejos entre realidad y ficción —el verdadero corazón de la actuación de nuestros (anti)héroes— en un primitivo derribo de la cuarta pared: el payaso protagonista asiste a una representación en la que su mujer y su amante interpretan los mismos roles que en la vida real, por lo que termina subiendo al escenario y, tras asesinar a los amantes, brama: “la commedia è finita”. Y el telón cae.

Hop-Frog de Edgar Allan Poe, según Arthur Rackman

En cuanto a la literatura, además de la fantástica novela de Pär Lagerkvist, El enano (1944) —un relato en primera persona de un bufón de corte que vive en la Italia de mediados del siglo XV especialmente cruel e inquietante, y que posee una carga mítica imponente en cuanto a mitología: “he oído decir que nosotros, los enanos, descendemos de una raza mucho más antigua que la que ahora puebla la tierra y que, por consiguiente, somos viejos desde que nacemos”— la narrativa breve ha hecho especial fortuna en historias temibles protagonizadas por clowns. Edgar Allan Poe, por ejemplo, toma también la figura del jester y le dota de un feroz sentido de la venganza: el brutal relato Hop-frog y su pequeño y deforme protagonista se espeja en todo el celuloide de payasos humillados —convertido rápidamente en un lugar común—  que vinieron después, como los ya mencionados largometrajes de Lon Chaney o los pequeños protagonistas de la fundacional La parada de los monstruos (1932).

La escritora británica Angela Carter escribe en 1984 la espléndida Nights at the circus, novela de terror profusa en payasos de aviesas intenciones y origen de la macabra sentencia que abre este epílogo. La prosa salvaje de la autora de La cámara sangrienta (1979) —que contiene el cuento germen de En compañía de lobos (1984) — nos ofrece textos tan perturbadores como éste, al referirse al grupo de payasos que trabaja en el circo protagonista: “El Callejón de los Payasos, el nombre genérico de todos los alojamientos para payasos, temporalmente ubicado en esta ciudad en la casa de madera podrida donde la humedad cae por las paredes como el rocío, era un lugar donde reinaba la lúgubre atmósfera de una prisión o un manicomio; entre ellos mismos, los payasos destilaban el mismo tipo de mutilada paciencia que uno encuentra entre los reclusos de instituciones de ámbito cerrado, una deseada y a la vez terrible suspensión de la personalidad”.

Payasos, de José Gutiérrez Solana

Por último, destacar también a Thomas Ligotti —cuya narración La conspiración contra la especie humana (2010) es el caldo primordial sobre el que se edificó el personaje de Rust Cohle interpretado por Matthew McCounaghey en la serie True detective (2014) hasta el punto de que se llegó a acusar de plagio al creador de la misma, Nic Pizzolato— y su relato La última fiesta de Arlequín (1990). Un sabroso mejunje pagano en el que clowns harapientos son recogidos en la parte trasera de un camión y transportados a un aquelarre primigenio, una narración enfermiza con ecos de Lovecraft, las Saturnalias, el poema El gusano conquistador (1843) de Poe o la joya del folk horror El hombre de mimbre (1973).

Notas

1. Angela Carter: Nights at the circus. Vintage Classics (1994)

2. Joseph Durwin: Coulrophobia & the Trickster

3. Sigmund Freud: Obras completas: lo siniestro. Amorrortu (2012)

4. Mark Dery: The pyrotechnic insanitarium: american culture on the brink. Grove Press, BlackCat (1999)

5. Homero: La Ilíada. Gredos. Textos clásicos (2014)

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