El ratón perdido en la galaxia: una historia de los problemas de Disney con ‘Star Wars’

Se convierte en chiste recurrente: otro proyecto de Star Wars auspiciado por Disney está en problemas. Ahora, la serie de Obi-Wan, que unida a la recepción de El ascenso de Skywalker ha echado a perder la sensación de que la marca podía aspirar a cierta unanimidad gracias a cosas como The Mandalorian. Repasamos el amplio historial de problemas de Lucasfilm con Disney, y posibles causas de los mismos.

Es urgente entender hasta dónde llega la importancia de un producto como Vengadores: Endgame. Más allá de su histórica taquilla, o del afán desesperado con el que la ha perseguido para alzarse con un récord específico que refrendara, como si hiciera falta, su estatus de logro mayúsculo. Es vital, insisto, comprender por qué Vengadores: Endgame ha gustado o entusiasmado a todo el mundo, y no ha habido apenas voces que quisieran desmantelar este estado de opinión esgrimiendo ese palabro tan sobreutilizado de un tiempo a esta parte: fanservice.

Por mucho que la película dirigida por Joe y Anthony Russo lleve la complacencia inserta en su ADN, y en sus tímidos saltos tonales se pueda rastrear lo ensayado en títulos previos, casi nadie le ha hecho el temido reproche: “esto es solo para los fans”. Algo muy distinto, vaya, a lo que ha ocurrido durante la recepción de Star Wars: El ascenso de Skywalker, en la que no ha habido crítica que no incluyera la famosa palabra. ¿Es adecuado hablar de fanservice cuando parece que a nadie le ha gustado la película de J.J. Abrams? ¿Tiene sentido seguir recurriendo al término dentro de una saga como Star Wars, donde muchas veces parece que al fan veterano sólo le gustan dos pelis y media?

Al final sólo es pertinente hablar de fanservice si nos ceñimos a términos narrativos. A aquellos momentos en que la historia planteada es modificada o subordinada a factores exógenos, y queda claro que existen intereses mayores que la historia en sí misma. Intereses, obviamente, relacionados con la acumulación de capital. Para cumplir su misión, estos intereses han de responder a lo que supuestamente han de querer los fans, pero como nadie sabe a ciencia cierta qué es lo que quieren los fans —y los fans menos que nadie—, el fanservice acaba siendo un término desvirtuado, casi abstracto, y dependiente de los cálculos que haya hecho la compañía de turno, susceptibles como cualquier estudio de mercado a fallar estrepitosamente.

Gran parte de las tensiones del blockbuster contemporáneo emanan de esta incertidumbre, y si se sigue hablando con tanta alegría de fanservice se debe únicamente, quizá, a que las redes sociales favorecen más que nunca que las voces del fandom se oigan altas y claras. Ocasionalmente, como ocurrió hace poco con Sonic, la película —cuyo rediseño del erizo ha derivado en unas optimistas previsiones de taquilla—, sirviendo a la productora para limitar riesgos financieros gracias a esta escucha.

Pero escuchar no significa entender, y muchas veces esta cuestión puede afectar a la génesis de los proyectos de las formas más variopintas. En especial si dichos proyectos se enmarcan en circunstancias inestables, donde el estudio tiene dudas sobre el camino a seguir. No es casualidad que, dentro del Universo Cinematográfico de Marvel, las películas cuya gestión ha sido más problemática y se ha llevado por delante directores hayan sido Thor: El mundo oscuro, Vengadores: La era de Ultrón, Ant-Man y Doctor Strange 2, siendo Patty Jenkins, Joss Whedon, Edgar Wright y Scott Derrickson los afectados. En todos estos casos, el Universo de Marvel se encontraba en una transición de menor o mayor grado, bien asimilando qué hacer tras la primera Vengadores para preparar el camino hacia la siguiente Fase, o bien preguntándose —como en el caso de Derrickson y Doctor Strange 2— qué rumbo quería trazar una vez se ha estrenado Vengadores: Endgame, y hay dudas considerables sobre si la continuidad de este megalomaníaco proyecto tiene sentido sin Robert Downey Jr. o Chris Evans.

La diferencia fundamental entre Star Wars y Marvel, las propiedades más lucrativas de The Walt Disney Company, es que la primera siempre ha vivido en una transición continua. Porque la Casa del Ratón no tiene ni idea de lo que el público quiere de ella, ni de cómo puede calibrar el fanservice para darle el mismo toque de homogénea sofisticación que tiene la maquinaria de Kevin Feige. Y así lleva cinco años.

Una declaración de intenciones

Resulta irónico que Star Wars se halle en dicha transición eterna si pensamos en las prisas con las que esta se quiso resolver al poco de que Lucasfilm fuera adquirida por Disney el 30 de octubre de 2012. La predisposición de George Lucas por vender su criatura databa de varios años antes —la asociación entre ambos estudios ya había dado lugar a varias atracciones en los parques de Disneyland—, pero el fiasco de Red Tails hubo de rematar apresuradamente el ánimo del creador de Star Wars por hacer más cine, en coma desde hace tiempo, y precipitó que aceptara una oferta de compra por 4.05 mil millones de dólares.

Kathleen Kennedy ascendió a presidenta de Lucasfilm y fue la encargada, respondiendo ante Alan Horn y Bob Iger, de diseñar un nuevo plan de negocio que empezó a detallarse en los meses siguientes. El cual se plegaba, inicialmente, a dos pautas básicas: un incremento de la producción destinada a los cines —ya no tendríamos que ir de trilogía en trilogía—, y la súbita desactivación del Universo Expandido con el que varios autores habían enriquecido el canon de Star Wars durante décadas a través de novelas, cómics y videojuegos.

En retrospectiva ya pueden percibirse aquí algunos errores de planteamiento. Para empezar estaba el hecho de que despojar de legitimidad una parte de la marca hacia la que los fans más activos se sentían vinculados emocionalmente no era lo mejor, a efectos de imagen. Podía entenderse por la necesidad de dejar el horizonte despejado para nuevas historias, pero recurrir a la etiqueta de Star Wars Legends como cajón de sastre para meter ahí todo lo que no le convenía al nuevo plan de Disney era sumamente irrespetuoso, y alentaba las suspicacias con respecto a las consecuencias de esta operación comercial. Al igual que, en términos distintos, provocaba el tema de la sobreproducción.

Star Wars había funcionado razonablemente bien a través de seis únicas películas —sin contar los spin-offs de los Ewoks y Star Wars: Las guerras clon—  divididas en dos tandas con más de quince años de separación; los films habían podido gustar más o menos, o recaudar lo que tuvieran que recaudar, pero el carácter de acontecimiento generacional (imprescindible para estudiar el fenómeno) se había mantenido intacto gracias a estos márgenes. Existiendo el Universo Expandido, precisamente, para que cada uno pudiera prolongar su influjo en la medida que quisiera. Con un plan de película por año, Star Wars dejaba de ser especial, y aunque fuera el mismísimo George Lucas quien antes de estrenar La guerra de las galaxias en el 77 insistiera en quedarse con los ingresos derivados del merchandising, ya nada podía desmantelar la idea de que Star Wars se había convertido en un producto. Aunque nunca hubiera sido otra cosa.

La pérdida de la magia, un valor que Disney le hubiera gustado conservar intacto al efectuar la compra, marcó Star Wars desde el inicio de esta nueva etapa, y antecedió a una transparencia con respecto a los vaivenes de su gestación que hoy en día comparte de forma inevitable cada blockbuster mínimamente mediático. Acaso conscientes de esto, Kennedy y sus jefes buscaron la magia en otros lugares, de tal forma que en el plan desarrollado —con una nueva trilogía y varios spin-offs de personajes célebres— fueran más importantes nociones como que se iba a volver a efectos especiales artesanales y, en directa contrapartida, que la influencia de la sacrosanta trilogía original guiaría sus nuevos pasos, recurriendo a antiguos actores y todo. Esta jugada compartía rasgos con el ostracismo al que había sido abocado el Universo Expandido, pero como la trilogía de las precuelas nunca había podido aspirar al arraigo sentimental de los films originales, la estrategia de Disney era por lo demás intachable.

La Casa del Ratón recondujo toda esa mala publicidad hacia el apasionado amor por la trilogía original que sentía la totalidad del fandom, sabiendo que era esencial partir de él para construir su futuro, y recurriendo a un sentimiento tan pujante como la nostalgia para ensamblar, pesara a quien pesara, un nuevo acontecimiento generacional. Acentuado, además, por diversos elementos que pretendían proyectar Star Wars hacia la contemporaneidad para ampliar su target, y que ya según se revelaban detalles de la primera película de esta nueva fase —como todo lo relacionado con el personaje de Daisy Ridley o Finn, el stormtrooper negro— hubo de conducir a los primeros ceños fruncidos. La guerra cultural consiguiente, sin embargo, no le estallaría a Disney en la cara hasta dos años después, y El despertar de la Fuerza consiguió ser el acontecimiento que necesitaba ser, refrendado por grandes aplausos y una taquilla apoteósica. Más que suficiente para olvidar que, incluso antes de que la película de J.J. Abrams se estrenara un 18 de diciembre de 2015, los problemas ya habían empezado.

Crisis existenciales

En octubre de 2013 se conoció el nombre del primer damnificado por la Star Wars de Disney: Michael Arndt. El guionista había sido contratado para escribir el Episodio VII, pero la fijación de una fecha de estreno para finales de 2015 provocó que no encontrara tiempo suficiente para hacer el trabajo, y fuera sustituido por J.J. Abrams —repositorio de la confianza absoluta de Disney gracias a su labor en el relanzamiento fílmico de Star Trek— y Lawrence Kasdan —guionista cuyo rol en las dos últimas entregas de la trilogía original se ajustaba a los presupuestos nostálgicos de la operación—. Pocos meses después la compañía hizo públicos sus planes de lanzar el sello A Star Wars Story para designar los spin-offs que no formaran parte de la saga principal, y dio a conocer el nombre de las dos personas que se encargarían de los primeros (¿de muchos?): Gareth Edwards y Josh Trank. Edwards dirigiría Rogue One y Trank un proyecto sin concretar que la prensa convino en identificar con una aventura de Boba Fett en solitario. 

Trank no duró mucho en Disney. La debacle de Cuatro Fantásticos, acompañada de su problemático y muy difundido comportamiento en el set de la película de Fox provocó que Kennedy no lo viera claro, y este fuera despedido de forma fulminante. Fue el primer director de los muchos en caer, y cabe entender su despido como una muestra temprana de la confusión que había en la Casa del Ratón con respecto a cómo gestionar la marca Star Wars. Cuando Kennedy desveló la programación galáctica para los próximos años no se limitó a lanzar títulos, sino que ya se había planeado quiénes se encargarían de llevarlos a cabo, y casi todos ellos —salvo Abrams— resultaron ser cineastas salidos de la esfera indie norteamericana. Edwards, Trank, y el floreciente Rian Johnson para dirigir el próximo Episodio VII.

¿Qué pretendía Disney con estos fichajes? Posiblemente, compensar de cara a la galería las connotaciones de “producto” que la compra de Lucasfilm había despertado, y estrechar el cerco en torno a realizadores talentosos pero inexpertos a quienes pudiera mangonear lo suficiente para que navegaran en la dirección necesaria. Exacto, como lleva años ocurriendo en el MCU… con la salvedad de que ahí el mangoneo suele salir bien.

No fue el caso con Trank, cuya expulsión condujo al proyecto de Boba Fett a un limbo interminable. Aunque sí fue, más o menos, el de Edwards. Porque con Rogue One hablamos de una crisis tan enorme como las que luego vendrían con Han Solo: Una historia de Star Wars o El ascenso de Skywalker, pero de una crisis con final feliz. Antes de que llegara a estrenarse El despertar de la Fuerza, Edwards ya había podido expresar su propósito de que el primer spin-off de Star Wars fuera un film de carácter bélico, lanzando el referente de Salvar al soldado Ryan en la Star Wars Celebration de 2015 —bañada en la euforia del éxito de El despertar de la Fuerza—, mientras que Kennedy, por su lado, afirmaba que Rogue One sería “una película de robos”.

No quedaron dudas de que Lucasfilm tenía en mente algo distinto a lo que hizo Edwards al llegar mayo de 2016, cuando trascendió que Rogue One iba a experimentar reshoots a gran escala, e incluso la web Making Star Wars recogió que se tenía que volver a rodar el 40% de la película. Disney descartó estos rumores utilizando una lógica envenenada —“Si tuviéramos que rodar el 40% de la película no podríamos tenerla lista para el estreno”, declaró uno de los responsables—, pero fuera cual fuera la cantidad de este metraje, hablaba por sí solo el hecho de que Tony Gilroy llegara a embolsarse 5 millones por la reescritura y el rodaje de, según se hizo público, gran parte del tercer acto. Edwards, por su parte, tampoco se perdió la Star Wars Celebration de aquel verano e hizo como que no había pasado nada, llegando posteriormente a hacer un cameo en Los últimos Jedi y todo. La crisis fue sofocada y Rogue One, además, se convirtió en otro éxito de crítica y público. Final feliz.

Es sencillo leer los casos de Edwards y Trank como ejemplos de individualidad artística aplastada por las exigencias del aparato corporativo, pero no lo es tanto hacer lo propio con Rian Johnson y Los últimos Jedi, que llegó a los cines un año después de Rogue One. En lo que se refiere al controvertido Episodio VIII podemos tener la casi absoluta certeza de que Kennedy permitió hacer a Johnson lo que quería, y es algo que no deja de ser enigmático. No tanto por lo chocante de sus circunstancias —por primera vez tras George Lucas, una única persona se encargaba tanto de escribir como de dirigir—, o por sus abiertas concesiones a una determinada agenda política —que, al fin y al cabo y por muchos llantos incel que medien, no eran muy distintas a las esgrimidas por El despertar de la Fuerza y Rogue One—, sino por su descuidadísima adhesión a la identidad de Star Wars que Disney había empezado a establecer con la ayuda de Abrams.

Al contrario que el director de Super 8, Johnson percibía Star Wars como un fenómeno que iba mucho más allá de esa meditada reflexión sobre los significantes de la trilogía original que se conformaba con ser El despertar de la Fuerza, ampliándose a un entendimiento casi filosófico de la saga que trascendía las tres primeras películas y en el que, todo hay que decirlo, dar pie a una tercera entrega que oficiara como desenlace no era en absoluto una prioridad. Johnson se la coló tanto a Disney como a la siguiente persona que tuviera que encargarse del Episodio IX sudando la gota gorda, pero no lo hizo únicamente a través de Maestros Jedi amargados o princesas voladoras.

Los últimos Jedi dejó al descubierto las limitaciones del plan de Kennedy. La película de Johnson, aunque hayamos tenido que esperar a medir sus consecuencias para comprenderlo, reveló que en Disney se habían empeñado tanto en preservar una idea concreta de lo que debía ser la imagen de Star Wars —una idea subordinada a miles de condicionantes—, que nunca habían pensado hacia dónde tenía que ir esa imagen más que en términos de acotar su existencia (de ahí la eliminación del Universo Expandido) y rellenar un calendario.

Después de Los últimos Jedi  

El Episodio VIII es una película formidable, pero también una pesadilla logística, y es fácil relacionar cada movimiento posterior de Disney con todo lo que supuso en relación a los fans defraudados, la crispación en Internet y el acoso a Kelly Marie Tran. Aun cuando, a veces, las fechas no cuadren. Antes de que Rian Johnson soltara la bomba y proclamara que nadie se había preocupado por trazar un arco narrativo para la nueva trilogía —o al menos un arco narrativo que obligara al cachondo del director de Puñales por la espalda a relajarse—, Han Solo ya estaba en apuros. Y el Episodio IX, desde que Carrie Fisher muriera a finales de 2016, tres cuartas partes de lo mismo.

En junio de 2017 Phil Lord y Chris Miller fueron despedidos de Han Solo por diferencias creativas cuando ya habían rodado buena parte de la película. Dichas diferencias se adscribían al particular método de trabajo de los genios tras el díptico de Infiltrados en clase, donde la improvisación cobraba protagonismo, y en consecuencia acababa afectando tanto al guión de Jonathan Kasdan —a quien su padre había puesto al mando tras ser fichado para escribir El despertar de la Fuerza— como a ese tono cada vez más indeterminado que Disney quería para Star Wars. Ron Howard, viejo conocido de Lucasfilm, fue contratado en su lugar, y el empeño de Disney por mantener la fecha de estreno para mayo de 2018 obligó a aumentar el presupuesto de forma abrumadora. 250 millones de dólares acabó costando, la película más cara jamás producida por Lucasfilm. Y, una vez se estrenó, también su mayor fracaso desde que está en manos de Disney.

La taquilla de Han Solo fue decepcionante, lo que inevitablemente condujo a una narrativa popular según la cual todo era culpa de Los últimos Jedi. Numerosos canales de YouTube con olor a cerrao la apoyaron, pero la causa era mucho más sencilla que un grupo de fans asumiendo que la película de Rian Johnson había sido la gota que colmaba el vaso: la saturación a la que impelía el plan inicial de Kennedy, queriendo convertir a Star Wars en el MCU pese a ser un producto radicalmente distinto, se había cobrado su primera víctima con el film protagonizado por Alden Ehrenreich, intensificado además por la peregrina ocurrencia de estrenar éste apenas cuatro meses después del Episodio VIII.

La tragedia se llevaba mascando un tiempo, y aún así es demasiado tentador analizar Han Solo en tanto a una corrección de los postulados de Los últimos Jedi como para no hacer hincapié en ello: lo inmovilista de su planteamiento, lo soso de su discurso estético, el definitivo desapego a una agenda política cuyas reacciones negativas se iban haciendo cada vez más virulentas… Hasta el droide que encarna Phoebe Waller-Bridge se puede entender como una parodia de los diversos activismos a los que entregas previas se habían querido sumar. 

Es un debate interesante, pero superfluo a efectos cronológicos. Lo importante es asumir el enorme fracaso de la compañía, e imaginar la ansiedad en los despachos de Lucasfilm. Por primera vez en la historia, una gran superproducción con el sello de Star Wars se la había pegado, y era inevitable hacer enteramente responsable de este escenario a Disney. Disney no estaba manejando bien Star Wars. La imagen quedaba oficialmente dañada, y por ello las decisiones drásticas por parte de Iger no se hicieron esperar.

En septiembre de 2018 el mismo director creativo de Disney confirmó que se iban a tomar las cosas con más calma luego del estreno del Episodio IX (por entonces aún sin título) programado para el año siguiente, y de esta prudencia se derivaba la cancelación definitiva tanto de la película de Boba Fett como de la de Obi-Wan Kenobi, de la que se había empezado a hablar meses antes con Stephen Daldry como posible director. Tras el hundimiento de Han Solo y la experiencia Rogue One, en Disney habían quedado escarmentados con los spin-offs, y ganaba adeptos la opción de expandir la historia de Star Wars por otras vías.

Más allá de los cómics y los videojuegos que ya circulaban con cierto orden —aunque lo ocurrido con el Battlefront 2 de EA es otra movida bastante monumental—, Star Wars podía depositar su mirada sobre el streaming, y reencarnarse en un medio que no fuera el cine, sino las series de televisión. Una posibilidad que ya se venía planteando desde antes del estreno de Los últimos Jedi, y que terminó por materializarse cuando Jon Favreau le propuso a Iger hacer The Mandalorian con los restos de la película de Boba Fett y otro spin-off localizado en Mos Eisley inmediatamente abortado tras el estreno de Han Solo.

Despachando a los Skywalker

Tras vivir en carne propia las consecuencias de saturar el mercado, la Lucasfilm de Disney se estaba moviendo por fin en una dirección de aspiraciones más sensatas, pero el Episodio IX aún coleaba en el horizonte como una imponente amalgama de conflictos: la muerte de Carrie Fisher, el desinterés de Johnson por formar parte de una trilogía y, sobre todo, el modo en que la facción más ruidosa del fandom había reaccionado a Los últimos Jedi. En agosto de 2017, meses antes del estreno del octavo episodio, Colin Trevorrow había sido despedido por, sorpresa, diferencias creativas. Al parecer, el director de Jurassic World era un egomaníaco con el que resultaba muy difícil trabajar, y según salieron las terribles críticas de su película El libro secreto de Henry el estudio encontró el motivo perfecto para terminar de desconfiar y darle la patada. Dos meses después recurría a J.J. Abrams como director, y coguionista junto a Chris Terrio, del nuevo episodio, que de repente se encontraba con la responsabilidad de finalizar una saga de varias décadas en el marco menos propicio. Un marco, creo que ha quedado claro, donde Disney y Lucasfilm aún estaban aclarando las condiciones de su proyecto juntos. Un marco de transición. 

A la hora de discernir por qué El ascenso de Skywalker es el descalabro creativo que es resulta difícil situar las razones del despido de Trevorrow. ¿Sus pretensiones para con el Episodio IX eran, quizá, aún más radicales que las de Rian Johnson? Si damos por cierto lo recogido en las últimas semanas en torno a un guión original titulado Duel of Fates —yendo mucho más lejos en la reconciliación de la nueva trilogía con las precuelas de lo que llegó a ir Johnson—, y los concept arts barajados, parece muy probable. Pero también dudoso. A Trevorrow bien pudieron echarle porque su reciclaje nostálgico tenía visos de ser mucho más desalmado de lo que fue el obrado por Abrams —a Jurassic World nos remitimos—, o porque simplemente era un tío insufrible, pero nada cambia la certeza de que el rodaje de El ascenso de Skywalker fue un auténtico infierno.

La película de Abrams tuvo que comerse tanto la resaca de Los últimos Jedi como el urgente cambio de rumbo trazado luego del estreno de Han Solo, llegando la situación a extremos surrealistas como el hecho de que quedara apenas un año para la fecha de estreno y ni Terrio ni Abrams hubieran dado con una historia que convenciera a Kennedy. El ascenso de Skywalker se rodó a lo largo de 2019 intercalando la fotografía con la edición y haciendo malabarismos con el metraje de Carrie Fisher que aún se podía reciclar, y puede que nunca lleguemos a conocer todas las imposiciones que la directiva de Disney, ya espoleada abiertamente por la desesperación, acabó haciéndole a Abrams y Terrio.

¿A qué nos ha llevado todo esto? A una tercera trilogía desmadejada, llena de hallazgos interesantísimos pero constantemente condicionada por las expectativas —no nos engañemos, en Los últimos Jedi también hay mucho de esto—, y a través de la cual resulta obvio que nunca fue inaugurada con una perspectiva clara de lo que se quería contar. Siendo justos es algo que tampoco sucedió en la trilogía original —sí en las precuelas, y por eso La venganza de los Sith es el único “cierre” que se siente argumentalmente satisfactorio—, pero ahí había una diferencia clara: la visión de un único ser pensante, y de un equipo movilizado para hacer justicia a dicha visión.

Se puede entender, y esto haciendo un ejercicio de enorme generosidad, que la nueva trilogía habla del legado de la historia original y de cómo edificar a partir de él, pero también habla involuntariamente de los peligros aparejados a que el control total esté en manos de una empresa y no de alguien que sea, esencialmente, un agente creativo. George Lucas era ese agente, y por eso cada decisión tomada en la vilipendiada saga anterior era de su responsabilidad exclusiva. Ampliando el tiro, podemos culpar a Lucas de todo lo malo ocurrido en la saga —desde la creación de los Ewoks hasta la compra de Disney—, pero no podemos hacer lo propio con Kathleen Kennedy. No sólo es mucho más complicado, sino también injusto.

Cada uno de estos conflictos ha girado en torno a esa idea reformulada del fanservice: creer que sabes lo que quiere el fan, dárselo, y confiar en que no necesitas más que eso para sacar adelante tu producto. Con todo lo cual sigue siendo legítimo preguntarse: ¿por qué la Star Wars de Disney ha tenido un camino tan accidentado, y la Marvel de Disney no? ¿Por qué, si ambos fenómenos están diseñados a partir de la decodificación más o menos inspirada del fanservice?

Y ahora qué

El ascenso de Skywalker ha funcionado en taquilla. No tan bien como las dos entregas anteriores, pero eso al fin y al cabo es una tónica habitual en la saga: en un fenómeno que tanto depende de la noción comunal de acontecimiento, entra dentro de lo lógico que ninguna película iguale lo conseguido por el primer disparo: La guerra de las galaxias, La amenaza fantasma y El despertar de la Fuerza son las entregas más exitosas de sus respectivas trilogías. No cabe duda, por tanto, de que las cuentas le han acabado saliendo a Disney, pero su imagen está enormemente dañada y cada una de las crisis han dejado meridianamente claros los errores cometidos. Y sin embargo, lo cierto es que su situación actual no difiere mucho de la del Universo de Marvel.

Ambas franquicias tienen una nueva etapa por delante donde nadie sabe qué va a ocurrir, pero sí existe la sensación de que las plataformas de streaming —específicamente la nueva y flamante Disney+— son un buen lugar para que ocurra. El primer exponente de esto, cosa curiosa, ha sido el único producto de Lucasfilm que alcanza un aplauso prácticamente general en mucho tiempo, y eso que en gran parte del mundo ni siquiera se ha estrenado: hablamos de The Mandalorian.

Serie llevada a cabo por una persona, Jon Favreau, que quizá ha entendido mejor que nadie la identidad que necesita tener Star Wars en esta nueva etapa: sentido de la maravilla destilado por abultados presupuestos, catálogo de muñecos que comprar —que Baby Yoda aún no haya sido comercializado implica que en Disney/Lucasfilm siguen desorientadísimos— y, en fin, naturaleza de artilugio abiertamente prefabricado donde la coartada de una ligereza simpática y aventurera ayude a disimular la carencia de un foco dramático, o un mínimo propósito de contar algo. Favreau ha entendido que reducir Star Wars a sus esencias primarias de producto, sin salvoconductos sentimentales, es lo único que puede salir bien en una saga tan determinada por valores imprevisibles como la nostalgia, el fandom o las guerras culturales. Pero no todos lo han entendido tan bien como él.

David Benioff y D.B. Weiss no debían entenderlo, por eso su trilogía se fue al carajo. Hossein Amini, guionista contratado para la serie de Obi-Wan con Ewan McGregor, tampoco, y por eso ahora el proyecto se ha quedado en standby. Lo mismo con el equipo tras la serie dedicada a Cassian Andor, que ha obligado a que Disney vuelva a recurrir a Tony Gilroy para arreglar el desaguisado —lo cual, dado que el mismo Gilroy tuvo que enderezar la Rogue One donde debutaba el personaje de Diego Luna, es de lo más divertido—. Y parece que otro tanto con Rian Johnson, que no tiene ni idea de cuándo recibirá luz verde su propia trilogía. Disney sigue sin tenerlo muy claro, y por mucho que The Mandalorian sea la excepción feliz, el diagnóstico permanece.

La compañía de Bob Iger, más allá de diseñar calendarios y calcular beneficios, nunca ha sabido qué hacer con Star Wars ni probablemente, por mucho que su nueva trilogía verse sobre ello, haya entendido el fenómeno. Pensando que el valor de Star Wars como marca era inexpugnable, Disney no se ha preocupado por entender sus límites y sus posibilidades más allá del dinero que la cantidad de productos y la satisfacción del consumidor pudieran deparar, y en este sentido no ha obrado con tanto acierto como con Marvel. Donde sí hubo una idea y un propósito narrativo a largo plazo, ensayado previamente en otros medios —quizá esa fue la gran ventaja de la llamada Casa de las Ideas—, y un plan estricto al que, bueno, vale, seguir subordinando individualidades. Que tampoco es mi intención dar a entender que en el MCU sí que hay algo parecido a la libertad.

En definitiva, y aunque pueda sonar ingenuo y a Iger se le escape la risa tonta sólo de pensarlo, resulta que las historias van primero, y luego ya si eso te comprarás los juguetitos. Todo lo cual nos lleva a pensar que la historia que cuentan estas nuevas películas no tiene visos de permanecer en la memoria, pero probablemente sí lo acabe haciendo la fascinante historia que se ha ido contando detrás de las cámaras.

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