La serie de Netflix, adaptación del cómic de Santiago García y Pepo Pérez, presenta un discurso más allá de la parodia y pone el género superheroico al servicio de la crítica social y la nueva comedia costumbrista española
Esta crítica incluye spoilers
El vecino (2019-), la serie de Netflix de Miguel Esteban y Raúl Navarro, se estrenó rozando la Nochevieja para traernos la última aportación española al género de los superhéroes. Adaptación del tebeo de Santiago García y Pepo Pérez publicado por Astiberri entre 2004 y 2009, refleja por igual la evolución de lo superheroico en la época en la que finalmente el género ha dominado el mainstream y la de la comedia costumbrista española posterior a la crisis, el 15M, el #YoSíTeCreo y las guerra culturales en redes sociales.
El tebeo surge como una versión castiza de Spider-Man, heredero en parte del Superlópez parodia de Superman de los primeros tiempos pero también, y más conforme avanzan las tramas, del Locas (1981-¿2015?) de Jaime Hernández. Mezclaba, igual que ha hecho su versión en streaming, los tópicos del género superheroico con el costumbrismo hispano para, tirando un poco de humor y un poco de tragedia, hacer un retrato afilado e incómodo de las consecuencias cotidianas que tendría en un españolito de a pie tanto ser un superhéroe como convertirse en el mejor amigo de uno.
Las diferencias de la serie con la obra original tienen que ver más con el paso del tiempo que con el cambio de formato. En 2019, crisis económica y burbuja del alquiler mediante, no sería creíble que el opositor José Ramón y el parado Javier pudiesen permitirse vivir solos, y eso se refleja en la llegada del primero a su particular “habitación” en el piso del camello del bloque. Igualmente la crítica de la masculinidad tóxica y el rol de las secundarias femeninas, ya presentes sobre todo en El vecino 3 (2009) y en las historias cortas publicadas en El Manglar (2007-10) y recopiladas en El vecino: Historias (2019) lo que hacen es reformularse según las exigencias del público actual.
Se podría decir que El vecino de Netflix bebe también de ¡García! (2015-16), del propio Santiago García y Luis Bustos, en su más explícita politización y en el personaje de Lola, la no-novia de Titán, que se parece más a la coprotagonista de esta última -periodista novata que quiere hacerse un hueco y se va desengañando a hostias sobre el funcionamiento de los medios- que a la original de El vecino en papel, más mayor, exitosa y segura de sí misma. La interpretación de Clara Lago es mejor traslado a los tiempos que corren de Lois Lane que las representaciones modernas vistas en El hombre de acero (2013) de Zach Snyder -por sosa- o Supergirl (2015- ) en The CW -por repipi-.

En la misma línea, El vecino televisivo es una mejor actualización del Superlópez clásico que la propia Superlópez (2018), de Javier Ruiz Caldera, ya que recoge la fuerte carga de crítica social que suele imprimir Jan a sus obras desde hace años y la hace aún más explícita que en la obra original de García y Pérez. Y eso que se deja fuera, de momento, la trama más amarga y descarnada del cómic, cuando en el El vecino 2 (2017) Javier acaba viviendo durante un tiempo como un sin techo y se muestran las consecuencias de su doble identidad de forma tan dura como en el mejor de los cómics Marvel.
Usera de la Tierra-616
Titán es Spider-Man pero también es Green Lantern o Superman -esa entrevista en el tejado con intento fallido de arrimada de cebolleta-, o en el mencionado El vecino 2 fue Daredevil. El Javier en viñetas recuerda también al personaje de Fanfarrón en Astro City (1995-2018) creado por Kurt Busiek y Brent Anderson, y se adelanta al Ojo de Halcón (2012-15) de Matt Fraction y David Aja. En su paso a serie de televisión pierde amargura y chulería para convertirse en un antihéroe algo más jeta e irresponsable, que se pregunta qué ganaría él salvando un tren si nadie puede verle la cara y no se va a hacer famoso -un papel, por otra parte, que le sienta como un guante a Quim Gutiérrez-. El ejemplo del tren remite a, de nuevo, el Superlópez encarnado por Dani Rovira, o al origen de Superman propuesto por Grant Morrison hace unos años en los ya caducados -gracias a Hera- Nuevos 52 de DC Comics.

Aunque la gracia es que veamos a Javier evolucionar hacia una mayor conciencia de sus responsabilidades al final de la temporada -al Titán del cómic el lector lo conoce ya como un héroe veterano-, podemos situarlo en la tradición de supers caraduras. Por ejemplo, Booster Gold, con el cual el Javier de viñetas comparte el fingir ser más capullo de lo que realmente es para proteger su identidad. O las versiones recientes del Hombre Hormiga, tanto Scott Lang, persona normal oficial de los Vengadores del UCM, como el incorregible Eric O’Grady, siempre a un paso de la supervillanía, que usaba sus poderes para espiar a las chicas en la ducha. Y la torpeza lo emparenta con El Gran Héroe Americano (1981-83).
Así, Titán de Netflix en 2019 es una actualización del Titán en viñetas de 2004, que a su vez lograba actualizar al Juan López de los setenta y ochenta. Si el superhéroe español de la Transición era más paródico que súper y trabajaba de forma anodina en una oficina genérica con novia eterna, el de principios del siglo XXI era eso que llamaban un joven profesional, urbanita y peterpanesco y su pareja-no-pareja es explícitamente más inteligente y exitosa que él. Pero en 2019 Javier es un repartidor que desayuna churros con chocolate por el café con leche y cruasán de Juan López y maldice preguntándose cuántas estrellas merece de valoración en una app el intento de tener una vida digna, en un guiño nada disimulado a nuestro precario presente y también a Black Mirror (2011- ).

Se echa de menos un elemento que hacía especialmente interesante al Titán original, el de la insinuada adicción a las pastillas que le dan los superpoderes, agudizada por la ansiedad que le provoca saber que algún día se acabarán. La idea del superhéroe con cuenta atrás, que se puede leer en el X-Man de los noventa o con Gotham Girl en el Batman de Tom King, servía como metáfora de la crisis de la mediana edad y crítica de la masculinidad tóxica. García y Pérez nos mostraban a un superhéroe capaz de “doparse” para cumplir en la cama tras una borrachera de forma mucho menos graciosa o entrañable a como lo hemos visto finalmente en pantalla.
Aquí, aquí, aquí no hay quien vuele, aquí no…
La rebaja en la amargura de su propio protagonista la podemos atribuir a la decisión de contarnos los inicios de Titán y que José Ramón sea su particular Foggy Nelson o Harry Osborn desde el primer momento -en parte también puede verse El vecino como un ‘what If…?’ en el que la araña pica a Flash Thompson y un Peter murciano y una Gwen instagrammer ejercen de conciencia-. Igualmente recuerda al mejor Spider-Man la ampliación del universo de Javier y José Ramón con muchos más secundarios que en el original, configurados como resonancia constante de los dilemas a los que se enfrentan los dos presuntos protagonistas, que los eclipsan en más de un momento, con algunos tan descacharrantes como el cameo autoparódico de Andoni Ferreño.

El giro de convertir la idea de justicia y la solidaridad en los ejes temáticos de la adaptación -el cómic, a pesar de tener la misma base de contenido social, se centra más en las consecuencias prácticas que para las vidas de Javier y José Ramón tiene la identidad secreta- hace a El vecino más, valga la redundancia, vecino que nunca. Emplaza al espectador no solo ante su realidad cotidiana, también ante la responsabilidad de la vida en comunidad, con la presencia de esos vecinos anónimos que pueden ser tan reales como Marcelo el policía de karma o los neoyorquinos que defienden a Peter Parker inconsciente en el metro en Spiderman 2 (2004) de Sam Raimi. Una virtud del género superheroico propia, de nuevo, del Spider-Man o el Superman mejor escritos… y también, no hay que dejar de repetirlo, del Superlópez más politizado.
A destacar Julia, la Amelie macarra inexistente en el tebeo encarnada por Catalina Sopelana. El personaje es el catalizador moral del resto de forma tan de barrio y tan cercana que hasta duele, y el guión le regala algunas de las mejores frases de la serie, como “Los followers son el nuevo curriculum” -permitan a este humilde juntaletras licenciado en Periodismo que irrumpa en el texto para llorar un poco- o la magistral “A la gente le gusta el dinero para tomar cerveza” que retrata el hedonismo de la sociedad precaria post-crisis.

Por otro lado El vecino de papel y el de carne convergen en la incapacidad de Javier para extraer todo su potencial del poder que ha recibido, razón por la cual en ambas obras nunca se nos enseñan sus hazañas más espectaculares, solo los tropiezos. Una tendencia en la que la ficción reciente se ha cebado con sus héroes masculinos clásicos, proponiendo la caída y redención de Luke Skywalker en Los últimos Jedi (2017), de Rian Johnson, o la indignidad de Thor para levantar su propio martillo en la versión de Jason Aaron. Además, por supuesto, del suicidio asistido del Doctor Manhattan en Watchmen (2019) de Damon Lindelof.
Imperator Furiosa con churros con chocolate
El vecino, por tanto, se inserta en dos corrientes de la ficción reciente, una general de la fantaciencia como nuevo mainstream y otra netamente hispana aunque con parentescos internacionales. En primer lugar, la ciencia-ficción progresista y que hace bandera de la diversidad vista en la Marvel del cómic -que no en el cine- reciente, en Mad Max: Furia en la carretera (2015), de George Miller; La llegada (2016), de Denis Villeneuve, o las mencionadas Los últimos Jedi y Watchmen. En este sentido no es raro que los dos primeros capítulos los dirija Nacho Vigalondo, que ya puso su granito de arena a esta tendencia en Colosal (2017), con la que El vecino guarda muchos parecidos.

En segundo, en la nueva comedia costumbrista española post-crisis, de un humor más amargo y sutil, más realista en su planteamiento que el tradicional astracán ibérico que sigue muy vivo en La que se avecina (2005- ) o la serie 8 apellidos… (2014-15), pero con la misma carga de crítica social y aún más compromiso político que aquel. Una comedia de lo cotidiano mezclada sin vergüenza con el fantástico o el thriller que sigue tratando con ternura a sus antihéroes pero no tiene miedo de meterse en follones, como Fe de etarras (2017), la televisiva Estoy vivo (2017) o la versión edulcorada de Superlópez que parió el cine. Por eso tampoco es raro que Víctor García León sea director de los tres últimos capítulos cuando lo es también de cuatro entregas de la reciente Vota Juan (2019-) o de Selfie (2017), ambas cargadas de la misma amarga crítica de clase que se desprende de la subtrama de las casas de apuestas.
Por eso, ese final abierto es casi exactamente el mismo que el del Watchmen de Lindelof y recoge esos relevos recientes de la ciencia-ficción superheroica -la nueva Lobezno era una chica, la nueva Luke Skywalker era una chica, el Doctor Who ahora es doctora-. Nos deja la misma pregunta que cuando descubrimos que el Doctor Manhattan podía dejar una heredera, una pregunta que se refiere al futuro de la sociedad que queremos ser:
¿Y ahora qué?