Se ha estrenado una nueva película de la conjunción Warner/DC, y todo sigue en orden tras el susto que nos llevamos con Wonder Woman: ha sido masacrada por la crítica. Esta vez los dardos han especificado más las víctimas y tanto el villano como los deficientes efectos digitales se han llevado la peor parte. Es llamativo: no sólo la película ha costado más de 300 millones de dólares; también está el hecho de que el mayor símbolo de esta miseria sea… bueno, un bigote.
A mediados de 2017, Liga de la Justicia precisaba de unos buenos reshoots, y no era un suceso aislado. Justo un año antes habíamos visto cómo esta palabra se ponía de moda al hilo de Escuadrón Suicida y Rogue One: Una historia de Star Wars, la primera por convertirse de repente en la peli que podría salvar DC -spoiler: no lo hizo-, y la segunda porque le faltaba un elemento imprescindible: el fanservice. Algo que, en un mundo mejor, guiaría constantemente las decisiones de los ejecutivos de Warner/DC, en lugar de la confusión y acomplejamiento que debió cundir en los primeros compases de la producción de Liga de la Justicia, cuando Batman v Superman: El amanecer de la Justicia ya se había configurado como el lugar del que salir echando leches.
El caso. Los reshoots. Con Zack Snyder retirado del rodaje por una tragedia familiar, Joss Whedon -artífice, casualmente, de la película a la que Liga de la Justicia debía parecerse a toda costa– se hizo cargo del asunto, escribiendo y rodando nuevas escenas para añadirle retranca a la cosa, y llamando a Henry Cavill a filas. Porque sí, Superman iba a volver tras su muerte por agotamiento al final de BvS, pero bajo ningún concepto podía hacerlo con ese bigotazo que se había dejado contractualmente para Misión: Imposible 6.
Como resultado, Internet se llenó de memes centrados en lo formidablemente gracioso que era el Hombre de Acero con mostacho, y meses más tarde Liga de la Justicia, más allá de ese Superman con morro biónico, ha resultado ser una película espantosa. No tanto por el naufragio inexorable de personajes, tramas y temas -ya nos tienen muy mal acostumbrados-, sino porque, visualmente, la película es un espanto de mucho cuidado. Fea, cutre, desmadejada, un cruel escarmiento para quienes tras Guardianes de la Galaxia 2 o Thor: Ragnarok se atrevían a quejarse de la fogosa abundancia de colorines. Podía ser peor, y Liga de la Justicia es la constatación. Todo, por obra y gracia de esa computer generated imagery que hace más de treinta años parecía destinada a eliminar todos los posibles límites del medio cinematográfico. ¿Cómo hemos llegado a esto?
El síndrome de Legolas
Visto hoy, resulta poético -de un modo intolerablemente facilón- que el CGI fuera inaugurado en el seno de una película que iba de criaturas artificiales rebelándose contra sus creadores. Tanto Almas de metal (1973) como su secuela, Mundo Futuro (1976) emplearon esta tecnología en su modo más primigenio, una recreando la gélida mirada de un robot -años después, Terminator retomaría la idea, y su secuela la llevaría mucho más allá-, y otra un modelo de androide increíblemente básico; sólo debía servir a los científicos para construir androides de verdad, y poco había de la complejidad que décadas más tarde contendría su ‘remake’ televisivo.
En general, la historia del CGI puede reducirse a dos etapas cuyos márgenes se pierden en los albores del cambio de siglo: una en la que no es más que un medio, y otra en la que acaba convirtiéndose en un fin en sí mismo. En la primera, los diseños 2D de la película de Michael Crichton tardaron algo más de una década en poder alzarse como ambiciosas criaturas de tres dimensiones, todo gracias a un tal John Lasseter y a su pionero trabajo en El secreto de la pirámide (1985), mientras que James Cameron pronto empezaría a hacer lo que mejor se le da con Abyss (1990) y las ya citadas películas de Terminator. Por supuesto, el desarrollo no fue tan sencillo -no hemos hablado de TRON (1982), ni del modo en que la pericia técnica de La bella y la bestia (1991) antecedió una serie de cada vez más ambiciosos experimentos animados-, pero en cualquier caso es tan fácil distinguir sus cimas que podemos resumir la situación únicamente remitiéndonos a ellas.
Por un lado, el inevitable John Lasseter dirigió Toy Story (1995), la primera película rodada exclusivamente en CGI, inaugurando una nueva técnica de animación que amenazó la hegemonía de los métodos tradicionales. Y por otro, dos años antes, Steven Spielberg se hizo cargo de Parque Jurásico sólo para financiarse el proyecto que le daría el Oscar. Lo conseguido con esta adaptación de, volvemos a encontrarnos, el todoterreno Michael Crichton, fue mucho más allá del dinero necesario para ser un director de prestigio. Por suerte.
El síndrome de Legolas (totalmente inventado por quien suscribe) toma el nombre del intrépido arquero elfo que cuantas más cosas molonas hacía, más rápido devaluaba la credibilidad de la computer generated imagery, y hace referencia al modo en que la adecuación o la necesidad se van convirtiendo en nociones cada vez más obsoletas cuando una técnica como el CGI no deja de avanzar y despreocuparse. Parque Jurásico se mantuvo totalmente a salvo de ella -cómo no iba a estarlo, si esta combinación de animatronics y ordenador sólo tenía cuatro minutos de ordenador-, pero al mismo tiempo conformó el punto de partida para que la cosa se desmadrara. Y vaya si se desmadró. Si habíamos creado dinosaurios, ¿qué no podríamos crear en el futuro?
La nueva era
Luego de Parque Jurásico y Toy Story vendrían Starship Troopers y Titanic (ambas de 1997), el Episodio I de Star Wars (1997), y la trilogía de El Señor de los Anillos (2001/2003), un ambiciosa superproducción que llevó el CGI hasta cotas nunca antes vistas tanto por su complejidad -el personaje de Gollum, inseparable de Andy Serkis- como por su grandilocuencia -la visualización de las batallas, que nos condenaría a casi un lustro de pálidos imitadores-; virtudes inasibles que Amazon, insensatamente, parece querer emular. La saga de Peter Jackson logró mostrarnos que no había límites para tan bendita técnica, y como recompensa se vio bombardeada por una tormenta de Premios Oscar.
Sin embargo, de la apoteosis del CGI hemos de dar un salto gigantesco hasta doce años después, a 2015, cuando el sentimiento que va a predominar en el cine comercial de esta década ya ha cogido plena fuerza. La nostalgia, pues, levanta un producto tan obscenamente exitoso como Jurassic World, dirigida por Colin Trevorrow, y se infiltra en todos y cada uno de los aspectos de su peculiar narrativa: añoramos la banda sonora de John Williams, añoramos el sentido de la maravilla, añoramos al T-Rex, añoramos a los dinosaurios de verdad. No a híbridos posmodernistas como este Indominus Rex del que nunca tuvimos un homólogo en forma de figuritas cuando éramos niños. No a espantajos creados por CGI.
Puede que Jurassic World sea una de las películas más importantes de la década a nivel económico y emocional, pero sobre todo logístico. Es difícil de creer que Colin Trevorrow -el pobre diablo al que han echado del Episodio IX por las temidas diferencias irreconciliables–, o alguien de su equipo, depositara un sesgo ideológico en esos dinosaurios desarrollados íntegramente por ordenador, o en esa escena propia de una sobremesa de Syfy en la que la asistenta era alzada por los pterodáctilos para luego ser engullida por el mosasaurio. No. Era, simplemente, el síndrome de Legolas a pleno rendimiento, que también haría de las suyas en el artefacto nostálgico que inmediatamente le siguiera en la cartelera veraniega, Terminator: Génesis, y en multitud de películas posteriores. O anteriores.
Al CGI, en efecto, ya no le interesaba ni ser realista ni adecuarse al contenido de las películas en las que irrumpía -esos monos de la cuarta de Indiana Jones que te sacaban a patadas de la película. Oh dios, esos monos—, sino que sólo quería subirse a lomos del olifante y matar un orco tras otro, mientras hacíamos frente a Reyes Escorpiones, paríamos bebés creepys, James Bond surfeaba que daba gusto, la carrera de Oscar Isaac corría peligro de muerte, y todos poco a poco íbamos convirtiéndonos en Agentes Smith. Le daba igual todo. Sabía que tenía que estar allí. Y sólo cuando las necesidades iban un poco más allá de estrellar cohetes en lunas, nuestra querida tecnología se paraba un segundo a meditar.
En 1993 Parque Jurásico dio por sentado que el cielo era el límite, y en ese estrecho margen era cuestión de tiempo que la maquinaria fijara la vista en los miembros del reparto, aquellos olvidados a los que la pantalla verde ya les salía por las orejas. Los siguientes eran ellos, y así es cómo por obra y gracia del CGI vimos a Jeff Bridges y Arnold Schwartzenegger rejuvenecidos, y a Jessica Alba y Lena Headey desnudas sin incumplir cláusulas de contrato. También, claro, vimos bigotes desaparecer a lo José María Aznar, pero sobre todo vimos resurrecciones. Y es cuando, por fin, tenemos que hablar de Star Wars.
El caso de Star Wars
El tema de las resurrecciones por la vía cinematográfica, durante gran parte de su trayectoria, ha obedecido más a emergencias de producción que a aspectos macabros. A finales de los setenta Robert Clouse consiguió terminar Juego con la muerte -no haremos ningún comentario- pese a que Bruce Lee llevaba seis años en la tumba. En el 82, Peter Sellers concluyó su papel en Tras la pista de la Pantera Rosa gracias a metraje descartado. Más próximo en el tiempo, la muerte de Paul Walker provocó que sus hermanos y una oportuna intervención de Weta Digital tuvieran que hacerle volver para Fast & Furious 7 en forma de homenaje cursilón y, maldita sea, tremendamente hermoso.
Como vemos, es la muerte prematura del intérprete lo que suele provocar que los productores empiecen a echarle imaginación al asunto y la rieguen con dinero; los dos minutos que le faltaron a Oliver Reed para terminar Gladiator (2000) fueron posibles gracias a nuestra técnica favorita y 3 millones de dólares de nada. Y en general, el CGI sólo es una herramienta para salvar los muebles, que quiere trabajar con disimulo y sin llamar mucho la atención sobre el ritual. En lo tocante a la saga que George Lucas empezara en 1977, es mucho más complicado.
El canon galáctico siempre ha tenido sentimientos encontrados en lo que se refiere a la computer generated imagery, al menos por parte de los fans. Lucas, en cambio, desarrolló una total obsesión por la técnica años después de El retorno del Jedi (1983), y gracias a ella tuvimos a Jar Jar Binks, unos duelos aún más encarnizados, y La venganza de los Sith (2005) al completo. Si se hubiera limitado a meterle ordena a sus nuevas películas no habría pasado ni media; lo malo fue cuando le dio por retocar la trilogía original, lanzando ediciones remasterizadas a porrillo, y cabreando al fandom con inigualable maestría. No hemos hablado de la escena añadida del concierto de El retorno del Jedi, en la que un saltamonte y un montón de bichejos random cantan en un idioma desconocido, pero eso es que llega a ir más allá del síndrome de Legolas: es el síndrome de Legolas en la trilogía de El Hobbit.
Este excéntrico sabotaje del pasado no acabó con el Nooo gritado por Anakin Skywalker cuando veía en qué se había convertido, sino que adoptó un traje distinto cuando la marca fue adquirida por Disney, y para gozo de miles de personas empezó a haber una película de Star Wars cada año. De cara a El despertar de la Fuerza se publicitó con mucho orgullo que el CGI sería reducido drásticamente, retomando herramientas más analógicas y reales, las de toda la vida. El resultado hubiera sido estupendo si no fuera porque el saqueo ahora también se había extrapolado a la historia: El despertar de la Fuerza quería resucitar el “espíritu del 77”, y no había ni acusaciones de remake encubierto ni barreras morales que se lo pudieran impedir
En Rogue One: Una historia de Star Wars, el cuerpo de Guy Henry servía para resucitar a Moff Tarkin sobre él. Sus ojos sin vida eran el único testigo de que Peter Cushing llevaba muerto desde 1994, mientras que una joven Princesa Leia decía la palabra “esperanza” poco antes de que Carrie Fisher falleciera a los sesenta años de edad. Finalmente, el CGI alcanzó la verdadera cumbre, que en cierto modo no era muy diferente a hacer volver a la Tierra reptiles desaparecidos hace 65 millones de años. Poco después vendrían los cromas de Liga de la Justicia.
Sus ojos eran verdes
Basándose ligeramente en Congreso de futurología, de Stanislaw Lem, Ari Folman estrenó en 2013 El congreso. Dicha película, por lo demás aquejada de una cantidad de ideas que no conseguían respirar cómodamente, poseía unos minutos iniciales prodigiosos en los que una actriz llamada Robin Wright (Robin Wright) firmaba un contrato por el que vendía su imagen a un gran estudio. A partir de entonces, esta copia generada por ordenador podría protagonizar multitud de películas, sin que en el rostro de Wright llegara a atisbarse una sola arruga.
Estaríamos cerca de una situación similar a El congreso si al menos Peter Cushing hubiera sabido qué pasaría exactamente al firmar con Lucasfilm. No lo hizo, y en lugar de las fastuosas escenas animadas de la segunda parte de la obra de Folman hemos de soportar esperpentos como Liga de la Justicia, que consolidando la asociación de Warner Bros. y DC con la tecnología que justifica este artículo podría ser perfectamente protagonizada por creaciones digitales algo más curradas que el lamentable Steppenwolf o el Superman lampiño -no mucho más- y nadie notaría la diferencia. Es lo que nos toca. Es nuestra penitencia.
Quizá estemos siendo demasiado apocalípticos, o se nos esté yendo un poco la olla a partir de un film de mediocridad tan extrema que debería ser inofensivo. Quizá sea mejor fijarse en productos como Blade Runner 2049, de logros exclusivamente fundamentados en el talento y la inteligencia, y de aspiraciones intelectuales mucho mayores que los descalabros de DC. Sin embargo, es una lástima que ni siquiera el film de Denis Villeneuve se libre del CGI resurreccionista durante unos pocos segundos, y es de lo más chungo caer en que Sean Young, el modelo de la nueva gran creación digital, ni siquiera está muerta.
Para los no «puestos», ¿que es CGI?
Solo tienes que leer la entradilla para saber la respuesta: efectos especiales generados por ordenador. 🙂
Buena redaccion, gracias