Si bien no existe nada que podamos llamar “elevated horror”, la etiqueta se lleva aplicando un tiempo a ciertas películas de terror independientes de trasfondo más adulto. El hombre de paja definitivo para sus admiradores y detractores es Ari Aster, director de la polémica Hereditary. Ahora estrena Midsommar, nuevo film enclavado en el folk horror en pleno debate de etiquetas, odios y admiración. Tratamos de arrojar un poco de luz sobre qué molesta tanto de sus propuestas y si deben o no considerarse cine de terror.
Poco más de un año antes del estreno de Midsommar (2019), el director Ari Aster sorprendía al mundo con su debut. La controvertida Hereditary (2018) generaba turbulencias en el tejido de la cordura del fan del terror tradicional anquilosado cuando se enfrentaba a la reacción positiva de una gran mayoría de la crítica, porque, sí, para muchos era una obra maestra del género incontestable. En el ciclo de las renovaciones siempre hay una fase de rechazo, y la consolidación de talento en su nueva película reabre uno de los debates más candentes que llevan aconteciendo más o menos desde el estreno de Under The Skin (2013) y La bruja (2014). Es decir, películas con un tono pausado, contemplativo y paciente que desarrollan un terror más basado en la atmósfera y con una voluntad de inquietar a un nivel psicológico. Verdaderamente, una fractura con el miedo visceral, salvaje y de raíces setenteras que reinó durante la década de los 2000, cuando las películas de género recuperaron el universo de Tobe Hooper, Wes Craven, John Carpenter y George Romero, acuñando neologismos como torture porn o «infectados» en vez de zombis para explicar un reciclado consecuente con los referentes de los nuevos cineastas. A pesar de los tremendos resultados de remakes como Amanecer de los muertos (2004) o Las colinas tienen ojos (2006), en aquel momento no faltaron voces que criticaron la falta de originalidad, de autenticidad, la carencia de “suciedad verdadera” implícita en la operación industrial que había vuelto a poner de moda el cine de terror (sic).
Ari Aster y el terror elevado
Tras la fase de temores a la puerta de tu casa, el ciclo ha vuelto a virar hacia lo sobrenatural, con reinicio de referentes menos explotados como William Friedkin, Mario Bava, Dario Argento y películas de casa encantada modernas como Terror en Amityville (1979), Al final de la escalera (1980) o Poltergeist (1982) sirviendo de baluartes. Ahora, lo que se ha venido a llamar “horror elevado” por cierta sección de la crítica que trata de separarlo de ese otro de sustos y muertes, parece que bebe de grandes referentes del cine de autor. Y es quizá este fantasma del gafapastismo el que ha detonado la corriente de divorcio entre los nuevos autores del cine independiente y los fans o estudiosos más conservadores.
Un fantasma conceptualizado en la apropiación por los hipsters de la cultura de géneros tradicionales, que admiran lo nuevo bajo una pátina irritante, de sabelotodo que busca en internet y desprecia lo antiguo con todo un catálogo de ironías. La proyección de esa imagen hace que películas como la citada La bruja o The Neon Demon (2015) despierten la admiración de los que supuestamente miran con condescendencia al género y desdén de los que supuestamente lo aman. Si hablamos de Ari Aster esas iras se multiplican conforme su éxito está más asimilado por parte de los que conectan con sus propuestas.
¿Las razones? Hay un conjunto de características de algunas de estas películas que resultan comunes, y que por alguna razón se ven como una amenaza o simplemente no caen bien. La primera sería un rango visual estilizado, muy de escuela de cine, una factura que tiende al minimalismo y la parsimonia, con uso de grandes angulares y, en general, un gran cuidado estético. Pareciera que no se perdonase el que una obra de terror tuviera una entidad profesional y resulta amenazante que gocen de una preocupación visual y formal como la de otros géneros. Si la base del discurso acerca de lo pretencioso está en que esta nueva ola de autores mira por encima del hombro al género, lo cierto es que no hay nada más clasista que considerar que éste tiene que ser feo, pobre o estridente. Se ignoran fases industriales apoyadas en la suntuosidad y la sugerencia, como toda la etapa de la RKO, pero no se acepta que no haya una intencionalidad de crear escenas “de espanto”, de sustos o asesinatos, con lo que se destapa un nuevo factor de disidencia. La consideración de «género», de horror y su definición.
“Es un drama, no es de terror”: los referentes transversales
Teniendo en cuenta que, como bien dice John Carpenter, el horror no es un género, sino una reacción, cualquier debate al respecto es estéril, pero si la consideración de pertenencia exige una serie de requisitos basados en las expectativas que genera el panorama industrial más o menos reciente, es normal que haya irritación. Irritación del público, que sale de La bruja esperando una de James Wan o de la crítica, que exige a Hereditary aferrarse a los códigos y no incluir demasiado drama. Lo que nos lleva a otro gran escollo con estas películas que, aunque se encaucen dentro de los canales habituales del terror, no acaban respondiendo a las expectativas de fórmula —diálogo, construcción y susto/muerte— e incluyen largos diálogos y un tono de drama y angustia de personajes mentalmente inestables. Películas con trasfondos demasiado obvios y que giran respecto a un tema que parece que dejan las escenas de miedo en un segundo o hasta en un tercer plano. De nuevo, una mirada rápida a la historia del género nos revela que desde los relatos morales más sencillos a la sátiras de George Romero tenían un fondo distinto al horror puro, pero lo que más extraña de las reacciones de rechazo es la condena casi perpetua a enclavar lo espeluznante dentro de una matriz de drama o estudio de personajes.
Ahora resulta que El exorcista (1973) no es un explícito drama sobre la fe, que Círculo de la muerte (1977) o Al final de la escalera (1980) no son melancólicas exploraciones del duelo, o Repulsión (1965) y La maldición de los Bishop (1971) tratados sobre la percepción de una mente fracturada por el trauma o la enfermedad. Igual, sencillamente, el cine de terror de antes no estaba tan encorsetado por las obligaciones contractuales con el público y solo era un espacio de expresión de autores con visiones muy distintas de lo que querían hacer con el miedo. O lo que es lo mismo, a lo mejor el horror elevado era el de hace cuarenta años y lo que percibimos como género es “horror degradado” o “horror limitado” por la concepción industrial adquirida durante la eclosión en el mercado norteamericano de los setenta.
Porque claro, el tercer problema inherente es el de los referentes. Parece que pica que los directores jóvenes como Aster y Robert Eggers busquen y se direccionen hacia otros nombres de autores como Kubrick, Polanski, Tarkovski, Dreyer, Parajanov o Bergman. Claro, el tufo a listillo es directamente proporcional a la cantidad de consonantes que se acumulen en el apellido de un director de cine, pero oiga, es que a veces todos esos señores también hacían cine de terror.
No vamos a entrar en analizar filmografías, pero si un Robert Altman te hace una película aterradora sin excusas como Imágenes (1972) y las bibliografías se empeñan en ignorarla y aplicarle la etiqueta de thriller psicológico o drama de intriga en vez de “terror”, quizá el problema está en que no se está reexaminando el género desde una perspectiva integradora y realista. Lo anecdótico es que muchas de estas obras se están redescubriendo gracias a internet, y tiene delito que si Dreyer hizo Vampyr (1932) casi el mismo año del Drácula (1931) de Universal, se siga rechazando el horror surrealista, de texturas y percepciones, que se halla en Channel Zero (2016-2018) o Possum (2018). Si un maestro del fantástico y del terror como Bergman se sigue considerando únicamente bajo la mirada académica, que trata de esconder bajo la alfombra que su cine tiene y trabaja el género, es normal que cuando Aster lo cite a menudo, se le ponga cara de empollón de la clase, y el respetable arrugue el morro. Pero es que, vaya, desde Craven y La última casa a la izquierda (1972) a las pesadillas existenciales de David Lynch, la gente que nos ha asustado en los últimos cincuenta años han bebido del sueco.
Las etiquetas, las entrevistas, los bocazas
Todo lo anterior han sido argumentos un poco abstractos, pero lo que parece que realmente escuece es el mundo de las etiquetas. Y es que, durante los periodos de promoción de sus películas los autores tienden a describir sus propias obras y en el caso de Eggers o Aster tienden a enrollarse y exponer vericuetos. En definitiva, a hablar demasiado. Por este motivo hay una cierta concepción de que ambos miran al género por encima del hombro, que no quieren pertenecer a la manada, al club de los directores de terror. Y, bueno, esto no es algo nuevo: ni Carpenter, ni Romero, ni Craven quisieron ser encasillados y ponerse un sayo exclusivo de director de género. Al igual que la mayoría de directores, vaya.
El estreno de la nueva película de Ari Aster, MIDSOMMAR, como sucedió hace unos años con HEREDITARY, devuelve a los aficionados una polémica que hizo correr ríos de tinta: ¿es toda esta nueva tendencia de cine de género «serio» auténtico cine de terror?
Puede que en el caso de Hereditary, Aster generara algo de polémica con su declaración de que su debut era “un drama familiar que se transforma en una pesadilla”. En uno de los podcasts de A24, él mismo hace revisión de sus palabras y expresa su incredulidad ante el debate: “No entiendo por qué la gente cree que no pienso que [Hereditary] es terror: es absoluta, descaradamente una película de terror. Ese era el objetivo, y creo que el hecho de que en realidad no estaba usando la palabra en aquella frase hizo que, de alguna manera, la omisión se convirtiera en declaración. Preferiría no tener que hablar nunca, y simplemente lanzar la película, pero hay que hacer prensa y es un campo minado porque decir algo de manera frívola se convierte en tu definición sobre la película. Hereditary es una película de terror. Por supuesto. Eso es lo que quería hacer. Hay personas que vuelan y se arrastran por las paredes, ¿sabes?”.
Pero, ¿Qué pasa con Midsommar? ¿Es una película de terror? ¿Sí, no, de vez en cuando? El director vuelve a poner la puntilla a cada declaración. En Vulture se explaya: “es diferente, se inclina más hacia el suspense que al miedo puro de Hereditary y, de alguna manera, es más surrealista; me gusta decir que es un cuento de hadas contemporáneo para adultos. No está muy alejada de Alicia en el País de las Maravillas. Es bastante psicodélica, pero no hay comparaciones sólidas que pueda nombrar, quizá ‘El mago de Oz para pervertidos’ Supongo que también pertenece a ese espacio del folk horror. Y entra dentro o al menos establece su base en ese camino, y luego entra en un nuevo territorio. Cuando me preguntan, me gusta decir que es una película sobre rupturas vestida con la ropa del folk horror”. Pero en la posterior charla con Eggers matiza que Midsommar es “adyacente al terror, aunque me siento como un gilipollas incluso diciendo adyacente, quizá lo que más me entusiasmó fue hacer que para el grupo de la película, incluido el novio, es claramente una película folk horror sin ninguna duda o pretensión de otra cosa, pero en ella veo un cuento de hadas moderno”.
Entonces… ¿Midsommar es terror o qué?
Tras estas declaraciones es posible que a muchos aún le queden dudas acerca de si Aster mira al género por encima del hombro o no. Lo que parece, más bien, es que no trata de huir del mismo sino buscar una definición particular donde encajarla. Eso sí, a la luz del espectador, Midsommar puede ser catalogada con mucha más facilidad como filme de terror, dado que sigue estructuras familiares y, a todos los efectos, no deja de ser una película de turistas en la boca del lobo, que de haber sido estrenada en los años 2000 habría sido considerada otro plagio más de Hostel (2005). En su herencia del folk horror no es adyacente ni tangente, pertenece plenamente a esa categoría, con la salvedad de que el término, que aún está en plena construcción, siempre ha estado más ligado al medio rural británico que al escandinavo. Con todo, sigue punto por punto los postulados de El hombre de mimbre (1973), incluido el sentido del humor corrosivo derivado del choque cultural que presentaba aquella. Otra cosa es que, además, en su núcleo todos los rituales por los que pasa la pareja protagonista sean una teatralización del proceso de su ruptura que, más que una alegoría pretenciosa, parece una perversa mofa a los clichés de las rupturas, con cierto elemento de viaje para la protagonista.
Efectivamente, el deseo de Aster es evidente, ya que desde la perspectiva de Dani, el paso por los rituales no es necesariamente un viaje de pavor, sino de descubrimiento. Sin embargo, en el paso de las locuras que experimenta, ya sea por psicodelia inducida —los malos viajes también entran dentro del género— o por el trauma que acarrea, hay una delectación por lo macabro y lo terrible que desde cualquier ángulo está destinado a repugnar, extrañar o desconcertar. En definitiva, a despertar reacciones no necesariamente de puro espanto, pero sí de perturbación. Y esto queda claro desde la tremenda primera secuencia (SPOILERS), en la que una mala noticia se convierte en la escena de terror del año, con imaginería asociada a la muerte tan grotesca como un tubo pegado en la cara con cinta aislante. La atmósfera y la forma en la que está rodada da más miedo que cualquier slasher, aunque no tenga nada que ver en su manera de presentarse. Por otra parte, las pesadillas y malas experiencias sensoriales que va sufriendo Dani a lo largo de toda la película están planteadas como un recurso aún más dentro del estereotipo, es decir, lo que muchos de los que miran realmente el género por encima del hombro denominarían “vulgar”.
Una comedia negra con taxidermia humana y cabezas machacadas a cámara lenta
Por lo tanto, sí, Midsommar, a pesar de lo que pueda expresar Aster sobre lo que ha querido hacer, es una película de terror. Les pese a los espectadores que esperen más body count, les pese a los críticos o estudiosos que no se creen la actitud de su autor. Es más, incluso si se quiere ver como una gran comedia negra también hay precedentes dentro del género. Seguramente que Tobe Hooper lo habría pasado muy bien viéndola, no solo porque añada brutalidad propia de Leatherface, haya máscaras de piel humana a pleno sol y martillos de matarife, sino porque la exposición de lo grotesco está acompañada de un sentido del humor misántropo, un circo de burla de absurdo e histeria —ese polvo tróspido del final, esa terapia de respiración agarrando a Dani— que es mucho más La matanza de Texas (1974) que Robin Hardy, entendiendo mejor el impacto de la violencia sobre jóvenes mochileros en un entorno perdido que toda la filmografía de Rob Zombie. El autor de Hereditary puede caer mal, pero su aportación al género es tratar de embellecerlo, aportar talento y referentes nuevos, sorprendentes, desde la fantasía rusa a los grandes autores como Bergman, pero mientras esa inclusión indigna a unos, fascina y sorprende a otros.
Muchas veces los cambios del cine de terror no pasan en el qué, sino en el cómo. El desarrollo formal de Midsommar es preciosista, meticuloso, perfeccionista y, como poco, con un uso de la profundidad de campo que debería hacer replantear las posibilidades de expresión del medio en 2019. Afirmar que la fotografía de Pawel Pogorzelski merece como mínimo una nominación al Óscar no es descabellado. Pero… ¿esperamos que una película con cabezas machacadas sea reconocida por académicos? Se responde sola la pregunta, y el problema viene de base, incluso en esa reticencia de los admiradores del género, que ponen trabas y pegas a oportunidades y momentos como los que estamos viviendo, en los que el terror es continente de distintas voces, talentos y formas de expresión válidas para contar cualquier cosa. Obligar a una película de miedo a dar miedo es absurdo, porque el miedo depende del receptor y muchas veces, ni siquiera pone paciencia o atención de su parte para asimilar los procesos por los que una escena puede inquietar. Puede que ciertos autores irriten en sus declaraciones, pero a veces sus obras siguen funcionando como artefactos de horror, consciente o inconscientemente pese a lo que ellos puedan tratar de explicar.
Resulta paradójico que quienes ponen sus mayores peros a estos terrores de autor—por decir algo y evitar el manido “elevado”— suelen ser los mismos que tiran por tierra las películas cuando se revela su giro fantástico, que invalidan logros de buenas películas en cuanto dejan de sugerir y revelan su monstruo, cayendo, como suelen decir ellos “en lo convencional”. Que consideran “serie b o serie z” una película con poco presupuesto o que exige cierta abstracción consciente para que sus efectos especiales funcionen. El terror no es algo adyacente ni definitorio. El terror está o no está, aparece o no en lo que genera a cada espectador, ya sea Viernes 13 (1980), un inocente anuncio de muñecas o De repente, el último verano (1959). Es una percepción que está por encima de autores, críticos y espectadores. Lo demás son etiquetas comerciales, barreras creativas impuestas y palabras que no van a cambiar las sensaciones que provocan películas tan dementes como Midsommar.