«Everything not saved will be lost»: de museos, archivos y preservación de videojuegos

La preservación del videojuego es un tema que ha ganado relevancia durante la última década. El crecimiento del medio, su amplia popularización y cierta dosis de nostalgia han llevado a muchos a preocuparse por lo que quedará de todo esto. Sin embargo, el consenso en las estrategias de preservación sigue tan alejado como las motivaciones que empujan a los principales actores. A continuación repasamos las prácticas actuales, así como los retos y obstáculos a los que se enfrenta la preservación de nuestro patrimonio cultural electrónico.

Boktai (2003) es un juego producido por Hideo Kojima para GameBoy Advance y que incorpora un sensor de luz en su cartucho; el jugador debe usarlo con la luz solar para recargar sus armas. Todo esto lo convierte en historia del medio, de la trayectoria de una figura clave, de los gimmicks y las experimentaciones que han intentado imaginar qué más se podía hacer con un videojuego pero, al mismo tiempo, complica su preservación: cualquier versión que no sea la original perdería la búsqueda de luz y, con ello, gran parte de su experiencia de juego. El juego no ha sido llevado a ninguna otra consola y las ROMs disponibles en internet incorporan un parche que permite al jugador “alimentar” el sensor a voluntad, neutralizando, en la práctica, la mecánica de recarga. Conseguir una copia física no es fácil ni barato: en el momento de escribir esto, los precios en eBay oscilaban entre los 50 y los 200 dólares.

En otras palabras: si el concepto te ha llamado, quieres conocer un antecesor del “juego de exterior” popularizado por Pokémon Go (2016), otro “impreservable”, o eres completista de Kojima, jugar a Boktai te va a costar un poco. Mientras tanto, las películas, series, cómics o libros de más éxito en 2003 están casi siempre a un par de clicks de distancia. Y ahí está el meollo de la preservación de videojuegos: todas las obras son un poco Boktai. Cualquier videojuego supone un desafío para preservadores, historiadores y comisarios de museo para el que todavía no hay trucos ni walkthroughs. 

La academia lleva años advirtiendo de esta “evanescencia cultural”: en 2008, Paul Gooding y Melissa Terras hicieron un estudio cuantitativo para el International Journal of Digital Curation analizando la cuestión en el Reino Unido y proponiendo medidas, y en 2009 se publicaron tres textos clave: Racing the Beam, de Ian Bogost y Nick Montfort, libro fundacional de los llamados Platform Studies, el paper Save the Videogame! de James Newman y el Libro Blanco Before It’s Too Late editado por Henry Lowood para el IGDA Game Preservation SIG. La preocupación ha saltado recientemente a la conversación general y las instituciones.

Y empieza a dar sus frutos: la Biblioteca Nacional de España anunció hace poco que empezaría a incluir videojuegos, el museo Arcade Vintage abrió este verano en Ibi y en el resto de Europa tenemos ya varios museos consolidados en Roma, Berlín y Tampere. Que el videojuego merece ser salvado del olvido parece ya algo aceptado; la cuestión ahora es qué salvamos y cómo y dónde lo hacemos. Esto último abre ya un laberinto complicado: los lugares principales de la preservación cultural son lo que se conoce como GLAM (Galerías, Bibliotecas, Archivos y Museos) y ninguno de ellos tiene la misma función ni objetivos. Preservar algo no es lo mismo que dar acceso, exhibirlo o permitir que se use. Mientras algunos agentes quieren que puedas jugar a recreativas viejas, otros se centrarán en impedir que se pierda un código, en explicar la historia del medio a sus visitantes o en que los historiadores puedan acceder a algo en salas cerradas. Todos estos agentes y lugares se enfrentan, sin embargo, a las mismas preguntas y dificultades, y eso es lo que vamos a intentar resumir aquí: vale, hemos decidido guardar juegos; ¿ahora qué?

¿Todo o nada?

Quizás el primer interrogante que aparece es el más importante: ¿deberían preservarse todos los videojuegos? Cualquier apasionado responderá rápidamente que sí, que el completismo manda, pero una reflexión más pausada nos hace darnos cuenta de que eso sería inabarcable. Incluso los archivos, que a diferencia de los museos no están hechos para mostrar su colección (y por lo tanto, no tienen las mismas limitaciones de espacio), no darían abasto si tuvieran que catalogar cada lanzamiento y cada versión. Más difícil lo tienen los que trabajan para el público: la preservación y la exposición necesitan también valoración, saber separar el grano de la paja para presentar una historia y un canon sin abrumar al visitante. Umberto Eco fantaseaba con un museo dedicado a una sola obra que permitiera conocerla al detalle, profundizar en su creación, sus significados, sus herederos… Aunque no vayamos tan lejos, el trabajo de un comisario o conservador es tanto elegir como descartar. Y para ello, claro, hacen falta criterios, y éstos habitualmente giran en torno a una idea tan común como abstracta: el concepto de “clásico”.

Hablar de algo como “clásico” es, tal y como escribe la académica australiana Melanie Swalwell, tomar un dictamen sobre su estatus cultural, valor o significado. «Es un término«, escribe Swalwell, «que opera de forma retórica para convencer a alguien de la importancia de dicho juego o de su experiencia«. Catalogar algo como “clásico” no es ni objetivo ni neutro, sino que implica una defensa de lo catalogado y pide un consenso sobre su valor. Ahí está la lucha de muchos de los que promueven archivos y museos: conseguir que se reconozca en el videojuego cierto valor cultural, sacarlo de su estatus (percibido) de baja cultura. No se trata tanto de guardar videojuegos concretos sino de demostrar que el videojuego como forma puede tener sus propios clásicos y merece que se le dediquen museos. Nos movemos en los difíciles terrenos de lo simbólico, lo (inter)subjetivo, donde más que lo material importa, en términos de Bourdieu, el “capital cultural”.

Paola Antonelli

Una vez conseguido el espacio (físico y simbólico) y aceptado que no todo puede ser salvado, los preservadores tienen que tomar decisiones sobre las estrategias que seguirán para hacerlo. Aquí empieza la verdadera jungla. Los museos podrían ser considerados los agentes por excelencia, pero una visión general de sus criterios muestra que el consenso es inexistente. El MoMA (Museum of Modern Art) de Nueva York fue noticia por su selección de 14 juegos para ser incluidos en su exposición, siguiendo criterios que, como describía su comisaria, Paola Antonelli, ponían de relieve «no tan solo la calidad visual y la experiencia estética de cada juego, pero también otros aspectos – desde la elegancia de su código hasta el diseño del comportamiento del jugador – que pertenecen al ámbito del diseño de la interacción«. También en Estados Unidos, el Videogame History Museum (Frisco, Texas), opta por una estrategia mucho más exhaustiva: en su propia página web se define como «un museo que es inclusivo, exhaustivo, e interactivo, conteniendo cada juego hecho para cada sistema, cada elemento de material promocional hecho para cada juego, cada revisión de cada consola, y más«, mientras su misión se centra en «archivar y preservar las historias de cómo la industria evolucionó, así como rendir homenaje y documentar las contribuciones de las personas que lo hicieron posible«. Otro ejemplo, más lejano, se encuentra en Moscú, con un museo dirigido a esos «momentos en los que quieres volver a la infancia por un corto tiempo«. Y es que en el Museo de las máquinas arcade soviéticas, «juegos rotos y olvidados de la era soviética son restaurados […] y ahora es posible jugar y sentir el ambiente de esa época pasada«. Capital cultural, exhaustividad y nostalgia: tres vértices relacionados que, sin embargo, dan lugar a muestras muy diferentes dependiendo de en cuál se ponga el acento.

¿Guardar la obra o guardar la experiencia?

En sus trabajos sobre coleccionismo, la profesora emérita en museum studies Susan Pearce habla de tres formas de coleccionar: el souvenir, el fetichismo y la aproximación sistemática. Así, las aproximaciones previas encajan precisamente con esta idea. El MoMA construye una exposición fetichista que favorece al juego (y su código) como el “artefacto”, pero presentándolo en un entorno nuevo y moderno, aislado de su localización o ambiente original. El Videogame History Museum, en cambio, es sistemático en su aproximación, optando por documentar de forma exhaustiva la creación y la evolución de la industria, pero manteniendo al visitante alejado de los objetos expuestos. El museo de las máquinas arcade soviéticas, por otro lado, pone a disposición de los visitantes una selección de máquinas reparadas que pueden ser jugadas y que escenifican su entorno original, en una reconstrucción que tiene algo de parque temático, apelando a la nostalgia como vehículo de atracción. Es una muestra de recuerdos (propios o ajenos), o, dicho de otro modo, un conjunto de souvenirs.

El Museum of Soviet Arcade Machines

Estas diferentes maneras de entender la función museística nos lleva a una pregunta más de raíz, más conceptual: ¿qué es exactamente eso que queremos preservar? ¿Cómo delimitamos el videojuego? Esta reflexión ontológica puede parecer un juego intelectual alejado de la realidad (ah, ¡la torre de marfil!), pero las diferencias entre los museos que ya tenemos deja claro que es una cuestión práctica: ¿hablamos de guardar objetos físicos, de preservar el código? El precio de las cajas en circuitos de coleccionismo privado deja claro que no son añadidos menores. ¿Y qué pasa, además, con los manuales (o incluso las marquesinas y decoraciones de los muebles en las recreativas) que contienen información vital para el juego que no está en el código? Y más difícil todavía: ¿tiene sentido preservar una Atari 2600 o una NES sin los televisores de sus épocas? (Un apunte sobre hasta dónde puede llegar el fetichismo del objeto original: en un estudio sobre autenticidad y emoción, el filósofo Jesse Prinz propuso a una serie de entrevistados que imaginasen que la Mona Lisa había ardido y el Louvre exhibía una réplica exacta al lado de las cenizas de la original. Al preguntarles si preferirían ver la réplica o las cenizas, el 80% optó por lo segundo. Esto explica por qué el Museo del Videojuego de Roma muestra un cartucho de E.T. (1982) junto a la tierra de la excavación en Alamogordo).

Si queremos que el público pueda jugar, ¿a qué y en qué condiciones deberían hacerlo? Nos encontramos, quizá, ante los dos polos opuestos del espectro más importante de la preservación: ¿debemos ser fieles a la experiencia original hasta sus últimos detalles o hay que aceptar la recreación y la emulación? La primera postura, mucho más romántica, es la que mantienen académicos como James Newman (del antiguo National Videogame Archive) o Nick Montfort e Ian Bogost: el hardware original es imprescindible para entender las obras preservadas. La segunda, más pragmática, es la que sostiene la catedrática de digital media heritage en Melbourne: la obsesión con la pureza del original es un obstáculo que impide desarrollar estrategias y compromisos más realistas. Esta es también la postura de la Video Game History Foundation, una asociación fundada por Frank Cifaldi que se dedica a recopilar tanto código como materiales paralelos (caja, documentación, notas de prensa), digitalizarlos y ponerlos a disposición del gran público. Incluso las plataformas más populares dejan de ser jugables en un tiempo relativamente breve y es imposible mantener eternamente tanto el hardware como el software que las forman (piensa en la App Store o en el código Flash). Más aún: aunque consiguiésemos preservarlo todo, la “experiencia original” seguiría sin existir, pues nosotros mismos, como jugadores, hemos cambiado, como lo ha hecho la cultura del juego que nos envuelve. El E.T. de Atari no es el mismo objeto cultural hoy que el día que se lanzó, por mucho que lo pongamos en una tele de tubo.  

Finnish Museum of Games

Niklas Nylund, académico y conservador del Finnish Museum of Games de Tampere, propone entender los juegos en muestra (“digital games on display”) como una amalgama de tres componentes: el objeto, la experiencia y los aspectos contextuales. Parece un compromiso sensato. En su museo, algunos juegos pueden ser usados en sus máquinas originales, se preservan documentos y objetos históricos y se dedican varias salas a recrear “espacios históricos” de diferentes épocas, incluyendo habitaciones de jugadores típicos y tiendas físicas. Y es que un display promocional de Dreamcast también es parte de la historia, o de las historias: las que quieren contar los comisarios y las que quieren revivir los visitantes. Como afirma Nylund, «los juegos en las exhibiciones están construidos socioculturalmente a través de elecciones curatoriales inherentemente ideológicas«. Quizá por ello es también urgente plantearnos si la historia del videojuego ha de entenderse como algo transnacional, local o una combinación de ambas. Tampoco en esto hay consenso: mientras museos como el de Roma se dedican a piezas de todo el mundo, el museo finlandés del juego de Tampere es también un museo del juego finlandés. (Por su parte, la asociación académica DIGRA cuenta con un grupo de Local Game Histories coordinado internacionalmente.) Cada pequeña decisión para guardar y exhibir un videojuego está filtrada por las ideas que tiene sobre el medio quien las preserva, por su manera de entender las experiencias que produce y por el contexto que le ha llevado hasta allí.

¿Y qué hay de la industria y los fans?

Hasta aquí nos hemos centrado en la preservación para museos y archivos pero ¿qué pasa con el acceso corriente a juegos antiguos? Dicho de otro modo: aunque pudiera ver (elementos de) Boktai en un museo, ¿qué pasa si lo quiero jugar en casa? Uno podría pensar que la industria es uno de los máximos impulsores de la preservación, al menos porque mantener una obra en circulación da más beneficios que no hacerlo. De hecho, como propietarios de la propiedad intelectual y de sus derechos, la última palabra es suya. Sin embargo, en líneas generales, la explotación del “fondo de catálogo” es torpe (Xbox Game Pass y PlayStation Now podrían cambiar esto, y el jaleo de la Consola Virtual de Nintendo necesitaría un texto aparte) y el interés de las compañías se centra en aquello que pueda venderse como “novedad”: incluso cuando se trata de un port puro (el simple paso de una tecnología a otra) se trata a cada juego como un lanzamiento nuevo, con un marketing individualizado. Volver a publicar títulos antiguos es una práctica habitual pero la nostalgia por la experiencia original nunca impide que se promocionen nuevas diferencias que justifican la compra, ya sea con remasters (argumentando una mejora en algún aspecto de la instancia original) o con remakes completos (reinterpretando o rehaciendo el juego). Incluso la reciente tendencia de las miniconsolas, con sus grandes éxitos del sistema en memoria y sus simulaciones de monitores antiguos, son un nuevo objeto de consumo, una nueva entrada en la colección privada. A la industria le interesa convencernos de que nos traen una “experiencia original” exacta pero a la vez tan diferente que no podemos dejar de comprarla. En la mayor parte de los casos, la preservación real del objeto original no es una prioridad.

Hay un tercer eje en todo esto… y quizá sea el más interesante: en contraste con los museos y la industria aparece la preservación fan, anárquica, polimorfa, sin reglas definidas y muchas veces contradictoria. Tal y como destacan autores como Pérez-Gómez, por un lado, y Stuckey, Swalwell y Ndalianis, por otro, los fandoms del videojuego suelen operar bajo sus propias nociones de mérito histórico y artístico, nostalgia y preferencias personales. Así, a pesar de que su trabajo es menos institucional, son capaces de recuperar y conservar historias que las líneas oficiales descartan. Tienen menos recursos pero también menos trabas estructurales y colaboran en grandes redes de “inteligencia colectiva”. Este trabajo, además, está cada vez más relacionado con la facilidad de acceso a las tecnologías en su propia casa, junto a canales de difusión como foros, YouTube o Twitch. En este sentido, Lincoln Geraghty, estudioso de la cultura del coleccionismo, hace hincapié en que internet ha hecho «la historia más accesible, nuestras memorias más tangibles, trasladando el pasado al presente«, empoderando a los «fans para conectar con las historias de sus textos mediáticos preferidos en formas que eran inalcanzables hace veinte o treinta años«. 

Así, la “preservación fan” es, a menudo, un proceso no intencional que ocurre de forma desestructurada a través de las prácticas diarias de un colectivo más o menos acotable. Y hablamos de comunidades, en plural, porque no existe una comunidad única de jugadores sino un conjunto de grupos cambiantes e interconectados, caóticos por definición. Estos grupos, además, son heterogéneos y suelen presentar intereses contrapuestos. Aunque habitualmente sean referidos como “fans”, la nomenclatura puede ser engañosa, puesto que cada comunidad fan se aproxima al medio de forma distinta: lo que comparten es una cierta apreciación de juegos y plataformas clave, con una dedicación que va más allá del mero acto de jugar y que se enfoca a obtener un conocimiento más profundo y (o al menos) extensivo. En esas prácticas, los fans se suelen fijar también en juegos y sistemas que cuestionan la propia concepción de “clásico”, y reflotan así un material que permite a los historiadores reconstruir una historia poliédrica y compleja, mucho más estimulante que los listados de siempre de generaciones, máquinas populares, cifras de negocio y grandes nombres. Los ignorados por la historia oficial vuelven así a la luz. Un buen ejemplo de esto son las comunidades (o, incluso, francotiradores) dedicados a los productos fracasados.

¿Éxitos o fracasos?

Darse un paseo por Planet Virtual Boy nos hace creer que estamos ante una consola viva y exitosa, a la que sus usuarios no sólo quieren sino que siguen jugando. Simon Marston, un coleccionista de realidad virtual, ha restaurado (para el Retro Computer Museum de Leicester) máquinas de Virtuality 1000 VR, un fracaso operativo y comercial de los noventa que sin embargo nos recuerda que su medio no nace con Oculus. Incluso Sifteo, un extrañísimo sistema modular hecho de cubos, tiene una página-santuario creada por Mike Reddy, un académico galés. El afán de estos preservadores voluntariosos es tal que llega a recuperar y preservar juegos no publicados. En 2015, los usuarios de SonicRetro recuperaron un build de Sonic X-Treme, gran promesa de Sega Saturn que nunca llegó a comercializarse, y lo adaptaron para que corriera con un emulador. El trabajo de la web italiana Unseen64, iniciado en 2001, es tan exhaustivo que les ha servido para publicar un libro interminable, Video Games You Will Never Play. Y no olvidemos que Desert Bus, sisífico reto que sirve de base a la celebración benéfica anual “Desert Bus For Hope”, formaba parte del cancelado Penn & Teller’s Smoke and Mirrors para Sega CD.

Podríamos seguir con las comunidades formadas alrededor de títulos de culto (Nier, Beyond Good & Evil) que los han mantenido vivos, o incluso con los juegos malos jugados de forma irónica y gracias a ello preservados por comentaristas como James Rolfe (Angry Video Game Nerd) o comunidades dedicadas al kusoge como la wiki CrappyGames, pero vamos a cerrar con dos casos de preservación que muestran dos maneras de resistencia. En primer lugar, la web GlukVideo.info, creada y gestionada por Sergio López, recoge hasta el detalle más mínimo de los juegos comercializados en España en los noventa por Photopak. Esta compañía, con sede en Madrid, se dedicó a importar juegos taiwaneses originales para NES y distribuirlos con un packaging y un logotipo propios, diferentes a los de Nintendo. No había aquí piratería per se pero Photopak editaba los juegos sin licencia y saltándose el chip 10NES de la consola. En la década pasada, completistas de diferentes países se dieron cuenta de que los juegos de Gluk no eran piratas sino unlicensed y saltó la liebre, resucitando el interés (y los precios) en juegos que en su momento fueron shovelware antes del shovelware. Gracias a GlukVideo.info, podemos acceder a una parte importante de la historia de la NES en nuestro país, aunque sea una que nunca entraría en la NES Classic Mini.    

El segundo caso cuestiona todavía más los conceptos de mérito y clásico, y opone resistencia no sólo a la industria sino a muchos discursos dominantes de la cultura del videojuego: creada en 2012 por la artista americana Rachel Simone Weil, la web Femicom.org es una base de datos (complementada por una colección física) dedicada a la “femme video game culture”, es decir, a videojuegos históricos creados para niñas y mujeres, como la consola japonesa de 32 bits Casio Loopy. En su presentación, Weil deja claro que cataloga ítems que a menudo faltan en otras bases de datos de videojuegos y software, pese a que algunos de ellos fueron éxitos rotundos de ventas, como Barbie Fashion Designer (1996). Con esta colección, Weil no sólo recupera productos tapados sino también a menudo ridiculizados, y pretende “preguntar y responder sobre roles de género estereotípicos y cómo han llegado a formar los juegos modernos”. La colección de Femicom es una serie interminable de rarezas, de dress up, karaokes, simuladores de idol y mascotas japonesas, que nos hace redescubrir un pasado que creíamos completo.

El futuro del pasado

El videojuego, esperamos que haya quedado claro, es un objeto tremendamente complicado de preservar, pero el esfuerzo merece la pena. Las dificultades, además, sólo van a crecer: la digitalización, las actualizaciones constantes, los juegos como servicio (GAAS) y otras tendencias tecnológicas y culturales son obstáculos que cambiarán el mapa cuando nuestro presente pase a ser retro. Opines lo que opines del videojuego móvil, por ejemplo, su importancia histórica es innegable, mientras que las tiendas digitales de Android y iOS son poco mejores que escribir en la arena. Por ello, lo más crucial es que todos los que participamos de este medio (como profesionales o usuarios) tomemos conciencia de la necesidad de archivar y preservar desde el ahora. Esto incluye tanto políticas comerciales que beneficiarían a las empresas (pensemos en cómo explota Disney su catálogo con la política del “Disney Vault”  o “caja fuerte”, basada en relanzamientos cíclicos) como medidas de archivos menos accesibles para juegos de más difícil circulación.

También esperamos que haya quedado patente la necesidad de una historiografía profesional, ordenada y contrastada. Donde no hay historia surgen mitos y nuestro medio ya está bastante contaminado por ellos. Las conversaciones públicas no son neutras sino que esconden, distorsionan o iluminan partes del pasado (sólo esto explica que aún nos acordemos de Custer’s Revenge, una bazofia que, aún con la controversia y atención de los medios, no llegó a las 100.000 copias vendidas y que no pasa de nota al pie en la historia -americana- del mal gusto) y lo reescriben para reenmarcar el presente. Nuestro medio ya no es nuevo, tiene más de medio siglo pero apenas memoria. Tiene legado y tradiciones que le han dado forma pero que los jugadores de ahora sólo pueden conocer de segunda mano. La escritura de la historia no puede ser sólo cosa de la industria, movida por grandes relatos de marketing, pero tampoco de los fans, fundamentados en la nostalgia y la experiencia personal. Ni siquiera los museos y archivos deberían funcionar de manera aislada. La gran pregunta que está de fondo en todo esto es quién es el dueño de la historia y la respuesta, si nos permites, debería ser que nadie, que la historia es la que fue y que entre todos debemos preservarla con la mayor honestidad posible, sin olvidar, eso sí, las reglas, los retos y los obstáculos de este enorme reto cooperativo.

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