Extremoduro a examen: Te juzgarán sólo por tus errores (yo también)

Extremoduro ha sido uno de los grupos musicales más importantes del país, ha creado escuela y sigue influyendo en la música. Ahora, en el momento de su separación, toca echar la vista atrás y analizar qué ha sido del "fenómeno Extremoduro", cómo ha afectado a nuestras vidas y cómo hemos evolucionado como audiencia a través de su escucha.

Los viejos rockeros nunca mueren; sin embargo, parece dudoso que los rockeros lleguen a viejos. Si no mueren damnificados por el estilo de vida del músico acaban devorados por su propio éxito -o la carencia de él-. Estos son viejos tópicos que ya no hacen justicia al trabajo musical: en realidad, si hay éxito son devorados por el capitalismo. Hay honrosas excepciones, como en toda finca, pero Robe Iniesta no es una de ellas. El (ex)líder de Extremoduro se ha visto envuelto en los últimos años en algunas polémicas de carácter avaro que han chocado con la actitud rebelde y festiva de su música y letras. Fuera de lo musical, la última ha sido el proyectado complejo de agroturismo que el plasentino quiere montar en su pueblo, que se ha encontrado con la reluctancia del ayuntamiento, que espera la respuesta de la Junta de Extremadura, y que tiene mosqueados a más de uno en el pueblo.

Los viejos rockeros no mueren: se transforman en mercado. Lo que la mirada crítica tiene que hacer es observar qué ha ocurrido ahí. Claro está, a toro pasado todas las profecías se cumplen. Por eso, más relevante que validar un juicio conclusivo en el desarrollo histórico, es observar ese mismo desarrollo y analizar su despliegue en la sociedad, los problemas que contenía y las soluciones a las que llegó. Inés Arrimadas no tuvo problema decir que ella -de «joven»- era fan de Extremoduro, lo cual no entra en conflicto con versos como «¿Quién va a meterse por el culo mi libertad de expresión / cuando diga que me cago en la Constitución?«, de Luce la oscuridad (Yo, minoría absoluta, 2002). La cuestión es saber por qué esto es posible.

Extremoduro es un grupo inocuo, y siempre lo ha sido, especialmente en los términos políticos transgresivos que se le (auto)aplicaban. Extremoduro ha sido el gran domesticador de la juventud «alternativa» de los noventa y principio de milenio en España (siempre que una no derivara a posiciones más radicales). No niego su importancia en el desarrollo de la música nacional, no cabe duda; lo que pongo en cuestión es su importancia ideológica. Extremoduro es el PSOE de la música española, el grupo de la democracia asentada, del PSOE de Felipe González, el de Suresnes, de la domesticación de las fiebres políticas extremas; y, del mismo modo que el PSOE lleva cien años decepcionando a sus votantes, un vistazo en detalle de la carrera de Extremoduro desvela importantes perversiones de la educación sentimental de los noventa.

«Rock transgresivo«

A pesar del crecimiento económico, los ochenta habían dejado en las ciudades un estado de miseria más que de riqueza. El crecimiento rápido produjo barrios obreros aparecidos a un ritmo muchas veces inasumible para los servicios públicos y cuyos habitantes (especialmente los jóvenes) no pueden aprehender el brilli-brilli sideral de La Movida, y el heavy metal del momento no era capaz de canalizar las reivindicaciones sociales y políticas de la época (al menos en España). La desafección es la que suele llevar a buscar modos de expresión alternativos. Excepciones pueden ser Leño o algunos momentos de Los Suaves, pero las tramas políticas estaban prácticamente monopolizada en la Zona Especial Norte por el «rock radical vasco», a lo largo de los años con grupos tan variados como Kortatu, La Polla Records, Soziedad Alkoholika o Eskorbuto. Hay una deriva a posiciones más cercanas al rock que escapan —o intentan escapar— de la tónica general vasca, y se empieza a abrir a un público más permisivo con variantes del llamado rock urbano: ahí está Barricada (a veces también incluidos dentro del RRV), Porretas, Reincidentes, Boikot

El alejamiento más claro está en Platero y tú y, por supuesto, en Extremoduro. Mientras que el resto de grupos sí mantienen un compromiso político más o menos claro relacionado con sus raíces culturales, Extremoduro es extremadamente a-político. En cierto sentido, Extremoduro «españoliza» (en el contexto socio-político de la época) el rock duro de origen político. El Partido Socialista Obrero Español, con Felipe González en la poltrona desde el 82, había gobernado con mayoría absoluta y en el 89 se enfrentaba a un nuevo gobierno sin mayoría absoluta que abría las puertas de la debacle. A pesar de todo —un «todo» muy grande—, los socialistas había dado estabilidad al Estado y lo habían sacado de la Transición (sic) con grandes resultados. En un ambiente de estabilidad socio-económica, de crecimiento, de enemigo exterior (gracias, OTAN) y de un enemigo interior muy concreto (ETA), la sociedad se encontraba bastante desmovilizada. Robe sintetiza la pose crítica acomodada de La Movida con los sonidos y las formas más duras del norte, en una combinación estéticamente notable —que todo hay que decirlo— y novedosa y, lo más importante, adaptada a la oportunidad del momento.

Extremoduro es un fenómeno plenamente de los noventa españoles, del milagro económico socialista al relevo aznariano, y articula el bagaje formativo de la juventud de entonces (incluso de aquellos a los que nos pilló justo al final). Extremoduro fluctúa al mismo ritmo que la economía. El espíritu acomodado y tierno crece en él al mismo tiempo que la economía del ladrillo. En los albores del Fin de la Historia, cuando sacan su primer disco «oficial» (Somos unos animales, 1991), se empiezan a ver los primeros indicios de la crisis del 93. Hay que entender el ascenso de Extremoduro en ese estado post-crisis. Del mismo modo que los cantautores y la canción política desaparecieron en cierto momento para el gran público, sustituidos por cantautores intimistas en su mayoría (excepciones haberlas haylas), la cuestión política para el rock en un momento de crecimiento es extravagante: se circunscribe a zonas donde efectivamente hay un «problema político», pero al resto del mundo dejadnos en paz. La transgresión está donde no hay nada que perder, pero tampoco nada que ganar. Lo que en 1989, 1991 y 1992 era rabia, en 1993 se vuelve oportunidad, y es ahí donde empieza la verdadera historia de Extremoduro (o de Robe, tanto monta…).

Iros todos a tomar por culo

Para sentirse como se sienten otros
Puedes fumarte si quieres cuatro porros
La imaginación se siente desbordada
Aunque siempre hay gente que no se entera de nada
Islero, shirlero o ladrón

El proceso de afinamiento a lo largo de los noventa -que es también un proceso de mejora de la calidad y la producción musical-, empieza en ¿Dónde están mis amigos? (1993), pero se encuentra previsto en los discos anteriores. No era más que una de las probabilidades, pero el salto del sonido entre Deltoya (1992) y ¿Dónde están mis amigos? es espectacular (tal vez tenga algo que ver la compra de DRO en 1993 por parte de Warner). Hasta entonces sí que tenían algo de transgresivos: rebeldes flojitos; rebeldes de borrachera, de sangre caliente, de hartura explosiva; rebeldes por fastidio, pero rebeldes a fin de cuentas. Simple descontento desgarrado, más que una transgresión real del orden establecido. Descontento no organizado de barrio, que sí que apunta a las condiciones materiales individual y colectiva de sectores marginales, pero sólo a las situaciones, no a las causas.

Somos unos animales es tal vez el disco más político, con cuidado de esto: es el disco más punk, con canciones breves, letras breves, muy directas. En La canción de los oficios hay esa crítica tibia a las clases altas, políticos y banqueros, pero desde el sentido común más llano. Lo mismo en V Centenario, que tiene aire de crítica a la Expo del 92 de Sevilla conmemorando el quinto centenario de la conquista de América. Sin embargo, la letra va entremezclada de vivencia personal, algo que es común al resto de la producción del grupo. Es cierto que Robe tiene gusto especial por las letras abstractas para no dejar nada claro, y que sea la imaginación de quien escucha quien saque conclusiones. Una defensa muy pobre. El carácter de Somos unos animales va desapareciendo progresivamente: las letras se alargan, los mensajes se acortan; las experiencias se abren paso, la realidad se retrae.

Es algo que aparece ya en Rock transgresivo (1989, remezclado en 1994], en canciones como La hoguera: contrapone su verdadera vida (¿en la calle?) con los acomodados que se quedan en casa; preocuparse por el futuro en lugar de vivirlo es el error. El lema «Siempre perdidos buscamos al fin / Voy por caminos que están por abrir / Cada mañana comienzo a vivir«, tampoco difiere tanto de un mensaje motivacional de un coach medio. El problema, en todo caso, está en que no sabemos muy bien qué es «la hoguera». La mayoría de la audiencia no está en contacto con el mismo medio con el cual está Robe, suponemos. La hoguera es ese lugar imaginario fuera del establishment, que puede ser cualquier cosa dependiendo del oyente. Se margina lo marginal y queda una pose más o menos crítica en ese auto-ubicarse en la sociedad.

La rebeldía del vivir diferente —a como vive la mayoría de la sociedad— como reivindicación parece tener todavía contenido político claro en Deltoya: Última generación habla de motivos ecologistas («Se apagaron los colores / Se encendió la humanidad / Nos quedaron cuatro listos sin paisajes que pintar / Sólo bosques de cemento y montañas de metal»); Estado policial de la vida de quien tiene la cabeza metida en la nevera —la esclavitud voluntaria—, y de su alternativa («Vivimos todos dentro de un estado policial / Te encierran en tu casa sales para trabajar / Sábado por la noche comenzó la cacería / Parezco ser la presa de un montón de policías»). Incluso todavía en ¿Dónde están mis amigos?, hay motivos sociales en Islero, shirlero o ladrón, pero, en algo que se vuelve moneda común en la producción de Extremoduro, todo mediatizado por las drogas.

Es algo que se concreta definitivamente en Pedrá (1995): la forma de vida alternativa no es más que una forma de vida bohemia de precariedad adaptada, donde el interés pasa de la crítica activa a una especie de supervivencia social, y uno se vuelve hacia lo individual, no a lo colectivo. Hay progresivamente una aceptación tácita de que la sociedad es una mierda y hay que apechugar, con lo que se llega a una dicotomía: lo que el romanticismo de la juventud promete como experiencia, y la realidad detrás de ese discurso, que no de la propia experiencia. Queda resumido en el estribillo de Salir (Canciones prohibidas -1998-): «Salir, beber, el rollo de siempre / Meterme mil rayas, hablar con la gente, / Llegar a la cama y ¡joder! Qué guarrada sin ti». El poso social es romántico, y las letras de Extremoduro en este aspecto no difieren nada de los acercamientos artísticos del siglo XIX al exotismo de lo marginal. Tal vez la mayor diferencia es que Robe no es francés.

Deltoya

Quiero oír alguna canción
Que no hable de sandeces
Y que diga que no sobra el amor
Y que empiece en sí y no en no
La vereda de la puerta de atrás

La reivindicación posible en los primeros discos se va diluyendo en la obsesión amorosa Robe como alternativa a la vida simple entendido desde la idea de lo no convencional, una idea a la postre falsa. Tal vez Extremoduro sea el grupo que ha hecho más daño a la forma de entender las relaciones amorosas de toda una generación que el total de la producción de comedias románticas de los noventa, a base de malditismo. La mezcla de lo romántico con lo soez se convirtió en epítome del romanticismo, porque somos carne además de espíritu. Y la carne llama. Además, esto resume la mayor parte de la producción musical de Extremoduro, que no pasa de un romanticismo genérico muy adornado (es curioso lo que una voz ronca y una guitarra saturada pueden esconder). Pero aquí también hay evolución.

Como con La hoguera, los inicios son providencialistas: «Tu cintura ¡qué hermosura! / Todo el día me paso en ella / Tu cabeza ¡qué tristeza! / Cómo quieres que sepa cuándo me hace falta más / Falta más». Estos son versos de Romperás, de Rock transgresivo. Ya está todo aquí. Ella, en su omnipresencia silenciosa, no es más que objeto: si estamos juntos estamos bien, si estamos separados estoy mal. Se plantea desde la dualidad carne-espíritu: cuando se trata de sexo todo es genial, pero cuando comienza lo emotivo-afectivo todo son pulgas. La inconvencionalidad de las relaciones planteadas es falsa: son relaciones adaptadas al sistema competitivo, sin cuidados, pero disfrazado de underground para que lo de irse de putas no parezca una ruptura con el orden familiar cristiano sino un acto de rebeldía emotivo-sexual («Voy a empaparme en gasolina una vez más / Voy a rasparme a ver si prendo / Y recorrer de puta a puta la ciudad / Quemando todos tus recuerdos«, de Quemando tus recuerdos).

Al protagonista de las canciones -hombre siempre- todo lo afectivo suena a convencionalismo. Todo se rompe en la medida en que una relación se vuelve «convencional» (al entender de quien canta), lo cual le es completamente ajeno. De ahí que pueda decir «No valgo para estar / Metido en un puré / Me gusta mi sabor / Ando loco por la calle» en Tu corazón. Sin embargo, todas sus reservas se encuadran en el convencionalismo romántico tradicional del macho joven que es libre, visceral, independiente. Quiere disfrutar del hecho de estar con alguien pero manteniendo las distancias, lo cual choca de frente con los desengaños amorosos que preceden desbarres del protagonista: «Andar corriendo tras tus pasos, loco por tocar tu piel / ´Éramos tan iguales…, ahora puedo comprender: / Tú eres una cucaracha, y yo soy un escarabajo / Desde que tú no me quieres, todo se me viene abajo» (Desidia). El doler sólo tiene una dirección: la mía.

Este malditismo se repite constante e imparablemente, pero poco a poco va abandonando la agresividad por la simple pena solipsista que aferra al enamoramiento a sí mismo y al desengaño. Sube hacia el amor con momentos decentes y sensaciones que parecen sinceras en Sol de invierno o Bribriblibli, pero mantiene un equilibrio extorsionado entre el «estamos bien (juntos)» y el «estoy mal (por tu causa)», o incluso el «estoy bien por tu causa», pero desde una distancia triste de quien anhela cariño pero se sabe inquerible. La lista es interminable: Con un latido de relojComo un reloj te tengo en la cabeza a todas horas / Compréndelo que tengo miedo a estar contigo a solas«); Posado en un nenúfar («Y al sonreír me has hecho otra vez soñar / ya no podía resistir esta puta realidad / y harto ya de vivir»); Sucede («Sucede que me canso de mi piel y de mi cara / Y sucede que se me ha alegrado el día ¡coño! / Al ver al sol secándose, en tu ventana: tus bragas»); y Buscando una luna, y Prometeo, y Qué sonrisa tan rara, etc. Todo bascula entre lo genial que es conectar con alguien y lo guarra que es cuando te deja.

Amor a navajazos

La evolución definitiva hacia posiciones menos agresivas (aunque con excepciones) se da en el cuquismo etílico que asoma a partir de cierto momento, especialmente desde Canciones prohibidas (1998), como en Golfa o Su culo es miel. Yo, minoría absoluta cierra el proceso. Es un recorrido por una relación, con sus altibajos, con su amor y desamor, y desarrolla plenamente lo aprendido desde el giro de ¿Dónde están mis amigos?: mientras que antes lo romántico se intercalaba en la vida de mierda, ahora es la vida de mierda la que se mete en las rendijas de lo amoroso omnipresente. A fuego, no estás, estoy mal: «Y harto de buscarte siempre a oscuras / Y de volverme en puro hielo / Tiré toda mi vida a la basura, / Y ni las ratas se la comieron«. Standby, no estás, estoy mal, pero sólo nostálgico en plan bien: «Sueña con su melena / Y viene el viento y se la lleva, / Y desde entonces su cabeza / Sólo quiere alzar el vuelo, / Y bebe rubia la cerveza / Pa’ acordarse de su pelo». Buitre no come alpiste, me has dejado, o algo así, estoy muy mal: «Si la suerte me abandona / Y ves que estoy un poco triste, / Es que tú eres una zorra / Y un buitre no come alpiste. / Y si te sientes perdedora / Sácate de la boca el amor / Y devuélveme todas las horas / Que paso pensando que somos dos». Y así otras veces.

A pesar de todo, Yo, minoría absoluta es un momento importante, porque el fenómeno termina de girar a lo público, a lo masivo. La sutil introducción y hegemonía del tema romántico (por encima del social-macarra o meramente abstracto) y la derivación a armonías más progresivas, lo hacen todo más audible, más popular: ya no es sólo bronca, son canciones «bonitas» que intercalan eventualmente secciones festivas de salto y bailoteo frenético (con algún corte de carácter duro, como Buitre…). Pero el hecho de no abandonar ni la saturación ni la voz rajada de Robe los enmarcar automáticamente en el rock.

Los noventa terminan en Puta, una canción romántica convencional que busca desnaturalizarse a través de esa interjección «radical». Nos abrimos así al nuevo milenio transformados de proto-rebelde en adeptos a cierto sonido que permite recordarnos como alternativos, introducidos de lleno en el boyante auge económico español del último Aznar. En la abundancia no necesitamos complicaciones y amamos a navajazos, y de una adolescencia turbulenta pasamos a una madurez rota, con la esperanza de que bajo el bienestar general algún día todo se arregle por sí mismo, o pensando que, realmente, así son las cosas.

Yo, minoría absoluta

Sólo puedo imaginar un caballo desbocado.
-¿A quién quieres engañar? ¡Una mula en un sembrado!
Pedrá

Es curioso cómo el disco titulado Yo, minoría absoluta es el que menos individualismo tiene. Es casi conceptualmente un disco romántico. También depende a qué se refiera el título del disco: si al contenido o al autor. Es posible que Robe se sintiera solo. No importa: después del amor, todo lo demás es espurio. O no, porque por encima de todo parece siempre estar el individuo, es decir, el autor que en su soledad, en su minoría absoluta, se lamenta, y se refugia en sí mismo. Iros todos a tomar por culo es «dejadme en paz». Robe siempre ha buscado ir en solitario. Desde la época de Deltoya el afán por crear grupos paralelos para su propio solaz ha sido constante, pero las circunstancias siempre se lo impidieron. El periodo final post-Ley Innata de «doble cruz» es manifiesto de una contradicción interna. Pero se puede empezar directamente desde Jesucristo García. El mesianismo de Robe es un relato extraño. De aquí a la portada de Yo, minoría absoluta hay un mundo.

El anarco-individualismo de Robe encaja muy bien en la boyante sociedad española del inicio del milenio. El uno y su propiedad stirneriano se mezcla en el jipismo mal ajustado que surge en canciones como Ama, ama, ama y ensancha el alma (con letra de Manolo Chinato). La vida alternativa ya no se basa -tal vez nunca se basó- en la generación de condiciones materiales alternativas, una suerte de revalorización de lo marginal como patria, la supervivencia colectiva de lo miserable y la determinación de hacerse valer en una sociedad falsa; la vida alternativa es generada por la mera voluntad de diferencia. Esto hace indiferente el contexto. Robe se puede dar el lujo de decir, por ejemplo, «yo, a mi manera, nunca fracaso» (Emparedado) -de nuevo en el origen, en Rock transgresivo-. Hace su voluntad. Sin embargo, la voluntad expansiva se retrae hasta el momento mercantil —poligonero, pero mercantil— de «Me gusta poder elegir, no me gusta tenerme que callar / Si no encuentro drogas por aquí / No me gusta, no me gusta nada este lugar» (El duende del parque).

A pesar de esa voluntad tan férrea el vacío es permanente: sigue la compulsión por encontrar emociones. En mi soledad soy fuerte, la sociedad es un lastre, lo único que existe para mi es mi verdad… y sin embargo no puedo acarrear con ella sin adulterarla. En su caso con «drogas y amor» (claro manifiesto), pero es aplicable a cualquier fenómeno que acrecente el extrañamiento social frente a la realidad. Puro discurso de la sociedad de consumo, sólo que disfrazado de marginalidad. La elección queda reducida a hedonismo conformista (en terminos de aquello que me da placer y no requiere de un gran esfuerzo), donde el mayor problema se encuentra, precisamente, en no ser elegido: las drogas las puedes «dominar» como objeto de consumo («Probaré la droga, una de cada / Y volver fiel a repetir / Pa encontrar la que más me degrada / Y abrazarme a ella hasta morir», Cabezabajo); pero el amor no, y de ahí tal vez las fuertes contradicciones con lo afectivo.

El individuo de las canciones busca constantemente tratar como objeto aquello que no se deja convertir en objeto: para limitar la acción de lo demás sobre el yo, controlarlo como a objetos. De ahí que las relaciones la mayoría de las veces se reduzcan al sexo o encuentren su punto fuerte en el sexo y en grandes problemas en lo afectivo: el sexo es controlable, es un placer compartido pero reflexivo, puede ser tratado como objeto (así no es un problema irse de putas). El centro del drama romántico: querer ser Dios y tropezar en la primera piedra. El Autorretrato que Robe nos deja es casi una imagen fiel del espíritu de una generación (masculina): y ha caído preso muy dentro de sí. Se puede entender ese lugar donde quede alguna flor y no haya policía el complejo de agroturismo que quiere montar en la sierra.

Su rabia inicial, su desenfreno, su agresividad, era descontrol, pero no un descontrol privado, sino necesidad de control externo, incapacidad de controlar la situación. La carencia de compromisos políticos o sociales claros le llevan a refugiarse dentro de sí, porque no ha encontrado un asidero en la realidad que le permitan mantener el control, dado de lado por un medio social conservador (como en Enemigo, donde la incapacidad de mantener esa toma de partido la resuelve rápidamente volviendo al sexo). La voluntad, tan fuerte al principio, queda atomizada por la realidad que dice componer por sí misma y domina. Es ahí donde surgen tanto las dudas como el intimismo que le retraen al amor, pero, de nuevo, incapaz de articular una respuesta política lo único que hace es pasar por el filtro de la transgresión -por el mero hecho de que no va de traje y corbata-, convencionalismo que lee como no convencionales.

Toda la generación crecida en la bonanza económica ha pasado por eso: no hay razones por las que luchar, pero no quiero ser mis padres. Así que se toma una estética alternativa que viste la misma ética que la de los padres: se ve diferente, por lo tanto es diferente. Extremoduro nos dijo, sin querer tal vez, que eso estaba bien. Por todo esto, no es de sorprender que Robe/Extremoduro tardaran tanto en sacar Yo, minoría absoluta. Obviamente está la exigencia artístico-técnica de hacer mejores canciones (cosa que realmente consiguen), pero además es que parece que ya no quedaba espacio para la rebelión. Estábamos en vacas gordas, en el punto más alto del ladrillo y el turismo, y todo el mundo tenía dos casas, dos coches y dos amigos concejales. Si el dilatado silencio anterior a Yo, minoría absoluta tenía o podía tener un sentido artístico, el silencio post-disco tenía un sentido ontológico: ya estamos integrados, ya no queda nada más que decir.

La ley innata

Es menester
en la cañada
dejar el arroyo
con sus ruidos
Deltoya

El 2008 nos golpeó con dos eventos terribles: la crisis y la publicación de La ley innata (2008). Dimos de bruces con el fin del relato político de la Transición española. En una extorsión del Efecto Mandela, yo me obligué a creer que Extremoduro se disolvió y depuso sus instrumentos hace 10 años (los dos discos posteriores son de un grupo tributo, o algo así) . El objetivo era marcarse un fito: a Robe nunca le gustó realmente lo que hacía y su ambición era escribir canciones melosas con saturación (lo mismo que el destino de Fito era dejar Platero y tú para escribir la misma canción rockabilly durante treinta años). Y es lo que pasó, aunque sea bajo falsa bandera. El resto de la carrera de Extremoduro hasta hoy ha sido una dilatación del nombre, no del proyecto.

La ley innata es un añadido, un anexo a la carrera de Extremoduro. Es la expresión de un Robe que quiere ser poeta pero que, por miedo o por costumbre, no se deja ir donde quiere y se mete en el berenjenal de una ópera rock de baratillo. Es la culminación de todo un proceso constructivo desde aquella Romperás donde se ensalza la cintura a costa del desconcierto afectivo: la relación sentimental desgalazada en versos; la canción de desamor definitiva. Y es que no hay más. Es una canción de desamor de cuarenta y cinco (45) minutos. Ya sin soeces, o con las mínimas; con palabras duras, pero dulcificadas por la lengua.

Con el arpegio introductorio ya sabemos que todo ha cambiado. La inmediatez ruda que antes podía interpretarse como desgarro abierto, mostrado al público en su crudeza, ahora se encuentra mediatizada completamente por armonías progresivas, por una producción excelente, y una estética cuidadísima (aunque esto no salva el horrible estribillo). Se nota un maravilloso trabajo de años de años de reflexión, pero muestra al ocultar otra cosa: la miseria ya no aparece ni un poquito, y si aparece es adornada, para que parezca menos miseria. El máximo orden del crecimiento es aquel donde la pobreza sigue siendo la misma, pero más disimulada. La crisis de 2008 estaba en las políticas del ladrillo de Aznar. El aznarato es simultáneamente un tiempo de encubrimiento y desvelamiento: los ladrones de cuello blanco amplían sus negocios al amparo del poder; Robe se abre a la sensibilidad que lleva buscando diez años ocultándola bajo una belleza formal óptima, pero aburrida e inocua. Es, sin lugar a dudas, la culminación de su trabajo.

Sí, es cierto: en El sueño hay terrorismo, hay violencia de género, está presente la crueldad de la realidad,… pero es funcional a la relación sentimental del narrador. Cuando está en la realidad y se encuentra con ella está deseando volver al sueño; la realidad no le importa. Pero es que nunca le ha importado. Desde el principio, desde Somos unos animales, desde V Centenario, por ejemplo, lo de fuera es accidental. Cualquier cosa que favorezca el extrañamiento del mundo («necesito drogas y amor«) es preferible a la realidad. Eso es lo que fomentan las políticas neoliberales en las sociedades asistenciales: empotrarnos en nuestro rincón seguro, cómodo y calentito y que les den a los demás.

Crítica para el presente

Vuelvo a jugar con la comparación con el PSOE: se suele hablar desde su izquierda de forma despectiva del votante socialista como alguien sin conciencia, que desengaño tras desengaño sigue votando lo mismo a pesar del patente fraude. Bueno, pues resulta que, por lo general, el votante socialista es consciente de esos tejemanejes electoralistas, pero sigue votando igual porque es un votante de izquierdas moderado. Bajo los desengaños, el PSOE es un partido progresista, muy flojito, pero progresista, aunque los humores revolucionarios de los discursos de campaña se vuelvan tibios a la hora de proponer y aplicar políticas. Algo similar ocurre con Extremoduro: es un rock flojito, una rock duro socialmente aceptado, con unas formas duras pero un fondo templado, que permite a cierto sector moderado de la audiencia a cantar Salir en la verbena del pueblo y al fin de semana siguiente ir a un concierto de Taburete. No hay contradicción. Después los realmente desengañados irán a izquierda o derecha, pero eso no evita -ni quita mérito a Extremoduro como baluarte de un rock duro para todos los públicos.

Como siempre digo, no hay nada de malo en ser seguidor de los productos culturales del mainstream (de los diferentes mainstream); pero poner el top del género en Extremoduro (en este caso) dice más del poso socio-cultural de quien habla que de los grupos mismos, esto es, de la construcción social que rodea a la música (en este caso). Sobre todo, se debe valorar (personalmente) y disfrutar; lo que viene después o entre medias es la conciencia de lo que es aquello que escuchamos. No hay contradicción entre ser fan de Extremoduro y de Taburete, pero es que tampoco lo hay entre ser fan de Extremoduro y de GG Allin (válgame el cielo, ni entre Taburete y GG Allin). O, al menos, no lo hay en el contexto del mercado. El concepto placer culpable es de un elitismo cultural que aterra, porque quien lo usa hace referencia a fenómenos que considera inferiores (para su nivel), y por eso oculta, por eso son culpables.

Aquí lo importante es lo que dicen nuestros gustos sobre la sociedad en que vivimos y en la que nos hemos formado, y de cómo el mercado nos conmociona. El caso de Extremoduro es clave: al mismo tiempo que una sociedad movilizada políticamente (en todas direcciones) durante la no-tan-pacífica Transición era domesticada a través del fantasmagórico beneficio económico, crecimiento y bonanza —que sube sin mirar a los lados— desde finales de los ochenta y principios de los noventa, el grupo icónico de esos tiempos va progresivamente moderando su tono, estilo y lenguaje desde posiciones más punk a un pop-rock melifluo adaptado al bienestar. Extremoduro, intencionalmente o no, se ha adaptado al mercado y su sociedad, y ayudó a que su audiencia se adaptara a la sociedad y al mercado. Que se haya disfrutado o no es algo individual.

Con la separación del grupo se cierra otro capítulo más del relato de la Transición. Extremoduro encaja bien en aquella España, la heredada, la de la concordia, la de los Pactos de la Moncloa, y, por lo tanto, de los criados en ella. Nos hemos hecho mayores, hemos sido más o menos integrados en el sistema; recordamos nuestra juventud gritando «¡Puta!» en un bareto de barrio mientras tecleamos con afán emprendedor en una oficina bien iluminada (que no nos durmamos). Quedan para el recuerdo canciones maravillosas como Te juzgarán sólo por tus errores (yo no), aunque puede que eso sea porque la letra es del genial Marcos Ana, no de Robe.

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