Llega a los cines Isla de perros, la nueva película del director texano que promete proveer a sus fans de exactamente lo mismo que lleva proveyendo desde los inicios de su filmografía. Una paleta cromática pensadísima, humor excéntrico, simetría a tutiplén… y, en esta ocasión, todo acompañado de perretes adorables. Perretes. Adorables. ¿A quién no le gustan los perretes?
A Wes Anderson sí. De hecho, leído en inglés el título suena como “I Love Dogs”. Genialidad, ¿verdad? Mientras muchas críticas la saludan como una nueva obra maestra, y otras tantas hacen hincapié en lo problemático de su alegre turismo por las tierras del Japón, en CANINO echamos la vista atrás para recordar cuando el director de verdad tenía cosas que decir, y en 2009 ponía en pie otra propuesta de animación stop-motion que aún hoy sigue fascinando y desconcertando a partes iguales.
En Los Tenenbaum, una familia de genios (2001) el pobre Buckley moría atropellado por un Eli Cash (Owen Wilson) que, justo en ese momento, advertía que su vida se le había ido de las manos. En Life Aquatic (2004), un perro al que le faltaba una pata era abandonado por sus dueños sólo para a continuación ser maltratado por Hennessey y dar cuenta de lo miserable que el personaje de Jeff Goldblum no dejaba de ser, pese a su inicial presentación como la némesis educada y respetable de Steve Zissou (Bill Murray). En Moonrise Kingdom (2012), Snoopy era atravesado por una flecha. A Wes Anderson, en efecto, deben de gustarle mucho los perros: sólo así puede explicarse la fijación por su sufrimiento a la hora de reflejar el lado más aterrador de sus personajes e historias.
Isla de perros, por tanto, nace de la honestidad con uno mismo, y del más puro deseo de desarrollar una carta de amor a nuestros compañeros caninos, que en manos del cineasta de Austin, Texas, se revela además como una suerte de disculpa y expiación potencialmente conmovedoras. ¿Cómo ha podido ofender a alguien? ¿Cómo puede ofender a alguien el amor a los perros? Sencillo. Antes de redactar el guión, tanto Anderson como sus colegas Roman Coppola y Jason Schwartzman tenían claro que querían una película sobre estos animales, pero también llevaban tiempo dándole vueltas a la idea de homenajear a la cultura japonesa y a la figura de Akira Kurosawa -un concepto bastante contradictorio de por sí-, y decidieron juntar ambos films en uno. Porque podían, y nadie les aconsejó que le dieran un par de vueltas.
El resultado es una historia ambientada en la ficticia Megasaki que, además de luchadores de sumo y chistes cuñaos sobre haikus, también tiene tiempo de ofrecer largos diálogos en japonés sin subtítulos por aquello de las risas, y de erigir a una heroína blanca y norteamericana (doblada por Greta Gerwig) para animar al pobre pueblo sumiso a rebelarse contra sus opresores. Las acusaciones de apropiación cultural y orientalismo no se han hecho esperar, pero tampoco es que esto suponga algo demasiado excepcional en el cine de Wes Anderson. Los personajes no-blancos de sus películas siempre han sido definidos bien como alivios cómicos en función de su brusquedad e hieratismo -como Pagoda (Kumar Pallana) en Los Tenenbaum-, bien como exóticos desencadenantes de conflictos y/o revelaciones en el atribulado protagonista -como Inez (Lumi Cavazos) en Ladrón roba a ladrón (1996), o la India al completo en Viaje a Darjeeling (2007)-. Eso en la primera mitad de su filmografía. Después, con la exitosísima El gran hotel Budapest (2014), este racismo atolondrado llegaría a extremos realmente chungos con todo lo referente a Zero Moustafa, que en su juventud era interpretado por Tony Revolori y en su vejez, sorpresa, por F. Murray Abraham. Algo que en su momento a mí, como espectador, me perturbó bastante, pero más me perturbó que la gente de mi alrededor se limitara a despacharlo con excusas del cariz de “bah, esas son las típicas ocurrencias de Wes”.

Gran Hotel Budapest
¿No debía darle, pues, más importancia al asunto? ¿Debía hacer caso omiso al hecho de que el Zero de Abraham era un personaje mucho más sabio, poderoso, sensible y, en una palabra, civilizado, que el bruto, ingenuo, iletrado e inmaduro Zero de Revolori? Al fin y al cabo, del cine de Anderson siempre se ha dicho que es un mundo en sí mismo, ajeno al nuestro, con sus propias reglas y fetiches. ¿Por qué iba a preocuparse de retratar el nuestro, aquél en el que (supóngase) vive, con una mínima documentación o sensibilidad? Nuestros asuntos, la realidad sociopolítica, no son asunto suyo. Él es un autor. Así que, como autor que es, centrémonos en lo puramente artístico. Apresurémonos, en ese caso, a afrontar el hecho de que, desde que dirigiera Fantástico Sr. Fox hace nueve años, todo su cine haya sido pura pose.
Tú antes molabas
En cierta ocasión, durante el rodaje de Los Tenenbaum, Ben Stiller se acercó al director para hacerle una pregunta que llevaba días torturándole: «¿Por qué Chas y sus hijos tienen que llevar todo el rato este chándal rojo? ¿Qué sentido tiene?». Anderson, sin inmutarse, le contestó que desde la muerte de su esposa, Chas se había vuelto tan paranoico con su propia seguridad y la de su familia que había decidido que vestirse de un solo color, y así de llamativo, era el mejor modo de ser visto y estar a salvo de cualquier posible accidente. Stiller se marchó conforme. Meses más tarde, Anderson confesaría que había improvisado sobre la marcha y que no había una razón real para que Chas, Ari y Uzi vistieran de esa guisa; simplemente, así era como se lo había imaginado en primer lugar.

Los Tenenbaum
El obsesivo apego del cineasta a una estética particular, la estética de Wes Anderson, ha supuesto siempre el camino más corto para reírse de él y parodiar su estilo. Los colorinchis. La perfecta simetría que conforma cada uno de sus planos. Las escenas a cámara lenta enmarcadas por alguna canción de la invasión británica. Los travellings. Los zooms. Imágenes de manos, de cartas, de tipografía Futura. Diálogos en los que nunca estás muy seguro de si deberías reírte o reflexionar sobre su significado último, casi con toda seguridad profundo y existencialista. Y etcétera etcétera. Es un estilo que, por supuesto, ha hecho de su cine algo reconocible a kilómetros de distancia, pero que también, de forma inevitable, ha ido amenazando con fagocitar cualquier discurso que pueda llegar a entreverse bajo la maquinaria ornamental. En otras palabras, que cuanto más se ha gustado a sí mismo, menos se ha preocupado por contar algo.
Moonrise Kingdom, en 2012, supuso la primera muestra de este paulatino desinterés. Colgándose la etiqueta de coming of age por mero automatismo, Anderson levantó un perfecto monumento a lo cuqui -siempre que soslayemos, que ya es mucho soslayar, la terrorífica sexualización desplegada en torno a Kara Hayward, de catorce años- que tenía el primer amor como piedra de toque. Un primer amor, por supuesto, en el que cualquier semejanza con la realidad era pura coincidencia, y que él mismo no dudó en definir como reconstrucción idealizada. Por ello, frente al pizpireto y sencillo romance de Suzy (Hayward) y Sam (Jared Gillman), el colectivo adulto se revelaba hastiado y gris, contribuyendo a una falsificación de la nostalgia —o más bien, ya que toda nostalgia es inseparable de la falsificación, de un obsceno subrayado de ésta—, que veía una secuela orgánica en la muy vivaracha, y muy insulsa, El gran hotel Budapest. De un modo similar a Isla de perros, la película de Anderson que mejor ha caído hasta ahora en los círculos académicos conseguía disimular lo liviano de su entramado temático gracias a un ritmo espídico, los chistes más idiotas de toda su carrera, y el sempiterno toque Wes –frívolo, random, encantador- elevado a la máxima potencia. Y colaba.

Bil Murray en Academia Rushmore
Era la consecuencia lógica de querer sentar el tono de toda una filmografía en el solo careto de Bill Murray, aliado inseparable desde Academia Rushmore (1998): el rostro de un manchild que no comprende por qué, siendo tan talentoso, tan rico y tan blanco, se siente tan infeliz. El rostro frente al vacío. Un actor, una neurosis y una inquietud que lo emparentan de forma directa con el cine de Sofia Coppola y que, al igual que esta directora -que el año pasado sorprendió a propios y extraños con un remake de El seductor (1971) que se saltaba varias zonas de confort por minuto-, sólo han podido ir más allá de la autocomplacencia al afrontar una historia ya contada antes. Como es el caso de Fantástico Sr. Fox, escrita por Roald Dahl en 1970.
Cuando Noah encontró a Wes
Es curioso, habida cuenta de cómo lo andersoniano ha acabado por devorarse a sí mismo, que el texano casi nunca haya desempeñado solo las funciones de guionista. Desde Bottle Rocket (1994), cortometraje que antecedió a Ladrón roba a ladrón, Anderson siempre ha querido compartir el crédito, y así encontramos a Owen Wilson -con quien escribió, además de las citadas obras, Academia Rushmore y Los Tenenbaum-, la dupla Roman Coppola/Jason Schwartzman –Viaje a Darjeeling, Moonrise Kingdom y el germen de Isla de perros– y Noah Baumbach, como sus principales colaboradores. Es la de este último, a mi entender, la más fructífera, al estar integrada tanto por su film más divertido (Life Aquatic), como por su obra maestra. Que sí, es Fantástico Sr. Fox.

Noah Baumbach y Wes Anderson
Cuando este cineasta neoyorquino se unió a su amigo Wes para desarrollar la historia de Steve Zissou aún distaba del reconocimiento que hoy día ha acabado acaparando, previo a films como Margot y la boda (2007), Greenberg (2010) o Frances Ha (2012). Y no es difícil percibir cómo el trabajar con Anderson fue decisivo para apuntalar su propia carrera: tras hacer durante los noventa hasta tres pelis discretísimas con Eric “fui demasiado capullo para ser Marty McFly” Stoltz, en 2001 asistió al estreno de Los Tenenbaum, y quedó anonadado ante la audacia con la que ese director retrataba una familia disfuncional inspirada en la suya propia. Los padres de Anderson, al igual que los de Baumbach, se habían divorciado cuando éstos contaban con edades distintas (Wes tenía ocho años, Noah ya era un adolescente), pero sin que en ningún caso llegaran a comprender los motivos. El guión de Life Aquatic, intrincado, confuso, imperfecto, sirvió para que Baumbach cultivara una introspección inédita hasta ahora en su escritura, y así, un año después, tuviera fuerzas de estrenar Una historia de Brooklyn, basada precisamente en el divorcio de sus padres, y aún hoy la obra más redonda de su carrera.
En el momento de afrontar un proyecto como Fantástico Sr. Fox, tanto Anderson como su nuevo colaborador eran guionistas curtidos, pero desde luego no estaban preparados para una producción de estas características. Más que nada, por el tema del stop-motion, para cuya supervisión el texano contrató a un viejo conocido: Henry Selick, que tras dirigir films tan famosos como Pesadilla antes de Navidad (1993) o James y el melocotón gigante (1996), había trabajando en Life Aquatic diseñando las criaturas marinas que encontraba la tripulación de Zissou a lo largo de su viaje, y todo adscrito a esa compleja técnica animada que, bueno, no es nada descabellado suponer que Anderson no tenía ni idea alguna de cómo gestionar. Cuando Selick acabó marchándose a mitad de rodaje para dirigir la maravillosa Los mundos de Coraline (2009), Anderson encontró un sustituto al frente del departamento de animación en el nombre de Mark Gustafson, que dos años después desempeñaría el mismo cargo dentro de los segmentos stop-motion de Dos colgaos muy fumaos en Navidad (2011). Ya fuera por unos motivos o por otros, lo cierto es que la producción fue un caos.
De hecho, el mero deseo de erigir a Fantástico Sr. Fox como la obra maestra de su director podría parecer en sí mismo un nuevo modo de cagarnos en su estampa -que para qué nos vamos a engañar, en este artículo hay mucho de eso-, sólo a la luz de lo que se dijo cuando se avecinaba el estreno. Por entonces, varios trabajadores acusaron públicamente a Anderson de no tener ni idea de animación, y de apenas haber pisado el set durante el rodaje. Acusaciones que, teniendo en cuenta lo alegremente que nuestro hombre ha vuelto a estas lides con Isla de perros, habría que tomar con prudencia. Pero… ¿qué pasó con Fantástico Sr. Fox? ¿Es acaso el menos andersoniano de los films de Anderson? ¿No supone más que una curiosa rareza en una carrera llena de historias originales, y caracterizada por lo demás por una extenuante coherencia interna? ¿Nos gusta tanto precisamente por eso?
No exactamente. Ya que, además de contar en el guión con el tipo que mejor ha conectado alguna vez con sus neuras, el cineasta estaba adaptando una obra de Roald Dahl. El primer y único autor, por encima de Stefan Zweig, de Satyajit Ray, de Louis Malle o de Akira Kurosawa, al que responsabilizar de que llevemos aguantando a Wes Anderson más de veinte años ya. Que se dice pronto.
Una realidad simplificada
—Me gustaría que supierais que sin vuestro padre todos estaríamos muertos ya. Vuestro padre es realmente un zorro fantástico— dijo la señora Zorro. Don Zorro miró a su mujer y sonrió. La amaba más que nunca cuando decía cosas como esa.
(Roald Dahl, El superzorro)
El escritor británico tiene historias mucho mejores que esta Fantástico Sr. Fox que aquí en España vimos traducida como El superzorro y, desde luego, las tiene con mucha más enjundia. Sin embargo, la excepcionalidad en este caso no viene dada por el libro en sí, sino por las circunstancias que alumbraron su escritura. En 1962, su hija Olivia falleció de encefalitis a los ocho años de edad. Más tarde, su hijo Theo sufrió un accidente que le provocaría hidrocefalia. Una sucesión de tragedias familiares que, en el lado más práctico, conduciría a que Dahl desarrollara insospechados avances científicos para aliviar el sufrimiento de su hijo, pero que antes de eso generaría en él un estado de psicosis muy similar, quizá, al que luego sufriría Chas en Los Tenenbaum. El autor de Charlie y la fábrica de chocolate sentía que no podía proteger a sus hijos, que la fatalidad acabarían por llevarse a su familia sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. Sentía que, como marido, padre y hombre, no valía demasiado. Por eso escribió Fantástico Sr. Fox, para refugiarse en un mundo donde, por muy mal que se pusiera la situación, el protagonista siempre encontraría la forma de salvar a las personas que más quería.

Roald Dahl y familia
Varios años después, preguntados por el particular estilo con el que había sido rodada y escrita Academia Rushmore, Wes Anderson y Owen Wilson no lo dudaron un segundo: “Queríamos crear nuestra propia realidad simplificada, como un libro para niños de Roald Dahl”. Y, en efecto, quizá sea esta realidad simplificada el punto en el que convergen los imaginarios de ambos autores: una encerrada en sí misma, con sus propias reglas, donde las cosas son algo más fáciles pero tampoco hasta el punto de dar completamente la espalda al dolor y sufrimiento de sus demiurgos. Por eso casi todos los chistes de las películas del cineasta de Texas tienen un contrapunto siniestro, y por eso hay un esfuerzo tan titánico en depurar su acabado formal. Sin esa estética determinada, las películas de Anderson quedarían tan cojas como quedarían las obras de Roald Dahl sin las ilustraciones de Quentin Blake.
Incluso leída con las intenciones oportunas, la prosa del británico puede pasar a veces por el storyboard de una escena de Wes Anderson, como atestigua este otro fragmento escogido al azar:
—¡Maldición!— gritó Benito —. ¿De quién fue esa estúpida idea?
Benito y Buñuelo miraron inmediatamente a Bufón. Bufón echó otro trago de sidra y se guardó la petaca en el bolsillo.
—Escuchad— dijo enfadado —, ¡quiero a ese zorro! ¡Voy a pillar a ese zorro!
Si no fuera por los castizos nombres de los granjeros, probablemente también habríais visualizado un travelling de los que tanto le gustan a Wes deteniéndose bruscamente en Bufón, a quien a partir de ahora por favor llamaremos Bean, para a continuación agarrar la petaca y echársela al coleto.
No se puede dudar, por tanto, si la autoría de Fantástico Sr. Fox le pertenece a nuestro hombre o no, porque lo cierto es que en el mismo ADN de su estilo estaba escrito que algún día acabaría adaptando la obra del escritor inglés. 2009, además, suponía un momento extremadamente propicio para hacerlo, ya que Anderson venía de dirigir Viaje a Darjeeling, su film más solemne, calmado y, por tanto, también más insufriblemente soso. La historia de Dahl, con toda su simpleza y elemental encanto, ofrecía la excusa perfecta para volver al desbarre. Wes y Noah podían transcribir íntegramente sus diálogos y descripciones -como de hecho hicieron con muchos de ellos- sin que nada chirriara: la película funcionaría sola. Y, sin embargo, los añadidos que le dieron al guión de cara a enriquecer el manuscrito de Dahl acabaron desembocando no sólo en el film que mejor sintetizaba el estilo de Wes y con más comedimiento le daba una razón de ser: también cambiaron totalmente el sentido de la obra original.
El zorro es un lobo para el zorro
La novela de Roald Dahl, más allá de la emotiva biografía que esconden sus páginas, se articula en torno a una idea muy sencilla: la cola no hace al zorro. Y no, no se trata de un tratado especialmente inspirado sobre la masculinidad. Tampoco tiene nada que ver con la fábula de Esopo. El Sr. Fox, efectivamente, saquea las granjas de los alrededores de forma sistemática para sustentar a su familia, hasta que un mal día los humanos del lugar unen fuerzas y le tienden una emboscada, a resultas de la cual el protagonista pierde la cola. Su reacción pasa entonces por la humillación y la vergüenza, pero el ritmo endiablado que Dahl le inyecta a la narración no permite que Fox le dé vueltas al concepto: simplemente, su familia está en peligro, y aunque la cosa haya empezado así de torcida, este superzorro sabrá recomponérselas para convertirse en el héroe que los suyos, y los miembros de su comunidad, necesitan que sea. Al final no habrá recuperado la cola de manos de sus enemigos, pero igualmente habrá asegurado el bienestar de todos, y se habrá demostrado a sí mismo lo mucho que vale.
Una historia de estas características puede resultar hermosa y emotiva -como de hecho resulta; al fin y al cabo Dahl era un genio-, pero difícilmente iba a bastar para llenar la hora y veinte minutos que duraría su adaptación cinematográfica. Es por ello que Wes Anderson y Noah Baumbach, antes de nada, quisieron pasárselo en grande desarrollando el mundo subterráneo y los vecinos animales que lo pueblan, recurriendo para el empeño a un plantel de voces de excepción: George Clooney, Meryl Streep, Jarvis Cocker, Michael Gambon, y los habituales del texano Wilson, Schwartzman, Willem Dafoe y, por supuesto, Bill Murray. También andaba por ahí el hermano del cineasta, Eric Anderson, doblando a uno de los personajes más curiosos: Kristofferson, sobrino del Sr. Fox, inexistente en la novela. Como también ahí era inexistente Ash Fox (voz de Schwartzman), hijo único de la familia -en las páginas los hijos del protagonista son varios y anónimos- que comparte con Kristofferson una relación de ésas que catalagoríamos como puramente Wes: por un lado, un hijo desesperado por que su padre se fije en él y que odia con toda su alma a un primo que parece superarle en todo. Y por otro, el susodicho primo, alguien melancólico, ajeno a su supuesta perfección, que no entiende ni por qué su tío es tan cariñoso con él ni por qué su primo le ha cogido tanta ojeriza.
Esta subtrama supone, junto con el inicio y el desenlace del film, los principales añadidos a la historia de Roald Dahl. Centrándonos en el inicio, advertimos que el desencadenante de la acción es muy diferente al del original literario: el Sr. Fox era un zorro arrogante, impulsivo, con su propio sello personal, que sólo vivía para robar gallinas y jugarse el cuello día sí y día también. Sin embargo, cuando su novia quedó embarazada no tuvo más remedio que prometer que dejaría esa vida atrás, y ahora es un ciudadano respetable, un periodista nada más y nada menos, que cuenta con su propia columna diaria. Esta idea es graciosísima por muchos motivos -no sólo por percibir cómo Fox ha tratado de mantener encauzado su ego de esta forma desesperada, sino porque, en fin, ¡es un maldito zorro con una columna de opinión!-, pero el guión de Anderson y Baumbach no tarda en incidir en lo obvio: al protagonista le agobia esta vida respetable y civilizada, y añora su pasado predador. Por ello no tardará en volver a las andadas a espaldas de su mujer, y ése será, y no otro, el motivo por el que acabe perdiendo la cola. Y poniendo en peligro a su familia, y a toda su comunidad. Por puro egoísmo.
En una ocurrencia magistral, el granjero Bean se quedará la cola de Fox como trofeo y la usará a partir de ahora de corbata -que no es difícil ver como el máximo símbolo de supresión de lo animal-, mientras el protagonista sufre de una manera demasiado visceral como para no percibir, ahora sí, connotaciones fálicas en la tragedia. El guión, sin embargo, tampoco opta por apuntalar su discurso en torno a una masculinidad en crisis, sino que transita abiertamente por otros conceptos, quizá más bucólicos, sobre la auténtica naturaleza y “animalidad” que late dentro de sus personajes. Fox es un personaje que las persigue constantemente, afrontando el odio de sus vecinos y el consiguiente extrañamiento de su mujer — “Te quiero, pero nunca debí haberme casado contigo”, le dice una Sra. Fox que está bastante hasta el coño ya—, y que de forma irónica acaba hallando en dicha desazón vital el modo de enfrentar a los granjeros. En una secuencia descacharrante, exhorta a sus compañeros animales a utilizar sus nombres latinos y recordar cuáles son sus habilidades innatas, por muchos abogados, arquitectos o pintores de paisajes que haya en la sala, y de este modo logran salir victoriosos de su lucha contra los humanos. Un desenlace feliz, si no fuera por lo del lobo.
La movida del lobo ha sido siempre uno de los puntos más debatidos de Fantástico Sr. Fox. Incluso antes de que la peli se estrenara, Anderson tuvo que discutir con sus colaboradores sobre la conveniencia de incluirla, ya que éstos decía que no se entendía ni compartía el tono de todo el metraje anterior. El director de Texas dijo que esa escena suponía la razón por la que había querido hacer la película en primer lugar, y aunque tenemos razones para no creerle del todo, lo cierto es que esta vez no se trataba de si Ben Stiller y sus chavales debían llevar un chándal rojo o no. Era más que eso.
El encuentro de Fox y el lobo tiene lugar después de la derrota de los granjeros, cuando el protagonista ya ha recuperado su cola, pero no como esperaba. Ha sido mordida, pisoteada y acribillada a disparos: es un amasijo de carne y huesecillos, una sombra de lo que fue. Aún así, se la ha pegado con celo, y tras volver a ser el héroe, el superzorro, intenta comunicarse con esa criatura tan indómita y majestuosa que observa en la lejanía. Pero no contesta a ninguno de sus saludos. No tarda mucho en irse, y se sucede un primerísimo primer plano del Sr. Fox llorando a lágrima viva. Comprendiendo. Es innecesario que Wes Anderson subraye después esta derrota a manos de la sociedad y los deberes cívicos con la llegada de los protagonistas a un centro comercial donde ya nunca más tendrán que cazar para vivir: Fantástico Sr. Fox ya ha enseñado todas sus cartas, y ha explicado la tragedia de su personaje hasta el final. Con amor, con empatía, quizá sin empeño alguno por situar al hombre-zorro en una tesitura algo menos rancia o tranochada, pero, desde luego, con una cohesión, y unas ganas de decir cosas, que no volverían a asomarse por su filmografía. Y no deja de ser curioso, llegados a este punto, que fuera recurriendo a personajes animados —y animales, para más señas—, cuando el director creara por fin a auténticos seres humanos. Las típicas ocurrencias de Wes.
Por qué seguimos tocando los huevos con «qué es mejor que qué» y no dejamos a la gente disfrutar alegremente de las ficciones que nos rodean y que HOY pueden parecernos una puta mierda pero MAÑANA pueden convertirse en parte fundamental de nuestra vida emocional yahoo respuestas.
p.d: Sí, vamos, que la respuesta es seguir sacando cosis día a día, pero que putos pesaos con los putos cliches de mierda con los que nos reíamos en el Forofoco, chavalada.
Yo creía que a estas alturas habíamos entendido todos que titular a un artículo «Por qué Alberto Corona, que firma el artículo, piensa que Fantástico Sr. Fox es cualitativamente superior a Isla de Perros, y te lo explica, y no pasa nada si tú tienes una opinión distinta, pero la gracia es que leas la de él» aparte de quedar demasiado largo y un poco complicado de poner en la home, era minusvalorar el sentido común de los lectores. Pero bueno, que si quieres lo planteamos, pero a mí me da un poco de miedo, luego sois capaces de decir que dejemos de trataros como si fuerais parvulitos, que ya se sobreentiende con menos palabras. Macho, que no os aclaráis con el libro de estilo.