‘Gorrión rojo’ frente al morbo: ¿ha regresado el ‘sex-thriller’ noventero?

Gorrión rojo

La nueva película de Jennifer Lawrence llega envuelta en un cúmulo de expectativas que parece complicado cumplir satisfactoriamente. Por un lado, la configuración de una intriga de espionaje dura y adulta. Por otro, unas escenas de violencia que no le hagan ascos al gore ni al sufrimiento visceral. Sobrevolando ambas facetas, una suerte de regreso al thriller erótico de los noventa. ¿Funcionará o se quedará en tierra de nadie?

La maquinaria publicitaria de la industria del cine ha cambiado mucho desde que miles de espectadores a lo largo del mundo corrieran a las salas para ver si se veía algo en esa escena de Instinto básico (1992), pero hay una cosa que ni el arraigo de Internet ni la diversificación de la oferta han conseguido llegar a cambiar: el morbo sigue siendo una de las herramientas más socorridas a la hora de generar cobertura mediática. No ha dejado nunca de ocurrir, si bien cada vez de forma más liviana, y llegando inevitablemente a extremos anodinos. El fenómeno Cincuenta sombras de Grey, cuya última película ha acabado por reafirmar la desidia de los espectadores  —sin dejar por ello de ser número 1 en taquilla— da buena cuenta de que el morbo no sólo puede ser divertido, embarazoso y extremadamente rentable: también puede resultar, a veces, un absoluto rollazo.

Cincuenta sombras liberadas

Cincuenta sombras liberadas

Sin embargo, el tirón de otras propuestas como La vida de Adèle  (2013)Nymphomaniac  (2013) o Shame  (2011) —no sólo una de las pocas películas no europeas en beneficiarse de la atracción por lo prohibido, sino también una que por fin exponía a un hombre (Michael Fassbender), y lo que tenía entre las piernas, como blanco de los suspiros y las risas nerviosas—, y el respeto acogido por parte de la crítica especializada, dan buena cuenta de que aún no nos hemos cansado de la carne. Por mucho que esté más o menos claro que el thriller erótico de los ochenta/noventa, con Instinto básico como estandarte, hace tiempo que pasara a mejor vida. Esta Gorrión rojo que protagoniza Jennifer Lawrence, acaso la actriz más famosa del panorama actual —y víctima del terrible CelebGate que afectó a ella y a otras actrices hace cuatro años— pretende devolvernos las emociones fuertes en su estado más primigenio, sin adulterar.




La ganadora de un Oscar por El lado bueno de las cosas (2012) se ha pasado toda la promoción, o bien teniendo que hacer declaraciones sobre cómo fue rodar las escenas de desnudo, o bien hablando de su vestido, o bien poniendo a parir con mucho arte El hilo invisible, y ha eclipsado gran parte del misterio que subyace bajo esta propuesta. Para empezar, viene amparada por un gran estudio, Fox, y está firmada por Francis Lawrence, su director en las tres últimas películas de Los Juegos del Hambre  (2012-2015). Que esta saga young adult —agreste donde las haya, pero consumida en masa por los adolescentes— esté unida por un vínculo tan estrecho a Gorrión rojo, de la que además se ha hablado de su violencia descarnada, no deja de ser sorprendente.

Gorrión Rojo

Empieza a serlo algo menos, claro, cuando reparamos en el giro que la actriz le ha dado a su carrera en los últimos meses —siendo madre!  (2017) un film aún más kamikaze que el que nos ocupa—. Y en que el realizador, antes de involucrarse en las adaptaciones de Suzanne Collins, realizó dos productos tan pochos como Constantine (2005) y Soy leyenda (2007). Vamos, que mejor o peor, algo interesante tiene que salir de aquí.

La tragedia (ancestral) de una bailarina

En Gorrión rojo, Jennifer Lawrence interpreta a Domenika Egórova, una presencia habitual en los escenarios del Teatro Bolshói que, un buen día, sufre una lesión que le incapacita para siempre. En busca de dinero para conseguir mantenerse, a ella y a su madre (Joely Richardson), la protagonista recurrirá a su tío Vanya (Matthias Schoenaerts), y así acabará formando parte de los Gorriones: un destacamento de jóvenes de indudable atractivo físico —en el que encontramos tanto mujeres como hombres, aunque los segundos no tengan mucho que hacer más allá de un par de desnudos frontales— que, en honor a la Madre Rusia, utilizarán todos sus encantos para manipular y pervertir a sus incautos enemigos. Ya en su primera misión, tras pasar por un adiestramiento enloquecedor, Domenika tendrá que seducir a Nate Nash (Joel Edgerton), un agente de la CIA, y a partir de ahí la acción emprenderá un rumbo dramático y ominoso. Más aún.

La película se basa en una novela publicada en 2013 por Jason Matthews aprovechando sus recuerdos de cuando trabajaba, precisamente, para la CIA. El hecho de ser la primera de una trilogía, continuada con Palace of Treason y The Kremlin’s Candidate, puede haber redundado en que los productores le vieran más atractivo comercial del que ofrecía a simple vista una trama de espionaje desarrollada mayormente en despachos, y nunca en laboratorios subterráneos donde científicos locos obsequiaran al funcionario de turno con gadgets. Pese a este hándicap, Gorrión rojo cuenta con un punto de partida bastante potente, localizado en la misma idea de un ejército de mujeres cuyo objetivo es atraer y destruir a los hombres, cegados por el deseo y la lujuria. Esto es, un cuerpo armado de femmes fatales que ya habíamos atisbado en los Ángeles de la Muerte de 007 al servicio secreto de Su Majestad (1969) o a través de su trasunto paródico, los fembots de la primera Austin Powers (1997).

En la película de Francis Lawrence, pues, asistimos a una puesta al día, profesional y militarizada, de uno de los tropos más veteranos y hediondos de la cultura popular: esa mujer fatal ante cuyos pies el protagonista cae rendido y asiste estólido a la perdición. Poco se puede decir sobre esta figura arquetípica, preexistente al cine, que no se haya dicho ya. Su configuración, siempre articulada en torno a la mirada masculina y abrazando una hipersexualización que se remonta a siglos antes de Sharon Stone, Demi Moore o Kathleen Turner, ha sabido evolucionar y reinventarse al tiempo que lo hacía la sociedad, pero no necesariamente en su misma dirección.

De hecho, como síntoma elocuente de esta misoginia, la (probable) primera femme fatale del celuloide aparecía muerta nada más desplegarse la trama de Rebeca (1940), para anticipar una década, la del esplendor del noir, llena de mujeres posesivas (Que el cielo la juzgue, 1945), mujeres que planeaban la muerte de sus maridos (Perdición -1944- y La dama de Shanghái -1947), mujeres de gángsters (Forajidos, 1946) e incluso mujeres que aparecían siendo agredidas en el mismo cartel de la película, como es el caso de Demasiado tarde para las lágrimas (1949).

Demasiado Tarde para las Lágrimas

Demasiado tarde para las lágrimas

La misión de estas vampiresas estaba clara, aunque no tuvieran detrás un organismo burocrático que dictara la orden: seducir al macho, enloquecerlo, manipularlo y conseguir que sirvieran a sus propósitos, para una vez descubierta la trampa ser ajusticiadas sin piedad. Llegado este punto, normalmente el de mayor calado emocional en el cine noir, los espectadores podían respirar tranquilos y despachar una suerte de final feliz. En Gorrión rojo, obviamente, la cosa no es tan sencilla, pero antes de llegar a un punto en el que la femme fatale se convirtiera en propiedad del Estado, el género tendría que pasar por una larga lista de perversiones y puestas a punto. Hablamos del neonoir, pero sobre todo hablamos de la continuación más lógica a esta exposición de la amenaza femenina: el thriller erótico que, gracias a la loca década de los ochenta y a un par de pajilleros listillos, empezó a perfilarse.

Los años antes del boom

A lo largo de su historia canónica, la femme fatale se había caracterizado por su pérfida inteligencia y una total entereza la hora de cometer tropelías, sólo quebrada una vez descubierta la verdadera naturaleza de sus acciones. La pasión no suponía una prioridad para ellas, ni el follar un fin en sí mismo, sólo un medio para alcanzar sus verdaderos objetivos.

Glenn Close en Atracción fatal

Glenn Close en Atracción fatal

Esto cambiaría paulatinamente. A raíz de la segunda ola del feminismo y la incorporación de la mujer al lugar del trabajo se constató que los hombres podían no ser necesarios para la consecución del poder y el dinero —que era lo que siempre había guiado a la femme fatale clásica—, y esto condujo a que la vertiente más combativa del cine noir quedara instantáneamente anticuada. Era necesaria una reformulación, y una que, por supuesto, garantizara que el motor seguiría siendo el deseo, y las mujeres el elemento disruptor de la trama. Así es como surgieron las mujeres fatales apasionadas de los años ochenta, que encontraban nuevas formas, más intensas, de poner en apuros a los varones.

Juntando esta nueva sensibilidad con la impresión consuetudinaria, cine europeo mediante —pasaban los años y aún se seguía hablando de El último tango en París (1972)—, de que un enfoque más guarrindongo podía vender mucho más, ya teníamos el campo abonado para que viniera un tipo llamado Adrian Lyne y reventara las taquillas, primero con 9 semanas y media ,(1986) y después con Atracción fatal. Esta última, estrenada por 1987, es el precedente directo del thriller erótico noventero cuyo regreso tan festivamente se está preconizando a raíz de Gorrión rojo, y supone el ejemplo más claro de la psicosis masculina de aquella década. No es sólo que Alex Forrest (Glenn Close) sea una mujer con trabajo estable y un apetito sexual que Dan (Michael Douglas, A.K.A. el Eterno Hombre Cachondo) parece saciar convenientemente; es que además el guión se ve en la necesidad de subrayar con colores chillones su dualidad con Beth (Anne Archer), la esposa engañada que es ama de casa, se encoge de hombros cuando su marido acude a la cama sediento de coitos y se la encuentra acompañada de los hijos y el perro, y ha de ajusticiar personalmente al pendón destrozahogares. Y que está cuerda, claro. Luego la película acaba con un plano fijo, y culpable, del retrato de la familia feliz. Porque por qué no.

Es bastante llamativo cómo, en su afán por salvaguardar el sistema familiar tradicional, Atracción fatal —que no hay que olvidar que, paralelo a su fulminante paso por la taquilla, tuvo unas críticas excelentes que la propulsaron a los Oscar— no sólo fija al sexo fuera del matrimonio como pecado, sino también al sexo en sí. Acaba teniendo bastante gracia al hilo de lo irresistiblemente exagerado que deviene el film de Adrian Lyne, pero también, y sobre todo, si tenemos en cuenta la nutrida producción de películas cortadas por patrones similares que daría a luz, propulsando definitivamente este nuevo cine negro de tetas y culos al éxito comercial.

Pero claro, fue la década de las contradicciones. Iniciada con la llegada de Kathleen Turner al estrellato gracias a Fuego en el cuerpo (1981) y Tras el corazón verde (1984) —donde también salía Michael Douglas—, dicha actriz estadounidense protagonizó una de las desviaciones más curiosas del tropo, al interpretar en El honor de los Prizzi (1985) a una asesina a sueldo que, por vez primera, no sólo tenía que utilizar el sexo para someter a un hombre. Los rasgos más básicos de las femme fatale, en efecto, iban difuminándose, y su denominación de origen cada vez sonaba más anticuada. Por ello, en plena fiebre de los nuevos sex-thrillers, Jessica Rabbit ironizó con todos los clichés habidos y por haber en ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (1988). Ya sabéis, con lo del “No soy mala, es que me han dibujado así”. Y ya era hora de superar este dibujo. Joe Estzerhas, un tipo aún más impresentable que Adrian Lyne, tenía la respuesta.

Jessica Rabbit

Jessica Rabbit

El esplendor, y la automática decadencia

Resulta sintomático que la película clave de este subgénero diera cuenta, paralelamente, de su inevitable obsolescencia. Cuando Estzerhas, que venía de escribir Flashdance (1983), decidió ponerse con Instinto básico, tenía bien presente que Atracción fatal había hallado un filón a la hora de enfrentar a los espectadores masculinos con sus tentaciones y sus “y si”, pero también sabía que el tufo a moralina que había detrás resultaba más ridículo a cada año que pasaba. En Instinto básico, las mujeres seguirían siendo apasionadas, pero no serían castigadas por ello. Sobre todo, porque ahora el interés radicaría en colocar al hombre afrontando que, tras su pérdida de poder en los ochenta, ni siquiera seguía siendo necesario en la consecución del placer sexual de las mujeres. Michael Douglas volvió a personificar esta pesadilla masculina, en lo que supondría el mayor acierto de cásting del film si no fuera, claro, por Sharon Stone.

Instinto básico

Instinto básico

Instinto básico, formidable éxito de taquilla y clásico del cine por méritos propios, antecedería en un año a la nueva propuesta picantona de Lyne, Una proposición indecente, donde ya pocos pudieron soslayar que Demi Moore, por mucho que creyera tener voz y voto en ese trato tan célebre, sólo era mercancía con la que negociar. De forma algo más celebrada, Instinto básico antecedió a toda una serie de copias queriendo replicar sus ingredientes, y fallando en su mayoría por algo tan simple como que no estaban dirigidas por Paul Verhoeven: ninguna conseguía ser tan autoconsciente y cínica como la obra fundacional.

Tras la delirante El color de la noche (1994) y Acoso (1994) —un film que visto hoy también es una auténtica locura—, el sex-thriller alcanzó una especie de punto de inflexión en 1996, año en que se estrenaron Striptease, Showgirls y Lazos ardientes. Las dos primeras certificaron la caída en la irrelevancia de los pilares del subgénero —por un lado, Joe Estzerhas y Paul Verhoeven; por otro, Demi Moore—; la tercera, directamente, prescindía del hombre como sujeto sexual, reducido a un cornudo, César (Joe Pantoliano), que asiste al amor entre Violet (Jennifer Tilly) y Corky (Gina Gershon) sin hacer mucho más aparte de disparar a las personas que no debe.

Lazos ardientes

Lazos ardientes

Verhoeven, en su condición de máximo trol sobre la Tierra (y eminente viejo verde), había comprendido antes que nadie que lo iniciado por Atracción fatal sólo era una bola de nieve y mierda, revestida, eso sí, por una cinematografía sofisticada. Por ello, antes de que el sex-thriller iniciara una eventual hibridación con las intrigas domésticas, los dramas judiciales y las películas de adolescentes, había decidido cargarse nada menos que eso, el propio thriller, y en Instinto básico había puesto a punto una monumental farsa donde hacía básicamente lo que siempre ha hecho: reírse de los espectadores. Esta vez, poniendo muchas cortinas lánguidas, haciendo que la supuesta “mujer decente” de la historia (la psicóloga interpretada por Jeanne Tripplehorn) estuviera colada también por la “mujer disruptora”, y, sobre todo, rodando una cantidad ingente de planos de manos buscando un picahielos bajo la almohada. Y, aún así, se rodaron como trescientos thrillers eróticos. Sólo en los años noventa.

Entretanto, Verhoeven volvió a Europa, Lyne lanzó su canto de cisne con Infiel  (2002), Stanley Kubrick dijo todo lo que había que decir sobre el sexo y la culpa en Eyes Wide Shut (1999), y la sociedad siguió avanzando. Hasta llegar a nuestros días.

Por qué es tan complicado todo

Contemplar la década de los noventa en retrospectiva, y concretamente el fenómeno del sex-trhiller, resulta cada vez más problemático. Al margen de las recientes declaraciones de Sharon Stone, no hace falta ser muy avispado para comprender que aquellos años en los que el cine pareció valorar la asunción del placer femenino, con hombres o sin ellos, sólo se redujo a eso, a un par de películas. A responder a los intereses e inquietudes del público, durante unos meses. Por eso, poco antes de que ese público se mostrara atónito ante el descaro de Catherine Trammell, la propia Stone había batallado con Verhoeven para que quitara la escena del cruce de piernas, ya que durante el rodaje le había asegurado que “no se vería nada”. Y claro, sus esfuerzos habían sido inútiles. Sólo había atinado, como todas aquellas mujeres noir, a darle una bofetada.

Hollywood no ha cambiado desde entonces, pero los esfuerzos para que lo haga de una maldita vez son más enconados que nunca. Y en ese sentido, no parece muy apropiado celebrar el estreno de Gorrión rojo como un regreso a los “desprejuiciados” años noventa, libres del influjo de la “corrección política”, y a un thriller erótico en el que un posible reclamo sean las escenas subidas de tono de una actriz de prestigio. De hecho, es bastante irresponsable, pero centrándonos en su propuesta puramente cinematográfica quizá tenga cierto interés, en la época del #MeToo y el #TimesUp, una narrativa en la que las mujeres protagonistas se aprovechen de su propia sexualización. El único problema es que, bueno, lo hacen porque otros hombres le están diciendo que lo hagan, y porque un Estado entero —nada menos que Rusia— exige que lo hagan.

Gorrión Rojo

El que se demonice esta situación, colocando a Rusia como un país terrible que prostituye a sus ciudadanas atendiendo al interés nacional, no atina a suavizar la problemática lectura sociopolítica de Gorrión rojo, donde los EE.UU., además, vuelven a ser los salvadores de la función. Da igual que la adaptación de la novela de Matthews haya querido dar preponderancia al personaje de Domenika Egórova y otorgarle un final bastante más digno; al final, lo que queda de Gorrión rojo es una película donde el noventa por ciento del reparto anglosajón se ve en la tesitura de imitar el acento ruso como buenamente pueda —esto es, mal—, y que tiene el arrojo de ambientar la historia en un tiempo indeterminado, parecido a la actualidad pero lleno de cosas que chirrían, como los todopoderosos disquettes.

Tanto la rusofobia como la remodelación del papel de la mujer en las tramas de espionaje que esgrime la película de Lawrence encuentran un precedente desafiante en otro film estrenado hace escasos meses. Atómica, dirigida por David Leitch, sí se ambientaba abiertamente en la Guerra Fría, con el Muro de Berlín a punto de caramelo, y se reía en la cara de la femme fatale. Ahora, el que metía en problemas al personaje principal era un tipo tan adorable como James McAvoy, y la mujer del relato conseguía sus objetivos gracias al físico, sí, pero gloriosamente invertido en el justo reparto de tiros y hostias. Charlize Theron se había quedado con ganas de más tras Mad Max: Fury Road (2015), y con su Lorraine Broughton se vengaba de todos esos años de vampiresas, viudas negras y mujeres destinadas a morir sólo por atreverse a querer más. Los lamentos de Jessica Rabbit, de este modo, se convertían en tortazos, y sólo había tiempo para el sexo cuando Sofia Boutella le proponía que descansara un ratito de la misión, que hacía fresco.

Pero nada de esto nos dice si Gorrión rojo está bien o qué. La respuesta es que no demasiado.

Para esto ha quedado el morbo

La película de Francis Lawrence plantea un escenario en el que el sexo vuelve a ser un medio; la herramienta que los Gorriones han de emplear para conseguir sus objetivos, de forma diligente y sin que medie emoción alguna. Una carencia de emoción o pasión que se pasa lo alumbrado en los ochenta y los noventa por el forro, e impregna toda la película. Sorprenden por su crudeza los minutos dedicados a la escuela de los Gorriones, donde se persigue que éstos dejen de considerar suyos sus cuerpos, y el placer se convierta en algo totalmente intrascendente. Y sorprende finalmente, más que los desnudos y las torturas, que una película de dos horas y veinte minutos, con un ritmo enormemente parsimonioso y un segundo acto de duración también intolerable, se revista de cine mainstream y pretenda arrasar en las taquillas.

Gorrión Rojo

El único modo de justificar el suicidio financiero, más allá de apuntalar una trama innecesariamente embrollada, son las concesiones a la brocha gorda que Gorrión rojo se permite cercano el desenlace, cuando demuestra que en realidad no respetaba tanto al público, y que de hecho ha sido éste de las pocas cosas que no ha querido o no ha podido tomarse en serio. Porque Gorrión rojo es seria, y ésa debería ser la prueba final de que con los thrillers noventeros no tiene nada en común más allá del morbo como bomba promocional: no hay asomo de melodramatismo, ni de salseo, ni de ese espíritu lúdico que incluso Atracción fatal, en su manifiesto neurótico contra las mujeres independientes, poseía en la mayor parte de sus tramos. Todo se lo traga la solemnidad, y la tragedia de esa bailarina rusa llamada Domenika Egórova.

No obstante, Gorrión rojo acierta —probablemente de forma involuntaria— al exponer el hastío hacia el que se ha visto inevitablemente abocada una forma de entender la ficción. Una en la que las mujeres se definen exclusivamente por los hombres y las relaciones sexuales que con ellos mantienen, y que lleva ya tiempo agonizando. Quizá, quién sabe, hacer que esas relaciones pasen a ser propiedad del Estado haya sido el golpe de gracia que necesitaba la femme fatale.

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