La Isla de los Cabrones. Llegamos cerrando los ojos y dejando correr nuestra mente. Tiene la apariencia de una gran ciudad sumida en una tormenta de millares de espejos rotos que contienen el reflejo perpetuado de las fechorías que has admirado en la sala oscura, de tus emociones y de las de tus antepasados proyectadas en ellos, donde se repiten eternamente gravitando gracias a la fuerza de tu fantasía. Todos tenemos nuestra isla. El crimen vive en nosotros, donde el Código Hays y el macartismo no tienen jurisdicción. Vas a toparte con algunos de los villanos que hicieron de las suyas, por ejemplo, en Hollywood entre 1945 y 1955, a medio camino entre dos décadas prodigiosas.
La penetrante calina perturbada esporádicamente por el paso de algún sedán debe llegar de los muelles. Hace frío. Buena idea, entra en algún bar a tomarte algo. A lo mejor puedes invitar a una copa a la chica que fuma en la otra punta de la barra; estáis solos. Ella se acercaría a ti sin quitarte la mirada de encima, se sentaría a tu lado, te preguntaría qué tomas y seguiría mirándote como nunca te ha mirado ninguna mujer. Es una de esas chicas que podrían viajar de costa a costa haciendo autoestop sin que nadie la tocase, pobre de quien lo intentara. No te la podrás quitar de encima. Te hará pedazos. No te quejes, es ella o tú. El mundo es duro.
Así es Vera. Sabe cómo son los hombres, por eso te echa el lazo y toma el control. Puede hacerlo contigo; eres ese tipo de tío. Vera es la mejor villana que te puedes permitir. Si ve una oportunidad para hacer pasta e ir en busca de algo mejor hará contigo lo que sea necesario para conseguirlo. No te dejas engañar por cualquier zorra, piensas. La odias porque te hace ver lo mierda que eres. Lo llevas en la frente; eres ese tipo de tío, insisto. Quiérela, pasaréis unas noches juntos hasta que arregléis vuestro embrollo. Después estarás de nuevo solo, más pobre, más desesperado. Ann Savage manifestó en su vejez que fue el mejor papel que tuvo la suerte de interpretar, el de Vera en Detour (1945). El mentecato de turno fue Tom Neal, un actor que acabó con sus huesos en la cárcel por matar –accidentalmente, por supuesto– a su mujer con un arma del calibre .45, precisamente. Su final se parece demasiado al de su personaje, Al Roberts. Un pobre diablo dentro y fuera de la sala de cine.

‘Detour’ (1945)
Tras pasar la noche al raso y en la cuneta echas a andar, es una bonita mañana en medio de ninguna parte. Llegas a la plaza de una agradable aldea de Nueva Inglaterra, pongamos que se llama Harper. Te sientas en un banco a ver pasar el tiempo. Fíjate en el que baja del bus, o en ese otro que se mete en la tienda de ultramarinos. Aquí todos parecen respetables, razonablemente felices con su vida de clase media. Atento, míralo con su traje bien planchado y su maletín. Podría ser un profesor educado, amable, culto, a punto de casarse con una buena mujer, aburrida pero buena, su padre sería una eminencia local. Es un hombre admirado y respetado en la comunidad con fijación por los relojes antiguos. Se llama Charles Rankin. No, su nombre real es Franz Kindler y es un criminal nazi en busca y captura. Continúa sin ser su auténtico nombre. Se trata de un maquiavélico Orson Welles en El extraño (1946), dirigida por él mismo.
Nada mejor que una agradable comunidad para desvincularse de los horrores que han estremecido al mundo y desaparecer hasta que comience la nueva era. Hasta ese momento queda mucho por hacer. El mal se inocula desde los atriles, en las reuniones familiares, durante la misa del domingo. Se encuentra sentado a nuestra mesa saboteando sibilinamente el sueño americano. Orson Welles lo interpreta con ligereza y diversión. Su sangre fría no se mezcla con el caldo imperturbable que corre por las venas del señor Wilson (Edward G. Robinson), el funcionario demasiado acostumbrado a la perversidad encargado de atraparlo y también aficionado a los artilugios que cuentan el tiempo sin conseguirlo del todo. Kindler no es un villano americano, podrías reprochar. Es el perfecto villano americano, sin duda.

‘El extraño’ (1946)
El sobado periódico olvidado que está a tu lado te saluda con noticias que ya han pasado a la historia. Ábrelo, esa página nos vale. Mira ese titular, tiene buena pinta.
El clan de las tres «Y»
UDO, TOMMY: El animal salvaje en la jungla de asfalto. La amenaza silenciosa que se cierne sobre el asediado Nick Bianco (Victor Mature), el cebo elegido por la justicia para atraparlo. Un joker reconocible por una insoportable, inhumana y heladora risa de hiena. Te mira y calcula si le vale la pena dejarse llevar por los instintos o esperar un poco más para que el orgasmo sea más intenso, todo depende de lo que le ofrezcas. El mal lo alimenta, permanecer a su lado es peligroso aunque esté de excelente humor y te invite a champán. Es un psicópata profundamente rencoroso, degustador de venganzas si se siente traicionado. Se ensaña con los más débiles por pura diversión; sus favoritos son los más desvalidos. El siempre inquietante Richard Widmark debutó con este demonio que sobrevuela las cabezas de los inocentes mientras Nueva York duerme en El beso de la muerte (1947).

‘El beso de la muerte’ (1947)
ROCCO, JOHNNY: ¡Yo convertí este país en lo que es ahora, América me lo debe todo! El respeto. El respeto no se enseña en las escuelas. He hecho favores, muchos, a gente que luego no se ha acordado de mí. ¡Yo, que los coloqué donde están, que los hice ricos a todos! Fui grande. El más grande. La gente me respetaba. Si Rocco hablaba, todos callaban. Pase, señor Rocco. ¿Otra copa, señor Rocco? ¡Respeto! Yo levanté este país. Johnny Rocco, inspirado en Lucky Luciano, con sus propias y ficticias palabras. Llegó el huracán que va en albornoz de seda y fuma habanos dispuesto a hacer temblar los cimientos del Hotel Largo. Ha regresado del exilio para recuperar el trono. Es el Rey. El gánster del cine. Edward G. Robinson, el villano oficial de la Warner Bros., interpretó en Cayo Largo (1948) la versión desencantada y crepuscular de su Rico Bandello de Hampa dorada (1931), el papel que lo encumbró al estrellato.

‘Cayo Largo’ (1948)
JARRETT, CODY: Bajito, con voz de personaje de dibujos animados, cuando ríe su cara risueña es la de un niño aguantándose las ganas de abrir regalos. Un niño solitario. Para conseguir esos regalos liquidará a quien tenga por delante; es de gatillo fácil y muy suspicaz. Los momentos de calma los vive en compañía de su madre, aún más calculadora que él; son inseparables. Es la guía, la consejera, la previsora. Toda una socia. Su niño es el mejor de todos y tiene que auparlo a la cima del mundo. Cody tiene un punto débil: es neurasténico. Durante sus crisis se vuelve tan vulnerable como imprevisible. Te ganas su confianza si eres capaz de aliviarlo en estos trances, haciendo de mamá para él seréis inseparables, iréis a las duras y a las maduras. Tras sus ataques es dócil y agradecido como un niño, pero no engañes a un niño. Puede ponerse Al rojo vivo (1949).

‘Al rojo vivo’ (1949)
Te preguntas quién firma esta porquería. Charles Tatum, pone. El culpable de El gran carnaval (1950) tiene los rasgos de un salvaje Kirk Douglas. Hay muchos Tatum sueltos. Un periodista con olfato para las buenas historias y de instinto asesino, como los buenos depredadores. La realidad y la verdad no interesan a nadie; lo sabe bien. Él va en busca del material que remueva las entrañas, que te acompañe en el insomnio, que te haga bajar a las cloacas sin oler a mierda después; es lo que queremos. Los hechos son algo maleable que siempre se puede mejorar. Las víctimas, inocentes o no, son marionetas a las que se les puede dar un buen final. Sabe que somos entes de ficción y como tales nos manipula, escoge cuidadosamente cuándo provocar un giro para aumentar las ventas del periodicucho de turno. Decide quién de nosotros es héroe y quién malvado, nos hace el favor de indicarnos qué tenemos que opinar los unos de los otros. Chuck es tan bueno que deberían pagarle mil dólares al día.

‘El gran carnaval’ (1950)
Está claro que no puedes confiar en nada ni en nadie; alguien debería hacer justicia. El detective Mark Dixon –interpretado por la casi estrella Dana Andrews– se ha ganado un buen puñado de denuncias por sus expeditivos métodos. No ha conseguido ganarse un respeto como detective, lo siguen viendo como el hijo de aquel antiguo delincuente conocido por todos. Dixon quiso huir de la sombra de su padre uniéndose al cuerpo de la ley. Un puñetazo más y volverá a ponerse el uniforme o algo peor. Si le dan tendrá que devolverla y el último que golpea es el que lleva razón. Cometerá un error y luego otro más. Y tras ése meterá la pata de nuevo. Mark quiere encerrar a un criminal y con ello fulminar el recuerdo de su padre. Involucrará a gente inocente, engañará y traicionará. Con estas artimañas se sentirá extrañamente cómodo, por fin abrazará su yo bellaco. Si bien lleva razón no creo que mire por nosotros, amigo. Los justicieros quieren justicia para sus asuntos y éstos son privados. Quiere ser un poli bueno de verdad que pueda sentirse orgulloso de llevar su placa, no un delincuente reprimido que la use como ariete. La última frontera se encuentra donde acaba la acera, Al borde del peligro (1950).

‘Al borde del peligro’ (1950).
El mundo ahí fuera es difícil. Yo a lo mío, dices. Una vida de lombriz tranquila, silenciosa, sin molestar y sin que me molesten. Buscaste un trabajo digno y ahora haces lo mismo todos los días sin meterte en líos. Eres repartidor, te pasas la jornada entregando inofensivas y delicadas flores por aquí y por allá en tu furgoneta Chevrolet. Va bien para ti. El problema es que es un trabajo demasiado simple, poco importante, a nadie le importan las flores. Eres el señuelo perfecto.
El gran hombre necesita a tres profesionales para un buen trabajo. Elige a los más jodidos, los que andan con la poli en los talones y no pueden permitirse lujos. El cerebro lo tiene todo planeado, formas parte del trabajo y te toca la peor parte: pagar el pato. Eres El cuarto hombre (1952). No te enfrentas a uno, tenemos a tres sin contar al cabecilla, demasiado lejos, demasiado arriba. Te las tendrás que ver con este trío de ases, los tienes frente a ti en la mesa de juego. Las cartas están repartidas. El que tiene un perfil más afilado y mirada de guepardo se llama Tony Romano, registrado como Lee Van Cleef, le gusta colar el dinero en escotes de mujeres, es rápido y traicionero. El grandote de jeta estreñida que no para de mascar chicle se llama Boyd Kane, conocido también como Neville Brand, tan repulsivo como parco en palabras. A las serpientes les gusta mascar chicle. El último, el que no para de sudar y tiene mirada de rata encajonada es el maltrecho Pete Harris; responde al nombre de Jack Elam. Adicto a los dados, tiembla como un flan cuando no tiene la suerte de su parte. Los tres son brutales y les pierde la codicia, esperan su recompensa, tú la tuya. Son un poco idiotas, demasiado obedientes, demasiado enganchados al dinero. Especializados en tareas viles, estas tres magníficas fachas esculpidas a golpes y cuchilladas facturaron más de cuatrocientas películas.

‘El cuarto hombre’ (1952)
Celebras que te has librado de ellos en un buen antro, el favorito de Vince Stone. No es tan tosco, tan primitivo, sí más cruel. Vanidoso y fanfarrón, le gustan los buenos trajes, las suites y el juego. Procura tener una mujer cerca de la que disponer cuando y como quiera. Posee la afición de marcarlas, deformarlas y torturarlas, por eso las elige muy bellas, para él es más fácil domarlas así, sacando a paseo su lado sádico. Si hay polis cerca prefiere pasar desapercibido. En el caso de la bofia, para él lo más higiénico es la eliminación. Su condición de secuaz no le resta puntos para ser más amenazante que su estirado jefe, el mafioso Mike Lagana, que lo utiliza cuando hay que hacer el trabajo sucio mientras él se encarga de la publicidad y de comprar a quien haga falta para seguir escalando posiciones en la ciudad. Le dio voz, sobre todo voz, Lee Marvin en Los sobornados (1952). Imposible borrar de la memoria su enorme sonrisa y su mirada aviesa: un actor prodigioso que se hubiera bastado para imprimir la leyenda de toda una tradición de maldad.

‘Los sobornados’ (1952)
Has decidido no volver a pisar ese tugurio para no cruzarte de nuevo con él. No soportarías ver cómo atiza a otra chica. No soportarías no volver a hacer nada. Cae la noche; no te has dado cuenta. Cuántas imágenes han desfilado frente a tus retinas. Te encaminas a la estación. Vamos a un lugar más tranquilo; aquí todo está podrido. Bájate en la última parada, sea la de la población que sea. Pronto todas las caras te serán familiares y podrás llevar una vida sencilla. Suddenly, nombre extraño para un pueblo.
Todo podría ser perfecto. Un hogar con televisión, una mujer cariñosa y un hijo que soñase con ser sheriff de mayor. Llaman a la puerta, es el FBI, tienen que hacer unas preguntas. Perfecto, que pasen, en esta casa no tenemos nada que ocultar. ¡Y con él llegó el estilo! Frank Sinatra, John Baron, es un encantador homicida encargado de matar al presidente de los Estados Unidos. Es peor que ser comunista. Revela el plan maestro: desde la ventana de tu salón tiene el ángulo perfecto con su fusil de precisión alemán para acabar con él en cuanto baje del tren que llegará inminentemente para una visita secreta. Baron sólo respeta las armas. Es un mercenario que se jacta de no tener sentimientos; él no es débil. Contemplar a Sinatra paseándose por la casa fumando y tomando pastel mientras espera a que llegue la hora para volarle la cabeza al hombre más importante del mundo ante la mirada impotente de una humilde familia secuestrada es tan hilarante como cautivador. Te escandalizan a la par que te resultan memorables sus monólogos sobre el respeto y el poder que infunden las armas y los enfrentamientos dialécticos con otra eminencia, el sheriff Sterling Hayden, el hombre pétreo con expresión boba de movimientos recios como los de un Peterbilt. El orgulloso sentimiento nacional contra el individualismo sociópata. Repentinamente (1954) demuestra que todo buen yanqui lleva a un presidente de la nación en su interior.

‘Repentinamente’ (1954)
Tu pareja duerme profundamente en su lado de la cama, la luz intenta traspasar las persianas. Sientes cierta melancolía por la oscuridad vulnerada de tu cuarto; fuera los pájaros empiezan a cantar. Te diriges al salón y por un momento crees que es la primera vez que entras allí. Te hundes en la silla del escritorio, te frotas los ojos y golpeas una tecla. La pantalla se enciende y empiezas a leer.
En los cincuenta el cine negro empezaba a formar parte de otra época, las sombras clavadas en las paredes de los hediondos pisos francos, de las calles solitarias, se iban haciendo cada vez más pequeñas. La televisión está ganando terreno a la pantalla de cine, contraataca haciéndose más ancha y llenándose de colores. Los tipos duros ven el vaso medio lleno y armados de su proverbial ética agarran el sombrero y se mudan a un decorado que les ofrezca nuevas oportunidades de negocio.
En La casa de bambú (1955) Robert Ryan interpreta a Sandy Dawson, un líder educado, sosegado, formal, serenamente amenazador, tranquilamente peligroso. Sabe imponer su autoridad sin levantar la voz sobre sus chicos. Sandy ha hecho fortuna en el Tokyo renacido tras la guerra con las muy lucrativas casas de juego que controla auspiciado por el intrusismo de EE.UU. Junto a su banda prepara golpes de altura con la precisión de un comando; Sandy es un profesional. Un general preocupado por sus soldados a los que procura que nunca les falte un buen traje, una sumisa esposa y una buena fiesta. Si durante el trabajo alguien sale herido sus compañeros lo eliminan. Un hombre que consigue sobrevivir con una bala dentro habla; es así. Los hombres somos débiles y Sandy lo sabe, nunca se equivoca.

‘La casa de bambú’ (1955)
El general Dawson congrega a sus hombres a menudo, siguiendo su particular método socrático de aleccionamiento tranquiliza a los nerviosos, da vacaciones a los susceptibles de perder el control y si eres nuevo y la cagas te da una segunda oportunidad. Cuando hay problemas sabe cómo actuar y lo hace rápido, sin vacilaciones, asegurándose de que no te conviertas en un prisionero de guerra y delates a los tuyos en una confesión entre estertores. ¿Estás con él? Hay que saber ser un villano si quieres jugar a lo grande.
Lo bueno se acaba. Prepárate, en un rato estarás en la oficina sabiendo exactamente qué va a ser de tu vida hasta que vuelvas a la cama y, si tienes suerte y todavía te queda algo dentro, visites tu isla.
Decálogo villano
1945: Vera (Anne Savage) en Detour, de Edgar G. Ulmer. La película más emblemática del director de serie B más enigmático y famoso, el rey del “menos es más”, maestro de la concreción narrativa y ministro de economía –de medios–, capaz de dar identidad a una hora de celuloide rodado en seis días que sigue fascinando setenta años después. Hermosa y trágica.
1946: Charles Rankin / Franz Kindler (Orson Welles) en El extraño, de Orson Welles. El mayor éxito de taquilla del genio de Kenosha, que no suele figurar en las listas oficiales. El material de partida habría dado más de sí disponiendo de más presupuesto y libertad; sin embargo, estamos ante un estimable filme que luce de primera pese a discurrir en velocidad de crucero y sin alardes.
1947: Tommy Udo (Richard Widmark) en El beso de la muerte, de Henry Hathaway. Sin estridencias, excesos ni efectismos, este ecléctico cineasta se toma su tiempo en desarrollar los personajes en el paisaje incomparable de Nueva York y en azorar con mimo el terror que Tommy despierta dentro de nosotros.
1948: Johnny Rocco (Edward G. Robinson) en Cayo Largo, de John Huston: El más duro de los directores duros, responsable de la fundacional El halcón maltés (1941) rodó con su dominio habitual este “psicologista” y sudoroso noir en el que Bogart, héroe a su pesar como no podía ser de otra forma, comparte cartel con un excelente reparto sintonizado a la perfección.
1949: Cody Jarrett (James Cagney) en Al rojo vivo, de Raoul Walsh. Rápida e histérica como un disparo. Muestra detalladamente los novísimos métodos que utilizaba la policía para dar con los malhechores, poderoso instrumento disuasorio para aquéllos fascinados con las tropelías de un James Cagney desatado. Puro espectáculo.
1950: Mark Dixon (Dana Andrews) en Al borde del peligro, de Otto Preminger. Especialista en el género, Preminger fue responsable de uno de los grandes clásicos del mismo, Laura (1944). Esta que nos ocupa es una interesante disquisición sobre la ambigüedad moral y el conflictivo límite entre la justicia y la venganza que cuenta con la misma pareja protagonista, Dana Andrews y Gene Tierney.
1951: Chuck Tatum (Kirk Douglas) en El gran carnaval, de Billy Wilder. La película más acibarada y vehemente del director de Con faldas y a lo loco (1959), una desoladora y pesimista visión del ser humano y del periodista. Un fracaso de taquilla que los académicos recompensaron con la nominación al Óscar al mejor guión.
1952: Tony Romano (Lee Van Cleef), Pete Harris (Jack Elam) y Boyd Kane (Neville Brand) en El cuarto hombre, de Phil Karlson. Cinta emblemática de un director a recuperar, cruda y seminal para el subgénero de atracos. Inteligente uso del suspense y de la acción sin tiempos muertos, trufada de recursos y planos audaces, con dosis certeras de sensualidad y violencia que reivindican su modernidad.
1953: Vince Stone (Lee Marvin) en Los sobornados, de Fritz Lang. Sin contemplaciones, directa a la boca del estómago, de impactante y seductora fisicidad. Glenn Ford encarna a uno de sus personajes más oscuros en esta bajada a los infiernos de la corrupción, la desesperación y los deseos humanos. Destaca una extraordinaria femme fatale corporeizada en Gloria Grahame.
1954: John Baron (Frank Sinatra) en Repentinamente, de Lewis Allen. Una pequeña y claustrofóbica película muy disfrutable. Duelo Sinatra-Hayden en una trama que maneja ágilmente la intriga en su ajustada duración, la cual segrega sin ambages el clima moral y político de los años cincuenta. Creó escuela.
1955: Sandy Dawson (Robert Ryan) en La casa de bambú, de Samuel Fuller. Primera producción estadounidense rodada en Japón tras la Segunda Guerra Mundial, en brillante CinemaScope y ambientada en un exótico y multicolor Tokyo que iniciaba su proceso de americanización. Fuller se preocupa por ilustrar los conflictos culturales y contar una historia de amor “japo-americana” de vocación conciliadora.
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