Guía de iniciación al manga (VI) – Nouvelle manga, o una historia del chovinismo occidental

¿Existe algo así como una new wave del manga? Si le preguntamos a Frédéric Boilet, absolutamente. A eso dedicaremos la sexta entrega de nuestra Guía de iniciación al manga. Al nouvelle manga. A sus características, sus integrantes y, muy especialmente, a por qué en el fondo no es nada más que una clasificación perniciosa.

El manga no siempre ha tenido la misma forma. Disperso antes de Osamu Tezuka, cobrando forma más cartoon a raíz de él y dispersándose de nuevo hacia terrenos más estilizados en el gekiga, retomando el marcado toque femenino que tenía en su origen por parte de la Generación del 24 y haciendo evolucionar el estilo de Tezuka a través de revistas como la Shōnen Jump, el manga no ha parado de evolucionar en ningún momento. Aún hoy lo sigue haciendo. Pero, históricamente, se ha puesto una línea clara en donde acaba el manga clásico y dónde empieza el manga moderno.




Esa línea es lo que Frédéric Boilet, apropiándose de las palabras de Kiyoshi Kusumi, definiría como nouvelle manga.

Nouvelle manga y otros ejemplos de chovinismo

‘La espinaca de Yukiko’, de Frédéric Boilet

Siempre según Boilet, ¿qué define al nouvelle manga? La influencia del cine europeo, el estilo de dibujo de la bande dessinée francobelga y el interés en contar historias de la vida cotidiana por encima de cualquier acercamiento de género. Y si bien es cierto para definir el estilo del propio Boilet -quien no es japonés pero sí ha trabajado para la industria japonesa-, resulta bastante inadecuado para denominar a todos los demás artistas que, por una u otra razón, se han alineado dentro de esa corriente. Porque ya sea por razones temporales o técnicas, esas influencias europeas son mucho más difusas de lo que pretende hacer entender.

Haciendo breve una historia bastante larga, la influencia del cine europeo -onde por «cine europeo» quieren decir «francés» y por «francés» más bien «Jean-Luc Godard«- en realidad provendría de directores de la nueva ola japonesa, o nuberu bagu, como Nagisa Oshima, Hiroshi Teshigahara o Seijun Suzuki, quienes pondrían el cine japonés en el punto de mira del mundo entero. Del mismo modo, la influencia de la bande dessinée se resumiría en la influencia de Métal Hurlant en general y Moebius en particular. Y, mutatis mutandis, ese hipotético mayor énfasis en la vida cotidiana es algo muy anterior, ya presente en los sesenta a través del surgimiento del gekiga, pero prácticamente ausente en unos autores que no hacían distinción alguna entre obras mal llamadas realistas y obras de género.

¿Qué tienen en común entonces esos autores que Boilet agrupa a su lado, aunque no tengan nada que ver con él? Un marcado interés por el surrealismo y lo onírico, la deconstrucción -teoría filosófica de Jacques Derrida extremadamente popular en el Japón de los ochenta-, la ciencia-ficción y una aclamación crítica relativamente unánime. Es decir, nada ni cerca de lo que Boilet transmitió en occidente.

‘Showa: A History of Japan’, de Shigeru Mizuki

Debido a todo lo anterior vemos absurdo llamar nouvelle manga a los autores de los que vamos a hablar. Podríamos llamarlos nuberu bagu, sucesores del gekiga o herederos de Shigeru Mizuki. Todas esas acepciones serían más acertadas. De la nuberu bagu heredarían lo etéreo y el gusto por el transfondo filosófico, del gekiga (o del seinen en general) el enfoque más punzante y de Mizuki la obsesión por los fondos detallados y los contrastes del dibujo según lo exija la propia narrativa. Porque, mal que nos pese, es cierto que existe cierta tradición subyacente entre un puñado de autores del que él quiso encabezarse aprovechando que el Arakawa pasa por Tokio.

Por eso no lo llamaremos nouvelle manga, pero tendremos en cuenta que hay un linaje entre estos autores. No alguna clase de género, clasificación o tendencia. Sólo influencia mutua, ecos y que, mal que nos pese, no ha habido oportunidad de hablar de ellos con la extensión que se merecían cuando hablamos sobre seinen. Ahora bien, ¿no hay nada más que los una? Pues sí: una clara aclamación crítica, especialmente en occidente, a causa de su estilo de dibujo considerado (erroneamente) poco japonés. Porque en occidente antes muertos que no considerar que si algo es bueno es porque tiene que ser occidental.

Pero vayamos al grano. Viajemos treinta años atrás para conocer a Katsuhiro Ōtomo y Daisuke Igarashi.

Un maestro contemporáneo: Katsuhiro Ōtomo

‘Akira’, de Katsuhiro Ōtomo

Katsuhiro Ōtomo es bien conocido en occidente como director de la película de anime más popular de la historia -con permiso de Your Name-, Akira. Pero si bien ha conseguido ser reconocido en el mundo del cine y la animación como un maestro, será en el mundo del manga donde directamente ha de ser considerado como un visionario.

Comenzando su carrera en 1973 cuando publico una versión de la novela corta Mateo Falcone de Prosper Mérimée bajo el título A Gun Report, sus primeros trabajos resultaban interesantes en términos de dibujo, pero todavía inmaduros e inconsistentes en términos narrativos. Todo eso cambió cuando llegaron los ochenta y publicó Dōmu.

Contándonos lo que en apariencia es la vida cotidiana de un bloque de apartamentos donde hay una epidemia de suicidios, la cual se justificará en el precario estado mental y emocional de sus habitantes -pues entre ellos hay alcohólicos, pederastas y la sensación generalizada de que allí sólo vive quien no se puede permitir vivir en cualquier otra parte-, todo se torcerá definitivamente cuando un viejo senil llamado Chojiro Uchida y una niña llamada Etsuko comiencen una lucha intestina donde lo que es un niño y lo que es un adulto no quedará nunca del todo claro.

‘Dōmu’, de Katsuhiro Ōtomo

Si resaltamos Dōmu es porque aquí ya podemos encontrar todas las claves que definirán el estilo de Ōtomo. Desde su espectacular precisión a la hora de dibujar escenarios enormes y detallados, su particular obsesión con niños y viejos (y niños-viejos), su interés por los personajes con poderes psíquicos y toda la crítica social para nada soterrada que tanto crítica como público parece haber concluido de forma tácita que es mejor obviar. Pero así y con todo, Dōmu no fue más que el prólogo.

En 1982 estalló por fin la bomba. Comenzó la publicación de Akira.

Akira, o el triunfo de la absoluta contemporaneidad

‘Akira’, de Katsuhiro Ōtomo

Akira, el manga que comienza narrando cómo el mismo día en que empezó su publicación se desató la 3ª Guerra Mundial a causa de lo que parecía una explosión nuclear fue, para los japoneses, una obra revolucionaria. Transcurriendo a las puertas de las olimpiadas de Tokio de 2020, el manga nos narra la historia de Tetsuo, un joven que desarrolla poderes psíquicos tras un accidente de moto y por lo cual es secuestrado por el gobierno; Kaneda, su mejor amigo y líder de la banda de moteros que irá en su rescate; y Kei, una terrorista que buscará revelar los mismos secretos que han llevado al gobierno a secuestrar a Tetsuo. Todo acabará girando entorno a Akira, el nombre en clave del proyecto que parece ocultar el secreto detrás de la explosión nuclear acaecida en 1982.

¿Por qué fue revolucionario? Porque si bien no hacía nada que no hubiera sido visto antes, hacía todo mejor. O para ser justos, combinaba un montón de cosas que hasta entonces, en su máxima potencia, sólo se habían visto por separado.

Akira era, en cierto sentido, el paradigma de la época. Logró retratar todas las inquietudes artísticas y existenciales por las que estaba pasando Japón. Combinando la preocupación ante la imparable actividad de las bandas moteras, la creciente precariedad laboral y estudiantil, el rápido crecimiento de las ciudades, el cada vez mayor consumo de drogas y las constantes protestas estudiantiles contra un gobierno demasiado alineado con los intereses militares de EEUU, junto con la pasión desaforada que sentía el país por el futurismo, que por su lado positivo se concreto en el city pop y por el negativo en el cyberpunk, Akira consiguió una enorme popularidad muy rápido porque no hablaba del futuro. Hablaba del presente. Hablaba de tú a tú con los revolucionarios y los conservadores. Revolucionarios, pandilleros y marginados por el capitalismo en general eran interpelados en la misma medida que políticos, yuppies o las gentes de buena familia. Para unos era un retrato de su vida y sus aspiraciones, para los otros era la demostración empírica de la corrupción moral del país. Y en tanto, Ōtomo hacia de todo ello su caballo de Troya para defender sus ideas. No sólo para hacer un retrato de Japón, sino también para reivindicar otro Japón: uno no-nuclear, no dependiente de EEUU y soberano.

‘La Leyenda de Madre Sarah’, de Katsuhiro Ōtomo y Takumi Nagayasu

De hecho fue su éxito fue tal que la mayoría de autores se hubieran retirado satisfechos sabiendo que nunca podrían repetir semejante hazaña. O al menos se hubieran tomado un tiempo de descanso. Pero no Ōtomo. Nada más acabar comenzó otra serie, esta vez sólo como guionista: La Leyenda de Madre Sarah. Con dibujo de Takumi Nagayasu, en este manga nos narra la historia de Sarah, una mujer que abandona los satélites espaciales donde vive ahora la humanidad para descender a la tierra, ahora un erial inhabitable donde sólo quedan los pobres y la chusma de la peor clase, en busca de sus tres hijos. Siguiendo sus mismos intereses, con la misma narrativa precisa y siempre con un ojo en los temas sociales, el dibujo de Nagayasu no desmerece, aunque sea inevitable echar de menos el de Ōtomo.

Si además consideramos que durante el tiempo que estuvo escribiendo la serie escribió al menos otras dos, publicó otra más como autor completo, trabajo para DC haciendo una historia para la antología Batman: Black & White y dirigió varias películas, además de un corto para la inconmensurable antología de anime Memories, podemos entender porqué se le considera una leyenda. Incluso cuando no estaba firmando obras maestras indiscutibles, seguía peleando con todo lo que tenía en el durísimo frente del manga japonés.

Daisuke Igarashi: una vida entre los paisajes y los sueños

‘Los Niños del Mar, de Daisuke Igarashi

Nada de lo anterior implica que Ōtomo fuera una excepción. Como ya hemos señalado, Akira no dejaba de ser la concreción en una única obra de todas las obsesiones del Japón de la época. Pero mientras él hacia Akira, otros autores de su generación y la inmediatamente posterior se volcaban de forma más evidente en la experimentación. En este caso, como ya adelantamos antes, hablamos de Daisuke Igarashi.

Comenzando su carrera en 1993, con influencia manifiesta de Hayao Miyazaki, Igarashi sería más la concreción de ciertos temas y modos particulares de abordar el medio que un cambio brusco en el mismo. Más un catálogo de lo ya existente que algo completamente nuevo.

De estilo etéreo, con toques fantásticos y un interés muy marcado por lo onírico, su primer gran éxito fue Little Forest, un slice of life sobre una chica que decide regresar al pueblo de su infancia para intentar superar unas cuantas malas experiencias. Algo que no sólo la retrotraerá a su infancia, sino que también le recordará quién es y cuál fue la razón para querer regresar.

‘Little Forest’, de Daisuke Igarashi

Con un dibujo menos detallado que el de Ōtomo, aunque igualmente espectacular y con muchísima personalidad, el interés del manga radica en el lento pasar de las estaciones, la belleza de los paisajes y la comida, además de un muy marcado interés por jugar con la composición de página. Saltando entre presente y pasado entre viñetas, haciendo uso constante de planos ambientales para remarcar el estado anímico de los personajes y haciendo del plano detalle y el primerísimo primer plano, prácticamente tabú en el cómic occidental, su herramienta de juego más común, Little Forest podría considerarse un ABC práctico de cómo debe ser compuesto narrativamente un manga que aspire a ser considerado contemporáneo.

En la misma vena podríamos hablar de Children of the Sea, obra que mantiene un delicado equilibrio entre el misterio, la aventura y el slice of life al narrarnos la búsqueda accidental de los misterios que esconde el mar por parte de un par de niños que sólo esperaban poder pasar unas divertidas vacaciones.

Con un énfasis aún mayor en los escenarios, tocando de forma constante el tema de la preservación de los mares y con un despliegue visual mucho más espectacular y cinematográfico, Igarashi demuestra aquí su músculo para darnos una de esas obras que son absolutamente inconcebibles fuera de Japón.

Jiro Taniguchi como retratista del aquí y ahora

‘El caminante’, de Jiro Taniguchi

Del mismo modo, dentro de los padres putativos de estos ecos sin nombre, también cabría hacer un sitio al maestro Jiro Taniguchi. Habiendo firmado más de cuarenta títulos en vida y tras su muerte a la edad de 69 años el 11 de febrero de 2017, el autor de Tottori es el primer mangaka en ser conocido y respetado como autor fuera de las fronteras de Japón. Con perdón del insigne Osamu Tezuka.

¿El motivo? Su trazo delicado, sus paisajes espectaculares y su capacidad para introducir el detalle justo. Nada sobra en su dibujo. Haciendo que no haya más cantidad de negros que la absolutamente imprescindible, aun cuando se decide por diseños intrincados y de delicadísima belleza -es decir, cuando dibuja montañas, playas o su particular obsesión, los árboles-, lo que más llama la atención de sus dibujos es cómo todas las líneas parecen definir un camino secreto que va dando forma al blanco, no al revés. En su dibujo siempre predomina el espacio negativo, lo que no hay, más que la línea, lo que está contenido. Algo que explica también porqué su uso del color es absolutamente espectacular: es imposible entender el funcionamiento del color sin entender primero qué define a su ausencia.

Dado que la obra de Taniguchi es inabarcable en pocas líneas (o párrafos) y es imposible recomendar un único título sobre los demás, nos ceñiremos a nombrar tres obras que demuestran los muy variados intereses del autor: El caminante, una historia sobre un hombre que se permite errar feliz sin rumbo fijo; Los guardianes del Louvre, donde el drama personal se engarza con un viaje por la historia del Louvre; y Crónicas de la era glacial, una historia de ciencia-ficción que recuerda a los clásicos de los ochenta.

Un hombre extraño llamado Taiyō Matsumoto

‘Tekkonkinkreet’, de Taiyō Matsumoto

Hasta aquí llegan los clásicos. Autores que podríamos definir como fundacionales dentro de un estilo de manga obsesionado con la variación del trazo, las posibilidades del diseño de viñeta o de página y la psicología de sus personajes tanto como de la trama. Incluso si no lo son, porque eso ya está ahí desde Tezuka.

En ese sentido, los próximos dos autores que vamos a nombrar no dejan de estar en un punto no del todo definido en el tiempo. Anteriores a Igarashi, pero no exactamente coetáneos de Ōtomo o Taniguchi. Porque cuando hablamos de Taiyō Matsumoto o de Satoshi Kon no sólo hay que hacer un aparte, ponerse en pie y quitarse el sombrero, sino que también es necesario aplaudir, darles las gracias por los servicios prestados y aceptar que hablamos de dos singularidades muy peculiares incluso dentro del manga.

Comenzando su carrera con historias deportivas, Taiyō Matsumoto consiguió tomar al asalto el manga cuando en 1993 publicó tanto una antología de historias cortas, Blue Spring -que tendría una preciosa adaptación al cine de la mano de Toshiaki Toyoda, director de la clásica 9 Souls-, como su primera obra relativamente larga, Tekkonkinkreet, la historia de dos huérfanos, Kuro y Shiro, en sus aventuras por la ciudad de Takaramachi cuando unos yakuzas deciden tirar abajo el barrio en el que viven con fines especulativos. Si a eso sumamos el manga que le daría una popularidad más cercana al mainstream, Ping Pong -adaptado con absoluta maestría al anime por Masaaki Yuasa en 2014, con una magistral banda sonora por parte de Kensuke Ushio-, es fácil ver cuál es el tipo de historias que gustan a Matsumoto: historias de chicos problemáticos que deben aprender por sí mismos y por las malas como adaptarse a un mundo hostil, pero repleto de diversión para cualquiera que sepa cómo encontrarla.

‘Sunny’, de Taiyō Matsumoto

¿Y qué hay de su dibujo? Pues casa perfectamente con la clase de historias que le gustan. Con una línea gruesa, y un gusto exquisito por el detalle y la arquitectura, es una mezcla de estilo aparentemente sencillo (aunque no lo sea en absoluto) junto con un diseño intrincado, complejo e inteligente. Algo que explica también por qué no ha conseguido despegar hasta hace muy poco: parece simple, pero es probablemente el dibujante más complejo de todos los que hemos nombrado hasta ahora en términos de diseño.

En cualquier caso, algo cambió según llegaron la segunda mitad de los 2000’s. A partir de la publicación de Takemitsuzamurai y en aún mayor medida en Sunny, su línea ha ganado en suavidad, rozando lo pictórico en su uso de la luz y el detalle, jugando con pinceladas más largas y precisas además de juegos de planos más cinematográficos y realistas. Un cambio que no desmerece para nada en su estilo, le permite resultar más digerible para el lector común e incluso ha servido para que se adentre con mayor intensidad en composiciones de página más complejas. Se nota especialmente en Sunny, su última obra hasta el momento y, seguramente, la que deberíamos denominar como su obra maestra a día de hoy.

En el caso de Satoshi Kon nos mantendremos más sucintos. Habiendo dedicado gran parte de sus esfuerzos artísticos al campo del anime, siendo allí donde firmó seis obras veneradas de forma absoluta no sin razón, dentro del manga su aportación radicaría especialmente en su interés por la ciencia-ficción y en haber llevado un estilo heredero de Ōtomo a una forma aún más refinada y realista -entendiendo por realista lo que podríamos denominar como las bases pictóricas que se enseñan en Bellas Artes-. Eso no excluye que el único manga que concluyó en vida, Opus, además de sus obras más breves, sean una lectura interesante que arrojan luz sobre la influencia del manga dentro de su obra.

Dos caras de una misma moneda: Kiriko Nananan y Naoki Urasawa

‘Blue’, de Kiriko Nananan

Ya en tiempos más recientes, hay no pocos autores que han heredado las claves de todos estos autores. Es decir, un estilo que podríamos denominar más artístico, interés por la deconstrucción de géneros populares, énfasis en la narrativa y un sello propio. Pero pocos son los que han sido aclamados tanto en su país natal como fuera de él. Y en ese sentido, podríamos decir que no hay dos focos más antagónicos que el tandem que conforman Kiriko Nananan y Naoki Urasawa.

Con Kiriko Nananan, al igual que con Satoshi Kon, no nos extenderemos. A fin de cuentas, para entender su valor habría que verla en el contexto del género en el que se circunscribe, el josei. Sólo decir que como autora llevó todo el énfasis de estos autores hacia el minimalismo más absoluto, tanto en lo psicológico como en la composición de página y el dibujo, haciendo que su estilo quede más cerca de una versión reducida a su mínima esencia de Taniguchi que de cualquiera de otro de los autores. Algo que bien se puede comprobar en sus dos obras más conocidas y respetadas, blue y Strawberry Shortcakes.

Naoki Urasawa, por su parte, es la cara opuesta de la moneda. Heredero de Katsuhiro Ōtomo, Taiyo Matsumoto y Mitsuru Adachi -el cual, en términos de evolución del lenguaje del manga, es tan importante o más que todos los demás nombrados, aunque para muchos no sea así porque haga shōnen-, su estilo, de herencia cinematográfica, va varios pasos más allá del de cualquiera de los otros por un sentido compositivo muy particular: hace énfasis tanto en los primeros planos y los planos generales para expresar emociones como en sucesiones de varias viñetas donde representa momentos distintos de una única acción -un disparo, un salto por una ventana con su respectiva caída, un forcejeo- para retratar, de forma muy metódica, cómo ocurre esa determinada acción. Algo que le sitúa tanto cerca de los principios de la cinematográfia clásica como de la animación, si bien aplicados a la lógica subyacente del manga.

’20th Century Boys’, de Naoki Urasawa

Aunque de carrera extensa, sin ninguna obra realmente menor y habiendo tocado varios géneros, donde realmente ha destacado de forma más notable ha sido trabajando en el ámbito del thriller. Tanto en su vertiente más psicológica como aquella más cercana al terror.

Ya sea Monster, la historia de cómo Kenzō Tenma, un joven neurocirujano, le salva la vida a un niño que en el futuro se convertirá en un peligroso psicópata al cual tendrá que perseguir para acabar su particular imperio del terror, o 20th Century Boys, la historia de como el futuro imaginado por un grupo de niños les obligará ya de adultos a reunirse para intentar parar a Tomodachi, un peligroso líder de secta que aspira a la extinción de la humanidad, todas sus obras tienen en común el interés por explorar los límites de la responsabilidad personal, un dibujo de línea suave con ecos cinematográficos y un particular énfasis en lo que significa ser humano.

‘Yawara!’, de Naoki Urasawa

Es algo que puede apreciarse incluso en sus obras de apariencia más ligera, como Yawara!, la historia de una chica que sólo desea tener una vida ordinaria pero se ve arrastrada a todo lo contrario debido a su inconmensurable talento para el judo.

Si a todo lo anterior sumamos que es también el autor de un excelente remake de uno de los mejores arcos de Astro Boy de Osamu Tezuka en Pluto y que ha sido uno de los autores japoneses elegidos para hacer un manga sobre el museo del Louvre, honor que ya tuvieron antes el ya nombrado Jiro Taniguchi y Hirohiko Araki, autor de JoJo’s Bizarre Adventure, es fácil entender que no hablamos de un cualquiera. Hablamos de uno de los autores de cómic, no sólo de mangakas, más importantes de la contemporaneidad. Un título que, aunque siempre anhelado, él no suelta, manteniendo siempre un nivel de calidad rayano lo absurdo. Incluso aunque tenga un pequeño defecto imperdonable: se le da fatal cerrar sus historias. Pero seamos magnánimos, incluso los maestros tienen sus fallos.

¡Siempre hay millennials jodiéndolo todo!

‘Nijigahara Holograph’, de Inio Asano

¿Y qué hay de los autores más jóvenes? Pues hay de todo. Pero como es normal, no pocos se ven influenciados por toda esa generación de autores de seinen y josei que se encargaron de hacer más natural la amplitud de miras del manga.

No vamos a nombrarlos todos. Principalmente, porque eso sería imposible. Y aunque bien es cierto que Sui Ishida o Minetarô Mochizuki pasarían el corte perfectamente -el primero por su espectacular dibujo y composición acompañado del retrato psicológico de sus personajes en Tokyo Ghoul, el segundo por su estilo limpio y abnegado a comunicar todo sin palabras a través sólo de planos detalle y ángulos desconcertantes en Chiisakobee-, pero nos limitaremos a tres autores que son considerados herederos naturales de los ya nombrados. Y los tres comparten un mismo rasgo: están obsesionados con retratar la psique de los millennial.

El más conocido de los tres últimos autores que vamos a nombrar aquí es, sin ninguna duda, Inio Asano. Activo desde los 2000, no habiendo cumplido ni los cuarenta años, puede jactarse de tener un notable éxito internacional. Con obras bien medidas, de pocos riesgos, pero un desarrollo intenso y un dibujo absolutamente espectacular, como es el caso de Nijigahara Holograph, Solanin y La chica a la orilla del mar, la que es considerada su obra maestra hasta el momento es Buenas Noches, Punpun.

‘Buenas noches, Punpun’, de Inio Asano

Siguiendo la vida de Punpun Onedera desde su infancia hasta la edad adulta a través de su relación sentimental con Aiko Tanaka, una chica de su edad cuya madre pertenece a un extraño culto religioso, la historia va moviéndose entre momentos de surrealista humor negro -por ejemplo, en las conversaciones de Punpun con dios, una cabeza flotante con gafas y un afro enorme-, drama familiar -con especial énfasis en el maltrato, la infidelidad y la negligencia en general- y una visión absolutamente nihilista de la existencia humana. Algo que suaviza en gran medida el hecho de que tanto Punpun como su familia son dibujados como garabatos, a pesar de todos cuantos le rodean los perciben como personas normales.

Dibujante excepcional, el único defecto que se le puede achacar a Asano es que como narrador está demasiado obcecado en el lado negativo de la existencia. Ahogando los momentos de desahogo emocional en humor negro y haciendo que tras la tragedia sólo exista una tragedia aún mayor, el grueso de sus obras resultan tan oscuras que, para mucha gente pueden resultar irreales, agotadoras e incluso irritantes y excesivamente adolescentes.

Algo que, en cierto modo, está evitando en su actual obra en publicación, Dead Dead Demon’s Dededede Destruction, a través de un distanciamiento irónico que, así y con todo, no deja de resultar, por sí mismo, igualmente nihilista. Porque el nihilismo no lo es menos cuando le aplicas una capa del equivalente discursivo del nihilismo.

‘I Am A Hero’, de Kengo Hanazawa

Amigo de Asano y nihilista sólo a tiempo parcial sería Kengo Hanazawa. Conocido por haber escrito varios mangas donde sus protagonistas siempre son otakus con graves problemas para adaptarse a la vida en sociedad en lo que el propio Hanazawa dice que es un reflejo de sí mismo, no conocería de un éxito realmente notable hasta su tercer obra: I Am A Hero. Nos cuenta una invasión zombi con un ritmo pausado, más interesada en el desarrollo psicológico de sus personajes que en mostrar toneladas de gore, donde el inepto social del protagonista aprenderá, a base de huir de encuentros con zombies y personas casi por igual, a sobrevivir no sólo en un mundo post-apocalíptico, sino también entre seres humanos normales. O todo lo normal que puede ser alguien que se las apañara para no ser asesinado en un mundo repleto de muertos vivientes.

Algo menos pesimista que Asano, más enfocado hacia el entretenimiento y con un dibujo más detallado aun cuando menos exuberante, ambos afirman tener un pique entre ellos que les motiva a seguir adelante. Los rumores dicen que si Hanazawa empezó a escribir I Am A Hero es porque, harto de no conseguir destacar en el mundo del manga como sí lo hacía su rival, decidió crear una historia que supiera que podría conquistar al público. Algo que, efectivamente, ha conseguido con creces con I Am A Hero, aunque la crítica no le dé ni la mitad de cariño que a su amigo.

Otro que puede jactarse de éxito es Shūzō Oshimi. Autor del popular manga Las Flores del Mal, fan de la poesía modernista, los pintores surrealistas, Redon y Goya, sus historias buscan explorar los límites de la psique humana a través de poner a sus personajes en situaciones extremas donde puedan tanto aferrarse a sus principios morales pagando las consecuencias como dejarse llevar por sus peores impulsos retrasando el inevitable castigo. Algo que le emparenta abiertamente con Charles Baudelaire incluso sí, como ocurre con el francés, tanto el final de Las Flores del Mal como el extraño crimen edípico que está desarrollando en A Trail of Blood nos demuestra que esa obsesión con el mal no es por un gusto por el mal en sí mismo, sino por una profunda pulsión moral. Es decir, la búsqueda de un principio moral en un universo desprovisto de ellos.

No es nouvelle manga: es sólo un cruce de influencias

A Trail of Blood, de Shūzō Oshimi

Llegados este punto parece obvio qué comparten todos estos autores. Cómo van heredando no sólo un concepto estético del manga muy elaborado, sino también una conciencia social que plasman de forma efectiva y constante en cada una de sus obras. Porque a diferencia de lo que pretendía Boilet, la única línea que puede circunscribirse entre todos los autores del mal llamado nouvelle manga es un absoluto respeto por los clásicos del manga sin por ello dejar de ser absolutamente contemporáneos.

Ōtomo no se entiende sin el gekiga, sin el shōnen, sin el shōjo. Tampoco ninguno de los que vinieron antes o después de él. Pretender hacer una separación de todos los autores nombrados en este artículo del resto de la cosmogonía del manga no es sólo una falta de respeto hacia ellos, sino también al medio en su conjunto. Porque en ese intento de legitimización artificial vía justificación de la superioridad occidental, lo único que se consigue es descontextualizar a autores interesantes, más fácilmente digeribles de entrada por el público occidental, de su contexto histórico y cultural. Algo particularmente atroz considerando que la obsesión de estos, como la de cualquier otro artista realmente valioso, es retratar aquellas cosas que consideraban importantes de su tiempo.

Eso ha sido así desde Tezuka. Incluso desde antes de Tezuka. No hay géneros privilegiados ni clasificaciones que incluyan todo lo que merece la pena leer pudiendo desechar todo lo demás. La historia del arte no funciona así, y mejor que así sea.

¿Qué diversión nos quedaría si pudiéramos desechar las cosas por ser de mujeres, de niños o de japoneses? O peor aún, ¿en qué clase de personas nos convertiría eso?

‘Katsu!’, de Mitsuru Adachi

Breve guía de lectura para despistados

I. Clásicos del manga moderno

Dōmu, de Katsuhiro Ōtomo
Akira, de Katsuhiro Ōtomo
La Leyenda de Madre Sarah, de Katsuhiro Ōtomo y Takumi Nagayasu
The Little Forest, de Daisuke Igarashi
Los Niños del Mar, de Daisuke Igarashi
El Caminante, de Jiro Taniguchi
Guardianes del Louvre, de Jiro Taniguchi
Crónicas de la era glacial, de Jiro Taniguchi

II. Autores de la misma generación que los anteriores, pero sin tanto arraigo… en Occidente

Tekkonkinkreet, de Taiyō Matsumoto
Ping Pong, de Taiyō Matsumoto
Sunny, de Taiyō Matsumoto
Opus, de Satoshi Kon

III. Dos autores contrapuestos: la poetisa y el fanático del manga clásico

blue, de Kiriko Nananan
Strawberry Shortcakes, de Kiriko Nananan
Monster, de Naoki Urasawa
20th Century Boys, de Naoki Urasawa
Yawara!, de Naoki Urasawa
Billy Bat, de Naoki Urasawa

IV. Los jóvenes cachorros

Nijigahara Holograph, de Inio Asano
Oyasumi Punpun, de Inio Asano
Dead Dead Demon’s Dededede Destruction, de Inio Asano
I Am A Hero, de Kengo Hanazawa
Las Flores del Mal, de Shūzō Oshimi

V. Autores jóvenes (y no tan jóvenes) que podrían haber aparecido en el artículo (pero los prejuicios hacia los géneros populares les alejan de la aclamación crítica)

Prison School, de Akira Hiramoto
Me and the Devil Blues, de Akira Hiramoto
Tokyo Ghoul, de Sui Ishida
Chiisakobee, de Minetarô Mochizuki
Wet Moon, de Atsushi Kaneko
JoJo’s Bizarre Adventure, de Hirohiko Araki
Touch, de Mitsuru Adachi

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Un comentario

  1. saltacharcos dice:

    Hoyga, Álvaro San, no conocía nada de Igarashi, a ud. le debo estar disfrutando «Los niños del mar» ; lo que podría ser la típica historia de mutantes marvelera contada con una sensibilidad y mimo exquisitos. Le doy gracias, tantas como me cuento las pecas blancas desde anteayer.

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