Nicolas Winding Refn ha estado en la boca de todos desde el éxito torrencial de Drive, ¿pero a qué es debido? Eso es difícil de explicar. Más fácil resulta hacer una hoja de ruta a través de su filmografía para, a través de sus películas, intentar comprender qué es lo que tiene de especial este cineasta que ha demostrado que hay cine en Dinamarca más allá de Lars von Trier.
Existen cierta clase de artistas capaces de sacar de sus casillas al público. Críticos incluidos. Su vanguardismo, su capacidad para retratar la realidad de la forma más incómoda posible, pero sin hacerse incomprensibles o desagradables en ningún momento, hace que haya quien no se conforme con desentenderse de la obra, pues siente la necesidad de hacer saber al mundo que eso no es más que una tomadura de pelo. No porque se hayan aburrido o no les haya gustado —porque, incluso para que algo guste o no, es necesario el juicio suficiente como para valorarlo dentro de su contexto—, sino porque la obra les ha llevado más allá de su zona de confort. Ha desafiado sus ideas preconcebidas sobre lo que debe ser el arte. Cuando eso ocurre sabemos que estamos ante un artista al cual es necesario prestar atención ya que, para bien o para mal, es probable que nos haga confrontar aspectos de lo real que hasta hoy habíamos asumido sin darles más vueltas. Porque el arte no está para dar masajes, sino para generar dudas.
Nicolas Winding Refn es de esa estirpe de artistas. Incómodo, extraño y con una marcada obsesión por la estética, todas sus películas son un tour de force imposible que, si bien circunscrito con especial deferencia al noir, es imposible de clasificar. Todo eso hablando de una filmografía que parece dar bandazos sin mucha cohesión interna. Pero sólo lo parece. Para demostrarlo, además de para hacer más inteligible el mundo del artista de moda ya no tan joven como para ser denominado enfant terrible, en CANINO hemos elegido un orden de visionado de sus películas menos conflictivo que el cronológico. Si lo conseguimos, será cosa del lector decidirlo.
I. Empecemos por lo obvio: el fenómeno Drive
A veces empezar por el principio está abocado al fracaso, haciendo más fácil empezar instantes antes de la catarsis. Y si bien ese gesto tiene su función principal en la narrativa, también la tiene a la hora de abordar la carrera de Refn.
Aunque hoy en día parezca inconcebible pensar una película no-necesariamente-independiente sin música electrónica que escore hacia el lado pop, colores salidos de una pesadilla de neón y héroes hieráticos que se comportan como personajes de literatura noir, pero con menos líneas de diálogo, hubo un tiempo no tan lejano en que Drive (2011) no existía. Aclamada por crítica y público en un caso de rápida fagocitación cultural, esta adaptación de la novela de James Sallis (que guarda un parecido meramente casual con la película) marca todos los principios estético-ideológicos de su autor: la obsesión con los colores saturados (fruto de un problema de vista que no le permite ver los colores intermedios), la búsqueda del punto cero de la masculinidad (que le llevaría a hacer declaraciones como «las mujeres son una raza superior») y una obsesión con la narrativa que trasciende el contenido para abarcar la forma (haciendo bueno el viejo adagio de que importa tanto lo que se cuenta como el cómo se cuenta).
A eso cabe sumar la visión romántica de Los Ángeles, la presencia de Ryan Gosling o la banda sonora de synthpop, elementos que logran que Drive haya sido vista como el epitome de unos años ochenta oníricos y que nunca existieron. Porque aquella época fue el grito sordo de un neo-liberalismo esquizofrénico que tuvo más que ver con American Psycho que con cualquier restauración archivista de su espíritu. Porque Drive es, ante todo, una película contemporánea.
El resto ya es de sobras sabido. Una historia de amor, un encargo que sale mal, una venganza que acaba con el héroe desapareciendo en una narrativa que renuncia a explicar qué debemos entender en la misma. Todo un ejercicio de mitología posmoderna que trasciende el ABC del cine hollywoodiense, al cual parecía apelar dada su factura técnica o la presencia de su protagonista mediático, para después sumergirse en un ejercicio de puro cine que supo conjugar una «trama mínima» -eufemismo para «historia convencional (o directamente cliché) que sirve como disparadero para contar la verdadera historia entre bambalinas»- con un ejercicio de estilo que mostraba la arrolladora personalidad de su director.
II. Viajando por las alcantarillas de Copenhague: la trilogía Pusher
Al igual que quedarnos a las puertas de la catarsis sirve para crear una tensión que podría no existir de empezar de forma más convencional, después debemos acudir al origen de ese conflicto que está al borde de su conclusión. Para ello, necesitamos ponernos con su primera película y sus dos secuelas subsiguientes: la trilogía Pusher.
Aunque en principio asistió al American Academy of Dramatic Arts, de donde fue expulsado por arrojar una mesa contra una pared, el principio de su carrera lo podríamos encontrar en un corto de cinco minutos realizado para ser admitido en la Den Danske Filmskole, la escuela de cine nacional de Dinamarca. Ese corto se llamaba Pusher. Allí fue donde conoció a Jens Dahl, con quien escribiría a cuatro manos una versión de ese mismo corto llevado hasta la duración estándar de un largometraje que se estrenó en 1996. Con ello pretendía retratar la miseria propia de los bajos fondos de Copenhague, alejado del ficticio glamour con el que suele impregnar el cine la vida de los criminales, confiando todo su poderío no en la historia épica de personajes excepcionales, sino en las miserias morales de individuos repugnantes o directamente estúpidos, con menos cerebro que ambición.
Si bien Pusher fue concebida como entrega única, después del fracaso estrepitoso de su primera producción americana, Fear X , regresó a su primer éxito para hacer dos secuelas. O no exactamente. Más que secuelas, lo que implicaría cierto continuismo con respecto de la primera, son películas ambientadas en el mismo mundo, en ese Copenhague pútrido, donde aprovecha para desarrollar diferentes puntos de vista a partir de sus personajes compartidos. De ese modo seguiría refinando su estilo, con una estética rayando el terror, donde las escenas violentas, como en Drive, parecen estar ocurriendo delante nuestro, no a través de una pantalla.
Aunque todas las películas tienen un punto de vista masculino, marcando de forma exagerada cómo es imposible tener una vida criminal y ser una persona siquiera medio decente, cada entrega hace hincapié en diferentes temas propios del director: Pusher trata sobre la idiotez, sobre arriesgarse sólo para quedar por encima de los demás; Pusher II (que aquí se tituló Con las manos ensangrentadas, 2004) es un relato sobre la posibilidad de ser un padre responsable, un ejemplo para los hijos, cuando estás sumergido en el mundo del crimen; y Pusher III (aquí Soy el ángel de la muerte, 2005) muestra las consecuencias de haber envejecido dentro del mundo del crimen, retratando al monstruo debajo del ser humano. Cada entrega es más sucia y violenta que la anterior, llegando hasta puntos verdaderamente desagradables en su exposición de la violencia, y su evolución es perfectamente coherente con sus intenciones. Retrata no sólo la mugre congénita al crimen, sino también la evolución macilenta del verdadero criminal.
Siendo una trilogía oscura, urbana y tremendamente accesible para lo espinosa que resulta, su parecido con Drive puede parecer nulo. Nada más lejos de la realidad: si bien las tres Pusher carecen de la estetización extrema de esta, comparten su crudeza, su realismo y su búsqueda no de hacer glamuroso el mundo del crimen, sino todo lo contrario. El crimen no compensa, pero no porque no dñe beneficios económicos o sociales, sino porque se sustenta en vivir en un ambiente de donde nada bello puede nacer -ni siquiera el amor- sin ser corrompido o destruido.
Por eso la relación entre los dos protagonistas de Drive acaba como acaba.
III. La sangre es lo que nos une: Bleeder
Si bien el paradigma del connoiseur cinéfilo suele ser Tarantino, alguien capaz de disfrutar de forma indistinta de los clásicos indiscutidos, de las obras de culto y de los márgenes más abyectos del medio, en el cine siempre se ha preferido investir de santidad la figura de Spielberg, el hombre honorable y grave cuya pasión por el cine se basa en la propia pureza del mismo. Incluso aunque Spielberg no llegara a ser eso hasta varias décadas después de su debut. Dado que el medio nunca ha querido gestos quijotescos para sí mismo, prefiriéndose noble, puro, arcangélico, no debería extrañarnos que, cuando hemos visto al fan obsesivo, auténtico cimiento del futuro del cine, siempre haya sido en películas consideradas menores, cuando no directamente absurdas: la rata de videoclub, el empollón que en vez de recitar La Iliada con la misma soltura que la alineación de los X-Men de John Byrne pone a la misma altura La batalla de Argel de Gillo Pontecorvo que Videodrome de David Cronenberg.
Este segundo, ninguneado estéticamente por un cine demasiado preocupado por su respetabilidad, es el que representa la figura de Nicolas Winding Refn. No el outsider, sino el bicho raro que ama el medio por encima de la impostura de quienes sólo desean ser sus jueces. En cualquier caso, Bleeder (1999) no es un homenaje al cine. No exactamente. Es un thriller portentoso contado en dos tiempos donde se combina la historia de Mads Mikkelsen haciendo de dependiente de un videoclub obsesionado con el cine —no por nada, pues afirma ver no menos de tres películas al día y todas sus conversaciones giran en torno a ello— que se enamora de una mujer sin especial interés por el medio y la de su grupo de amigos que se verán sumergidos en un descenso hacia los infiernos donde los lazos de sangre, literales o metafóricos, acabarán llevándolos hacia una muerte cruenta.
Donde Pusher era sucio, donde Drive era contraste, Bleeder es enfermiza. Siendo tal vez su película más excesiva, salvo la honrosa excepción de Bronson, aquí es donde podemos ver por primera vez la prodigiosa capacidad narrativa del danés: cada escena está plantada ahí para narrarnos un drama que acaba en asesinato múltiple, pero también para mostrarnos la evolución del personaje de Mads Mikkelsen, el cándido Lenny. Todo ello con bastante humor, además de poner sobre la mesa un batiburrillo de influencias perfectamente hiladas.
Cruda, violenta, pero también dulce y sin problema alguno para reirse de su propia obsesión cinéfila en su magistral primera escena, Bleeder es el ejemplo perfecto de pasión desenfrenada hacia el cine. No a través de cosechar referencias o esgrimir cálidos panfletos pro-fílmicos, sino haciendo buen cine con todos los materiales que tenemos disponibles. Incluso si esos son considerados innobles.
IV. Tropiezos sugestivos: Fear X
Hagamos otro pequeño salto en el tiempo. Esta vez, con un flashback dramático. En 2003, después del éxito que cosecharon Pusher y Bleeder, Refn desembarcó en EEUU para hacer una película independiente. ¿Su nombre? Fear X.
Con guión de Hubert Selby Jr., autor de Requiem for a Dream, Refn entregó un thriller con sabor a Sundance que no consiguió encandilar a nadie. Ni siquiera gracias a la música de Brian Eno. Morosa en el ritmo, no demasiado interesante en ningún aspecto, aunque en ningún caso decepcionante —salvo, tal vez, por comparación con el resto de su filmografía—, su controvertido final y un conseguido equilibrio entre una fotografía de ecos preciosistas y una asepsia terrorífica, hacen de la película algo digno de ver. Mejor que el grueso de las películas que se estrenan en nuestras carteleras, incluso aunque no deje de ser un pequeño tropiezo en la carrera de Refn.
Un tropiezo afortunado, en cualquier caso, ya que le obligó a hacer las dos siguientes películas de Pusher, las cuales ayudaron a definir su ideario estético, que tal vez nunca hubieran existido de no haber sido por Fear X, un absoluto fracaso financiero. Algo que retrataría el director Phie Ambo en su documental Gambler (2006), que peca de tener un ritmo tan cojo como el de la propia Fear X.
¿Cómo de absoluto fue ese fracaso? Tanto como para dejar al director en la bancarrota.
V. La esencia de un artista: Bronson
Con el bolsillo recuperado tras el éxito económico de las dos secuelas de Pusher, Refn intentó de nuevo conquistar al público más allá de las fronteras danesas. Y para hacerlo se fijó en la historia de un hombre violento, de un artista y de un niño. No hablamos de tres personas, no. Hablamos de una y la misma. Hablamos de Michael Gordon Peterson, más conocido como Charles Bronson —no confundir con el actor, en cualquier caso— o Charles Salvador —por su artista favorito, Salvador Dalí—, el criminal más peligroso de Inglaterra. El hombre que según sale de la celda de aislamiento manda a alguien al hospital antes de volver.
Fascinado por su historia, Refn se embarcó en la filmación de este biopic de ficción que rompe con la ortodoxia de lo que debe ser el perfil cinematográfico de un individuo. No pretende contar sólo «la historia de una vida». Enfatizando los rasgos de comedia presentes en Bleeder, poniendo más peso en la estética sin alcanzar todavía el extremo iniciado por Drive y con ciertos tintes de terror que lleva arrastrando desde sus inicios, la película resulta tan contradictoria como su personaje protagonista. Un hombre de fuerza sobrehumana sobre el cual es difícil decidir si es un genio, un loco o un niño encerrado en un cuerpo que no le pertenece. Si es que no todo al mismo tiempo. De ahí el cruce entre comedia y terror, entre dos extremos antitéticos, porque cuál de los dos acaba ganando en peso no depende de la narración, sino de las expectativas del espectador. Son dos películas de dos géneros distintos contando exactamente la misma historia para dos clases de públicos diferentes.
Eso explica también la ambigüedad de su discurso. Si la película es una síntesis perfecta de El Mal o sólo un ejemplo más de la tensión constante entre la masculinidad testosterónica más desnortada y el alma de un artista o de un niño es algo que debe decidir el espectador. Pero incluso en ese caso, podríamos señalar al culpable de lograr ese delicado equilibrio con nombre y apellido: Edward Thomas Hardy.
Tom Hardy logra captar la esencia de un Bronson polimórfico, extraño, capaz de crear arte tanto a puñetazos como con acuarelas, logrando que, a partir de cierto punto nos cuestionemos, de forma completamente legítima, cuánto hay de violencia y cuánto de acción o ready made en cada uno de sus gestos violentos. Porque hablamos de un hombre que primero se cambió el apellido por Bronson y después por Salvador: la posibilidad de que cada paliza sólo fuera una forma de arte improvisado jamás debería ser descartada. No al menos en tanto el punk o dadá parece seguir vivo en el cine del danés.
VI. El descenso de los cielos: Valhalla rising/Only God forgives
Retorcer el espacio-tiempo para poner en paralelo estas dos películas no es un gesto caprichoso o casual. No es sólo que compartan el mismo tono o que puedan formar un díptico alucinado sobre la teología masculina (metáfora del nacimiento en el primer caso, el regreso al útero materno en el segundo), sino que además el propio Refn ha declarado que le gustaría hacer otra película más que conectara de algún modo con estas, creando una suerte de trilogía sobre un mismo hombre en tres épocas y lugares distintos.
Aun cogiendo con pinzas las declaraciones del autor, son innegables sus parecidos. Haciendo especial hincapié en la estética, eliminando todo el diálogo posible y haciendo que toda la narrativa funcione en diferentes niveles, haciendo predominante el simbólico, tanto Valhalla rising (2009) como Only God forgives (aquí Sólo Dios perdona, 2013) desafían, de forma consciente e intencional, todo lo que el espectador cree saber sobre cine. Y sólo en el caso de que haya seguido de cerca la obra del autor, incluidas sus particulares obsesiones, tal vez pueda entender de forma plena su sentido último. De ahí que las dejemos para el final. Pero no nos precipitemos, vayamos por partes.
Valhalla Rising puede ser -que no necesariamente es- la historia de un vikingo mudo interpretado por Mads Mikkelsen, una metáfora sobre el cristianismo, la historia del descenso al infierno (metafórico o literal) de un grupo de cruzados descreídos de la religión ajena y/o una relectura onírica sobre el descubrimiento de América. Para los doctos en manga, una suerte de adaptación live action de Berserk en versión arte y ensayo.
Alucinada, difícil y sin hacer concesión alguna al espectador, aquí encontramos todo lo que funcionaría en Drive como reclamo: la narrativa soterrada —que no se juega, por extensión, en el ámbito literal, sino en la historia contada a través de la técnica—, la obsesión por una estética enriquecida hasta el último detalle y la conversión del personaje protagonista en una entidad mítica, no exactamente humana, jugándose toda su existencia en el ámbito simbólico. Si además le sumamos que es el regreso de Mads Mikkelsen al cine de Refn, que el protagonista se llama One-Eyed en una referencia poco velada al dios Odín o que fue concebida en origen como la versión con vikingos de Pusher y con El Topo (1970) en mente —algo poco casual, dado que Refn es amigo de Alejandro Jodorowski—, podríamos entender la película no sólo como todo lo que ya hemos dicho, sino también como una sutil apología de la iluminación, la religión y la paternidad como un modo de cambiar, o cuanto menos alcanzar, el mundo.
Esa lectura nos permitiría conectar sutilmente con Only God forgives. Siguiendo el tono estético de Drive —también con un menor peso en el argumento, aunque sea algo más explícito que en Valhalla Rising—, Refn se permite, por fin, violar todo posible continuismo en favor de las necesidades narrativas: policías que empuñan katanas salidas de la nada, escenas oníricas que pueden estar ocurriendo (o no) sólo en la mente del protagonista, peleas ejecutadas con tal desproporción de fuerzas que acaban haciendo parecer patético al apalizado. Cualquier pretensión de consecución lógica es fútil, porque la película funciona con su propia lógica interna. Pretender imponer la de la realidad es absurdo. De ahí que más de uno arqueara la ceja al ver esta historia edípica de dioses y fetos (no literales) que fue abucheada en Cannes bajo la justificación de que es una película pretenciosa, vacía y sin sentido alguno.
Algo que simplemente no es cierto. No es sólo que llamar pedante a una película inspirada en el cine de Seijun Suzuki —del cual Refn es sentido admirador— resulte ridículo, sino también que la evolución de su filmografía desemboca de forma natural en esta película. No hay nada de extraño o incoherente en Only God Forgives. Puede ser un trago duro para quien sólo haya visto Drive, para quien haya interpretado su cine como algo estrictamente realista, pero, de haber seguido su carrera cinematográfica, de haber tenido algo de curiosidad artística, no resultara difícil comprobar que el exceso estético, el simbolismo y la narración indirecta es la especialidad del danés. Y del cine en general.
VII. Bola extra: Refn más acá del cine
A falta de ver The Neon Demon, que aún siendo abucheada en Cannes ha recibido un respaldo entusiasta por parte de cierto sector de la crítica, todavía podemos incidir en algunos aspectos de su obra que trasciende a sus películas. Que no al cine.
Sin contar ni sus futuras películas como productor ni su única referencia como director de videoclips (el vídeo de la interesante Psycho Power de Bleeder, su primer acercamiento cinematográfico más o menos puro al terror), aún podríamos acudir a su libro The Act of Seeing, donde recopila sus posters de película favoritos. Muchos de ellos de películas absolutamente absolutamente inanes o que ni siquiera ha visto, porque lo que le interesa mostrar en él es lo otro de esas producciones: sus carteles, las periferias del cine. Algo lógico viniendo del hombre que afirma que la única película de otro director que querría haber podido filmar es Carne para Frankenstein (1973), de Paul Morrissey. El hombre que, tras gastarse 25.000 dolares en la única copia existente en celuloide de Nightbirds (1970), de Andy Milligan, se justificaría ante su mujer diciendo «cariño, ¡ese podría haber sido yo!«.
Eso podría haber sido él. Un incomprendido, un vanguardista, un obseso del terror más allá de lo inteligible (o del presupuesto) para el espectador (o el productor) medio. Pero no lo ha sido. No lo ha sido porque, siguiendo las palabras de Herman Hesse, «quien quiera nacer tiene que destruir un mundo» y Refn, en última instancia, ha logrado hacerlo: ha destruido nuestro mundo para crear el suyo propio. Y como tal, lo celebramos.
indispensable, también lo vengo siguiendo.
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