Su última película, La forma del agua, parte como la más nominada de los Oscars de este año con trece posibles estatuillas, incluidas Mejor Película y Mejor Dirección. Con esta fábula de amor acuático, el realizador mexicano parece haber llegado más lejos que nunca en su filmografía y, sin embargo, no haberse movido ni un ápice. ¿Cómo lo ha hecho?
(Imagen de cabecera: Guillermo del Toro: At Home with Monsters)
Cuando Guillermo del Toro dice que los monstruos le salvaron la vida, el incrédulo por naturaleza puede pensar que se trata de una de esos apuntes autobiográficos ficticios que dan sentido al pasado de un creador. Es lógico en tiempos de escepticismo no tragarnos cualquier historia del hombre hecho a sí mismo y que cumple su destino.
No obstante, los que aún seguimos arrastrando reminiscencias de una infancia que no terminamos de comprender, tendemos a pecar de ingenuos con estas historias. Y una como la del realizador mexicano, nos la comemos con patatas si analizamos su filmografía.
Nació en Guadalajara, Jalisco, en 1964 en el sino de una familia profundamente católica. Él nunca terminó de creerse las creencias de los suyos. Era muy delgado y tan rubio que la gente decía que era albino. Demasiado pronto para decir que fuese adolescente, sufrió bullying y se acostumbró a llevar la camisa abrochada hasta el último botón del cuello para esconder los moratones. Con el tiempo dejó de poner la otra mejilla, empezó a devolver los golpes y a hacerse grande. Engordó como mecanismo defensivo, para que le resultase un poco más fácil devolver las hostias.
«No entendía bien las reglas impuestas por los adultos, ni la salvaje brutalidad con la que los niños se divertían», confesaba en una maravillosa entrevista con Juan A. Pedrero incluida en el libro Las fábulas mecánicas (2016). En el mundo del fantástico y el terror encontró un refugio, una cabaña del árbol. Creció obsesionado con los monstruos clásicos: el hombre–lobo, la criatura del lago y el hijo pródigo del dr.Frankenstein. Se rodeó de los incomprendidos del mundo de la literatura y los convirtió en amigos. Su abuela, profundamente católica, le inculcó el respeto por los símbolos, el significado del pecado y del purgatorio. Él hizo de la monstruosidad su propia religión.
De hecho, tiene hasta su propia iglesia. Se erige en un suburbio de Los Ángeles, la llama Bleak House y funciona como un museo del terror. Allí reposan gran parte de sus bocetos, figuras y muñecos creados para sus films, junto con efigies a tamaño real del Edgar Allan Poe o H.P. Lovecraft. Su imaginario compone, de hecho, la exposición At Home With Monsters organizada por Los Angeles County Museum of Art. «Los monstruos son una verdadera familia para mí. En Bleak House, les he construido un templo, y dentro de él he construido santuarios devocionales«, describía para The Atlantic.
Hoy es difícil pensar en alguien que represente el terror y la fantasía en el cine contemporáneo como lo hace él. Su estilo único, romántico, absurdo y gótico ha dignificado el género haciéndolo valer en los círculos especializados, con León de Oro en Venecia y galardones en los BAFTA, Critic’s Choice, Hugo y un buen puñado más. También lo ha democratizado acercándolo al gran público. Y puede que, en realidad, todo empezase en un lago.
La ternura de lo monstruoso
Cuando tenía doce años, Guillermo del Toro fue testigo de una de esas secuencias que se tatúan en la retina. Todos tenemos la nuestra, ya saben, esos momentos que se te quedan grabados con tinta indeleble en la memoria cinéfila. En el suyo, una criatura antropomorfa andaba torpemente entre arbustos y hierba gris. Un monstruo creado en un laboratorio, compuesto de carne muerta y trozos de cadáveres robados. Criatura abominable despechada por todo aquel que la ha enfrentado, asustada por saberse repudiada.
Al mismo tiempo, una dulce niña rubia llamada María salía de su casa con un ramillete de flores en la mano. Caminaba hasta las orillas de un lago cercano y descubría al susodicho. Le ofrecía una flor. La criatura, sorprendida de verse en los ojos de alguien que no la juzgaba por lo que era, que la aceptaba monstruosa, se acercaba a María y jugaba con ella. Era Boris Karloff retratado por James Whale en El doctor Frankenstein (1931 ). Era, y es, una de los encuentros más extraños de la historia del cine, que terminaba peor que mal.
Una mezcla de sensaciones, poesía de terrible caligrafía, que marcaría su concepción del cine. Un enfrentamiento que influinfluiría en la imagen mental que había fabricado de lo monstruoso y que se filtraría, de forma irremediable, en su futura carrera. «Todo mi cine no es más que una aspiración a, algún día, lograr que otros sientan lo que yo sentí al ver esa escena», confesaría en una entrevista con motivo de Cronos.
Diez largometrajes, un solo film
«Nadie puede saber exactamente cuándo Alfred Hitchcock optó por el asesinato… tal vez en la escuela de jesuítas, al presenciar el severo castigo de algún compañero… o sentado en su cama sintiéndose gordo, católico y cockney…», escribía Del Toro en su propio libro sobre el padre del suspense. Sí, tiene uno. «Nadie lo sabe. Pero todos hemos visto sus cadáveres. Y estamos agradecidos por ello. Además del impulso destructivo, coexiste en la noción del crimen perfecto un anhelo de creación, un impulso de artista que desea para sí mismo la elaboración, no de un crimen más, sino «el» crimen», reflexionaba confirmando lo que todos sospechábamos.
Hitchcock hizo siempre la misma película, cometió el mismo crimen. Woody Allen hace la misma película una vez al año. Tarantino sigue empeñado en vengarse de no sé quién. Terrence Malick anda buscando el sentido de la vida, Wes Anderson el de sus traumas paternofiliales, Tim Burton sigue cortando abetos con distintos Eduardos Manostijeras, y Christopher Nolan ya está buscando financiación para su siguiente y técnicamente impoluto blockbuster.
Guillermo del Toro mira los seres fantásticos como María miraba a aquella torpe criatura. Ve en los niños la capacidad de aceptar al diferente, de cambiar el mundo que conocen, de aceptar lo fantástico, de amar. Y lee entre línias el verdadero mal, la incomprensión y la intolerancia.«El cine que he rodado en inglés y el que he rodado en español son en realidad parte de la misma película. Porque uno hace una única película siempre», le explicaba del Toro a Jason Gorber en una entrevista para Screen Anarchy. Será que así es y que brutalidad y candidez, horror y belleza dialogan en todas sus películas.
Monstruos infantiles e infancias monstruosas
Tras años trabajando en el cine, maquillando actores, creando criaturas y dirigiendo cortos, Cronos (1993) supuso el salto de Guillermo del Toro al terreno internacional del largometraje. La película pasó por Cannes y tuvo un más o menos decente recorrido en salas europeas y latinoamericanas. En el mercado norteamericano prácticamente ni existió: se estrenó en dos salas, el 1 de abril de 1994, e hizo poco más de seiscientos dólares. Sin embargo, esta fábula sobre la vejez y el tiempo, marcaría las pautas de algunas de sus inquietudes artísticas.
Narra la historia de Jesús Gris, un vendedor de muebles que un día descubre un artefacto que puede dar la eterna juventud a cambio, claro, de tu sangre y de convertirte en un monstruo. En ella, el concepto de monstruosidad giraría en torno al vampirismo y al pecado. Gris –Federico Luppi– se convierte en un ser adicto a la sangre que pierde paulatinamente su humanidad. Sin ella, seguir vivo no tiene sentido, así que su última posibilidad de redención se encuentra en su nieta, Aurora. Una niña que no le juzga a medida que se transforma en otra cosa distinta a un ser humano, que le cuida cuando está enfermo, que le hace recordar por qué valía la pena estar vivo y que –en uno de sus hallazgos formales- le esconderá en su baúl de juguetes, el ataúd de un vampiro salvado por la niñez.
Mimic (1993) su primer film hollywoodiense, fue una catástrofe de proporciones bíblicas por un rodaje accidentado y mil y una trifulcas contra la productora (Miramax). En ella, la doctora Susan Tyler –Mira Sorvino-, descubre la cura para una epidemia transmitida por las cucarachas, que está acabando con todos los niños de Nueva York. La solución pasa por crear una especie de insecto genéticamente modificado que acaba con las cucarachas… pero que termina evolucionando tanto que adquiere conciencia y quiere cargarse a la humanidad.
El monstruo nace del temor a la ciencia, del clásico tropo sobre el que Mary Shelley construyó su moderno Prometeo: jugar a ser Dios trae consecuencias inesperadas. Curiosamente, la doctora que creó esta terrible especie de insectos comepersonas, que les dio vida como una madre, es incapaz de tener hijos. No puede quedarse embarazada. Tendrá que acabar con su hijo metafórico, con su miedo a concebir otro monstruo, para poder derrotar a las cucarachas. Y lo conseguirá gracias a la intervención de un niño, con lo que parece ser un trastorno del espectro autista, que resulta ser el único que puede comunicarse con las cucarachas gigantes. El infante más necesitado de cariño y atención será la clave para acabar con el monstruo.
Tras salir sofocado –que no escarmentado- del rodaje de Mimic, y antes de realizar Blade II (2002), un producto que queda fuera de esta reflexión por ser un encargo y no haber participado Del Toro en su guión, el director se trajo su siguiente película a España. Rodó El espinazo del diablo (2001), la historia de un orfanato de hijos de republicanos en 1939. Allí Carlos, un niño de diez años recién llegado a la institución, descubrirá que en las maltrechas paredes de su nuevo hogar vive el fantasma de Santi, un niño que falleció terriblemente allí.
El monstruo, sin embargo, no será Santi sino un protofascista llamado Jacinto, interpretado por un Eduardo Noriega exageradísimo hasta lo paródico. La liberación, la solución a toda una serie de conflictos narrativos, solo se producirá cuando los chavales consigan acabar con el odio que arrastra Jacinto.
Tres cuartos de lo mismo pasa en El laberinto del fauno (2006), su mejor película hasta la fecha. Ofelia –Ivana Baquero– es una niña inocente atrapada en una posguerra que no entiende. Su madre –Ariadna Gil– la obliga a aceptar a su nuevo marido, un general franquista llamado Vidal –Sergi López– que caza maquis en los montes. Un buen día, la niña descubre un laberinto en el que habita un Fauno que le descubre que es una princesa de un antiguo mundo olvidado. El monstruo, no obstante, no será el fauno interpretado por Doug Jones sino el odio de Vidal o la gula del Hombre Pálido.
Por su parte, tanto en las dos entregas de Hellboy (2004 y 2008) como en La Cumbre Escarlata (2015), nos encontramos con protagonistas que son adultos infantilizados a consciencia: un demonio malcriado y machista que salva al mundo y una joven escritora soñadora que se salva a sí misma.
Hellboy es un inmaduro irredento que, además de acabar con monstruos que encarnan el odio, la xenofobia y el racismo, debe sobrellevar en su interior al peor de los demonios –pues es portador de la llave de la apocalipsis-, y sin embargo elige ser humano, elige amar. Aunque esto lo haga mediante un romance cortado por el manidísimo patrón de la bella y la bestia ciertamente sonrojante. En La Cumbre Escarlata, la escritora Edith Cushing –Mia Wasikowska-, es una joven cándida perdidamente enamorada de un embaucador interpretado por Tom Hiddleston, y con un monstruo claro al que derrotar, una demoníaca Jessica Chastain.
Y en Pacific Rim (2013)… bueno, en Pacific Rim hay robots gigantes dándose de hostias contra lagartos gigantes, que ya es más que suficiente. Aunque incluso aquí encontramos un trauma infantil relacionado con el personaje de Rinko Kikuchi, cuya superación resulta esencial para poder reventar cabezas de Kaijus correctamente.
Guillermo del Toro se identifica con el diferente, con el despreciado, con el oprimido. Contigo. Y te ofrece una redención, anidada en ti desde tu infancia: la capacidad de amar. Una y otra vez, dotando de alcance profético al poema con el que abría y cerraba El espinazo del diablo.
¿Qué es un fantasma?
Un evento terrible condenado a repetirse una y otra vez,
un instante de dolor quizás,
algo muerto que parece por momentos vivo aun,
un sentimiento suspendido en el tiempo,
como una fotografía,
como un insecto atrapado en ámbar.