[Halloween dura un mes] Día 29: ‘Jigoku’

[Celebramos Halloween como hacemos con todo en CANINO: sobredimensionándolo. Estiramos la noche de las brujas todo un mes: cada día, aquí, durante todo noviembre, tendrás una minireseña de una película, comic, videojuego o libro relacionados con el terror y que quizás no conozcas. Si te gusta descubrir cosas, nuestro Halloween dura un mes te va a encantar. Eso sí, ojo: algunas están muertas.]

Una película que comienza con un ataúd en llamas tiene toda mi atención. Además de impactante, es una imagen totalizadora de la trama en sí: contiene el film al completo. El realizador Nobuo Nakawaga plaga de imágenes metafóricas los primeros minutos de Jigoku -“el infierno” sería la traducción literal-: un canto fúnebre sobre las cosas que no son de este mundo resuena sobre las imágenes del Sai no Kawara, un río que es el equivalente japonés al lago Estigia. Además de ese río brumoso, hay un sendero con nubes de fuego al fondo y gente colgando boca abajo. Todos ellos decorados minimalistas, que funcionan por reducción, como una especie de esencia de conceptos como el dolor, el mal, el arrepentimiento, que sirven de transición a nuestra historia, y que comienza con la clase que da un profesor a sus alumnos sobre el infierno budista y su representación en otras religiones. Uno de los alumnos es nuestro protagonista, siempre acompañado por Tamura, un oscuro joven, una presencia desestabilizadora que no se sabe si es real o imaginaria y que aparece y desaparece sin lógica ni continuidad. Aquí hay que llamar la atención a la mínima iluminación de este mundo “real”: los espacios son todos tenebrosos, fúnebres. Los personajes viven en medio de pozos de oscuridad: la luz incidental solo ilumina lo necesario para ver sus rostros y acciones. El resto son tinieblas. Y en este ambiente tan esperanzador, la película da el primer volantazo.

El protagonista -siempre acompañado por el “jovial” Tamura- atropella a un yakuza borracho y huye de la escena. Este hecho es el origen de una serie de acontecimientos luctuosos que van hundiendo a los personajes y a la película en la desesperanza y el fatalismo, de modo similar a El corazón del ángel (1987), otro relato desde regiones infernales. La chica de nuestro antihéroe muere en otro accidente de coche por lo que éste se abandona al vicio y la culpa, compartiendo cama con una drogadicta que resulta ser la viuda del yakuza. Su madre se muere mientras el marido retoza con una prostituta en la habitación de al lado. Un vecino borracho pinta el infierno a la manera de Katsushika Hokusai. Aparece una chica idéntica a la novia muerta y la gente cae desde un puente colgado de un abismo en el que la cámara se invierte y arriba es abajo y el cielo el infierno. Nada tiene sentido y todo parece una alucinación afiebrada, ya no sabemos si de los personajes o del espectador. Y de pronto, a la hora de película, tras una fiesta triste y absurda, llega un momento maestro: el reloj se para y todos los personajes mueren. Las cartas sobre la mesa: fuera luces, la mascarada ha terminado. Es un momento abismal, límite, que recuerda a otras secuencias que parten la película por la mitad, como la visita al club Silencio de Mulholland Drive (2001) o la desaparición del personaje protagonista en Tropical Malady (2004).  

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Y las imágenes del inicio que pensábamos metáforas visuales, resultan ser la materia de la que se compondrán los próximos cuarenta minutos de película: estamos en el infierno y todos van a pagar por sus pecados. Según hayan sido éstos, los personajes son enviados a uno de los círculos infernales -cuyo número bascula entre 8 y 144-. El infierno budista está cercano a la concepción de torturas espectaculares de los cenobitas de Hellraiser (1987): agonías, descuartizamientos, manos desolladas, desmembramientos… Una voz anuncia con delectación: “Vosotros que apilásteis en vida pecado tras pecado, nunca abandonaréis las profundidades del infierno. ¡Sufrid, sufrid! Este tormento será para siempre”. Y así es: aquí no hay narrativa propiamente dicha: el tiempo es circular o está estancado. No hay progresión alguna, solo espanto tras espanto. No hay esperanza, no hay salida: los niños no nacidos son abandonados a su suerte y las almas en pena cuelgan boca abajo o caminan sin cesar en una rueda infinita de gritos y dolor. Y pese a todo, esta representación del infierno es mortalmente bella, rebosante de colores primarios a lo Mario Bava y parece más viva que las mortecinas imágenes precedentes situadas en teoría en el mundo “real”. Al final, la película termina como empieza, con la muerte, y uno se pregunta si hay un solo fotograma que no pertenezca al mundo de los muertos. La conclusión es que todo es Infierno.

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Jigoku

Año: 1960
Un clásico del J-horror dividido salvajemente en dos mitades muy diferenciadas y que materializa lo que en todas las películas es un lugar común en sentido metafórico: el Infierno.
Director: Nobuo Nakagawa
Guión: Nobuo Nakagawa, Ichirô Miyagawa
Actores: Shigeru Amachi, Utako Mitsuya, Yôichi Numata, Hiroshi Hayashi