[Celebramos Halloween como hacemos con todo en CANINO: sobredimensionándolo. Estiramos la noche de las brujas todo un mes: cada día, aquí, durante todo noviembre, tendrás una minireseña de una película, comic, videojuego o libro relacionados con el terror y que quizás no conozcas. Si te gusta descubrir cosas, nuestro Halloween dura un mes te va a encantar. Eso sí, ojo: algunas están muertas.]
¿Soy el único que piensa en los ochenta como una piel que se estira hasta la rotura? Porque eso de tener látex y profesionales dispuestos en un rodaje provocó una ola de películas de body melt que perdió caudal con el despegue de los efectos especiales por ordenador, sustituyéndose la goma y los olores en plató por una fiebre del bit y los decorados de sábanas verdes en hangares de avión. Hasta esa oda excesiva llamada, no por nada, Body Melt (1993), este subgénero alumbró desde entradas sofisticadas y juguetonas, como Society (1989) a otras más propias, por presupuesto e intenciones, del cine indie.
Una muestra de esto último es The Carrier (1988), una película de ínfimo presupuesto que no consiguió llevar lejos a ninguno de sus implicados, pero que atesora notables méritos artísticos pese a su condición de debut. En un pueblo llamado Sleepy Rock, el joven Jake (Albert Rivera Gregory Fortescue) sufre el desprecio de sus vecinos, pues sus padres murieron en un incendio del que todos le culpan y, para colmo, parece haber una bestia morando en sus tierras. Él no se cree esas tonterías, que bastante tiene con ser huérfano y el bullying, hasta que el monstruo le asalta en mitad de la noche y, antes de morir, le contagia una misteriosa enfermedad: desde ese momento, cada objeto que toca adquiere la capacidad de disolver a cualquier ser vivo con el que entra en contacto, menos a él. Por ejemplo, cuando Jake toca un libro, éste empieza a derretir el brazo de un lugareño, y lo peor es que no se da cuenta de su dolencia hasta que ha tocado unas cuantas cosas.
La narración sigue la lógica de una pesadilla: aunque la maldición de Jake carece de todo sentido, el relato encuentra el modo de exprimirla gracias al fanatismo religioso de los habitantes del pueblo. Recorren las calles de su otrora tranquila localidad envueltos en plástico, como un post-apocalipsis de hipermercado, en busca de Jake mientras los gatos se convierten en una materia prima valiosísima, pues se usan para comprobar que un objeto se puede coger: si el gato no se derrite, es seguro.
Durante hora y media se suceden las muertes crueles e imaginativas, como una niña que se derrite ante los ojos de su padre o una mujer al que se le empiezan a abrir agujeros en el cuello cuando Jake le arroja arena, hasta un final consecuente con la chusquísima iconografía religiosa que permea el metraje. Como aquí no importan los destripes, os cuento que Jake acaba colgado boca abajo, cual Jesucristo, antes de que su cuerpo se disuelva.
A día de hoy, la que casi se ha disuelto es esta The Carrier, que pertenece a esa legión de películas que encontraron hogar en los videoclubs pero siguen apartadas del formato digital.