[Hostias como Panes es la sección de CANINO dedicada a analizar cronológicamente, película a película, golpe a golpe, despatarre a despatarre, "Nooooo" a cámara lenta a "Nooooo" a cámara lenta, la filmografía de Jean-Claude Van Damme. Desde sus primeras producciones sobre torneos imposibles de artes marciales a su consagración como meme de carne y hueso. Todo Van Damme en CANINO]
Hasta en las producciones pop más infectas (y créannos, de eso sabemos un rato) hay oro para rascar. Una interpretación de lírica ocasional, una banda sonora inusualmente afortunada, un diálogo de ingenio arrebatador entre ramplonas réplicas y contrarréplicas. Por ejemplo, en Karate Kid (1984) se pueden encontrar pocas cosas de valor, pero como mínimo hay que reconocer que despide maravillas en dos direcciones temporales opuestas: por un lado, las piezas maestras orientales que la inspiraron (miren a Oriente, al jovencito Jackie Chan, a la ralea de inimitables maestros borrachos que desató a finales de los setenta y de los que Pat Morita es solo un descafeinado reflejo); por otro, unas cuantas joyitas de serie B, la mayoría americanas (Hong Kong ya estaba a otras cosas; concretamente, haciendo los mejores thrillers de acción de todos los tiempos), que la copiaron sin excesivo sentido de la medida. Retroceder Nunca, Rendirse Jamás -una película perteneciente a una época en la que, indudablemente, se sabía cómo poner un buen título- es, como la longeva serie de Karate Kimura (1987-1993), uno de esos disparates que querían sacar tajada del inesperado éxito de la patada de la grulla. Pero su origen, sus intenciones y sus resultados le colocan a mucha distancia de la categoría de simple clon.
Para empezar, es una película producida por la hongkonesa Seasonal Films, con lo que hay, entre líneas pero con tono firme, una bella reivindicación de los orígenes estructurales de la historia-tipo que sustenta a este tipo de films: el joven aguerrido e impulsivo pero carente de técnica marcial que atraviesa, por hache o por zeta, un entrenamiento durísimo y de tintes sádicos a manos de un maestro carismático que lo convierte en una furia oriental. La Seasonal popularizó y sentó las bases de este subgénero con El mono borracho en el ojo del tigre (1978), protagonizada por el embrionario Jackie Chan que mencionábamos más arriba, cuando aún le quedaba al puñetero mucho por maravillarnos y mucho por decepcionarnos. Pues la productora hongkonesa recupera, con todo el derecho del mundo, el filón que inventó (y que ya había explotado ella misma a base de bien a principios de los ochenta), copiando a su copia, pero delirándola como sólo es capaz de lograr un equipo hongkonés filmando en Seattle con un reparto íntegramente caucasiano.
Retroceder Nunca, Rendirse Jamás presenta una curiosa paradoja: Jean-Claude Van Damme es el villano de la película, pero aquí adelanta elementos nucleares de su futura filmografía. Por ejemplo, sobre este argumento de joven aguerrido e impulsivo pero etc. etc. volvería Van Damme en la soberbia Kickboxer (1989), pero allí dando vida al protagonista. Para seguir, dos de los temas vectores de la filmografía del astro, el Doppelgänger chusco y la Sugerente Obsesión Con La Gente Que Resucita Arbitrariamente aparecen así, como quien no quiere la cosa, centrando la historia desde su segunda mitad y propiciando un inaudito giro argumental.
Concretamente: el protagonista de la historia es Jason Stillwell (el mazacote Kurt McKinney, en su primera y única película como protagonista), un joven estudiante de kárate que tiene que mudarse a Seattle cuando su padre es amenazado por los matones locales para hacerse con su gimnasio. Allí sigue las enseñanzas pacifistas de éste hasta que los matones acaban llegando a su nueva ciudad, tras lo que (sujétense aquí) Jason convoca por casualidad al espíritu de Bruce Lee para que le entrene y le convierta en una máquina de matar. Como ven, todo lo que pudo haber sido Karate Kid y no hubo bemoles. Así, el sensei Lee de pacotilla (Kim Tai Chong, que ya fue clon del mito nada menos que en Juego con la muerte -1978- y El último combate -1981-) reproduce todos los tics del actor como si estuviéramos en una brucexploitation de las que asolaron las pantallas después de la muerte del protagonista de Operación Dragón (1973). De hecho, en muchos sentidos, Retroceder nunca, rendirse jamás funciona como una brucexploitation más, pero con acabado norteamericano, lo que sin duda le otorga una peculiar sensación de extrañeza al producto.
La película es una mezcla absolutamente contranatura de orígenes: la producción de la Seasonal (y de su legendario jefazo, Ng See Yuen), la dirección de un Corey Yuen inspiradísimo (por la misma época rubricaba en Hong Kong algunas de las mejores secuencias de acción de la historia del género, en producciones como Al borde de la ley -1986- o Los tres dragones -1988-), la estructura argumental, el humor imbécil y el estilo con el que están rodadas las secuencias de lucha (levemente acelerado, a base de planos generales, con un montaje que explica y no oculta) son cien por cien orientales. Solo con las escenas de combate, uno juraría que está ante una película oriental coprotagonizada por… uhm… un belga, pero no. O sí: Retroceder nunca, rendirse jamás ES una película oriental coprotagonizada por un belga, pero contaminada por el éxito de Kárate Kid y con unas gotitas de lo peor de la estética Cannon. Los villanos, por ejemplo, son puro Joseph Zito: el chulo engominado, el mostrenco barbudo y el sádico silencioso. O el sidekick inevitable, que se marca un rap del kung fu absolutamente demencial.
En cuanto a nuestro héroe, hace de supernémesis en una línea muy similar a la de otros mazas de la época como Dolph Lundgren en Rocky IV (1985) o Schwerzenegger en Terminator (1984), que debutaron -o casi- con diálogos compuestos de gruñidos y el típico planito en el que hacían chocar los puños. Los propios. Aquí Van Damme es el esbirro mudito pero letal, el elemental Krashinski El Ruso, al que se describe gloriosamente como “Awesome Machine of Annihilation”. Krashinski, que ya lleva la onomatopeya a cuestas, se presenta para el combate final cargado de maquillaje (¡los eyelines de rigor! ¡ya ganando puntos para futuras y obvias consagraciones vandámicas!) flanqueado por cuatro hispanos que le hacen masajitos y llevan la camiseta por dentro. Un poco un símbolo de lo que es todo en esta película, entre clones de ídolos, comedia adolescente, y hongkoneses haciendo lo que ellos creen que es «cine comercial»: un poema. Un poema de amor.
Te-Emes de Van Damme: “Aaaaargh” de furia™, Apertura De Patas™
Calificación: Bruce Lee redivivo con cara prestada + peleas extraordinarias + rivalidades territoriales + break dance + el mejor actor de todo el reparto es Van Damme = OOOOOOOO (ocho hostias sobre diez)
NOTA: Este texto fue originariamente publicado en El Focoblog, ahora fuera de combate. Ha sido extensamente revisado y reescrito para una nueva generación de lectores. Chócala.
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