Por supuesto que tenía que ser J. A. Bayona el encargado de dirigir la secuela de Jurassic World. El cineasta catalán lleva tiempo demostrando que ha nacido para coger las riendas del legado de Steven Spielberg, uno que conjuga el suspense light, la emoción primigenia y el sentido de la maravilla que ha ido cultivando religiosamente su cine, y sin duda Jurassic World: El reino caído, por primera vez desde 1993, mantiene todos estos ingredientes a pleno rendimiento. Así como se adscribe a una tradición centenaria, la de adorar con la cámara a los dinosaurios… sin en realidad respetarlos del todo.
Es posible que la quinta entrega de una saga que este mes cumple ya un cuarto de siglo no sea la mejor película de su director, pero sí se trata indudablemente de su mayor demostración de fuerza. Luego del paso de tres realizadores distintos, y de una cuarta parte que se negaba a decir nada artísticamente relevante en favor de un discurso posmodernista obscenamente explícito, que J. A. Bayona haya logrado que su estilo sea omnipresente en las dos horas y pico que dura el film dice mucho de su personalidad, o en todo caso de la persuasión con la que conseguido lidiar con los ejecutivos de Universal a lo largo de la producción. También, del voluntario distanciamiento que ha decidido establecer entre su puesta en escena y el guión escrito a cuatro manos entre Derek Connolly y, sí, ese cerebro malicioso que es Colin Trevorrow.
Jurassic World: El reino caído tiene mansiones siniestras, traumas maternofiliales, sensiblería over the top -no demasiado bien encauzada en ciertos tramos-, planos de autohomenaje, y, sí, también tiene a Geraldine Chaplin, para confirmar que éste es un film tan Bayona como el que más, pero además cuenta con un guión empeñado en tratar cuestiones existencialistas que le vienen realmente grandes. De forma muy similar a la pedestre Jurassic World, el libreto de esta secuela se revela como una monumental confusión de ideas que por suerte no afecta al cristalino trabajo de Bayona, pero que en cualquier caso acoge cierta coherencia con el tratamiento que el dinosaurio ha ido recibiendo a manos de la cultura popular desde el principio de los tiempos. Un tratamiento que, quizá, jamás vaya a tener una imagen tan paradigmática como aquella que nos brinda el realizador a la mitad del metraje de su último film: reptiles prehistóricos metidos en jaulas mientras un grupo de hombres blancos y millonarios puja por ellos.
Cómo empezó la subasta
La citada escena contiene una potencia conceptual de la que es probable que ni siquiera el gilí de Trevorrow (o el bueno de Bayona) hayan reparado, al ser una que tiende un puente hasta más de cien años atrás. Situémonos: 1912, el mundo no ha pasado aún por ninguna dinomanía -es un mundo triste y gris-, pero Arthur Conan Doyle ha publicado El mundo perdido. Una formidable novela en la que un grupo de aventureros descubre que, en algún lugar de Sudamérica, dinosaurios y otros seres prehistóricos se mantienen con vida y en paz. No obstante, estos aventureros no se ven en la necesidad de huir de los velocirraptores o de temer la grandeza del T-Rex, ya que… bueno, los dinosaurios no hacen mucho más aparte de estar ahí, a lo suyo. Supondrá un mayor problema, en cambio, la existencia de una tribu de humanoides de aspecto simiesco que harán todo lo posible para que su expedición acabe envuelta en sangre y vísceras. Pero los dinosaurios bien, a lo suyo, enriqueciendo el safari. El peligro de verdad lo suponen las criaturas que más se parecen a los humanos, y Conan Doyle, que a fin de cuentas era un intensito, lo sabe bien.
Dos años después, Winsor McCay realiza Gertie, the Dinosaur, uno de los primeros cortometrajes de animación tradicional, protagonizado por un cuellilargo de enorme bonhomía. En su primera versión, el corto se reduce al dinosaurio de marras moviéndose, comiendo y contemplando al espectador con mirada bobalicona, pero en su versión destinada a los cines, McCay le añade unos retoques muy curiosos. De esta forma, Gertie the Dinosaur se convierte en la historia de un pique entre dos dibujantes, George McMannus y el propio McCay, por el cual el segundo insiste en que es capaz de devolverle la vida a un animal del que hasta entonces sólo se habían visto los huesos. Y dicho y hecho. El corto animado se proyecta ante una platea llena de dibujantes, científicos e intelectuales —muchos de ellos con monóculo, aunque con el b/n no se aprecie bien—, y McCay va dándole órdenes a su mascota. Gertie, que al igual que sus descendientes en Parque Jurásico es hembra, obedece dócilmente y demuestra lo bien amaestrada que está ante un público que no deja de aplaudir y de consagrar al realizador como un tipo de lo más visionario y guay. Al dinosaurio, como concepto, le han bastado dos asaltos para ser un animal al que contemplar, y al que domesticar sin demasiado esfuerzo, para alegría de la especie humana.
La película original de King Kong, ya yéndonos hasta 1933, sigue empequeñeciendo cualquier posible temor que puedan inspirar estos seres cuando, en una de sus escenas cumbre, el gigantesco simio -y vuelve la necesidad de erigir un estado bestial y primigenio del hombre como lo verdaderamente aterrador- le da de hostias a un T-Rex sin despeinarse. Peter Jackson, un siglo después, aumenta el número de lagartos a tres porque todo en ese remake funciona así, pero el resultado es más o menos el mismo. El dinosaurio no tiene ninguna posibilidad.
Las mascotas más demandadas
Hay muchas teorías acerca de por qué los dinosaurios gustan tanto a los niños, y aunque una respuesta muy socorrida sea que han sido marketeados para ellos de forma específica -dejando a las niñas sistemáticamente de lado-, centrémonos en aspectos algo más filosóficos para no dar aún el artículo por terminado. Yo mismo, como tantos otros, ya conocía a unos tiernos seis años de edad una ridícula cantidad de latinajos, e incluso, cuando vi por primera vez Parque Jurásico (uno de los días más importantes de mi vida), no dejaba de preguntarme por qué el parque acogía ese nombre, cuando lo cierto es que la mayor parte de animales que aparecían en el film pertenecían al período Cretácico. Sí, ése era el nivel, y nunca tuve necesidad de preguntarme cómo demonios había llegado a preguntarme ese tipo de mierdas.
Hasta ahora. Mirando superficialmente qué piensa la gente que piensa, parece que los chavales sienten tanta atracción por estos reptiles prehistóricos debido a que suponen la señal más clara de lo vieja que es la Tierra. No sé yo. También se ha dicho que es debido a que son figuras inherentemente trágicas, y quizá por ahí empecemos a entendernos. Sin duda, la extinción de los dinosaurios fue una absoluta tragedia, pero también es cierto que, si siguieran entre nosotros, difícilmente iban a ser merecedores del amor de los críos, porque bastante tendrían éstos con escapar cada vez que se encontraran con uno para no ser aplastados o devorados. Probablemente la clave sea que los dinosaurios, pese a su gran tamaño, su voracidad, y su milenaria capacidad para molarlo todo, ya no suponen amenaza alguna. Ya han sido derrotados. Y tiene sentido, porque desde luego la cultura popular también nos ha condicionado a pensar así.
En 1960, Los Picapiedra nos hicieron viajar a una época antediluviana donde, aún así, la hegemonía humana se había hecho con el ecosistema, y los demás animales que lo habitaban eran esclavizados y destinados a tareas tan infames como abrir latas de cerveza, servir de medios transporte, emular alcachofas de ducha o, en el más respetable de los casos, se limitaban a ser una mascota tan sumisa como entusiasta. Parecía que no podían caer más bajo y en efecto, después de los estragos de Los Picapiedra, sólo quedaba recuperar un mínimo de dignidad, pero tampoco mucha. Al fin y al cabo, ni siquiera un monstruo de evidente ascendencia jurásica (o cretácica o triásica, no estoy muy seguro) como Godzilla se había librado de acabar ayudando al pueblo japonés; los dinosaurios necesitaban reinventarse, pero dentro de los estándares occidentales. Necesitaba pasar de ser una mascota esclava a una mascota igualmente esclava, pero también adorable.
Así fue como se estrenó en 1988 En busca del Valle Encantado, una de las múltiples obras maestras de Don Bluth, que canalizó décadas y décadas de opresión en una escena de apertura que hay que ver para creer. El nacimiento de Piecito, un dibujo primorosamente diseñado para generar chillidos enternecidos y deseos de posesión (de su juguete), servía igualmente a la tendencia a hacer de los suyos seres en absoluto intimidantes, pero al menos, por vez primera, les daba la capacidad de hablar, y de protagonizar sus propias historias. Los dinosaurios adquirieron más vida y personalidad que nunca, y gracias a esto dieron por inaugurada la dinomanía definitiva, y la más poderosa y visceral.
Cuando los dinosaurios dominaban la Tierra, o eso creían
En busca del Valle Encantado fue un tremendo éxito en taquilla y generó una cantidad insana de secuelas, a cada cual peor -con deciros que llegado un momento los personajes empezaron a CANTAR-, pero ésta fue la más discreta de sus consecuencias. En los años posteriores se lanzaron todo tipo de productos destinados al público infantil aprovechando el boom prehistórico, tales como las célebres galletas Dinosaurus —si no las incluía en este artículo reventaba—, las series de dibujos Denver, el último dinosaurio, o Tiranosaurius Rex —protagonizada por unos hermanos que combatían el crimen en Ciudad Reptil pero que en sus ratos libres eran músicos de jazz—, el programa infantil Barney y sus amigos, la serie humorística Dinosaurios, los Dinozords de Power Rangers y, por supuesto, Parque Jurásico. Una película dirigida por Steven Spielberg tras haber auspiciado también la producción de En busca del valle encantado y estrenada en un año, 1993, especialmente proclive a esta fiebre.
A finales de mayo de ese año llegaba a las carteleras Super Mario Bros., la primera película basada en un videojuego, a la que no le hacía falta tener a la vuelta de la esquina el estreno de Parque Jurásico para fracasar irremisiblemente. Quizá alentados por la dinomanía que se respiraba en las calles, los guionistas del film —que no dejaron de reescribirla durante todo el rodaje— quisieron hacer una reestructuración completa del universo del juego de Nintendo y se sacaron de la manga que, cuando ese meteorito impactó contra la Tierra hace 65 millones de años, los dinosaurios no se extinguieron, sino que fueron recluidos en una realidad alternativa. Una idea prometedora de por sí, pero que difícilmente iba a conectar con el imaginario de Super Mario, y que sólo fue la primera de las muchas pifias que llevaron al derrumbe de la película de Rocky Morton y Annabel Jankel, matrimonio que por cierto no llegó siquiera a acabar el rodaje.
No corresponde en este artículo enumerar las virtudes de este film maldito -que algunas hay, en serio-, pero sí destacar que Yoshi, la cría de T-Rex que en un momento dado se hacía amiga de Daisy (Samantha Mathis), acababa suponiendo sin mucha dificultad lo mejor de la función. Su condición de criatura mona y benévola, dispuesta a adorar y servir a Daisy hasta el final de sus días, se adscribía con facilidad a la corriente reinante, y puede que hubiera conseguido hacerse amigo de los niños si días después no se hubiera estrenado Parque Jurásico, con el furibundo éxito que supuso, y unos cuantos meses más tarde Rex, un dinosaurio en Nueva York.
Esta mediocre película de dibujos también producida por Steven Spielberg —que no pudo evitar hacer directa referencia a su film anterior en un par de planos—, hacía gala de un punto de partida sorprendentemente similar a la adaptación de la novela de Michael Crichton: un anciano megalomaníaco que trae de vuelta a los dinosaurios para que hagan las delicias de la humanidad. O, más concretamente -y esto es lo que hace de Rex, un dinosaurio en Nueva York una película interesante pese a todo-, las delicias de los niños, que en todo momento aparecen retratados como un colectivo cuyo mayor deseo es que los dinosaurios vuelvan a la vida. Y sí, las niñas también. Quizá Spielberg quería modificar utópicamente el target, o más probable -y dado que en Parque Jurásico Lex (Ariana Richards) veía castigado su escepticismo con un baño en las babas de un brachiosaurio-, Spielberg sólo hacía lo que siempre ha hecho a lo largo de su carrera: ser un optimista bastante ajeno a la realidad.
En cualquier caso, la relectura de los dinosaurios como animales de compañía, aliados inofensivos, o meros objetos de consumo, siguió su curso luego de 1993, y dos años después vimos en Dino Rex cómo un tiranosaurio llamado Theodore tenía que ayudar a Whoopi Goldberg a resolver misterios —benditos noventa—, y en Toy Story cómo Rex, directamente, y sin disimulos porque ya para qué, pasaba a ser un juguete.
Bienvenidos a Jurassic World
Decía Svetlana Boym que el dinosaurio es el animal perfecto para la nostalgia porque nadie recuerda cómo era, y aunque la primera Parque Jurásico tratara de rebelarse contra este postulado mediante justificaciones pseudocientíficas —porque Mr. ADN es mucho Mr. ADN—, sí que es cierto que a medida que fue avanzando la saga ésta fue haciéndose más y más autoconsciente.
Por eso el mayor peligro en el clímax de Jurassic Park III lo suponía un niño hipnotizado por Barney y sus amigos en la televisión, y por eso Jurassic World se lanzaba con tantas ganas a ser tanto un comentario metacinematográfico como, forzosamente, un film avergonzado de sí mismo. Estrenado en plena era de la nostalgia, los personajes de la película de Colin Trevorrow nos confirmaban con una explicitud extenuante que no sólo sabían que se encontraban dentro de una película, sino que también sabían que ésta era una mucho peor que la Parque Jurásico original. Con Lowery (Jake Johnson) haciendo de particular Randy Meeks, el film de Trevorrow se hacía constantemente la puñeta a sí mismo, incapaz de emular cualquier sentido de la maravilla no sólo debido al CGI patatero, sino también a los constantes guiñitos de ojos, y la música de John Williams empleada como hilo de ascensor.
Dicho esto, debo aclarar que Jurassic World me gusta, e incluso me parece una película ciertamente fascinante. Y es que al poco de empezar, Trevorrow te planta algo que siempre quisiste ver, esto es, dinosaurios fotorrealistas en formato bebé, pero haciéndolo frente a un chaval que pasa de los dinosaurios. En serio. Pasa. Y te preguntas cómo puede ser, cómo puede existir alguien así, que tenga delante a una cría de triceratops y se quede como pues vale, antes de que la trama siga su curso y te anuncie que, en el universo alternativo donde transcurre la película, los dinosaurios ya no son guays. Por eso ha sido necesario crear artificialmente un dinosaurio nuevo, el más grande y terrorífico que científicos y economistas puedan diseñar. El Indominus Rex así, se perfila como el resultado de años y años de utilizar el dinosaurio como juguete capitalista, que es capaz de cambiar según sea necesario y de, en resumen, hacer lo que al ser humano se le antoje. No es casual, en ese sentido, que esta película también contemple, por primera vez, hablar de velocirraptores amaestrados.
Por supuesto, acaba siendo el Tiranosaurus Rex, el único y el original, quien por fin se permite una pequeña victoria al acabar con el Indominus —en Jurassic Park III, sin embargo, ya había mordido el polvo frente al Spinosaurus, un dinosaurio que de verdad existió pero que igualmente fue traído a esa secuela porque era muy grande y fiero—, y la película, por mucho cinismo y mala leche que hubiera mostrado hasta entonces, se queda en un artefacto nostálgico tan inane como El despertar de la Fuerza, Stranger Things, Ready Player One, Creed y ochocientos productos más. Porque, pese a todo, el T-Rex sigue siendo un animal derrotado, encerrado en un pasado que sólo existe como ficción de blockbuster, y como un reiterado sometimiento a una cultura pop que hace de él lo que mejor le convenga. Porque, en realidad, el T-Rex y el Indominus Rex son lo mismo. En realidad el T-Rex, matando al Indominus, se está matando a sí mismo para disfrute de la audiencia. Toma giro loco ahí.
Y ahora qué
Poco después de Jurassic World, que logró unos números delirantes —se llegó a hablar de un reboot de la dinomanía, incluso, y así fue cómo nos enteramos de que ésta había llegado a concluir, en algún punto—, Pixar se decidió por fin a estrenar El viaje de Arlo, cuyo título en inglés (The Good Dinosaur) nos aseguraba que seguiríamos sin ver dinosaurios que fueran peligrosos y cabrones, pero a cambio ofrecía una vuelta de tuerca tan ocurrente como ancedótica: ahora, la mascota sería el humano.
Prácticamente, a lo largo de la historia del cine no hemos visto otra cosa que dinosaurios “buenos”, y en la actualidad se ha llegado a contemplar, incluso, cómo la “bondad” de criaturas enormes que no acabamos de entender trascendía el ámbito jurásico (o cretácico, o triásico, o yo qué sé) para centrarse directamente en lo monstruoso. Proyecto Rampage, La forma del agua, Kong adquiriendo por fin el estatus de superhéroe en Skull Island… y, claro, Un monstruo viene a verme, de J.A. Bayona. Al final, por más engendro listillo que le dejara Colin Trevorrow en herencia, el cineasta catalán sí que resultaba ser el candidato idóneo para continuar con la gestión del legado de Parque Jurásico, y en efecto, en El reino caído asistiremos a cómo los dinosaurios siguen siendo criaturas totalmente a merced de los humanos, e incluso la perspectiva de una nueva extinción pugnará por hacernos salvadores hipócritas. Si es que hasta hay otro dinosaurio creado en laboratorios. Qué me estás contando, Colin.
Sin embargo, Jurassic World: El reino caído resulta la mejor incursión en esta desquiciada mercadotecnia desde la película de 1993, y esto no es sólo debido a la pericia de Bayona, o a un tercer acto que de verdad dan ganas de aplaudir entre lágrimas y chillidos de felicidad. Jurassic World: El reino caído es el mejor Parque Jurásico desde Parque Jurásico por todo lo que prometen sus minutos finales que aquí no pretendemos spoilear, pero que sí anunciaremos como un gran cambio en las reglas de juego. Porque puede que los dinosaurios ya no dominen la Tierra, pero desde luego nunca se han merecido este indiscriminado mamoneo.