He aquí la imagen que vería un televidente norteamericano en los años setenta: Un tipo obeso, de ojos pequeños y vivaces, enfundado en una toga alba con franjas púrpura. Su oronda cabeza está adornada con hojas de laurel doradas: todo un rey en cualquier baraja de naipes. Corona el disfraz un puro en la mano derecha y dos concubinas a sus pies. No se engañe el lector: todavía estamos en 1976, en el programa de mayor audiencia de los Estados Unidos: Tonight Show de Johnny Carson.
“Quizá el nombre de un hombre no importe demasiado…”
Orson Welles en F for Fake, Paris, Specialty Films, 1975
El sketch, ramplón y un tanto zafio, muestra el enfrentamiento de un soberano obstinado frente a su bufón. Este último es un Carson embutido en ropas doradas, mallas incluidas, que responde con ingenio limitado –era un hombre de equipos de guionistas, según las malas lenguas- a una presencia imponente.

Orson Welles en el programa de Johnny Carson, 16 de Julio de 1976
En medio de los chascarrillos, chistes rijosos y esos colores lívidos de las vetustas 365 líneas, el rey clava la mirada a Carson y dice con agudeza: “Yo he visto representar a algunos cómicos, que otros aplaudían con entusiasmo, por no decir con escándalo, los cuales no tenían acento ni figura de cristianos, ni de gentiles, ni de hombres; que al verlos hincharse y bramar, no los juzgué de la especie humana, sino unos simulacros rudos de hombres, hechos por algún mal aprendiz. Tan inicuamente imitaban la naturaleza”.
El actor Jack Lemmon consideró ese monólogo, según transcribe Peter Biskind, “la mejor interpretación de Shakespeare” que había visto en televisión. Era un rasgo de genialidad en un programa hecho para “tarugos”, según cita directa del actor de La extraña pareja. Él se dio cuenta que el intérprete de ese soliloquio hablaba de Carson utilizando al bardo genial. Poco después, este rey Lear destronado desapareció poco a poco como colaborador en el programa: Roma no pagaba a traidores, a pesar de la toga.
Ese hombre era Orson Welles y deambulaba en las televisiones para pagar sus facturas como animal herido; rey convertido en bufón. El autor total caído en desgracia, acostumbrado a mendigar a sus más cercanos, y cuyo estoque fue dado por una comediante; escritora satírica en su propia tradición volteriana: Pauline Kael.

Welles disfrazado en el programa de Carson
Una cómica disfrazada de crítica
El crítico americano David Bordwell, de gran rigor en sus trabajos, consideró a Kael en Poetics of Cinema una autora “sensacionalista”. Con esa invectiva mediante, se debe reconocer a esta escritora menuda, de voz atiplada y conocida por su humor ácido, el inmenso mérito de empezar casi desde cero. Más al nacer y crecer en algo tan opuesto a los centros intelectuales norteamericanos como la localidad rural de Petaluma, en California.
Toby Talbot, promotor neoyorkino que conoció a Kael antes de su éxito, recuerda que era capaz de hablar «desde Heidegger a los vegetales frescos”. Pergeña, incluso, una imagen con cierta gracia de una mujer poco dada a tener retratos positivos: describe a la agria crítica tendida en su sofá “con un Whisky en una mano y el cigarrillo colgando en la otra”. Era decidida, ambiciosa, “orgullosa de sus piernas, amante de la ropa, coqueta y todo un carácter…”. Su descripción tiene cierta calidez, no es ningún injurio, aunque no omite recordar que le arruinó el sofá por la nicotina de su cigarro…
La ambición de Kael, que en cierto sentido admiraba Talbot, le permitió pasar de ser una reseñista local en Berkeley a faro crítico tras la edición de su libro recopilatorio La perdí en las películas del año 1965.

Una joven Pauline Kael
Mamporrera inmisericorde, de juicios obstinados e intensos, propugnaba por cierta naturalidad en el cine que se opusiera a las anquilosadas producciones de estudio de los años sesenta. Esto le provocó varias expulsiones de revistas, de McCall’s a New Republic, para acabar en su lugar natural: The New Yorker en el año 1967. ¿Cómo lo consiguió? A través de una crítica donde ensalzaba Bonnie and Clyde.
Paradigma, vehículo más bien, del nuevo Hollywood, había sido condenada por la vieja cinefilia y los guardianes de las virtudes en el código Hays. New Republic se negó a publicar su largo ensayo sobre el filme, que superaba las cinco mil palabras, y el semanario neoyorquino decidió darle todo el espacio posible. Defendía Bonnie and Clyde, así, con su estilo personal; tan poco científico como apasionante de leer: “Nuestra experiencia a la vez que vemos el filme tiene conexión con la manera en la que nosotros reaccionábamos a las películas en nuestra niñez: cómo llegábamos a amarlas y sentir que eran nuestras”.
Había nacido una estrella, destinada a domeñar la crítica de cine en Estados Unidos durante los años setenta. Era lo más opuesto al crítico de academia, formado bajo la maestría de André Bazin y que representaba en Estados Unidos Andrew Sarris. El citado Bordwell considera esta comparación en sus propios términos, ya que deja entrever la falta de rigor de Kael y cree que mientras “Pauline buscaba los errores de las películas, Sarris intentaba descubrir sus momentos líricos”.
Dos estilos contrapuestos que chocarían por la teoría crítica de vanguardia: el autor.

El crítico Andrew Sarris
¿Quién dirige al cámara?
Bazin publicó en abril de 1957, en el número 70 de Cahiers Du Cinema, su célebre opúsculo sobre La política de los autores. En el texto este párrafo resume bien lo que pretende y qué reivindica: “La política de los autores consiste, resumiendo, en elegir el factor personal en la creación artística como medida de referencia y, entonces, como resumen que continúa e incluso progresa de un filme a otro”.
Para el tiempo la teoría resultaba revolucionaria; todavía tenía mucha fuerza el cine producido en estudio por Hollywood y la idea de que las películas se creaban de manera colectiva. Son las manufacturas de Irving Thalberg o David O. Selznick, que solían compartir técnicos, tramas e incluso una compañía de actores. Los críticos cahieristas buscaron, reivindicaron a las firmas heterodoxas que daban una autoría determinada, una visión, en este cine de Hollywood. Muchos de ellos no tuvieron éxito total allí, Max Ophüls o Fritz Lang, pero suponían casi siempre la garantía de una visión acusada, fuertemente individual, y que ni siquiera los estudios podían llegar a purgar.

El ensayista André Bazin, de corta vida y larga sombra posterior
Orson Welles, ídolo caído en la industria por sus constantes choques por el corte final –que, recuerdan sus biógrafos, tienen mucho de sus propios fantasmas personales-, era la pieza clave en ese puzle de la autoría. Niño prodigio, dramaturgo social valiente en el Mercury Theatre, había sido expulsado de Hollywood por el atrevimiento de su filme debut Ciudadano Kane de 1941. Allí parodiaba al influyente magnate de la prensa William Randolph Hearst y contaba sus intimidades, algo que suponía una condena social en los Estados Unidos de inicios de siglo.
Welles, como autor modelo estadounidense, acabó dando tumbos en producciones menores, pero casi siempre de una calidad pertinaz (destacan, al azar, El cuarto mandamiento -1942-, Otelo -1952- y sin duda el espléndido noir tardío Sed de mal -1958-). Todos esos filmes que realizó luego de Kane eran de escasísimo presupuesto, levantados fuera de los Estados Unidos (muchas veces en España, a la que el realizador adoraba), y de gran imaginería.
Una película como Campanadas a medianoche, del año 1965, es un buen ejemplo de cómo Welles podía crear un trabajo impresionante en lo visual a través de la ingeniosa puesta en escena y un montaje rápido. La propia Kael consideró este filme en New Republic (1967) como uno de sus “mejores” y “menos vistos”.
Si Orson Welles era el autor total, con su fama en el Mercury y sus producciones para la radio (no solo La guerra de los mundos de 1938, fue también la voz de La sombra en la radio durante años en Estados Unidos), Andrew Sarris suponía el ariete de esos realizadores entre sus compañeros de crítica americanos.
Nacido en Brooklyn, en Nueva York, en 1928, se convirtió en su madurez en una firma consistente e influyente en revistas como Film Culture o The Village Voice. En 1962 Sarris publicó su opus en torno a Bazin llamado Notas sobre la teoría de autor. En él defendía la búsqueda de la visión única por encima de la colectiva. Resumía, de manera un poco irónica: “Aunque la teoría del auteur valora el conjunto del trabajo del director en lugar de las obras maestras aisladas, se espera que los grandes directores hagan grandes películas de manera frecuente”

Sarris en un ciclo de Humphrey Bogart, Nueva York
Pauline Kael, todavía de fama incierta, respondió al texto con vehemencia en Film Quarterly (1963). Bajo el título Círculos y cuadrados, la periodista criticaba el reduccionismo de esa hipótesis, que olvidaba las aportaciones colectivas, y también esa defensa ciega de cualquier autor, incluso en sus obras más débiles: “Hace unos años, un amigo que hacía crítica de una producción teatral de Jean Renoir llamada Carola en la Universidad de California la aclamó como ‘obra de un genio’. Cuando pregunté a mi amigo cómo podía describir así esta pieza tan desafortunada, respondió ‘porque, claro, es la obra de un genio: Renoir es un genio, así que cualquier cosa que haga es la obra de un genio’. Esto puede resumir en pocas palabras la teoría de autor (solo hay que sustituir ¡Hatari! de Howard Hawks por Carola)”
La pugna entre estos dos críticos, que duró décadas, fue llamada con el tono amable de Sarris una “dialéctica”. Ahora bien, tuvo a Orson Welles como mártir silente. Para ello Kael contó con un poderoso aliado; un Sarris californiano: el investigador audiovisual Howard Suber. Ella lo describió como “bueno en los seminarios, aburrido como conferenciante”, según el biógrafo de la californiana Brian Kellow. Sería su cómplice inadvertido en el “intento de asesinato” de Welles que habría de cometer Kael bajo el nombre de Raising Kane.
Las piezas de puzle de Charles Foster Kane

Pauline Kael en el año 1977
¿Era Kael la gran enemiga de Orson Welles? No lo parece viendo su historial de críticas del director americano. Hemos visto su opinión de Campanadas…, pero llega a defender la maldita y cortada El cuarto mandamiento como una película con más “profundidad” que Kane y define la interpretación de Welles como Harry Lime en El tercer hombre del año 1949 como inimitable.
Brian Kellow iluminó el origen del artículo sobre Ciudadano Kane y Orson Welles: fue un encargo de Bantam Books en 1968 para un prólogo al guion de rodaje de Kane. En principio, afirma Kellow, Kael lo rechazó, pero el otro autor que iba a hacerlo, y que el biógrafo no nombra, no pudo concretarlo.
Con un adelanto de 375 dólares, Pauline se lo pensó por segunda vez y aceptó. Concibió el texto, así, como una “defensa” del guionista, el cual carecía de cualquier importancia en Hollywood según su opinión. Para ello utilizaría como elemento central la jugosa figura personal de Herman J. Mankiewicz, co-autor del guion del film y biografía maldita debido a su temprana muerte en 1953.

El guionista Herman J. Mankiewicz, figura olvidada en el génesis de Ciudadano Kane
Lo interesante es que Kael no realizó una investigación concienzuda y entrevistó solo al productor John Houseman. Este era enemigo inveterado de Welles como autor total y tenía con el realizador una relación tormentosa; propia de una “novela rusa” según perspicaz definición del investigador y cinéfilo Joseph McBride.
Eran fuentes parciales, sí, pero para compensar un reportaje con sesgo Kael utilizó al citado Suber como aparato crítico. Lo mezquino en Pauline Kael es que “compró” la investigación de Howard Suber con el adelanto de Bantam, afirma Kellow. La única condición era no citarle en el texto, que firmaría ella sola. En perspectiva, afirma Suber ahora, se sintió “como si hubiera sido violado por el cura de la parroquia”.

Howard Suber, profesor de la UCLA y firma silente en el excelente texto de Kael
Raising Kane, así, vio la luz el 20 de febrero de 1971 en el New Yorker, en su primera parte. La segunda apareció el número siguiente, el 27 del mismo mes. 50.000 palabras de erudición cinematográfica llevada a las masas: un ejemplo de texto de brillante escritura que convirtió los datos puros de Suber, insufribles para el lector medio, en un pasaje de ensayo fílmico. Otro biógrafo de Kael, Will Brantley, considera este texto la “Piedra Rosetta” de su producción narrativa. Su inicio resulta todavía célebre: “Ciudadano Kane es quizá la única película hablada americana que parece más fresca ahora que el día que se estrenó. Podría incluso parecer todavía más fresca. Todo aquello que en la película resultaba convencional y casi banal en 1941, está tan lejano en el pasado que se había olvidado y ahora resulta nuevo, y sus caracterizaciones pop parecen modernas, mejores de lo que fueron en su tiempo”
Gracias a la investigación de Suber y sus entrevistas, Pauline Kael hace un retrato literario de Mankiewicz, mencionando su fama de beodo y su relación con el entorno de William Randolph Hearst. Allí, según afirma Sara Mankiewicz, su marido ejercía de payaso, de “ingenio pagado”, amenizando las fiestas de nuestro Kane; un Noel Coward estadounidense. Llegó a ser amigo de la mujer de Hearst-Kane, Marion Davies, y gracias a ello muchas de sus intimidades acabaron en el film (la afición de esta a los puzles…). El personaje del escritor en la película, Jed Leland (una excelente interpretación de Joseph Cotten), está basado en el propio Mankiewicz, a decir de su mujer.

Marion Davies, actriz menor convertida en personaje de ficción por Mankiewicz
En cuanto a la producción, Kael refiere cómo John Houseman encargó el guion a Mankiewicz y Welles lo utilizó como base para su versión final. En principio Welles no quería que el guionista tuviera crédito, hubiera perdido parte de los honorarios, de creer al hijo de Mankiewicz. A través de la amenaza velada del escritor, que casi llegó a una denuncia pública (amenazó con pagar una página de publicidad en los periódicos…), obtuvo el crédito al inicio del filme gracias a la mediación de la productora RKO. En los últimos años, para finalizar el pleito sobre el génesis de esa idea, el guionista Budd Schulberg declaró en New York Times que el guionista había hablado ya con su padre, B.P. Schulberg –productor de cine-, respecto a filmar una historia en torno a la biografía de Hearst. El rencor de Herman Mankiewicz a Orson Welles, según su mujer Sara y el investigador Barton Whaley, duró hasta su muerte.
Kael y Suber describen con pericia, además, el contexto histórico de Kane a través de la moda de las películas cómicas de “noticieros” y periodistas de los años treinta, ofreciendo nueva luz al film fuera del análisis narrativo. Este último, “el dispositivo formal” según Jonathan Rosenbaum en su respuesta al texto en Film Comment, se omite en el lenguaje teatral y acientífico de Kael. Es esa gran subtrama, la reconstrucción del hombre a través de sus obras, que Jorge Luis Borges radiografió como nadie en su reseña para el número 83 de La Revista del Sur en el año 1941: “Las formas de la multiplicidad, de la inconexión, abundan en el film: las primeras escenas registran los tesoros acumulados por Foster Kane; en una de las últimas, una pobre mujer lujosa y doliente juega en el suelo de un palacio que es también un museo, con un rompecabezas enorme. Al final comprendemos que los fragmentos no están regidos por una secreta unidad: el aborrecido Charles Foster Kane es un simulacro, un caos de apariencias (…). Este film es exactamente ese laberinto”.
A pesar del excelente trabajo de investigación que realizó Suber y embelleció Kael, lo que planteaba ese texto no era dilucidar el génesis del filme, ni siquiera analizarlo de manera narrativa -como en esos párrafos excepcionales de Borges-, sino negar de manera implícita la autoría de Welles. De hecho, nunca quiso entrevistarlo para contrastar las otras fuentes. La intención es clara, sin duda, ya que la autora tiende a ser maliciosa en su análisis del realizador: “La compañía Mercury no se sorprendió de Welles tomando el crédito del guion; ellos tenían experiencia con esa debilidad suya. Muy pronto en su vida como prodigio, Welles parece haber caído en la trampa en la cual han caído muchos hombres menos conocidos: creerse su propia propaganda y pensar que él era el conjunto del trabajo creativo: productor, director, escritor y actor. Puesto que él podía hacer todas esas cosas, imaginó que las hizo todas”.
Era la crítica californiana en su vertiente más ladina: la respuesta del rey caído, orgulloso en su toga con franjas purpuras, no se haría esperar.
El tercer hombre
Es difícil encontrar un director más parecido a Orson Welles, más condenado a repetir sus circunstancias de auge y caída, que Peter Bogdanovich. Conoció al director en el año 1968, en Beverly Hills (Los Ángeles), y empezó a grabar entrevistas con él. Todas ellas finalizarían en el célebre libro This is Orson Welles, publicado en el año 1992. Los dos directores tuvieron una relación cambiante, con altibajos, pero que a inicios de los años setenta era sólida.

Hourseman, némesis de Orson Welles en su madurez, ganó notoriedad en los últimos años de su vida por el Óscar como secundario en ‘Vida de estudiante’ del año 1973
Bogdanovich, incluso, llegó a arriesgar su vida en el filme inédito de Welles The Other Side of the Wind, que pretende finalizar Netflix. En su discurso de homenaje en el American Film Institute en 1975 recordaba: “Estábamos rodando una escena en un tejado para The Other Side of The Wind, a una altura de 8.000 o 9.000 metros, y el sol estaba poniéndose. Orson estaba en la otra punta del tejado con la cámara. Me gritó, entonces, ‘Peter, venga, corre cruzando el tejado ¡rápido! ¡estamos perdiendo luz!’. Claro, era un actor, y buscaba motivación. Le pregunté: ‘Vale, pero ¿cómo cruzo el tejado?’. Welles respondió: ‘Te lo diré cuando llegues’.”
Esta anécdota resulta un buen resumen de esa relación de admiración de Bogdanovich a la prestancia de Welles. Su fidelidad, incluso, le llevaría a una prueba mayor: responder el texto de Pauline Kael en Esquire en su número de octubre de 1972. Hablamos de “responder” y quizá es una idea falaz: Bogdanovich firmó con su nombre una respuesta que en gran parte redactó Welles y que respondía punto por punto las acusaciones de la crítica californiana.
Se trataba de una cuestión de honor luego de las notables críticas al texto en New York Times y su difusión como prólogo, que él autorizó sin darse cuenta, al guion de rodaje de Ciudadano Kane.

El libro del año 1971 que incluía tanto el texto de Pauline Kael como el guion de rodaje de Ciudadano Kane
El medido texto recordaba que Welles modificó, reescribió y añadió escenas al guion de Mankiewicz, casi siempre aportando un toque cómico o mayores matices y facetas al personaje. Bernard Herrmann se acordó también de cómo el realizador transformó una escena célebre escrita por el guionista, el fallido estreno de la amante de Kane en la ópera, obligándole a componer una pieza única. Más aún, Richard Barr (productor del filme), según cita de Kellow, recuerda que “las revisiones realizadas por Welles no estaban limitadas a sugerencias generales, incluían también reescritura de palabras, diálogo, cambio de secuencias, ideas y caracterizaciones y también eliminar y añadir ciertas escenas”.
Orson Welles, que considera que John Houseman orquestó y dirigió el texto de Pauline Kael, declara con furia en el libro de conversaciones privadas de Henry Jaglom: “Houseman siempre fue un hijo de puta celoso. Durante 25 o 30 años denegó que hubiera un segundo guion, mi guion, solo el de Mankiewicz. Él nunca pudo superar el hecho de que le di trabajo para conseguir dinero cuando estaba teniendo problemas. Pero este conocido, Carringer, encontró la bala de oro: el telegrama de Houseman que me envío, el cual me decía que mi guion era mejor que el de Mankiewicz. A Carringer le dieron la oportunidad de ir a los archivos de la RKO y leyó todo«.
El libro que cita Welles de Robert L. Carringer no tiene ese telegrama, aunque sí –sorpresa- una mención en la cual Houseman afirma que “le gustan muchas de nuevas escenas de Orson”. Carringer fue el defensor definitivo, luego del texto de Bogdanovich, de la evidente co-autoría del guion y las incontables modificaciones de Orson Welles.
Juzga que fue una “colaboración” y llega a citar más de “170 páginas” añadidas o revisadas. La teoría del autor, así, quedaba en pie… aunque no la imagen de Welles. Carringer, en fin, refrenda que el director intentó quitar de los créditos a Mankiewicz a través de la correspondencia con su abogado.

Días, todavía, felices: Welles, Mankiewicz y Houseman de izquierda a derecha en la redacción del guion de Kane
Si bien esta es la fuente acreditada, que cierra para siempre esta polémica, el texto original de Bogdanovich reveló las miserias de Pauline Kael con su “negro” Howard Suber. Además, estableció algo sorprendente y puso en entredicho del legendario fact-checking del New Yorker: Kael no llegó a grabar sus entrevistas o transcribir sus notas. Uno de los primeros textos en perspectiva de la llamada post-verdad.
La respuesta de Bogdanovich afectó con fuerza a Pauline Kael, que vio minado su prestigio crítico en los entornos universitarios y profesionales. Su biógrafo Brian Kellow recrea con literatura una conversación entre ella y Woody Allen que le fue referida:
“Pauline Kael: ¿Cómo voy a responder esto?
Woody Allen: No lo hagas”
Y, en efecto, no lo hizo.

Woody Allen en el set de Annie Hall, año 1977
El arte como farsa
Orson Welles, gran tahúr, todavía tenía una as en la manga como respuesta: su película póstuma Fraude (1973). De nuevo, la génesis del proyecto no era suyo, sino del realizador de no ficción François Reichenbach. Así un documental en origen sobre el falsificador Elmyr de Hory fue reconvertido, apropiado, por Welles con el objeto de hacer lo que él llamaba “ensayo cinematográfico”. Otra vez la autoría difusa… en un documental donde se cuestiona en cada minuto qué es el autor, qué es el arte y cuándo se puede hablar de un fraude.

El autor y sus máscaras, tema central de filme Fraude
Los autores Martin Fitzgerald y Claudia Thieme recuerdan cómo F for Fake, el título original en inglés, supuso una respuesta tapada, ambigua, al dilema que enfrentó a Sarris y Kael durante dos décadas.
El director y penetrante crítico francés François Truffaut, según el citado Fitzgerald, estaba “convencido” de que Fraude era su réplica fílmica a la crítica del New Yorker. Welles, en su condición de autor juguetón (expresión afortunada de del crítico Oti Rodríguez Marchante), asume en la película que la autoría total y su juicio es casi imposible en el arte. El director discutió con Jaglom en sus charlas póstumas ese concepto de “autoría” y llega a comentar que cualquier análisis artístico es casi siempre subjetivo y dependiente de modas.
Lo que enlaza con su intenso monólogo, en su estilo shakesperiano, sobre la catedral de Chartres en Fraude: “Esto ha estado aquí durante siglos. Quizá la mayor obra de arte en el mundo occidental. Y no tiene firma: Chartres (…) Nuestros trabajos en piedra, pintados, impresos están a salvo por unas pocas décadas o uno o dos milenios… pero todo caerá en la guerra o desaparecerá en la universal ceniza final. Los triunfos, los fraudes, los tesoros y las imitaciones. Es un hecho vital: vamos a morir. ‘Ten buen corazón’ …lloran los artistas muertos desde su pasado que vive. ‘Todas nuestras canciones serán silenciadas, pero ¿qué importa? Sigue cantando’. Quizá el nombre de un hombre no importe demasiado…”
Orson Welles murió de un ataque al corazón el 10 de octubre de 1985. Lo hizo en medio de la noche, con una máquina de escribir en su regazo.