El Inmortal Hulk de Al Ewing y Veneno de Donny Cates son las dos grandes sorpresas de la última hornada de tebeos de superhéroes salidos de Marvel Comics. Dos obras que miran con respeto pero sin reverencias serviles a La cosa del pantano de Alan Moore y que demuestran que la fusión de géneros y tonos es la mejor manera de seguir ofreciendo tebeos frescos y originales en la adocenada industria del cómic de superhéroes americano
La llegada de C.B. Cebulski como nuevo editor en jefe de Marvel Comics en noviembre de 2017 ha sido un verdadero soplo de aire fresco para la editorial, tras los últimos y anquilosados años de la Marvel dirigida por Axel Alonso. El primer paso de Cebulski fue dar un vuelco a todos y cada uno de los equipos creativos de los títulos principales de la editorial. En primer lugar, relevando a autores que llevaban largo tiempo, tales como Dan Slott en The Amazing Spiderman, que pasó a manos de Nick Spencer y entregándole al primero el regreso de Los 4 Fantásticos tras una larga ausencia o un Iron Man huérfano tras la huida de Brian Michael Bendis a DC Comics. Pero ninguno de estos títulos aportaba algo novedoso a los tebeos de superhéroes americanos. Lo que si iba a serlo eran los equipos creativos y el enfoque de dos series que no se encontraban entre las más deseadas: El Inmortal Hulk y Veneno.
Dos propuestas que aparecieron antes de que comenzara el verano de 2018 y que a día de hoy se encuentran entre los tebeos más interesantes, revolucionarios y redondos del panorama actual: El inmortal Hulk de Al Ewing y Veneno de Donny Cates. El primero de ellos había sido maltratado en los últimos años de la etapa de Alonso como editor en jefe de la editorial, con su muerte en Civil War 2 a manos de Ojo de Halcón y la inconsecuente etapa de Greg Pak con Amadeus Cho como gigante esmeralda. El segundo era un símbolo e icono vacío de finales de los ochenta y principios de los noventa, creado por David Micheline y popularizado por Todd McFarlane, cuya profundidad y background no servía más que para imprimir portadas variantes y camisetas cromadas para nostálgicos de la década más nefasta para el tebeo de superhéroes tradicional en toda su historia.
La conexión Moore


La nueva serie regular de Veneno llamaba, a priori, más la atención, debido al autor que firmaría los guiones de la misma, Donny Cates. Nuevo enfant terrible del tebeo americano, educado con los tebeos de los noventa, había sorprendido gratamente gracias a sus aproximaciones al Doctor Extraño -relevando y superando en muchos aspectos a su precursor, Jason Aaron– y sobre todo por su brillante Thanos vence, continuación de la etapa de Jeff Lemire, convirtiéndose en el mejor relato del amante de la muerte desde El Guantelete del Infinito de Jim Starlin y George Perez. Un tebeo que sabía aunar con pericia la locura hormonada y cromada de los años noventa junto a los conceptos high brow del mejor Alan Moore o Grant Morrison. En cambio, El inmortal Hulk venía de la mano de dos autores, Al Ewing y Joe Bennet, que por el momento no habían entregado ningún trabajo que superara la línea media de calidad de cualquier tebeo de superhéroes. Craso error…
Porque aunque el primer arco argumental del Veneno de Donny Cates, titulado Rex, daba lo que prometía la trayectoria previa del autor (conceptos sugerentes, inteligente uso de los excesos y las deficiencias de los personajes y tebeos de los años noventa), El Inmortal Hulk comenzaba de manera algo titubeante, con dos primeros ejemplares autoconclusivos, pero que ya demostraban la extrañeza de su tono sombrío y áspero y su querencia inconsciente por las atmósferas de los tebeos de E.C. o de la editorial Warren, pronosticando que lo que vendría después superaría todas las expectativas.


El concepto detrás de dos obras tan dispares en las formas, pero tan parecidas en el fondo se encontraban en un tebeo aparecido hace más de treinta y cinco años: La cosa del pantano de Alan Moore. Al igual que estas dos nuevas propuestas, la reinterpretación de un joven Alan Moore del personaje creado por Len Wein y Bernie Wrightson en los años setenta fue una verdadera sorpresa. Nadie esperaba que se pudiera ahondar más en un personaje del que parecía que no era posible sacar mucho más después de sus primeros 11 ejemplares. La segunda intentona previa al desembarco de Alan Moore, que constó de veinte ejemplares y fue realizada por Martin Pasko y Dan Mishkin, parecía demostrar que poco más se podía desarrollar de un personaje nacido para contrarrestar el auge en los setenta de los tebeos de terror de Warren.
Ya en su primer ejemplar, Alan Moore dio la vuelta al origen y al concepto del personaje en su memorable Lección de anatomía. Pero más allá de deconstruir y remover los mitos del personaje, el éxito de la propuesta fue cambiar el rostro y el tono de lo que el lector estaba acostumbrado a encontrarse en un tebeo de superhéroes. Moore era capaz de presentar y desarrollar conceptos mil y una vez vistos, y a partir de su prosa y el arte atmosférico de Stephen Bissette y John Toteblen, entregar un tebeo de “superhéroes” que incomodaba, te retaba y atraía a partes iguales.
Veneno: la fusión perfecta entre la adrenalina de los noventa y la disrupción de los ochenta


Veneno de Donny Cates acoge en su seno la premisa de Alan Moore y su Cosa del Pantano de que no existen personajes limitados o deficientes, sino autores incapaces. Donny Cates, acompañado por Ryan Stegman como artista principal de la serie regular -una elección no casual, ya que el arte de Stegman está muy influenciado por el de Todd McFarlane, el creador gráfico de Veneno- parte casi de una tábula rasa del pasado del personaje -sin olvidar las últimas aportaciones de autores como Rick Remender, Mike Costa o Brian Michael Bendis- para arrancar de cero y entregar un tebeo que disfrutarán los nostálgicos de los noventa y a su vez, con el potencial para atraer a una nueva hornada de lectores que nunca se acercarían a un personaje como Veneno.
En este primer arco argumental de de la serie regular, Cates dispone todas las cartas encima de la mesa desde un primer momento, reinventando aquello que el lector da por supuesto del personaje. En primer lugar, aportándole una mitología que rompe y corrompe -en el buen sentido- todo aquello que conocemos de los orígenes del simbionte. Un contexto cósmico, que afecta no solo al universo Marvel espacial, sino al terrenal. Pero a su vez no se olvida de Eddie Brock -antihéroe trágico y recipiente/víctima de un simbionte que aquí es representado tan peligroso como frágil- y en su segundo arco argumental -paralizado por unos tie-ins innecesarios con La guerra de los reinos en los que no está implicado Cates- se centra en el dramático contexto familiar de Brock.


Pero Cates, autor kamikaze que no teme a nada, también se atreve a extender el marco de su relato a partir de one-shots paralelos a la serie central y que se centran tanto en el pasado nunca conocido de los simbiontes -reinterpretando la historia de Shield y de Nick Furia de manera feroz y perversa- como en el resto del reparto de este mini-universo de la Marvel de los noventa, con especial atención a Matanza. Y si el lector veterano recuerda con agrado el especial Matanza: Bomba Mental (1996) de Warren Ellis y Kyle Hotz, estará encantado con el continuismo en forma y fondo del que Cates hace gala y que servirán para volver a poner en liza al que será el gran villano y eje central de los próximos ejemplares del serial, reinterpretando uno de los eventos clave de la Marvel de los noventa: Matanza máxima.
El inmortal Hulk: devolviendo al personaje a sus orígenes y abriendo las puertas al futuro


Aún más brillante es el punto de partida de El inmortal Hulk de Al Ewing, porque comienza de la misma manera que se irá desarrollando posteriormente la serie regular: jugando y rompiendo las expectativas del lector. Porque sus dos primeros ejemplares despistan a un lector que cree encontrar en ellos una mera reinterpretación en clave macabra del Hulk televisivo de los años setenta protagonizado por Bill Bixby y Lou Ferrigno. Dos relatos autoconclusivos que van diseminando, lenta pero progresivamente, el tono del relato y que dejan entrever aquello que irá desarrollando Al Ewing.
Y lo que quiere desarrollar es nada más y nada menos que una perversión en clave macabra del universo Marvel. Partiendo del tono de etapas merecedoras de ser revalorizadas como la de Paul Jenkins o la de Bruce Jones -sin olvidar, por supuesto, la memorable, extensa y también irregular etapa de Peter David (quince años son muchos años)- Ewing le introduce un tamiz de tebeo de horror de los cincuenta -las portadas de Alex Ross y su regusto a novela de a diez centavos el ejemplar no es casual- y una profundidad desmitificadora e introvertidamente épica que remueve al lector que se acerca al serial y que guarda muchos puntos en común con la obra de Alan Moore.


Si Moore entregaba una lección de anatomía en su primer ejemplar, aquí Ewing desmiembra al Coloso Esmeralda para demostrar que es una criatura aún más temible. Si Moore presentaba en La cosa del pantano su particular versión de la Liga de la Justicia, que se transmutaba de bondadosa agrupación por el bien de la humanidad en tenebrosa e inhumana interpretación previa de sus futuros Watchmen, aquí Ewing presenta a unos Vengadores que se convierten a ojos de la criatura en heraldos de destrucción en vez de adalides del bien y la esperanza.
Más parecidos razonables se pueden encontrar si ahondamos en ambas obras. Si Moore entregaba una metáfora acerca de los residuos tóxicos de nuestra sociedad occidental en los inicios de su American Gothic, aquí Ewing lo emula en el segundo ejemplar de la colección, con el añadido de un twist y homenaje a los tebeos de E.C., conclusión impactante y macabra incluida. Sin olvidar que si Moore llevaba a su protagonista vegetal a los infiernos en busca de Abby en el clímax de Amor y muerte, Ewing lleva a Bruce Banner a un purgatorio muy particular, donde no tiene cabida un villano sobrenatural como Mefisto.


Pero es evidente también que El inmortal Hulk de Ewing no se queda en mero remedo del trabajo de Alan Moore. Va mucho más allá, porque su mirada toca un sinfín de palos más allá de su más evidente referente. Ewing mira a La cosa (1982) de John Carpenter o a los mangas de Junji Ito en su disfrute y detalle de la mutación y la deformación del cuerpo humano -apoyado por el arte de un Joe Bennet que aúna estilos tan contrapuestos como los de Neal Adams, Bryan Hitch y Stephen Bissette con asombrosa pericia-. Es capaz de no solo hacer avanzar personajes manidos y sobreexplotados como Betty Banner, Rick Jones, Doc Samson, La Abominación o el Hombre Absorbente y parecer que los estás descubriendo por primera vez, sino que a su vez y sin renegar de sus memorables referentes en la colección -Peter David, Paul Jenkins y Bruce Jones- demuestra que lo que aquellos ofrecieron en su momento era mero prólogo.
Dos trabajos, en definitiva, que demuestran una vez más que no está todo dicho en el terreno de la ficción superheróica. Una demostración más de que el género de superhéroes es un perfecto contenedor de estilos, tonos y géneros de diversa procedencia, a la espera de autores con talento y riesgo y sobre todo, editores que permiten carta blanca y una libertad creativa más allá de los intereses comerciales de la franquicia. Y que además, trae de vuelta el placer casi olvidado de leer cuadernillos de veinte páginas con cadencia mensual y que la espera hasta el mes siguiente sea una de las torturas más placenteras que se pueden encontrar en la vida del lector de cómics.