Ninguna de las dos afirmaciones que leerás a continuación son nuevas, pero esta semana vuelven a estar de moda: William Friedkin era un cabrón y la banda sonora de El Exorcista se desarrolló aquejada por unos cuantos problemas de gestación.
Adoro a William Friedkin, uno de los últimos clásicos vivos “de verdad”, no de esos que siguen rodando pero no arriesgan ni han demostrado tener los arrestos de un Peckinpah pasado de… Red Bull. ¿Puede haber algo peor para cualquier miembro de un equipo de rodaje que un Peckinpah sereno y a tope de taurina? Me temo que no.
A principios de los setenta, con casi cuarenta años, Friedkin ya tenía nuevo y ambicioso proyecto tras llevarse el Oscar al mejor director con la trepidante The French Connection. Contra el imperio de la droga (1971) cambiando los estudios de Fox por los de Warner. Iba a adaptar la novela de William Peter Blatty El Exorcista (1971), y Friedkin, uno de esos psicópatas del cine con carnet de director, no se lo pondría fácil a ningún miembro del equipo. Recordemos el rechazo que sentía hacia Gene Hackman cuando preparaban la aventura policial de Popeye Doyle, ya que el actor le parecía demasiado bonachón para el papel.


«Repite conmigo, niña: nadie va a llorar en este rodaje, nadie va…»
En esta ocasión, Friedkin tomó una serie de decisiones de esas tan suyas, como que los decorados de la casa de la familia MacNeil estuvieran montados dentro de una cámara frigorífica en funcionamiento para que el vaho de la respiración fuera real, o tirar petardos -hay quien dice que eran disparos- para que los actores se sobresaltasen y estuvieran tensos. También lesionó la espalda de Ellen Burstyn con un arnés y no le dijo a Jason Miller que recibiría en la cara un chorro de puré de guisantes que simulaba ser vómito (de modo que su reacción de disgusto es real). Además, en la escena en la que un sacerdote (real) absuelve al padre Karras entre lágrimas, el director abofeteó al cura para que su llanto fuera más realista.
Por todas estas cosas, es bastante comprensible que el compositor Lalo Schifrin no terminase bien con Friedkin. El compositor recibió el encargo de Friedkin de poner música al demencial tráiler de la película. Con lo que no contaba ninguno era con la dramática reacción de los espectadores, algo que preocupó mucho en Warner, que se apresuró a comentar al director que había que suavizar el tono. Pero Friedkin no se lo comentó al músico -digamos que ya estaban enfadados de antes- y este entregó una banda sonora en la línea del tráiler que, lógicamente, el estudio rechazó. Que los dos personajes no se llevaban bien lo demuestran las declaraciones de Friedkin en Music in the Horror Film, de Neil Lerner (2010): “Yo nunca planee musicar los grandes momentos de la película, pero él sólo quería grandes momentos de la película que musicar”

Friedkin connection: a favor del Imperio de la Droga.
Quien perdió en esta historia, además del propio compositor –como cuenta en esta entrevista con Score Magacine– que no obtuvo los derechos y no puede completar el material para distribuirlo en su sello Aleph Records, fue el espectador. Si bien disfrutamos cada vez que suena la Tubular bells de Mike Olfield o cualquiera de los temas de la banda sonora oficial (que mezcla composiciones de Krzysztof Penderecki, George Crumb y arreglos de Jack Nitzsche y Steve Boeddeker), no podemos dejar de pensar en las bondades de los histéricos compases ideados por un Lalo Schifrin más Bernard Herrman que nunca.
La música original rechazada se incluyó en el disco remasterizado que Warner sacó a finales de los noventa y que no resulta muy sencillo de encontrar ahora mismo. Por suerte, Youtube:
https://www.youtube.com/watch?v=7QTTiezP2f4
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