La brujería a través del cine: de ‘Dies Irae’ a ‘The Love Witch’ (pasando por Eastwick)

Abordamos tres representaciones icónicas de la brujería en el cine: Dies Irae como ejemplo de las películas que se refieren al fenómeno social de la caza de brujas. Las brujas de Eastwick para hablar de cómo las adapta la cultura pop. Y capítulo aparte para The Love Witch, síntesis de las contradicciones de la brujería ligada al poder femenino.  

La brujería es un hecho histórico ampliamente documentado que se ha vuelto a poner de moda últimamente. El interés por la brujería no es baladí, es un fenómeno vinculado a lo femenino (con permiso de los “warlocks”). Cierto es que también hubo hombres acusados de brujería, pero vamos a partir aquí de que en la representación cultural la bruja es una mujer. La brujería ilustra ideas que planean sobre el debate en torno a la diferencia entre los géneros: las estructuras patriarcales frente a la indefensión de las mujeres, víctimas de la caza de brujas; la idea de lo masculino racional frente a lo femenino más apegado a la naturaleza (esencialismo que sirve tanto para cierto tipo de feminismo como para ideas machistas); y la sexualidad late bajo este fenómeno como problema entre los sexos.

Las representaciones de brujas aparecieron pronto en el cine, con Häxan: La brujería a través de los tiempos (1922), y no han abandonado la ficción audiovisual desde entonces, siendo uno de los últimos ejemplos Las escalofriantes aventuras de Sabrina (2018-). Vamos a distinguir, así, a brocha gorda, dos tipos de aproximaciones mayoritarias al tema de las brujas: las más apegadas al fenómeno social y las que abrazan la fantasía con intención más o menos empoderadora. Como caso excepcional, hablaremos de The Love Witch, que explora a través de la idea de la bruja las problemáticas de la feminidad y el amor romántico. 

Dies Irae, las brujas perseguidas

    Existen un buen puñado de películas dedicadas al fenómeno de la caza de brujas. Lo interesante en este enfoque es la exploración de las consecuencias que tiene que los personajes crean en la brujería. En esta línea encontramos títulos de diversas épocas y estilos pero con ese sustrato común, como Cuando fuimos brujas (1990), El crisol (1996), El inquisidor (1968) o La bruja: una leyenda de Nueva Inglaterra (2015).

Dies Irae (1943), de Carl Theodor Dreyer, está basada en la obra de teatro Anne Pedersdotter (1908), escrita por Hans Wiers-Jenssen. Ésta, a su vez, se inspira en el caso real de Anne Pedersdotter, una mujer noruega acusada de bruja y quemada en 1590. La obra no se limita a reproducir las circunstancias reales del caso. En ella, a diferencia de la historia en la que se basa, la protagonista es la esposa de un pastor mucho mayor que ella y se enamora de su hijo, siendo este pecaminoso romance prueba de hechicería. 

La película conserva dicho romance y añade el personaje de Martha de Helroff, una anciana que es acusada de brujería y busca refugio en la casa de Anne. Invoca la amistad que la unía con la madre de esta, que también había sido acusada de bruja en su día y liberada gracias a los contactos del marido de la joven, Absalon. Martha representa la bruja clásica de cuento. Es una mujer mayor, que vive sola y sabe medicina natural. Este estereotipo de bruja es condenado por varias razones. Por un lado, ser una mujer mayor la convierte en un elemento débil de la escala social, el interés en lo femenino está vinculado con la fertilidad y la belleza y, en la tercera edad, ya ni la menstruación ni la tersura acompañan. Al vivir aislada no hay un núcleo familiar de aliados y se encuentra en una situación más vulnerable que otras matriarcas. Por otro lado, el tema del conocimiento médico “no reglado” abre la posibilidad de que parte de esos conocimientos estuvieran relacionados con la salud reproductiva femenina (incluyendo abortos) y el mero hecho de ser una fuente de conocimiento al margen de las estructuras de poder, principalmente las religiosas, podía ser visto como una amenaza per se. Todo esto convertía a este tipo de mujeres en excelentes chivos expiatorios y explica en parte la clásica concepción de bruja.

Volviendo a la trama, la pobre Martha es acusada y Anne la oculta brevemente en su casa pero es descubierta, sin que se destape la colaboración de la joven. En su estancia, la anciana le habla a Anne de los supuestos poderes de su difunta madre. Aunque la inmensa mayoría de los fenómenos de los que se trata de responsabilizar a las brujas son (evidentemente) imposibles de probar (infartos, tormentas, plagas, muertes súbitas de niños), esto no impide que tanto inquisidores como supuestas brujas compartan la creencia en la magia. Desde la perspectiva de los acusadores la creencia (cuando creen y no son abiertamente maquiavélicos al respecto) responde al mecanismo de acudir al mito para explicar lo desconocido y, además, les pone en bandeja a las culpables. Para ellas, es la única narrativa que les otorga poder.

En una sociedad en la que no disponen de poder en la esfera pública y encima son perseguidas, la idea de ser brujas y que su voluntad tenga efectos en su entorno es, aunque delirante, claramente atractiva. Tienen más poder siendo brujas que no siéndolo. Estas contradicciones culminan en un momento ineludible de toda caza de brujas, la tortura en busca de una confesión. La paradoja colaboracionista: se busca que las interrogadas confiesen ser brujas y acusen a otras mujeres de serlo para poder expandir la caza. De hecho, se suele ofrecer la absolución si confiesan frente a la quema en caso de que sigan defendiendo su inocencia. Una vez más, sale mejor ser bruja que no serlo. 

«Recordad los famosos juicios contra las brujas: los jueces más perspicaces y humanos no dudaban de la culpabilidad de las acusadas; las propias “brujas” tampoco lo dudaban…y, sin embargo, no había culpa». Friedrich Nietzsche (1887)

Tras la tortura de rigor, Martha es condenada a la hoguera (tremenda escena de la quema, no apta para corazones sensibles) y ahí queda Anne con toda su culpa tras todo lo ocurrido y con la idea plantada de que tal vez sea una bruja. Martin, el hijo del pastor, regresa a casa y empieza a haber una palpable tensión sexual no resuelta entre él y Anne. Esta historia introduce un paralelismo recurrente entre la magia y el amor, por el cual la magia de las mujeres está ligada en muchas ocasiones a su poder de seducción. La bruja joven y bella es capaz de “hechizar” a los hombres. A medida que avanza el romance, Anne termina por desear la muerte de su marido. Cuando el pastor fallece tras una virulenta discusión, Anne se ve liberada de su matrimonio pero pasa al punto de mira de su suegra, que la acusa de brujería en el funeral de Absalon. Martin se une a la acusación, Anne se derrumba y se confiesa responsable de la muerte de su marido, de la que cree serlo desde el momento en que baraja como una posibilidad real que la fuerza de su deseo la haya provocado. Más importante que ser o no ser bruja, es la creencia de serlo. 

En esta película, como en varias de las de este artículo, planea la ambigüedad alrededor de la magia, ya que un espectador escéptico no encuentra en las coincidencias presentadas prueba de la existencia de lo sobrenatural. Lo que existe y afecta de facto a las vidas de las mujeres es una serie de creencias compartidas por su entorno social que llevan a su persecución. Las protagonistas, víctimas de la sugestión, terminan por reconocer ser brujas. Si la magia es un ejercicio de voluntad, hay que ser muy cuidadosas con aquello que se piensa. El efecto perverso es la penalización del deseo, del pensamiento libre. Las mujeres terminan por considerarse a sí mismas brujas por el mero hecho de desear. Si la magia pasa por la voluntad, si basta con desear algo para que suceda, ¿quién no querría ser bruja?

Las brujas de Eastwick, la magia pop

Precisamente de la dimensión más fantástica y divertida de la magia se ocupan otro tipo de ficciones audiovisuales. En esta tendencia podríamos englobar, desde comedias clásicas como Me casé con una bruja (1942), o la serie Embrujada (1964), hasta series como Embrujadas (1998-2006), Sabrina: cosas de brujas (1996-2003) y su reciente reinvención en Netflix Las escalofriantes aventuras de Sabrina. Dirigidas a un público más infantil encontramos películas como La maldición de las brujas (1990) o El retorno de las brujas (1993). El enfoque en esta vertiente es más ligero, la magia existe y el lío está en compaginarla con la vida.

En esta línea nos ocupamos de Las brujas de Eastwick (1987), que adapta la novela homónima de John Updike (de la que podéis leer más aquí), está dirigida nada menos que por George Miller y tiene un reparto de lujo para la época: Jack Nicholson, Cher, Susan Sarandon y Michelle Pfeiffer. Una absoluta fantasía. 

Alexandra, Jane y Sukie son tres mujeres que viven en Eastwick. Tanto Alexandra como Sukie tienen hijos (en el caso de Sukie un número inverosímil de hijos), Alexandra es viuda, Sukie está separada, y Jane es una soltera sin hijos. Se juntan una vez a la semana para hablar de sus cosas, y en una de estas comienzan a dilucidar qué cualidades tendría su hombre ideal. Al comienzo de la película no parecen tener muy claro el alcance de su poder, pero pronto lo descubren. Tormenta mediante, llega a Eastwick un misterioso hombre que compra un casoplón, causando el máximo revuelo en la pequeña localidad y cuyo nombre nadie parece poder recordar. 

Daryl Van Horne entra a escena por la puerta grande, liándola en un recital de Jane. A pesar de que es un tipo bastante grimosón, va conquistando a las protagonistas articulando un discurso liberador ultrafeminista diseñado especialmente para cada una de ellas. Van Horne es el reflejo del deseo de las protagonistas, les lanza a la cara sus propios anhelos (la escena en la que conquista a Alexandra es fascinante), las conoce mejor que nadie, las admira y les promete la liberación, la realización personal más allá de los límites del entorno que las rodea y vigila. La magia, una vez más, es voluntad, deseo, y está ligada al despliegue del potencial y la ambición de estas mujeres. Van Horne trae el hedonismo a sus vidas y las colma de atenciones, y al principio todo son días de vino y rosas. 

Las habladurías van aumentando en la pequeña localidad y la vida de las brujas se complica. Su némesis es Felicia, la mujer de Clyde, jefe de Sukie, que encarna todo lo conservador, y a la que la llegada de Van Horne no le hace ninguna gracia. La cosa va escalando y le hacen unas magias a Felicia que la acaban desquiciando por completo, con trágico desenlace perpetrado por Clyde. Tras este suceso, y a la luz de cómo se están torciendo sus vidas, las brujas cortan relaciones con Daryl y se van a comer helado y a estar deprimidas en sus casas. Se van enterando de que están embarazadas (tal como había profetizado Felicia antes de morir) y Sukie enferma gravemente. A estas alturas ya tenemos claro, y ellas también, que Van Horne es un demonio y que se alimenta del poder de estas mujeres. Deciden fingir que se reconcilian con él y jugársela haciéndole todo el vudú con una escultura moldeada por Alexandra. Justo cuando está sufriendo el ataque mágico, Van Horne pronuncia un discurso en la iglesia de una misoginia galopante. Al final el trío de brujas consigue contenerlo y se quedan, sorprendentemente satisfechas, con su prole.

En toda esta parte final de la película el argumento difiere del libro. Las diferencias hacen de la película un artefacto mucho más conservador que la novela. Desde lo visual no hay más que comparar a esas tres espectaculares mujeres con Jack Nicholson para intuir una mirada masculina como un campano (en la novela, por ejemplo, Alexandra tiene sobrepeso, cuando claramente ese no era un problema de Cher). La cosa no se limita a lo estético. En el discurso, toda la construcción de la parte inicial en la que las brujas parecen conjurar a su hombre ideal y comienzan a disfrutar las mieles del desenfreno es revertida y castigada porque Van Horne acaba siendo un ser terrible. Poco gráfica la propuesta, el poder femenino (en la línea esencialista que suele acompañar los relatos sobre brujas) y la manifestación de sus deseos las conduce a conjurar al demonio. Felicia, paradigma de todo lo conservador y aburrido, tenía toda la razón y, además, Van Horne no se acaba de morir y ellas se quedan ahí tan felices cuidando a sus pequeños demonios apagando la tele entre risas cuando aparece papá. Un minuto de silencio por la liberación femenina. 

Las brujas de Eastwick es especialmente fascinante por su combinación delirante: siendo una película divertidísima, muy disfrutable y con una impresionante producción, parte de una novela que tiene un espíritu bastante reivindicativo respecto a lo femenino y a la que acaba dando la vuelta. El discurso es conservador, pero muy gustoso de ver. En pocas películas hemos encontrado una referencia tan clara, directa y verbalizada a la problemática de lo femenino. La centralidad del tema ayuda en parte al engaño, y es que nos ofrece una falsa victoria para las protagonistas cuando en realidad no se puede considerar que hayan ganado cuando Van Horne ha conseguido lo que quería, difundir su semilla. El deseo femenino es nuevamente “el mal”, ellas son herramientas para la perpetuación del demonio y, encima, tenemos que sonreír. 

The Love Witch, la monstruosa magia del amor

Imposible de reducir a ninguna de las otras dos categorías, pero más vinculada a la magia pop, está The Love Witch (2016), de Anna Biller. De estética manierista inspirada en comedias como Me enamoré de una bruja (1958) y en películas de terror de bajo presupuesto, sintetiza todas las contradicciones acerca de lo femenino que presume el paradigma del amor romántico.

La película abre con Elaine en su flamante descapotable dirigiéndose a emprender una nueva vida. Con la voz en off y un par de breves flashbacks nos queda claro desde el principio que Elaine ha tenido una mala ruptura, ha matado a su ex y se ha refugiado en algún tipo de culto, de inspiración wiccana, para superar su trauma. Elaine llega a su nueva residencia, donde la recibe Trish, que la ayuda a instalarse. En la película no hay puntada sin hilo en lo que se refiere a maquillaje, vestuario y arte. Elaine va combinada con su coche y todo sus accesorios cual Barbie y el apartamento está cubierto de arriba abajo de cuadros y elementos relacionados con la wicca. El primer plato fuerte de verdad es el salón al que se van Trish y Elaine. Ese salón de té es un desparrame de volantes y rosa pastel con arpa al fondo incluida. La estética, en todos los aspectos, es absolutamente premeditada. La intención de Biller es crear pensando en el gusto de las mujeres, la estética responde al imaginario femenino que bebe de las ficciones de las que se han alimentado tanto la protagonista como la directora, mucho rosa. El discurso en la película impregna la imagen, esta “feminización” (dejando a un lado la posible controversia acerca de qué define una estética femenina) resulta llamativa e incluso ridícula, pero no hace sino informarnos sobre la mente de Elaine. 

La conversación en el salón de té clarifica las aspiraciones de Elaine y las enfrenta a la sorpresa de Trish. Una reconoce abiertamente buscar un príncipe azul y estar completamente dispuesta a convertirse en la fantasía de aquel que resulte elegido para retenerlo a su lado, ante el escándalo de la otra. He aquí el núcleo temático: Elaine es el producto monstruoso de una sobredosis de cuentos de hadas. Es, únicamente, en función del deseo masculino, y está dispuesta a lo que sea para conseguir el amor de los hombres. Trish, que es la voz del feminismo moderno, se queda anonadada ante el percal y defiende que hay que ser amada por lo que una es y no estar solamente pensando en satisfacer a los hombres.

Después del té, Elaine se va a casa a hacer sus rituales y queda patente su necesidad, su anhelo, su dependencia absoluta del deseo ajeno. Su primera conquista es Wayne, un guaperas al que le gusta el campo y con el que se va a su cabaña a darle unas pócimas y hacerle el numerito de la seducción. Elaine medio intuye medio pregunta los deseos de Wayne y se dispone a encarnarlos para él. Al hombre le da una sobredosis de amor y empieza a encontrarse un poco mal. Aquí aparece otra idea que se va a repetir: los hombres están menos preparados para gestionar sus sentimientos y, una vez que se consigue de ellos el amor (mediante fingimiento), se vuelven tremendamente vulnerables. 

Esta presunción, un tanto misándrica, viene de la mano de una larga tradición de “strong silent man” (tipos duros, callados y fuertes) que no hablan de sus emociones ni saben gestionarlas. Esto es asumido como un rasgo de masculinidad: un hombre, para ser hombre, tiene que ser así (de hecho más adelante en la película Elaine hará mofa de los hombres que lloran) porque la polaridad y la diferencia entre hombre y mujer son necesarias. Es algo que las mujeres deben aceptar. Se combina la superioridad moral al asumir que las mujeres son más capaces de gestionar sus emociones con el sometimiento a las pueriles necesidades de estos. La concepción esencialista de los géneros que impregna estas ficciones da lugar a esta paradójica actitud. A la mañana siguiente, Wayne muere víctima de la sobredosis de amor. Elaine lo entierra en el jardín poniéndole un altar wiccano con un tampón suyo de recuerdo y se va a seguir con su vida. 

Elaine visita a sus amigos wiccanos en un bar del pueblo. Aquí tenemos una lección completa de la ideología de la secta y se insiste en la idea de que el poder femenino debe ser venerado, reside en su sexualidad y es el medio para ganar el amor de los hombres. El amor es la única forma de conseguir su respeto. The Love Witch, en la línea de Las brujas de Eastwick, no se corta un pelo en verbalizar muy claramente el mensaje. Cuando Elaine vuelve a casa tiene toda una serie de recuerdos y pensamientos intrusivos. En ellos recuerda un ritual mientras se masturba, lo que no es sino una violación envuelta en mucha palabrería sobre el cuerpo de la mujer siendo un altar. Bajo el discurso místico sobre los misterios de lo femenino y todo el rollo de adorar a la diosa no hay sino una implacable cosificación de la mujer y el uso de su cuerpo. Elaine, absolutamente atrapada en esa narrativa, no hace más que emplazar toda su autoestima y medir su valor en función de su capacidad de ser deseable y adorada, pero sin actuar en ningún momento movida por su propio deseo.

Cuando el cuerpo de Wayne es encontrado, comienza una investigación liderada por el apuesto Griff. Aprovechando la ausencia de Trish, Elaine decide intimar con Richard, su marido. La cosa se repite: se le va de las manos el amor y Richard acaba suicidándose, atormentado cuando Elaine rompe con él. Griff, siguiendo la investigación, va a interrogar a Elaine, que consigue manipularlo. Terminan teniendo una cita a caballo que los lleva a una delirante feria renacentista, donde escenifican un matrimonio. En medio de todo el idilio medieval, se contraponen los pensamientos que tienen ambos en ese momento. Mientras el discurso de Elaine está sacado del manual del amor romántico, Griff es consciente de que el ideal femenino es imposible de alcanzar por ninguna mujer y de que el interés termina, inevitablemente, por decaer, a medida que se las conoce más y se descubre que son personas humanas. Crónica de una muerte anunciada. Esa relación no tiene mucho futuro. 

Tras su cita, Elaine vuelve a nuestro querido salón de té, donde se reúne con una Trish que, consumida por el dolor, se replantea todo aquello que defendía al comienzo de la película. Elaine no le hace mucho caso, feliz como está por su nueva conquista, y se deja en el salón de té un anillo. Trish va al apartamento de Elaine y termina por descubrir que ella era la amante de Richard. Las pruebas que incriminan a Elaine se empiezan a acumular y su magia no acaba de funcionar con Griff. Se ven en el bar y Griff la enfrenta con las pruebas que ha ido hallando. Con todas las cartas sobre la mesa, Griff acusa a Elaine de estar como una cabra y le dice que no la quiere, que todos sus trucos no funcionan con él. Ella afirma que, a lo largo de su vida, solo le han prestado atención cuando han querido usar su cuerpo y que ha encontrado en la magia una forma de “conseguir lo que quiere de los hombres, y no al revés”. Convencida de que nunca va a poder conseguir amor de un hombre siendo ella misma y considerando que todo su poder reside en su belleza y su cuerpo, la magia es su forma de articular ese poder para conseguir el tan perseguido amor, que no es más que una idea. En una trampa sin salida, Elaine busca el amor de otros como único camino para quererse a sí misma, pero lo hace fingiendo, por lo que está permanentemente condenada al fracaso. 

Griff se dispone a detener a Elaine y se lía en el bar. Remitiendo a las cazas de brujas más tradicionales, todos los presentes se animan rápidamente a intentar linchar a Elaine una vez la creen culpable de la muerte de Wayne. Griff la salva y la lleva a su casa, donde ella va a hacer un último intento de darle una pócima del amor y ponerlo de su lado. Cuando este intento fracasa y Elaine se sabe descubierta, despojada de su magia frente a Griff, termina por apuñalarlo al no poder soportar la mirada que la ve como lo que realmente es. 

Quizás el mayor logro de The Love Witch es construir un personaje que no es una cosa u otra, sino una cosa y otra a la vez, sustituyendo la unidimensionalidad a la que nos tienen acostumbrados los personajes femeninos por la abrumadora superposición de contradicciones que operan en Elaine. En palabras de Biller: “Personifica el poder y la dignidad de una mujer real, pero también representa todas estas delirantes proyecciones masculinas: ella es malvada, su sexualidad es malvada, es una fantasía masculina de lo que es malvado en las mujeres”. Elaine, víctima y villana, es una herramienta para ejemplificar todas las trampas de la identidad femenina tal y como se construyen en buena parte de las ficciones que hemos absorbido. 

Las películas que retratan la caza de brujas nos hablan de un fenómeno social que tiene en su origen en una serie de creencias vinculadas a una concepción esencialista de lo femenino. La reabsorción por parte de la cultura pop de la brujería evidencia su vínculo con lo romántico. Aunque Las brujas de Eastwick es un ejemplo tramposo, en las ficciones televisivas más recientes hay un claro intento de revisar el fenómeno desde un prisma empoderador. The Love Witch profundiza en la analogía entre magia y seducción, que sitúa en el sexo y la belleza todo el poder femenino y nos advierte de la perversidad de esta idea. La profundidad del discurso de Biller da lugar a una película difícil de abarcar pero cuyos matices la convierten en un tratado integral sobre el terror de ser mujer

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