La búsqueda de un sentido: ‘The Last of Us Parte II’ un mes después

Naughty Dog despide una generación de consolas con la secuela de The Last of Us y lo que inevitablemente se ha de percibir como la eclosión de su estilo. Una que se ha traducido en polémicas muy útiles para entender el estado actual del medio en varias facetas: la laboral (con lo relativo al crunch), la representación de diversidad (con el asalto más épico posible a la casa del árbol de los gamers) y, claro está, la narrativa.

(Este artículo contiene spoilers gigantescos de The Last of Us y The Last of Us Parte II)

Hubo un momento muy concreto en el que entendí el alcance de los logros de Naughty Dog, Neil Druckmann y compañía. Y no fue demasiado original, como tampoco lo serían los exaltados pensamientos que me asaltaron después, concentrados en el afán que sentí de comunicarle al mundo la visceralidad de mi experiencia. Ya os podéis imaginar. La capacidad de los videojuegos para trascender la narración tradicional. Para utilizar la inmersión del receptor en beneficio de la resonancia de su discurso, a la que otros instrumentos audiovisuales que me preciaba de conocer mejor no podían ni acercarse. Etcétera. Así de intenso me puse, y todo fue por la escena del hospital de The Last of Us.

No es casualidad, creo, que todos los conflictos que describe The Last of Us Parte II siete años después se asienten precisamente sobre esta escena, entonces muy comentada por suponer, dentro de los rígidos esquemas de Naughty Dog, la ocasión más clara donde podías proyectarte dentro de la obra. No estaba en tu mano decidir si Joel Miller acudía a rescatar a Ellie de una muerte segura pero aparentemente necesaria para salvar al mundo; sí lo estaba, en cambio, calibrar la cantidad de violencia que utilizaba el personaje para llegar hasta su protegida.

El juego, previamente, te había lanzado a situaciones similares: frente a la amenaza representada por infectados o humanos malintencionados que se interponían en tu camino, dependía de ti si tratabas de esquivarlos sigilosamente o preferías terminar antes con un asesinato por la espalda o un tiroteo de espectacularidad variable. El caso del hospital de St. Mary era algo distinto, sin embargo. Porque no había forma de esquivar a los médicos para alcanzar la camilla donde estaba Ellie, y porque dos de ellos estaban desarmados. 

Eran tres médicos, y uno de ellos te amenazaba patéticamente con un bisturí. A ese sí te veías obligado a matarlo —de no hacerlo la Parte II nunca existiría—, pero era innecesario hacer lo propio con los otros dos. Resultaba probable que lo hicieras, pese a todo. Entonces no lo sabías, pero el juego te estaba planteando la tesitura más determinante para performar, para abandonar cualquier vicariedad en la experiencia de ser Joel y, simplemente, ser él. Estaban desarmados, pero querían matar a esa adolescente con la que habías formado un estrecho vínculo —poniéndote incluso en su piel en un segmento concreto del juego—, y habías interiorizado la violencia de tal modo que posiblemente ni siquiera dudaste.

Y disparaste. Y nadie podía culparte por hacerlo, del mismo modo que difícilmente, una vez pasaba lo que pasaba, podías llegar a culpar a Joel por lo que hacía, y por mentir a Ellie sobre ello. En un mundo tan terrible, tan abocado a la destrucción bajo su entera responsabilidad ¿quién eras tú para juzgar a Joel? ¿Quién te aseguraba que no habrías hecho lo mismo?

The Last of Us Parte II da comienzo con Joel pagando por su crimen, y resulta muy ilustrativo de las intenciones de Neil Druckmann que quien se lo haga pagar no sea un descendiente o un amigo de Marlene, líder de los Luciérnagas que posteriormente el protagonista también mataba en una cinemática fuera de su control. En su lugar es la hija del médico —ese médico que tú mataste, y justo cuando tu identificación con Joel no podía ser más plena— quien clama venganza. Abby se entrena durante años para prepararse, convierte su cuerpo en una máquina de matar para ir a por Joel, y destruir a aquel que le arrebató la esperanza al mundo pero que también y sobre todo —porque en The Last of Us la humanidad como ente colectivo siempre está ahogada por las percepciones individuales— mató a la persona que más quería.

Cuando Joel muere transcurridas las primeras horas de The Last of Us Parte II no terminas de verlo, pero tienes una responsabilidad sobre lo que ha ocurrido. Y, como tal, te toca asumir las consecuencias, asistiendo a una escalada de infortunios en la que, esta vez, no existen espacios para ejercer el libre albedrío. Solo impotencia, porque todos esos personajes están condenados, y tienes más culpa de ello de lo que a ti te gustaría. 

La impotencia es el sentimiento clave de la experiencia que propone The Last of Us Parte II.

De qué hablábamos cuando hablábamos de madurez

En los meses, semanas y días previos al lanzamiento del juego todo hubo de combinarse para percibir The Last of Us Parte II desde la condescendencia o incluso el pitorreo. Prácticas laborales abusivas aparte, las intensitas declaraciones del equipo y las imágenes que llegaban al público redundaban en una solemnidad a la que Internet es, por principio, alérgico, y en combinación con la pesadez de quienes llevaban siete años insistiendo en calificar The Last of Us como la obra cumbre del medio, el terreno estaba abonado para un distanciamiento confortable. Uno, además, que Naughty Dog parecía haberse ganado a pulso con sus últimos movimientos, poseedores de una aparente autoconsciencia en la capacidad que tenían para hacer evolucionar el videojuego. Y, por mucho que The Last of Us sea una obra rotundísima, era inevitable sentir rechazo hacia ese estudio tan convencido de su propia importancia. Había que bajarle los humos.

Siempre es incómodo que alguien se tome las cosas demasiado en serio, y Naughty Dog llevaba tiempo con esa actitud, más cercana al ridículo cuanto mayor era su compromiso con esta supuesta misión salvífica. Uncharted 4: El desenlace del ladrón, publicado en 2016 posteriormente a The Last of Us, era una fuente prometedora de imposturas si lo mirabas desde la perspectiva adecuada. La última aventura de Nathan Drake se significaba, entonces, como una declaración de intenciones antes que un vehículo convincente para estas, en la que no era difícil percibir al estudio sacando pecho y mirando con suficiencia a su propia historia: la escena del protagonista y Elena Fisher jugando a Crash Bandicoot hablaba por sí sola dentro de este imaginario.

Mirad cómo éramos antes. Mirad cómo somos ahora. Cabía preguntarse, entonces, si había existido realmente la suficiente evolución como para marcarse este tipo de tantos. O si Uncharted 4 era el juego adecuado para ello, antes que un Uncharted 2: El reino de los ladrones que —pocas dudas quedan en este sentido en 2020— sí que suponía de veras el perfeccionamiento de una fórmula específica, aunque quizá no fuera aquella con la que Naughty Dog quería que la identificaran tres años después de The Last of Us.

Uncharted 4 es un gran juego pero no una propuesta particularmente sólida, ni ajena a las críticas con las que ha tenido que bregar Naughty Dog desde que el primer Uncharted, subtitulado El tesoro de Drake, disparara en 2007 uno de los debates más relevantes y extenuantes que ha sacudido el medio en los últimos años: el de la disonancia ludonarrativa. Dentro de la producción del estudio, y antes de que la expresión fuera acuñada, esta problemática y la necesidad del estudio por tamizarla podía remontarse incluso a la saga de Jak, con ese protagonista progresivamente más edgy en consonancia a las ambiciones argumentales, y es de hecho la asunción de cierta oscuridad la estrategia que podemos asociarle tempranamente a Naughty Dog para enfrentar la cuestión.

Una estrategia que puede ser percibida desde el complejo. Desde una necesidad de validarse más llamativa cuanto mayor corporeidad acoge y los juegos producidos distan de estar blindados a estos efectos, algo de lo que supondrían ejemplos ostentosos tanto la tercera como la cuarta entrega de Uncharted. La disonancia, por mucho que se intentara superar emparentando a Nathan Drake con Indiana Jones y la última cruzada, seguía estando ahí, y que The Last of Us acabara siendo la obra más invulnerable a la discusión solo se debía a, bueno, el militante cinismo de su propuesta. Era más fácil discutirle la violencia excesiva a Uncharted, en tanto al tono y a la bonhomía de su protagonista, que a una aventura postapocalíptica cuyo postulado último nos remitía a la condenación de la humanidad por sus diversos y asfixiantes egoísmos. 

En los años transcurridos desde The Last of Us, la forzosa coherencia del juego de Naughty Dog —a años luz, evidentemente, de la de cualquier Uncharted— no lo libró del desdén, extraído de un argumentario que se oponía a este cinismo tanto por lo inmovilista como por lo facilón a la hora de enfrentarse a la sempiterna disonancia. Porque el cinismo es invulnerable, claro, ¿pero funcionaría una segunda vez? ¿Era necesario un The Last of Us Parte II que insistiera en esta visión del género humano, a través de una propuesta totalmente blindada pero finalmente cobarde? ¿Era la fatalidad el único modo de dar por superado el debate, y de abrazar la madurez suficiente como para dejarlo bien atrás?

Muy probablemente no. Es a partir de este cruce de discusiones desde donde se puede entender buena parte de los comentarios negativos —de los que merecen rédito intelectual, claro, omitamos los “no metáis lesbianas en mis videojuegos”— que ha ido despertando The Last of Us Parte II, tanto antes como después de su lanzamiento. Las declaraciones altisonantes del equipo tras esta secuela no han ayudado. El juego gira en torno al odio. La violencia extrema de este gameplay obedece a nuestro deseo de exponerla como algo deshumanizador. Y así.

La conversación había tomado tanta fuerza para entonces, claro, que experimentar el juego en sí solo debía ser un trámite: la tesis estaba formada, jugar únicamente la afianzaría. Y, acaso compartiendo el complejo que sacudiera a Naughty Dog en años anteriores, debía consistir por fuerza en un texto unívoco contra la violencia. “Somos mucho mejores de lo que en Naughty Dog creen que somos”, escribía Maddy Myers en Polygon, desechando la necesidad de que un juego cuyos asesinatos se prolongan durante casi 30 horas tuviera estas preocupaciones. Así, el debate concluía. The Last of Us seguía siendo incontestable pero, a la luz de esta iterativa secuela, ya no era pertinente.

La cuestión es, claro, si The Last of Us Parte II comparte las intenciones bajoneras de su entrega previa, o solo construye a partir de ellas. El escenario, a primera vista, no es muy prometedor. Sobre todo porque, como contaba al inicio, la impotencia es la gran protagonista del juego y, adscrita a esta voluntad por que experimentes el horror de forma aún más contundente que lo visto en la primera parte, el coqueteo con el sadismo se antoja inevitable. El asesinato de Joel a manos de Abby, que desencadena la trama de esta Parte II, es un buen ejemplo de ello… ¿verdad?

“¿Por qué no sueltas lo que tengas ensayado y acabas de una vez?”

En las primeras horas de The Last of Us Parte II todo parece ensamblado para que el asesinato de Joel te horrorice e indigne hasta el punto de conectar sobradamente con Ellie en su sed de venganza. Primero, en un prólogo que ya se preocupa de lucir el músculo técnico, controlas al propio Joel. Luego a Ellie, desenvolviéndote en el contexto casi idílico de Jacksonville —solo incordia el viejo homófobo de turno, pero que al menos te regala un burrito tras recapacitar— que evidencia que la protagonista del juego tiene mucho por lo que vivir. Luego a Abby, sin que sepas quién es ni qué ha venido a buscar. Y por último a Ellie otra vez, cuando descubres junto a ella que el objetivo de Abby era dar muerte a Joel a partir de razones aún por aclarar. 

Es impactante por muchos motivos, y la persona que juega es consciente de todos ellos. Primero, Joel —un personaje al que, por mucho rechazo que pudiera producirte lo sucedido en el primer juego, te ata una relación emocional— sufre una muerte horrible. Segundo, Ellie va a dejar atrás ese lugar al que no le cuesta llamar hogar persiguiendo una retribución, posiblemente perdiéndolo para siempre. Y tercero, no es solo que Abby traicionara a Joel al aceptar su ayuda frente a un ataque de infectados para luego acabar con él, sino que esta traición impacta doblemente al haberla controlado minutos antes: también te ha traicionado a ti.

Una estrategia que dentro de la producción de Naughty Dog retrotrae a un controvertido pasaje de Uncharted 4 donde controlabas a Sam, hermano de Nathan, durante un segmento que luego resultaba ser una invención, y que por lo tanto hacía que compartieras la correspondiente decepción del protagonista ante esa mentira. No obstante aquí es aún más potente, porque no ha habido una mentira como tal. Solo ha habido un ordenado devenir de acontecimientos y consecuencias, cuya hondura irás comprobando en las horas siguientes. Hasta entonces, es probable que hayas percibido la muerte de Joel como innecesaria incluso aunque fuera posible que se lo mereciera. Probablemente Abby tenía sus motivos, pero pocas cosas podrían justificar ese ensañamiento, esa crueldad que el juego subraya amparándose en el hiperexpresivo rostro de Ashley Johnson mientras Joel intercambia con ella una última mirada desde el suelo.

Incluso jugada la Parte II entera, sigue habiendo gente que cree que el asesinato de Joel es sádico de más. Que de hecho, y atendiendo a la gran pirueta narrativa que Naughty Dog se marca a mitad del juego —cuando vuelves a controlar a Abby durante una considerable cantidad de metraje—, supone un error de cálculo por cómo lo sangriento del suceso impide que empaticemos con el dolor de la vengadora. Y es normal. El impacto es tremendo. Pero no es gratuito, porque como casi cualquier elemento discutible que posee el juego, todo está pensado. Si es así de horrible es porque Abby no podía haberlo hecho de otra forma, y ni siquiera hay que entender lo ocurrido como algo que espolee el horror de Ellie y de quien vaya a acompañarla a partir de ahora. Porque, aquí está el punto, para Abby también ha sido horrible. Tanto en el propio momento de efectuar la venganza, como en todo lo que está por venir.

Antes de acabar con su vida, Abby exhorta a Joel a que adivine quién es. Joel ni se molesta, únicamente dice que suelte lo que sea que haya ensayado y acabe de una vez. Es una bravata muy propia de alguien tan destrozado psicológicamente como es Joel, pero tiene un efecto muy claro en Abby. Ridiculizando su afán vengativo, haciendo hincapié en lo poco que le importa a qué obedezca —a él, la persona que le destrozó la vida—, Joel comienza a enunciar aquello que sufrirá Abby a partir de entonces: el vacío que subyace a una vida consagrada a la venganza.

Abby intuye ese vacío, y su reacción es llevar la violencia al extremo: como cada habitante del despiadado mundo de The Last of Us, la violencia que ejerce se vehicula como una huida desesperada de la introspección y, ni que decir tiene, un acto eminentemente egoísta que niega la existencia de un sufrimiento más allá del propio. El asesinato de Joel da la sensación de ser el doble de desagradable de lo que debería porque a través de él están muriendo dos personas o, mejor dicho, dos identidades. La de Joel, que expía su pecado original (compartido por quien juega) dejando de existir, y la de Abby, que a partir de ahora tendrá que buscarse una nueva identidad. Tendrá que descubrir quién es Abby, aparte de la hija de un hombre injustamente asesinado.

Esto, insisto, lo vas sabiendo después, porque en los minutos inmediatamente posteriores a la muerte de Joel has de controlar a Ellie en su venganza particular, y estrujarte el cerebro para comprender la naturaleza última de esta. Ellie no quiere vengarse por los mismos motivos que empujaban a Abby; para empezar, porque la relación con su propia figura paterna era radicalmente distinta. No es mucho lo que llegamos a conocer (al menos explícitamente) de la relación de Abby con el doctor Jerry Anderson, pero un breve flashback y el conglomerado de dualidades entre Abby y Ellie que se activa oficialmente en la segunda mitad del juego ayuda a dejar las cosas claras: la relación de Abby con su padre era tan agradable y convencional como cabría esperarse en un mundo anterior al apocalipsis, mientras que la de Ellie con Joel estaba llena de secretos y sentimientos velados, en franca acumulación desde que Joel le mintió a la cara sobre el destino de los Luciérnagas, y Ellie respondió un “vale” que ya dejaba entrever que algo se había roto entre ambos.

Ellie y Abby frente al vacío

Que Joel muera al comienzo del juego no significa que escaseen las oportunidades para entender cómo se desarrolló su relación con Ellie poco después de La Mentira. Están los reveladores diálogos con Dina, que le acompaña a Seattle en busca de Abby, y también varios flashbacks que se van sucediendo en su mayoría durante la primera mitad de la Parte II. Flashbacks dolorosísimos, donde hasta la réplica del “momento jirafa” del Last of Us anterior aparece imbuida en una gran tristeza. Ellie está frustrada porque sabe que Joel le arrebató el único momento donde su vida y su condición de persona inmune al cordyceps podrían haber adquirido de un sentido, uno a ser posible que paliara el síndrome de superviviente que llevaba tiempo arrastrando. Y también lo está porque es incapaz de hacer partícipe a Joel de este dolor.

En el flashback del museo las interacciones entre ambos personajes parecen cómicas a primera vista. Agradables. Joel le habla de Parque Jurásico frente a varios esqueletos de dinosaurios, recita frases de Jeff Goldblum y decide que esta noche, sin falta, se pondrán la película. Parece una relación satisfactoria, pero a la larga está sepultada bajo la misma dependencia de la cultura pop que atormentaba a los personajes de Alta fidelidad o BoJack Horseman; aquí mucho más angustioso porque ni siquiera existe una cultura pop como tal, solo un recuerdo de esta que Joel acapara e intenta transmitirle a Ellie de varias formas.

La más pura de ellas, quizá, la guitarra acústica que le regala en el prólogo de la Parte II y en la que le enseña a tocar Future Days de Pearl Jam o Take on Me de a-Ha (ambos temas repositorios de un simbolismo únicamente pueril si alguien se tomara la molestia de explicarlo). La guitarra se convierte con el tiempo en la forma más honesta de comunicación entre ambos, y por eso Ellie vuelve a ella obsesivamente cada vez que se encuentra este instrumento en su búsqueda de Abby. Pese a que amaba a Joel, Ellie nunca consiguió reconectar con él plenamente más que a través de la música, y la venganza que planea no es solo por la muerte de su padre adoptivo, sino por la pérdida definitiva de una oportunidad para perdonarlo.

Esta es la diferencia fundamental frente a la venganza ya consumada de Abby. Ellie no quiere vengar una persona, quiere vengar una relación que ya no puede arreglar y que estuvo fundamentada en la incomunicación: cuando entendemos esto, la escalada de violencia que la protagonista desencadena a su llegada a Seattle es mucho más trágica, acentuada por la incapacidad de tener un recuerdo feliz con Joel más allá de esa guitarra —constantemente es asaltada por la imagen de su cuerpo moribundo—, y superando a cada paso nuevas cotas de horror.

La impotencia llega rápida y, aparentemente, a un punto límite: pronto vemos que Ellie no es una vengadora fría y metódica —al estilo de lo que pudo ser Abby durante sus rutinas de gimnasio—, sino una bestia que vuelca su dolor emocional en cada enemigo con el que se topa, incapaz de verbalizar qué impulsa realmente sus actos. Como jugadores poco a poco vamos entendiéndolo, y más o menos cuando el juego cree que lo hemos interiorizado, fuerza la máquina y nos enfrenta a situaciones que escapan a nuestro control. Aunque intentemos salvaguardar el alma de Ellie optando por eludir a los enemigos y no matar a un solo perro, habrá determinados puntos donde no tengamos elección. Aparecerá el botón cuadrado en la pantalla, y si no lo pulsamos el juego no continuará. Pulsaremos el botón, y nos sentiremos fatal. Lo lamentaremos por Ellie, y quizá volveremos a lamentar haber hecho lo que hicimos con Joel en el hospital. Todo empezó ahí.

Las situaciones en las que el juego te obliga a hacer cosas que no quieres hacer, ahondando en la autodestrucción de Ellie, son muy concretas y climáticas, y aciertan a la hora de comunicarnos que sucede esto porque el personaje no puede parar. Todo se va haciendo cada vez más incómodo, los flashbacks se recrudecen en paralelo y entonces, cuando ya no hay vuelta atrás —una mujer embarazada y muerta lo declara con un cartel reluciente de sangre—, The Last of Us Parte II se marca el gran giro, y retrocedemos en el tiempo a tres días después. Para controlar a Abby, y comprobar si en efecto no hay vuelta atrás.

La fase que comienza entonces ha convenido en entenderse como Naughty Dog forzándote a empatizar con Abby, y puedas ver las acciones de Ellie desde un punto de vista distinto. Considero bastante indiscutible que la máxima aspiración del juego es reflexionar sobre la noción del otro —como Eva Cid exponía en esta reflexión— y, de hecho, es el encuentro y el conocimiento de esta otredad lo que conecta cada una de las andanzas de Abby durante estos nuevos tres días en Seattle. Por eso, también, creo que el objetivo de resetear el juego tiene que ver con dibujar una alternativa a todo lo que está pasando Ellie, pudiendo explayarse en ella a partir de unos paralelismos algo forzados —la sonoridad de los nombres de Ellie y Abby, los triángulos amorosos con embarazo incorporado que engrosan— pero útiles. Encontrándose ahora en un abismo similar al de Ellie —y quizá algo peor porque ya ni siquiera tiene un rumbo dentro de él tras vengarse—, Abby ha de encontrarle otro sentido a su existencia, y el que este sentido sea absoluta, cristalinamente positivo, debería ir empezando a bastar para desactivar la consideración de que Naughty Dog, con The Last of Us Parte II, está volviendo a ver el vaso medio vacío.

El cinismo solo puede ser tal si no existe alternativa, y esa noción choca estrepitosamente con lo que Druckmann y los suyos construyen a través de la parte de Abby. Siguiendo una estrategia muy inteligente, aunque no especialmente original —dentro del cine ya la han seguido la segunda entrega de El Padrino, subtitulada precisamente Parte II, e incluso la reciente Mamma Mia! Una y otra vez—, el segmento de Abby sirve para releer el de Ellie a través del relevo de perspectiva y de una serie de decisiones tomadas por ella que ganan significación por contraste, y que incluso pueden entenderse como un reflejo especular de todo lo desarrollado desde la primera parte. No solo por los citados paralelismos o la dualidad Joel y Ellie/ Abby y Lev, sino por todo lo referido a la cadena de violencia que provocó el pecado original de Joel. Esta cadena fue iniciada en el St. Mary y llega hasta el final de la Parte II, pero en el camino surge otra cadena alternativa: una espoleada por la bondad, que lo cambia todo.

Ocurre cuando Abby, dirigiéndose desesperada al escondite de Owen —única persona que significa algo para ella en plena resaca de la venganza—, es capturada por los sefaritas que se disputan el control de Seattle con los Lobos. Va a ser ejecutada junto a quien parece ser una traidora a la religión de este grupo, pero entonces aparece Lev para rescatar a esta misma traidora (Yara, que resulta ser su hermana), e impulsado por ella también libera a Abby. Un gesto casual, al que apenas damos importancia en cuando sucede, pero absolutamente determinante.

Abby se cruza en el camino de Lev y Yara, y desde entonces The Last of Us Parte II se convierte en un juego distinto. Distinto de verdad —pues en lo andado hasta entonces con Abby latía la misma desesperanza que en el camino de Ellie— y rodeado de un aliento nuevo, reparador. Un juego que, por fin, nos muestra una vía de escape.

Days of you and me

The Last of Us Parte II es un juego inmenso y lleno de finuras que no solo apoyan la historia tan compleja que quiere contar; también, al estilo de lo que simbolizaba el momento “Nathan juega al Crash” de Uncharted 4, da cuenta del pensamiento de Naughty Dog y de su forma actual de entender el videojuego, a estas alturas muy lejos del finalmente estéril debate de la disonancia ludonarrativa. La Parte II parece incluso cachondearse de este en dos momentos señalados: uno, cuando Ellie se topa con una enemiga que juega al Hotline Miami —acaso el intento más célebre por parte del medio para reflexionar sobre la violencia—, y otro en el citado encuentro de Abby con Yara y Lev, que de hecho da pie a toda una fase que, en sí misma, daría por superada el debate para señalar al auténtico elefante de la habitación: la sumisión del Triple A a inercias relacionadas con la acción y la violencia, sin necesario perjuicio para los mensajes que se quieran comunicar.

El encuentro de Abby con los dos ex-sefaritas es seguido por una secuencia de acción en un bosque, donde la protagonista se ve obligada a echar mano de un martillo para defender a sus salvadores frente al ataque de varios infectados. Abby es mostrada en toda su excelencia física —sudorosa, resoplando, sumida en el combate sin ansiedad alguna—, y la sensación de ponerse en su piel para despachar a esos engendros roza lo empoderante. La escena es extremadamente espectacular; The Last of Us Parte II, de repente, se convierte en un juego divertido. De gritarle con euforia a la pantalla cuando consigues reventarle los sesos a un chasqueador, y de obviar cualquier impedimento teórico que le reste placer a la experiencia. Que este encuentro con lo abiertamente lúdico coincida con el momento en que esta Parte II se compromete a encontrar motivos para creer en el ser humano es una genialidad de las muchas que se marca Naughty Dog en este juego, pero personalmente es mi favorita.

Y lo mejor es que tiene continuidad. La parte de Abby es tan extensa y la vinculación con Ellie tan potente —viene reforzada por todo un juego anterior y por un cliffhanger intolerable, al fin y al cabo— que forzosamente será considerada demasiado larga por el 95% de la gente que la juegue, pero el caso es que toda esta fase es mejor que la de Ellie a muchos niveles, casi todos relacionados con la satisfacción que cualquiera experimentaría libremente si no viniéramos de donde venimos.

La parte de Abby tiene una variedad enorme de situaciones, escenarios y personajes. Posee las mejores set pieces —en el sentido de acción vertiginosa y de terror puro y duro, como ejemplifican el encuentro con el francotirador y la exploración del hospital respectivamente—, e incluso el ambiente de fatalidad te golpea con mayor fuerza, al ser quien juega un conocedor privilegiado de las nuevas desgracias que le esperan a Abby. Es una fase extraordinaria, en resumidas cuentas, aun al margen de aquello que sustenta todo, y que viene a ser la sanción del comportamiento de Ellie mediante la irrupción de un modelo de conducta. Uno fraguado a partir del equipo Abby/Lev y de la profundización en cuestiones antes consideradas monolíticas o amenazadoras para la primera, como es el caso de esos sefaritas a los que Abby solía matar por sistema, pero que de repente podrían tener una clave (espiritual) para que su vida acogiera un nuevo sentido.

The Last of Us Parte II ofrece esencialmente el choque entre dos cadenas, una de violencia y otra de bondad, y depende de cada jugador decidir cuál se impone sobre la otra. La violencia engendra violencia, sí, lo sabemos, lo intuimos al poco de comprender que el final del primer Last of Us era uno de los más desoladores que nos habíamos echado a la cara… ¿pero que la bondad engendra bondad? ¿Éramos conscientes de eso? ¿Éramos conscientes de que este derrotado ser humano también era capaz de fabricar cadenas así? Solo hay una forma de entender por qué Abby perdona a Ellie pese a que haya matado a casi todos sus amigos, y es la misma forma que nos debería mover a dejar de considerar a The Last of Us Parte II como un juego deprimente, porque no lo es en absoluto.

Solo es un juego doloroso, pero el dolor en sí mismo no tiene discurso. El dolor es dolor, y depende enteramente de ti qué hacer con él. Al final esta Parte II, como la I, sí posee una parte en la que la persona que juega pueda proyectarse, y esa libertad es aún más abrumadora que la capacidad para decidir si Ellie mata a Abby o no. Como de hecho, sumando lucidez a la jugada de Naughty Dog, ha llegado a exigir algún gamer incapaz de perdonar a la asesina de Joel.

Esta lectura podría ser refutada por el hecho de que Ellie no deja de ser la protagonista y por, en fin, todo el tercer acto de The Last of Us Parte II, pero a mi entender tampoco es el caso. Abby ha perdonado a Ellie, pero Ellie es incapaz de hacer lo propio. Tiene una gran cantidad de oportunidades para hacerlo: fijarse en cómo Lev consiguió convencer a Abby para no matarla a ella y a Dina cuando tuvo ocasión, comprender que junto a Dina y su bebé JJ podría tener una vida feliz, interiorizar los extremos inmorales a los que le ha llevado su sed de venganza. Pero no atiende a ninguno: el dolor sigue ahí, ella sigue incapaz de recordar a Joel al margen de sus mentiras y sus traumas por resolver, y es por ello que en cuanto Tommy —alguien tan consumido por el rencor y los silencios como ella— le desvela que ha encontrado una pista sobre el paradero de Abby, decide abandonarlo todo para ir en su busca.

Es uno de los últimos juegos de paralelismo inverso que se tejen entre ambas protagonistas: mientras que Abby ha resuelto abandonar Seattle junto a Lev para buscar a los Luciérnagas y aprehender de una forma saludable el recuerdo de su padre, Ellie recae en su espiral, y se empeña en consumar una venganza que ya sabemos —porque conocemos a Abby— que no será satisfactoria en modo alguno.

El último encuentro de Ellie y Abby pone a prueba nuestra entereza con el mando. Víctima de un duro cautiverio a manos de los Víboras, la masa muscular de Abby ahora es mínima: se parece más físicamente a Ellie al tiempo que se parece menos a la Abby previa, impulsada por su deseo de venganza. Es un despojo, solo quiere marcharse con Lev y seguir su camino, pero Ellie es inflexible, y el juego nos obliga a encarar una lucha horrenda, inhumana, que rechazamos en lo más hondo de nuestro ser. Una lucha que solo parece tener un final posible —la muerte de Abby y, con ella, tanto la destrucción de Ellie como la de la cadena de bondad—, pero en la que de repente sucede algo. A Ellie le asalta un recuerdo de Joel y, a diferencia de todos los recuerdos previos, este lo muestra con vida. Con su guitarra. En un porche. 

Es entonces cuando Ellie decide dejar marchar a Abby y cuando cualquier rastro de esperanza parece mínimo. Fruto de la refriega ha perdido dos dedos y —en la que puede ser la representación de la soledad más dura a la que me haya enfrentado nunca como jugador y espectador— la protagonista descubre que es incapaz de tocar la guitarra. Que ya ni siquiera puede comunicarse con Joel de esta forma. The Last of Us Parte II podría acabar ahí y darle una parte de razón, una razón retorcida, a quienes la perciban como una continuación del espíritu cínico de la primera entrega… pero no lo hace.

En su lugar tenemos otro flashback. Joel y Ellie, la noche antes de que el primero muriera. En un porche. Hablando con toda la sinceridad de la que son capaces, que no es mucha pero puede llegar a ser suficiente. Comentan un posible futuro de Ellie junto a Dina, y también un escenario en el que puedan arreglar las cosas. Superar el daño que Joel le ha infligido, el dolor que ambos han compartido durante un tiempo en el que nunca dejaron de ser padre e hija. En este flashback muestran su voluntad de cambiar. De hablar más, de comunicarse.

Vuelta al presente.

Ellie decidió perdonar a Abby en el mismo momento que recordó a su padre con vida, y no necesitó una guitarra para eso. De ahí que pueda dejar ahora esta misma guitarra en el hogar abandonado por los otros seres queridos que perdió, y salir en busca de una nueva vida, de un significado. De otro Lev, quizá. Druckmann y su equipo permiten por última vez que la decisión sea tuya, sin obligarte a nada. Dejando que la historia crezca contigo, respire, y animándote a pasar revista de todos los sentimientos que experimentaste durante las casi 30 horas previas. A ver qué descubres. A ver quién eres. 

En los días pasados desde que completé The Last of Us Parte II no he terminado de verlo claro, o de entender realmente qué pretendía la gente que hizo este juego. Pero estoy convencido de que era algo valioso.

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