El pasado 12 de septiembre se publicó la esperada secuela de El cuento de la criada, y hubo quien en los días previos la vio como una oportunidad de arreglar el dislate en el que se había convertido la serie, amén de inyectarle actualidad a la historia de Gilead. Unos objetivos a los que finalmente Margaret Atwood, como siempre va a su bola, no se ha ajustado lo más mínimo.
(Este artículo contiene spoilers de El cuento de la criada, novela y serie, y de Los testamentos)
El epílogo de la novela que Margaret Atwood publicó en 1985 lleva por título “Notas históricas sobre El cuento de la criada”, y es simplemente magnífico. Para empezar, por su carácter rupturista: tras casi cuatrocientas páginas sin abandonar la mente de Defred, el cliffhanger con el que se cierra su último capítulo da un salto temporal y se sitúa en el Duodécimo Simposio de Estudios Giledianos, celebrado en la ficticia Universidad de Denay, Nunavit. La profesora Moon da la palabra al profesor Pieixoto para que este exponga las conclusiones abrigadas al hilo del llamado “cuento de la criada” que estos estudiosos han descubierto en una serie de cintas de cassette. Las cintas que fueron grabadas por la protagonista, y cuya voz ha prefigurado todo lo leído hasta ahora.
La República de Gilead ha caído, pero no sabemos cómo, y llegados a este punto Atwood decide hacer un doble salto metalingüístico. El primero pasa por reubicar los testimonios que hasta ahora nos guiaban por la narración en torno a los materiales descubiertos por Pieixoto, pero el segundo es el realmente interesante: pese a que corra el año 2195, las circunstancias que este epílogo nos dibuja son más parecidas a nuestra actualidad como lectores o, al menos, a la normalidad cívica que queremos percibir en nuestra particular actualidad.
Hay un consenso absoluto con respecto a los actos atroces cometidos por los Hijos de Jacob y los desmanes de Gilead, a los que el registro histórico está poniendo en su lugar. Como lectores, podemos sentirnos en casa. La sensación es tan confortable que ni siquiera queremos darle mucha importancia al hecho de que el tal Pieixoto (un tipo insufrible) le haya dirigido un chiste inequívocamente sexista a la profesora Moon, y éste haya sido recibido con risas y aplausos por parte de la platea. Hemos salido de Gilead, parece decirnos entonces Atwood, pero las semillas de una nueva Gilead aún campan libres por ahí. Esperando.


El acto, una vez Pieixoto ha detallado pacientemente cómo llegaron a sus manos estas cintas, finaliza con el mismo profesor dirigiéndose al público y diciéndoles: “¿Alguna pregunta?”. Esta interrogación con la que finaliza El cuento de la criada ha viajado durante décadas a través de la boca de los lectores, como un guante lanzado que todos se han apresurado en recoger. Porque, por supuesto, había más preguntas. Cómo cayó Gilead. Qué pasó con la hija de Defred. Qué pasó con Defred. Margaret Atwood ha sido consciente de esto. En los agradecimientos de Los testamentos, secuela de El cuento de la criada que ha visto la luz treinta y cinco años después de la original, dice que esta nueva novela “se escribió en parte en la imaginación de quienes previamente leyeron El cuento de la criada y se preguntaban qué había ocurrido después de su final”. Y escribe: “treinta y cinco años dan para una larga combinación de respuestas posibles, y las respuestas han cambiado también a medida que la sociedad lo hacía”.
Las demandas de los lectores y los cambios sociales. Estas han sido las causas de que finalmente tengamos esta continuación en nuestras manos. Una deuda para con el público, y un deseo de que el entorno vuelva a permear la narrativa para que ésta, de nuevo, nos dé unas cuantas claves sobre él. Pero claro, tampoco nos podemos olvidar de la serie de televisión.
Los atentados de la estética
La adaptación de El cuento de la criada se estrenó en 2017 auspiciada por Hulu y MGM Television, y siendo Bruce Miller el encargado de coordinar sus guiones. De inmediato obtuvo un éxito inmenso no sólo en lo relativo a la audiencia y a los premios de la crítica, sino a su influencia social. Pese a basarse en una obra escrita a mediados de los años ochenta, la historia de este régimen distópico donde las libertades elementales de las mujeres habían sido aniquiladas encontraba unas innegables resonancias en el momento presente.
El mismo que, probablemente, movilizó a sus responsables para realizar una superproducción a partir de una obra cuya anterior adaptación audiovisual databa de 1990, en formato largometraje. Pese a que la versión protagonizada por Elisabeth Moss era más fiel que la película dirigida por Volker Schlöndorf, los primeros capítulos ya dejaban claro un cambio fundamental a la hora de adentrarse en la historia de Defred.


Donde la prosa de Atwood apostaba por el minimalismo del monólogo interno y de la claustrofobia derivada -el lector sólo podía conocer la realidad inmediata de la protagonista y no obtenía más contextualización que la que esta le proveía, excluyendo, claro está, el citado epílogo-, la serie de Miller sacaba adelante una contundente y cuidadísima apuesta estética que perseguía el impacto de la forma más directa posible. Y, pese a lo pedestre que se iba revelando a medida que se sucedían los capítulos, lo cierto es que funcionaba.
Ayudado del contexto político y de la reverencia a una obra que no había conseguido envejecer -y que Miller respetaba escrupulosamente-, nada podía evitar que El cuento de la criada se convirtiera en un fenómeno, susceptible no sólo de presidir la conversación cultural sino de infiltrarse en las esferas más mediáticas del activismo. ¿Único problema? Que la novela de partida era sumamente breve y ni Miller ni ninguno de sus guionistas tenían nada que decir por sí solos. Algo que quedó claro la segunda temporada.
Los aspectos más molestos de la anterior andanada, y que quedaban suavemente tamizados gracias al material de partida que lo respaldaba todo volvieron con mayor fuerza. El sufrimiento, la violencia contra sus personajes y la fatalidad, todas ellas carentes de discurso más allá de aquel primigenio que precisaba una expansión, fueron perdiendo dramatismo y ganando ridiculez, mientras quedaba claro que en esta serie nadie sabía cómo continuar la historia de la protagonista, pero debían pensar algo rápido sobre la marcha.
Algo similar a lo ocurrido recientemente en Big Little Lies o Juego de tronos -donde ni siquiera el que hubiera un final previsto atinó a salvar los muebles-, y que en su tercera temporada ha terminado de estallar. Todo mientras El cuento de la criada, como concepto, como intangible del imaginario colectivo, no pierde relevancia alguna. Cómo va a perderla. Amparándose en esta tesitura, la serie de El cuento de la criada puede continuar indefinidamente. Sobre todo, porque la propia Atwood está en el ajo.


La autora de la obra original ha bendecido la serie, y en el epílogo de Los testamentos no duda en dedicarle unas cariñosas palabras a Miller y compañía. Es consciente de la segunda vida comercial que la serie de Hulu le ha dado a su libro —y a otras obras con su firma, como la adaptación de Alias Grace acometida por Netflix—, y su asociación con la compañía se mantiene en unos términos envidiables. Tanto como para, a la hora de hacer números y decidirse a lanzar la secuela de El cuento de la criada, se haya esforzado en que nada de lo escrito tenga por qué contradecir las ocurrencias de Miller más allá de la primera temporada (algo relativamente sencillo gracias a la escasez de estas), y, además, se haya apresurado a firmar un acuerdo para que Hulu, próximamente, también haga una serie de televisión a partir de Los testamentos.
De esta coyuntura nace la novela. De acuerdos comerciales, de fans que quieren respuestas, y de la oportunidad de rentabilizar el fenómeno por otras vías. También, se supone, de un ambiente social distinto al de los ochenta (y no necesariamente mejor) que Atwood se habría comprometido a explorar, pero que descubres que esto era lo que menos le interesaba al poco de empezar a leer.
Con el fanservice hemos topado


Los testamentos se ambienta quince años después de El cuento de la criada y del inicio de la serie de televisión, con la que desafortunadamente se esfuerza en tejer un puente claro y conciliador que, en sí mismo, ya constituye una gran divergencia frente al tono de la historia original. En esta nueva novela, efectivamente, la hija que Defred tuvo con Nick llegó a Canadá, y el interés de la República de Gilead por recuperarla ocasionó un conflicto diplomático donde dicha niña, ahora Pequeña Nicole, acabó convirtiéndose en un símbolo utilizado por el régimen para desplazar la atención internacional.
Sucesos que, en mayor o menor medida, ya presenciamos en la serie, y de los que a través de Los testamentos vemos una sorprendente continuación: Defred consiguió escapar. Sorprendente, claro, si nos centramos en la serie de Hulu, que ha hecho de la reiterada permanencia de la protagonista en Gilead uno de los elementos más estúpidos del panorama televisivo.
Pero el caso es que sí, que dentro del universo literario Defred escapó, y para cuando la trama de Los testamentos da comienzo el régimen se encuentra en franca descomposición, sacudido por episodios tan dolorosos como la desaparición de Pequeña Nicole, los ataques de Mayday y la continua huida de mujeres a Canadá, que Gilead no consigue frenar. Es un escenario sensiblemente distinto al que intuíamos (siempre desde la percepción de Defred) en El cuento de la criada, pero no es un escenario con el que Atwood quiera jugar mucho.
La autora pretende, de nuevo, explorar esta circunstancia desde la experiencia íntima de un personaje concreto, pero, en la primera gran decisión de Los testamentos susceptible de hacernos fruncir el ceño, opta por extender el punto de vista a tres personajes concretos: Daisy, residente en Canadá; Agnes Jemina, criada en Gilead; y una vieja conocida, tía Lydia. Por motivos obvios de espacio y ejecución, la introspección psicológica que te permite una estrategia de este tipo es mucho menor a la atesorada por El cuento de la criada, y quizá a sabiendas de esto Atwood termina convirtiendo la trama en un thriller de espionaje con sus escenas de acción física y todo.


Los testamentos es una obra muy distinta a El cuento de la criada, algo que no tendría que ser necesariamente malo si al menos hubiera un compromiso análogo con la historia. Y no lo hay. Algo que se percibe desde los aspectos más superficiales —como en todo lo referido a la prosa; probablemente sea una de las novelas peor escritas de Atwood, y sólo porque se nota que la ha ido sacando adelante de forma atropellada y con reuniones con la gente de Hulu de por medio— hasta los más básicos, como sería un genuino interés por los personajes, que esta vez son muchos y necesitan, si no el mismo cariño que Defred, sí al menos algo de atención. La autora, acaso porque en sus mismas palabras le sale «de forma natural ser una vieja zorra malvada”, sí disfruta visiblemente escribiendo los pasajes dedicados a Tía Lydia, pero ni siquiera aquí puede evitar sabotearse con automatismos de diverso cariz, como la espantosa cantidad de frases hechas que le hace soltar en forma de presunta sabiduría añeja, o el atropello con el que se van revelando sus planes.
Tía Lydia es el personaje más importante de Los testamentos por suponer no sólo su enlace con El cuento de la criada, sino también por permitir, a través de sus experiencias, ahondar en la génesis de Gilead y en su jerarquía, de la que es una conocedora privilegiada. A través de este personaje, por tanto, Atwood tendría la oportunidad de filtrar algo del siglo XXI y mostrar cierta capacidad para enriquecer el cosmos gilediano, pero en lugar de eso se contenta con darle el estatus de conspiradora jefa, que con sus trucos y manipulaciones está a punto de conseguir que el régimen que una vez la asimiló se vaya a hacer gárgaras.


En este plan Daisy —que en realidad es Pequeña Nicole, como el libro te revela en un giro previsible a más no poder— y Agnes Jemina tienen un papel primordial, obligadas a trabajar juntas. Y es justo en esta vertiente donde Los testamentos abraza con mayor fuerza la mediocridad, entregándonos unos pasajes de Nicole entrenándose para su misión que de verdad hacen que nos preguntemos por qué el Young Adult de carácter distópico está tan mal visto, si autoras pertenecientes a la élite como Atwood demuestran que se puede hacer aún peor.
Varios medios han insistido en el insospechado parecido de Los testamentos con novelas como Los juegos del hambre, y aunque Atwood también intenta aproximarse junto a Agnes Jemina a una especie de Jane Austen made in Gilead —con todo lo relativo a sus posibles matrimonios y a las estratagemas para librarse de ellos—, sin duda es el lado YA el que gana la partida. Especialmente porque esa es la mayor diferencia con respecto a El cuento de la criada. La novela original se construía en la calma y la meditación. Los testamentos se construye en la acción histérica y desenfrenada, y como no se puede decir que ésta esté bien construida, es inevitable acordarse en aquello que anteriormente mataba en Gilead con mayor eficacia, según palabras de Defred: el aburrimiento. Pero en el Gilead de Los testamentos, con tanta prisa como tiene por encaminarse a su destrucción, no hay espacio para él. Tampoco para la profundidad.


Los testamentos, pues, acoge los mimbres de un producto abocado al fanservice. Y no porque suponga un reciclaje nostálgico —al fin y al cabo, la presencia de Defred es mínima—, sino por su militante intrascendencia. Pese al carácter más abierto de la trama, renuncia nuevamente a profundizar en su universo material —con menciones descuidadas a “la república de Texas”, a “la batalla de Nueva York” y cosas por el estilo—, y su decisión de apartarse de las Criadas para centrar su mirada en el colectivo de las Tías y las mujeres nacidas en Gilead nunca llega a lugares que nos ayuden a revisionar ni a enriquecer la experiencia que nos propuso El cuento de la criada en 1985. Es imposible, por tanto, darle pábulo a las reseñadas intenciones de Atwood de inspirarse en la sociedad actual para acometer Los testamentos. O, al menos, es imposible en un primer vistazo.
La opción de un desenlace
El cuento de la criada ya daba cuenta de la destrucción de Gilead, y eso es justo lo que se propone registrar Los testamentos. En el comentado epílogo de la obra precedente, dicha destrucción obtenía por parte de los estudiosos el rango de inevitabilidad, insinuando que no había habido nada épico en esta, y que incluso todo había venido justificado por razones internas.


Luchas intestinas que, desde las cúpulas de poder, habían contribuido a la caída, y luego a un nuevo principio. Los testamentos, en su pormenorizada descripción de Comandantes y Tías intrigando entre ellos, hombres abusando de su poder —la única escena que consigue removernos tiene que ver con un dentista y el perturbador trato que le dispensa a sus pacientes—, y países vecinos que tampoco pueden ni quieren hacer gran cosa, defiende en gran medida esta tesis. Pero no por ello sus mujeres dejan de ser activas.
Gilead cae gracias a que tres mujeres enormemente distintas, que han nacido en circunstancias también distintas, se alían para propiciar esta caída. No les une precisamente la sororidad; de hecho, lo que Tía Lydia pretende sobre todo es vengarse de quienes la ultrajaron en el pasado, y en su plan Agnes Jemina y Nicole sólo son meras herramientas a las que nunca deja de utilizar. Sin embargo, son estas tres las que lo logran. En el momento en que las tres líneas narrativas del libro confluyen, de hecho, apenas se encuentran con obstáculos en su camino. Gilead cae porque no puede hacer otra cosa ante una alianza de estas características, nos parece decir Atwood, y por eso el aliento que acaba inspirando Los testamentos es innegablemente optimista.


En su torpeza estructural, en su incompetencia narrativa, la autora le concede esta recompensa a los lectores, y lo que en principio sólo podría ser considerado como el enésimo regalo para ellos, también acaba mostrando cierta comprensión del contexto vivido. Aunque sólo sea en la medida que la fe lo pueda arreglar.
El epílogo de Los testamentos vuelve a estar protagonizado por el profesor Pieixoto, esta vez en el marco del Decimotercer Simposio. Pieixoto sigue siendo tan irritante como siempre, pero en lugar de concluir con una pregunta al vacío, Atwood prefiere esta vez dedicarle sus últimas líneas a un monumento construido en homenaje a dos de las mujeres que contribuyeron al desmantelamiento del régimen. “El amor más allá de la muerte”, se puede leer en la estatua, de forma determinante. Así, Atwood alude a la esperanza como respuesta a esas voces que desesperadamente le pedían el fin de la República de Gilead en 1985 y lo siguen pidiendo en la actualidad, y esta misma esperanza sirve como clausura a lo que una vez se abrió con El cuento de la criada.