La nueva película de Damien Chazelle, tal y como era de esperar, fue la gran triunfadora de los Globos de Oro, alzándose nada menos que con siete estatuillas. Aún está por ver que repita este mismo éxito en los Oscar, pero entretanto no estaría de más recordar un filme que compartía numerosísimas características con La La Land y que, sin embargo, en su momento se saldó con el más sonoro de los fracasos. Hablamos de New York, New York, estrenada en 1977, y dirigida por un Martin Scorsese recién llegado de Taxi Driver.
Decir que el musical ha muerto viene siendo, de un tiempo a esta parte, un tópico tan manido como -al igual que sucede con el eternamente redivivo western– rotundamente falso. En los últimos años se han estrenado sin interrupción demasiadas películas adscritas al género, e incluso varias de ellas presentes en los grandes premios cinematográficos -recordemos, con cierto esfuerzo, Los miserables (2012), pero también Chicago, ganadora en 2002 de 6 Oscar incluyendo el de Mejor Película-, como para que el éxito de La ciudad de las estrellas – La La Land pueda sorprender a alguien, o permita elaborar reflexiones sobre la nostalgia, el desdén por el presente, o la costumbre de Hollywood de mirarse al ombligo. Aparte de las habituales, claro.
Por supuesto que La La Land se ha convertido en la película con más Globos de Oro de la historia, y por supuesto que es probable que dentro de poco también arrase en los Oscar, pero la película de Damien Chazelle se las apaña para seguir siendo interesante por otras razones. En primer lugar, porque es una película dirigida por Damien Chazelle (Whiplash -2013-). Y, en segundo lugar, por su insospechado parentesco con New York, New York, aquel catastrófico filme mediante el cual Martin Scorsese –que recientemente ha estrenado Silencio– quiso rendir su particularísimo homenaje al género… y a punto estuvo de morir en el intento.
Directores con ganas de probar cosas nuevas
No fueron pocos los sorprendidos cuando, apenas tamizado el impacto que había producido en sus ojos y oídos una película como Whiplash, el director Damien Chazelle anunciara su nuevo proyecto, protagonizado por Emma Stone y Ryan Gosling -tras la salida de Emma Watson y Miles Teller-, y calificado expresamente como una revisitación del musical clásico. ¿El firmante de una película tan agresiva y contundente se iba a pasar así, tan por las buenas, a la frivolidad? No, no podía ser. Seguro que no sería tan sencillo. Seguro que al final no resultaría ser el tipo de película por el que se creó algo como los Globos de Oro.
Y, sin embargo, la idea de La La Land viene de lejos, concretamente de cuando Chazelle, recién abandonada su idea de convertirse en baterista de jazz, estudiaba cine en Harvard y diseñó un juguete irresistible en compañía de su amigo, el compositor Justin Hurwitz. Ambos colaboraron en Guy and Madeline on a Park Bench (2009), debut de Chazelle a la dirección -una curiosa mezcla, inevitablemente fallida, de musical y cinema verité con reminiscencias a John Cassavettes-, y trataron durante años de conseguir financiación para La La Land, topándose con productores escépticos que diagnosticaban la extinción del musical de jazz… y sugerían que la profesión del protagonista fuera cambiada de pianista del género ídem a músico de rock. Por supuesto, Chazelle se negó a hacer estos cambios, y no fue hasta que canalizó todas sus frustraciones en Whiplash cuando los estudios empezaron a confiar en su loco proyecto.
Martin Scorsese lo tuvo algo más fácil. Siendo su melomanía de unas proporciones similares a las de Chazelle -más imbricadas, eso sí, en el rock and roll-, tras el estreno de Taxi Driver en 1976 se hallaba en una posición privilegiada dentro la industria, viéndose con la posibilidad de afrontar el proyecto que más rabia le diese. Análogamente, hubo de causar una gran sorpresa que, tras mostrar lo más bajo del ser humano merced de la pluma de Paul Schrader, optara por llevar a la pantalla cierto guión de Earl MacRauch sobre las grandes bandas de jazz de los años cuarenta; un guion, por cierto, que a mediados de los setenta había dado tantas vueltas que más parecía una novela, y que tampoco se libraría de las improvisaciones a las que Scorsese era tan asiduo.
Así las cosas, el bueno de Marty acabaría rodando una cantidad ingente de metraje y, consecuentemente, aumentando el presupuesto inicial de 8.7 millones de dólares a 11. Los productores, aterrados, redujeron la duración de la película de manera drástica, pero ni aún así evitaron que la recaudación en taquilla fuera extremadamente decepcionante. ¿Las causas? Según el irritado cineasta, la engañosa publicidad desplegada en torno al proyecto, exaltando una voluntad nostálgica que el filme no poseía en absoluto. Aparentemente, ya en los años setenta, el público estaba sediento de nostalgia, y reaccionaba mal si se le escatimaba la ración correspondiente. Una lección que, mucho tiempo después, es probable que Damien Chazelle tenga más que interiorizada.
El choque entre la realidad y el arte
La película de Martin Scorsese, en efecto, era demasiado extraña para los estándares habituales de Hollywood. Y es que, por mucho que en su aspecto externo -sin un solo escenario real, sólo decorados-, o en la elección del cásting –Liza Minelli, hija de Judy Garland y del célebre director de musicales Vincente Minelli, como coprotagonista-, New York, New York semejara una producción pretendidamente anticuada y vintage, lo cierto es que se trataba de un filme indudable, rabiosamente moderno. Tanto, al menos, como se ofrecía en aquella época el primer cine de Scorsese: personalísimo, visceral. Y muy incómodo.
El argumento de New York, New York es bien sencillo y, ya que pasamos por aquí, fácilmente intercambiable por el de La La Land. Un talentoso saxofonista llamado Jimmy Doyle, interpretado por Robert De Niro, busca obsesivamente el triunfo en Nueva York recién acabada la Segunda Guerra Mundial, topándose con una cantante, Francine Evans (Liza Minelli), de la que se enamora y con la que inicia una colaboración artística que acabará abruptamente, en gran parte por culpa del insufrible narcisismo y misoginia de él. La La Land, por su parte, sustituye la Gran Manzana por Los Angeles, el escenario de posguerra por una -engañosa- actualidad, y la profesión de Sebastian (Gosling) y Mia (Stone, quien, al igual que Minelli, ha interpretado a Sally Bowles en Cabaret), por pianista y actriz, respectivamente. Mientras, se conserva intacta la reflexión acerca de lo difícil de conciliar lo personal y lo artístico; algo que el mismo Chazelle ya explorara, de modo mucho más chungo, en Whiplash.
Las intenciones de ambos directores, como podemos observar, son prácticamente idénticas, con el añadido de que, ciñéndonos a la personalidad del responsable de Uno de los nuestros, podemos encontrar numerosos ecos con el resto de su obra… así como dentro de un ámbito más personal. Sin necesidad de insistir en su fracaso de taquilla -“No debieron darnos tanto margen para experimentar”, acabaría admitiendo el mismo director-, el rodaje de New York, New York fue un absoluto infierno, coincidiendo con un Scorsese para el arrastre al que el consumo indiscriminado de drogas empezaba a pasar factura, y que vería cómo -en consonancia al trágico destino de Jimmy y Francine- su relación con su esposa Julia Cameron, por aquel entonces embarazada, acababa en ruptura. Que ésta viniera en gran parte motivada por su affaire con Liza Minelli -último eslabón, como se ha dicho, de una tradición musical que se remontaba a El mago de Oz (1939)-, no hacía sino redundar en lo irónico, e insoportablemente metacinematográfico, de la experiencia de New York, New York.
A vueltas con la tradición
Establecido, pues, que tanto New York, New York como La La Land nacen de motivaciones similares -como es la cinefilia, o el simple capricho de sus impulsores-, y manejan conceptos a los que ni Chazelle ni Scorsese son en absoluto ajenos, queda por comprobar cómo se relacionan ambos musicales con el género canónico, de tan larga y compleja proyección. Y, de paso, tratar de dilucidar por qué La La Land está triunfando allí donde New York, New York fracasó miserablemente.
Ambas películas se desmarcan de las directrices comerciales de la década que las vio nacer al elegir el jazz como género pues, si bien la cercanía en el tiempo de New York, New York a obras magnas como la ya citada Cabaret (1972) o Empieza el espectáculo (1979) -ambas de Bob Fosse– es ineludible, tanto ésta como La La Land pueden ser consideradas como excentricidades al verse rodeadas de superproducciones más apegadas a la opera rock o los circuitos de Broadway, como es el caso de Jesucristo Superstar (1973) o Hair (1979). Esta filiación, por supuesto, se cierne en torno a los musicales de los años 40 o 50, convencionalmente considerados como su época de máximo esplendor y en la que, además de suponer el jazz el género predominante, sus argumentos eran meras excusas para encadenar números sucesivamente más elaborados… un poco como ha sido siempre, sí, pero con la particularidad de que estos esbozos de guión solían girar en torno a los preparativos de un espectáculo que tenían como clímax, con escasas variaciones, el espectáculo en sí mismo.
Con semejantes precedentes, el terreno se ofrecía fértil para que apasionados del género como Scorsese o Chazelle proyectaran su visión del mismo perdiéndose en todo tipo de referencias cruzadas y comentarios meta, sin dejar de aprovechar la ocasión que se le presentaba para saciar sus ansias mitómanas y jugar a ser Stanley Donen o Gene Kelly. El director neoyorquino, así pues, centraría todos sus esfuerzos en el segmento de Happy Endings en New York, New York -totalmente autónomo de una trama que, cosas de la vida, carecía de final feliz- para asistir desazonado a cómo los productores prescindían de él en un primer montaje, mientras que el firmante de Whiplash haría lo propio con números musicales excesivos, furiosamente encantadores, y de una estimulante dificultad técnica. Ni Chazelle ni Scorsese descuidarían, asimismo, el ámbito de las canciones, aun cuando el soundtrack de New York, New York no contara con demasiadas composiciones originales -destacando, eso sí, de entre su escueta cantidad, el tema homónimo que luego popularizaría Frank Sinatra-.
Siendo ambas películas incomprensibles sin una historia cinematográfica de décadas y décadas a sus espaldas, no cabe duda de que La La Land ha sabido sintonizar mejor con los gustos de su época, acaso por llevar a cabo una apuesta más segura y, digamos, liviana, que la que acometiera Scorsese en su momento -o también intentara Francis Ford Coppola en la igualmente vilipendiada Corazonada -1982-, y se viera afectada por la inexperiencia y tozudez de un director comprometido por seguir la estela que marcó previamente con Taxi Driver; estela que, de hecho, seguiría sin ningún otro traspiés similar en lo sucesivo.
El musical, en esencia
Bien al comienzo de Melodías de Broadway (1953), el entrañable Jeffrey Cordova (Jack Buchanan) aseguraba “estar cansado de esas barreras artificiales entre drama y musical”, justificando de este modo su empeño en que el inocente entretenimiento sonoro que le proponía un Fred Astaire que había visto tiempos mejores fuera transformado en una revisión del mito de Fausto. Ni que decir tiene, dicho show fracasaba espectacularmente, y obligaba a que sus responsables volvieran a convertirlo sobre la marcha en el simpático musical que había sido en un principio, conociendo de este modo el éxito, y motivando el regreso a la fama del personaje interpretado por Astaire.
Sin dejar de ser considerado un musical de raigambre clásica -y, en opinión de muchos, el mejor de la historia del género-, Melodías de Broadway ya dio a mediados del siglo pasado todas las claves para entender este tipo de cine, y augurar su éxito o fracaso en base a éstas. La película dirigida por Vincente Minelli, así -y como también había hecho, un año antes, la imprescindible Cantando bajo la lluvia (1952)-, se permitía reflexionar sobre los sinsabores terrenales de un mundo tan obcecado en el cielo como es el del espectáculo; y lo hacía sin renunciar, en ningún caso, al monumental, larguísimo y deliciosamente random número musical que aguardaba al final de la función.
El mismo y espléndido número que inicialmente ni siquiera le dejaran incluir a Scorsese en New York, New York, pero el mismo con el que a buen seguro concluirá La La Land. Porque viene sucediendo que, al final, -como entendieron Donen, Minelli y Fosse, pero no supo comprender el director de Taxi Driver hace cuarenta años- lo único que importa es la música.