Por qué ‘La maldición de Hill House’ es la mejor adaptación de Stephen King sin adaptar ninguna obra de Stephen King

La serie de Netflix no deja de sumar adeptos, que aseguran que se trata de una de las propuestas de terror más redondas de la actualidad. Buena noticia para Mike Flanagan, pero también para los fans de la novela original, que no contaba con una revisión tan estimulante desde 1963. Pero, además de Shirley Jackson, hay otro nombre clave entre sus referentes. Alguien tan querido aquí que sólo puede ser tratado con el título de Su Majestad…

(Este artículo contiene spoilers considerables de las novelas La maldición de Hill House e It, de Shirley Jackson y Stephen King, y bastante enormes de La maldición de Hill House, serie de Netflix)

Vivimos una época realmente espléndida en lo que a adaptaciones de Stephen King se refiere. En puridad, una que se extiende hasta los mismos albores de su trayectoria literaria, pues el de Maine tiene un vínculo caóticamente fructífero con el medio audiovisual, pero sí que se percibe que es ahora cuando las grandes productoras apuestan con mayor fuerza por adaptar su prosa. El año pasado la primera parte de It, dirigida por Andy Muschietti, contaba con el respaldo de Warner Bros., una campaña de promoción extenuante, y un taquillazo a la altura que tratará de replicarse próximamente con la segunda entrega. Por su parte, en agosto de este año Hulu inició la emisión de Castle Rock, que no adaptaba ninguna obra específica de King pero se ambientaba como buenamente podía en su universo. Y ya que nos centramos en televisión, Netflix también lanzó recientemente dos películas notabilísimas basadas en la nutrida producción del escritor estadounidense: 1922, adaptando la historia homónima incluida en Todo oscuro, sin estrellas, y El juego de Gerald.




Esta última es la que nos interesa, por haber supuesto el inicio de relaciones entre Mike Flanagan y Netflix. Hace siete años la compañía de Reed Hastings ya había ayudado a impulsar mediáticamente una de sus primeras películas, Absentia, cierto, pero no fue hasta 2017 que decidió transmitirle un encargo que debió hacerle una enorme ilusión. Viendo El juego de Gerald, un espectador aficionado a King no podía menos que sorprenderse de la inteligencia con la que Flanagan, en compañía de su colaborador habitual Jeff Howard, había sabido adaptar uno de los textos más difíciles del autor respetando su significado y manteniéndose fiel a éste en todo momento, por más que esta actitud pudiera conducir al desconcierto de los espectadores —como, de hecho, ese cadencioso desenlace acabó acaparando—, y el minimalismo de su terror alejara, presumiblemente, a quienes desearan emociones más fuertes. Simpatizaras o no con El juego de Gerald, lo único seguro es que Flanagan en el futuro va a volver a lidiar con la obra de King, estando al cargo de la adaptación de Doctor Sueño: no sólo la secuela de una novela clave de este escritor como es El resplandor sino también, coyunturalmente, la continuación de la famosa película de Stanley Kubrick… a la que esperemos que no haga mucho caso.

Mientras el bueno de King sigue a lo suyo, sacando mínimo dos novelas al año y tornando cada vez más quijotesco el empeño de nuestra Kingpedia —en 2017 escribió tanto La caja de botones de Gwendy junto a Richard Chizmar como la estupenda Bellas durmientes en colaboración con su hijo Owen, y recientemente ha publicado en nuestro país El visitante—, no deja de resultarnos entrañable el meteórico ascenso de alguien como Flanagan, quien nunca ha querido disimular la influencia del de Maine en su obra. Sin embargo, ¿qué lugar desempeña La maldición de Hill House dentro de la carrera de un fanático de King? ¿Por qué ha querido adaptar esta novela de 1959 en su segundo trabajo con Netflix, y ahora dentro de sus reseñas hay más gente mencionando a este escritor estadounidense que a la propia Shirley Jackson, autora del libro original? La respuesta es compleja pero, vamos avisando, también tremendamente hermosa.

A Shirley Jackson hay que quererla

La historia de La maldición de Hill House se imbrica dentro de ese gozoso subgénero cinematográfico que suponen las casas encantadas, y que desde sus mismos inicios estuvo más abocado a la comedia y la farsa que a un horror medianamente serio. Por más respetables y ominosos que fueran sus referentes literarios —con Otra vuelta de tuerca (1898) de Henry James planeando sobre toda su imaginería—, es sorprendente lo poco que tardaron las historias cortadas por este patrón en volverse burlonas y optar por hacer sufrir a sus protagonistas antes que al público que asistiera a su hechizo. En cortometrajes como Pamplinas y los fantasmas, de Buster Keaton (1921) o El castillo de los fantasmas (Abel Gance, 1923) el espectador, de hecho, no sólo encontraba más divertidas que aterradoras las desventuras del inquilino en el escenario de turno, sino que además subsistían elementos narrativos comunes, como una mente maquiavélica tras estos sufrimientos —un millonario que hacía una apuesta, en el más habitual de los casos— o un grupo de personas que manipulaban las infraestructuras del lugar para engañar al protagonista. Las casas encantadas, por tanto, de encantadas acababan teniendo poco.

Estos rasgos, obviamente, no se aplican al grueso de este tipo de ficciones, pero no deja de resultar paradigmático que una de las películas más celebradas del subgénero acabase constituyendo, muchos años después, La mansión de los horrores (1959). Dicho film dirigido por William Castle, pese a contar con el miedo del prójimo como su principal prioridad, volvía a insistir en la casa encantada como un cascarón vacío que sólo los propios vivos podían convertir en algo más que eso, engañando a sus huéspedes y maquillando como terror sobrenatural la exagerada y obscenamente misógina crisis de un matrimonio acaudalado. Lo más llamativo, sin embargo, es que La mansión de los horrores —cuyo título en inglés era House of Haunted Hill y no, pese las reminiscencias del título no tiene nada que ver con la serie de Netflix— se estrenó el mismo año que fue publicada —ahora sí— La maldición de Hill House a manos de la escritora californiana Shirley Jackson. Una novela donde, muy al estilo de Henry James, se volvía a dejar dentro de la ambigüedad el supuesto embrujo de la casa, pero eso no quería decir que nos tuviéramos que tomar su historia menos en serio. Más bien al contrario.

La idea de La maldición de Hill House se le ocurrió a Jackson tras leer las memorias de unos investigadores que habían alquilado un viejo caserón en el siglo XIX donde comprobar si se producían fenómenos paranormales para, posteriormente, presentar sus descubrimientos ante la Sociedad de Investigación Psíquica. Los resultados de dicho experimento eran tirando a decepcionantes, pero eso no evitó que Jackson se sintiera enormemente fascinada por la historia. Según cuenta la estudiosa de su obra Lenemaja Friedman, “esos tipos pensaban que estaban siendo enormemente científicos y demostrando todo tipo de cosas, pero la historia que se podía leer entre las líneas de sus áridos informes no era ni mucho menos la de una casa encantada, sino la de varias personas desorientadas, al juicio de Jackson equivocadas, y la de sus diferentes motivaciones y pasados”. Nuevamente, parecía que la casa encantada no ofrecía un mal muy diferente al que tú trajeras contigo, pero la intención de profundizar en la psique de sus habitantes —así como el posterior descubrimiento de una decrépita mansión que pertenecía a su propia familia—, provocó que Jackson quisiera ponerse de inmediato a escribir su propia historia de fantasmas.

Antes de la década de los cincuenta ya había comenzado a despuntar el éxito de esta autora, tras publicar en 1948, dentro de las páginas de The New Yorker, el polémico e influyente relato La lotería. A efectos comerciales la figura de Jackson había sido vinculada inevitablemente con el género de terror, por más que a la propia escritora no le hiciera mucha gracia esta etiqueta, ni las mañas que se daban sus agentes literarios para venderla —éstos habían llegado a hacer cundir el rumor de que practicaba brujería—, y La maldición de Hill House no ayudaría precisamente a desbaratar esta impresión. Hill House constató por lo demás su madurez creativa, y acabó antecediendo a la considerada convencionalmente como su obra maestra, Siempre hemos vivido en el castillo, publicada en 1962. Justo un año después, La maldición de Hill House sería adaptada al cine por Robert Wise con el título de La casa encantada.

Dicha película supo trasladar a la perfección el discurso de la novela que, sin despegarse del todo de ese largo entendimiento de los sucesos paranormales como productos de una sugestión psicológica, sí enarbolaba una mayor preocupación por la naturaleza de estas sugestiones. No en vano uno de los protagonistas de la misma era un científico, el doctor Montague —llamándose Markway, y siendo interpretado por Richard Johnson, en la película de Wise—, que pretendía darle una explicación racional a la siniestra fama de Hill House, y que para ello decidía rodearse de personas que hubieran estado en el pasado, de un modo u otro, en contacto con fenómenos que no atinaban a explicar. Uno de ellos era Luke Sanderson (Russ Tamblyn antes de ganarse nuestro corazón como el doctor Jacoby de Twin Peaks, y de aparecer como un nuevo y anecdótico “doctor Montague” en la Hill House de Flanagan), que era descrito por Jackson directamente como “un holgazán y un mentiroso” y su relación con la casa se reducía a que ésta estaba en posesión de su adinerada familia. Otra invitada era Theo (Claire Bloom), de poderes telepáticos, y otra Eleanor Vance (Julie Harris), más conocida como Nelly. La verdadera protagonista de La maldición de Hill House, y no sólo porque, salvo el primer y último capítulo, toda la acción dependiera de su punto de vista.

Nelly provocó una lluvia de guijarros cuando era niña, aunque entonces le dijeran que en realidad había sido una jugarreta de sus odiosos vecinos, y creció controlada totalmente por su madre, teniendo que hacerse cargo de ella durante su vida adulta. La maldición de Hill House arranca poco después del fallecimiento de la señora Vance y encuentra a una Nelly al borde del colapso, sola y desarraigada, y encontrando inusitadamente atractiva la invitación del doctor Montague, que le anima a que se venga a pasar unos días a una casa enorme donde dispondrá de todo tipo de comodidades. A partir de su llegada, la salud mental de Eleanor empeorará, sintiéndose pese a todo cada vez más complacida con todo aquello que le ofrece la casa, y desarrollando un grado de dependencia con ella que le acabará precipitando a un final trágico, y entretanto, a una serie de escenas sucesivamente más terroríficas.

Escenas que, volcados completamente en cantar las alabanzas de la señora Jackson —de quien si aún no habéis leído nada ya estáis tardando—, están descritas de un modo exquisito y sobrio. Dicho estilo, en comunión con el enajenado punto de vista de la pobre Nelly, acaba desembocando en hallazgos inconmensurables, como aquel episodio en el que la protagonista cree estar agarrando la mano de Theo durante una noche bastante atribuladilla y luego resulta que se está dirigiendo de cabeza a lo que podríamos llamar un jumpscare literario. “Hay pocos pasajes descriptivos en la literatura anglosajona que sean mejores que éstos, justamente el tipo de tranquila epifanía al que aspira cualquier autor: palabras que de algún modo trasciendan la suma de las partes”, escribió en los años ochenta uno de los mayores fans de Shirley Jackson sobre la tierra. Y éste no es otro que Stephen King, porque ya va siendo hora de comprobar qué pinta Stephen King en todo esto.

La danza (macabra) de dos enamorados

En 1975 el autor de Maine publicó su segunda novela, El misterio de Salem’s Lot, como forma de mostrar juguetona pleitesía al Drácula de Bram Stoker. No obstante, y dentro del propio libro, él mismo declaraba que dicha obra clave de la literatura universal no era su única influencia, colocando en el encabezado de su primera parte una cita de La maldición de Hill House: concretamente, el párrafo que daba inicio a la novela de Shirley Jackson, y que comenzaba con la frase “Ningún organismo vivo puede prolongar su existencia durante mucho tiempo en condiciones de realidad absoluta sin perder el juicio; hasta las alondras y las chicharras sueñan”.

El misterio de Salem’s Lot no es, en efecto, la obra de King que con mayor fruición bebe del legado de Jackson, pero comparte con ésta, y con la totalidad de la producción del de Maine (que ya es totalidad) una concepción del terror muy parecida, y que podríamos denominar de forma provisional como intimista. Ésta se extrae de unos personajes primorosamente construidos y su efectividad, antes que en lo elaborado de las imágenes o sus descripciones, está supeditada a la mayor o menor empatía que el receptor haya podido establecer con dichos personajes. De cara a cimentar esta empatía, tanto King como Jackson son proclives a ahondar en la biografía de sus protagonistas y a describir con cierta exhaustividad sucesos de su pasado que puedan tener una relación directa o tangencial con la presente trama, provocando a un nivel superficial que sus argumentos coqueteen a menudo con el melodrama más descarado y, a otro nivel más amplio, que éstos causen un impacto muy potente en el lector.

El terror que lleva cultivando Stephen King durante más de cuarenta años y cincuenta libros, así las cosas, está arraigado en la imaginería de Shirley Jackson, y el escritor de Maine se ha querido vincular directamente a ella en numerosas ocasiones. Más allá de esa cita en El misterio de Salem’s Lot, es innegable ver el hotel Overlook de El resplandor —novela inmediatamente posterior al libro de 1975— como un trasunto de Hill House: un edificio de pasado turbulento que ha ido alimentándose de las pulsiones más elementales de sus huéspedes y los ha enfrentado con una locura que ya conocían antes de poner un pie en su interior, pero que nunca hasta ahora se había manifestado con semejante virulencia. Y esta identificación no es caprichosa, ya que el mismo King nunca se ha cuidado de disimular su fascinación por las casas encantadas, y por Hill House en particular: de hecho, a finales de los años ochenta inauguró sus tentativas de adaptar la novela de Shirley Jackson al cine.

Su empeño se antojaba más caprichoso que otra cosa, dado que la anterior adaptación de Robert Wise ya había sido lo suficientemente válida y fidedigna —con unas modificaciones, como la referida al papel que desempeña la esposa del doctor Markway en la trama, que no iban más allá de la voluntad del guión por delimitar los temas de la obra original—, pero eso no le impidió conseguir que el mismísimo Steven Spielberg se embarcara en el proyecto. El interés de éste, mantenido con entusiasmo pese a ya haber podido saldarse con una película que también combinaba las casas encantadas con el carisma de los inquilinos —estamos hablando, por supuesto, de la modélica Poltergeist (1982)— empezó a mermar a medida que pasaban los años y el proyecto no se concretaba, y acabó evaporándose a finales de la década de los noventa.

En 1999 los desacuerdos entre Spielberg y King permitieron que se les adelantaran y se estrenase un remake de La casa encantada que nada tenía que ver con ellos: su título era The Haunting (La guarida), dirigía Jan de Bont, y lo único bueno que se podía decir de ella es que contaba en su seno con la mejor muerte posible de un personaje interpretado por Owen Wilson. Tres años después de ésta, que curiosamente llegó a compartir carteleras con otro remake de House of Haunted Hill, Stephen King por fin podría escribir el guión de una producción basada en su amada Shirley Jackson, pero los sucesivos cambios en la historia habían acabado provocando que Rose Red (miniserie de TV dirigida por Craig R. Baxley en 2002) tuviera bastante poco que ver con La maldición de Hill House, sin que además el resultado final fuera nada del otro mundo.

Puestos a estudiar la relación de King y Jackson, acaba resultando más agradecido apartarse de las obras de ficción del primero, pues el mejor testimonio de su afición por el trabajo de la escritora californiana se encuentra en Danza macabra, ensayo publicado en 1981 donde se queda a gusto hablando de su visión del terror, y realiza una estimulante panorámica de las formas que ha ido acogiendo en los siglos recientes. Por supuesto, La maldición de Hill House tiene una presencia privilegiada en dicho libro, siendo la protagonista de una extensa reseña donde King interpreta la obra y señala las numerosísimas virtudes de este manuscrito. Entre otras muchas y entrañables pontificaciones que afianzan el amor que todos sentimos por este señor de Maine (o todos los que contamos con una mínima decencia sentimos por este señor de Maine), King proclama que Eleanor Vance es «el personaje mejor esculpido de cuantos han surgido en la tradición del nuevo gótico americano», y que «La maldición de Hill House, junto a Otra vuelta de tuerca, es la gran novela acerca de lo sobrenatural del último siglo«.

Se antoja satisfactorio, pues, que a King no le tiemble el pulso a la hora de equiparar a La maldición de Hill House con el otro eterno referente de estas ficciones, sobre todo si llevamos esta disyuntiva al lugar que ha terminado acogiendo La casa encantada de 1963—película que, insistimos, puede ser fácilmente la mejor adaptación de Jackson, y una que fue aplaudida por la propia autora— dentro de la memoria cinéfila. Estrenándose después de un éxito como la ya mencionada La mansión de los horrores, el film de Robert Wise obtuvo una recepción crítica y comercial mucho más discreta de lo que merecía, agravada por las inevitables comparaciones que habían surgido a raíz de otro largometraje con edificios chungos reciente: Suspense, dirigida por Jack Clayton en 1961, y basada en la sacrosanta Otra vuelta de tuerca de Henry James. Dados sus respetabilísimos referentes, y la inclusión de Truman Capote en el guión para acentuar el ingrediente psicoanalítico de la historia, La casa encantada fue percibida a posteriori como un logro menor, incoherente, y demasiado ensimismado en la mente de Nelly. Por entonces, quizá, el mundo aún no había entendido hasta dónde podía llegar el genio de Shirley Jackson y, en consecuencia, tampoco los aciertos de la película de Wise.

Pero el siglo XXI, después de que Stephen King se haya convertido en el escritor vivo con más éxito, ya es plenamente consciente de la importancia de La maldición de Hill House, e incluso parece que ha podido dejar atrás la fase de despreciar a King sólo porque escribe best-sellers. Sólo en un contexto así podría desarrollarse, pues, la carrera de un chaval nacido en Salem —ya os avisé de que todo iba a ser tremendamente hermoso—, cuya obra no podría ser entendida sin el precedente de ambos escritores.

De buenas y malas adaptaciones

Al igual que las pesadillas más aterradoras, la buena ficción de horror a menudo consigue su propósito volviendo el statu quo del revés: lo que más nos asusta de Mr. Hyde, quizá, es el hecho de que siempre ha formado parte del Dr. Jekyll   (Stephen King, Danza macabra, 1981)

Cuando acabé el último episodio de La maldición de Hill House, hace poco menos de una semana, estaba demasiado vencido por el llanto como para dirimir si la serie de Mike Flanagan era tan acojonantemente buena como me había parecido de primeras, o sólo había sido manipulado de la forma más vil que puede hacer una canción con guitarra acústica en un season finale. En cambio, sí que pude confirmar un pensamiento que había empezado a insinuarse desde los primeros minutos de la ficción de Netflix: el tal Flanagan debía haber sido el encargado de adaptar It, en lugar de Andy Muschietti, y de ahí no me iba a sacar nadie.

La película que Warner Bros. estrenó en septiembre de 2017 contaba con numerosas virtudes, pero también con dos notables hándicaps: uno, que la decisión de omitir el juego temporal de la historia de los Perdedores para realizar dos películas consecutivas no había sido la más apropiada, y dos (y causante directo del punto uno), que los guionistas de It no habían entendido la novela. Lo que un Stephen King hasta arriba de coca había ideado en 1986 era un monumental estudio sobre numerosos y grandes temas que Muschietti, en su traslado a un espectáculo pirotécnico y ruidoso —donde, más que de realizador, parecía ejercer de dependiente de barraca de feria—, tocaba de forma superficial o directamente soslayaba.

La naturaleza del miedo, la desmitificación de la infancia como paraíso idílico —imposible de replicar si no contabas con adultos que empezaran a recordarla con honestidad desde un futuro próximo— o, sobre todo, la configuración de los traumas a lo largo de toda una vida, eran cosas que al film de Muschietti le importaba menos que explicitar, hasta extremos ridículos, los elementos más sugerentes de la obra de King, como ese “aquí flotamos todos” de Pennywise que acababa dando paso a una guarida donde los niños supuestamente devorados por Eso… flotaban como globos. Literalmente. Errores de bulto en los que no había caído la miniserie de Tommy Lee Wallace emitida en 1990 —y es que la reivindicación de ésta por sus propios méritos es necesaria más allá de la nostalgia, o de Tim Curry—, y que también habrían sido esquivados habilidosamente por Mike Flanagan.

No sólo por lo que muestra La maldición de Hill House en sí misma, sino porque la peculiar estructura de It, novela, ya había sido ensayada por Flanagan en uno de sus films más exitosos. En Oculus: El espejo del mal (2014), este cineasta retomaba el planteamiento de uno de sus primeros trabajos, el mediometraje Oculus: Chapter 3- The Man with a Plan (2006), para ensamblar una película endiabladamente entretenida narrada a lo largo de dos líneas temporales que, según se acercaba el desenlace, iban confluyendo de forma frenética y nos revelaban la verdad completa de sus personajes: los hermanos Kaylie (Karen Gillan) y Tim Russell (Brenton Thwaites) que, tras luchar contra un espejo maligno durante su más tierna infancia, de adultos debían volver enfrentarse a él para vengar la muerte de sus padres. Una de las mayores dificultades con que éstos se enfrentaban —además de los poderes del espejo de marras, cuya ingeniosa visualización en pantalla ya daba pistas de las dotes escénicas de Flanagan— era la renuencia de Tim a recordar qué ocurrió verdaderamente cuando eran niños, y a creer que un espejo tenía la culpa de todo. El trauma desarrollado durante su infancia, en efecto, le impedía enfrentarse como adulto a los peligros con los que de niño pudo lidiar de forma instintiva, pero con secuelas que se prolongarían con los años.

Oculus, pese a la contundencia con la que Flanagan defiende su voz de narrador, carece de la introspección psicológica cultivada por Stephen King en It —o en El resplandor, llegado el caso, ya que el arco del patriarca de los Russell recuerda poderosamente al de Jack Torrance— y en la propia La maldición de Hill House, y por todo ello resulta interesantísima de ver justo después de haber alcanzado el final de la serie de Netflix. Las soluciones visuales para intercalar pasado y presente, la lánguida aparición de las presencias espectrales —a años luz de las chorradillas gritonas de Expediente Warren (2013) y derivados—, y la desintegración del núcleo familiar como telón de fondo, todo ello estaba presente en Oculus y, de un modo u otro, en Stephen King. Lo que, no obstante, Flanagan ha logrado con La maldición de Hill House va más allá de la consolidación de ciertas aptitudes o intereses en el género: ha desarrollado un desgarrador drama de personajes sin por ello dejar de resultar terrorífico en ningún momento.

Es por ello, y por los beneficios que puede deparar una ficción prolongada durante varias horas, que su apego a las aventuras de los Perdedores sea en Hill House mucho más evidente de lo que lo fue en Oculus. Al margen de los paralelismos obvios, como es el hecho de que el principal protagonista de la historia sea un novelista que se llama Steve —¿guiño facilón pero súper adorable al nombre de Stephen King?— y que, como Bill Denbrough, ha planteado toda su obra en función a los recuerdos de su infancia, o de que las vicisitudes de los personajes como adultos estén marcadas por la muerte prematura de uno de ellos —Stan Uris en la novela, la siempre desdichada Nelly en la serie—, la obra de Flanagan persigue desde el principio una estructura muy calculada y, diríase, meditabunda.

Los primeros cinco capítulos de la serie están planteados en función a cada uno de los protagonistas —los cinco hermanos Crain: Steve (Michiel Huisman), Shirley (obviamente por Shirley Jackson, interpretada por Elizabeth Reaser), Theo (Kate Siegel, colaboradora habitual de Flanagan y esposa de éste), Nelly (Victoria Pedretti) y Luke (Oliver Jackson-Cohen) mostrando en detalle su personalidad y cómo han aprendido a sobrellevar los traumas de un pasado en el que vivieron durante una temporada en Hill House y, a causa de ello, perdieron a una madre. Esta trama se desarrolla mediante continuos saltos temporales y, forzosamente, un ritmo narrativo que se toma su tiempo en avanzar, pero que tampoco debería ser calificado de lento al proveer constantemente de información sobre los Crain.

Sin embargo, y en una estrategia puramente King, esta información es emitida en forma de flashbacks que parecen no tener mayor ambición que profundizar en el carácter de los protagonistas y su relación entre ellos, deteniéndose en pasajes tan bien pensados —y mucho menos autocomplacientes de lo que podría parecer a simple vista— como el día a día de Theo Crain como telépata, o las distintas formas en que los miembros de su familia van reaccionando al descubrimiento de su homosexualidad. Entre unas cosas y otras, La maldición de Hill House alcanza su ecuador un poco como cuando llegas a las 500 páginas de It: con un lector que nunca ha dejado de disfrutar del trayecto, pero no puede quitarse de encima la idea de que aún no se le ha contado lo que él había venido a que le contaran. En el libro de King esta narrativa tenía que hacer frente a leitmotivs algo molestos como la extenuante descripción de cada una de las apariciones de Eso o los interludios de Mike Hanlon: en la serie de Flanagan, más diáfana y algo menos dada a los gloriosos desbarres del escritor de Maine, esta sensación es paliada por la generosidad con la que su ideólogo siembra los capítulos de escenas de terror de excelente buen gusto. Que, aún así, tampoco es que sean lo principal.

Fidelidad con todas las consecuencias

Hill House, al igual que el Overlook, manipula a sus habitantes jugando con sus deseos e inquietudes para, finalmente, conseguir que pasen a formar parte de sus paredes, e incluso, al igual que ocurría en el Cementerio de animales —no por casualidad, otro de los grandes exponentes de lo bien que se le da a King construir intensísimos melodramas, y con una nueva adaptación en ciernes—, también hace de vez en cuando cosas muy feas con las mascotas que van a parar a su interior.

Examinando la ficción de Netflix en relación a la obra de Stephen King no dejan de surgir los paralelismos y la certeza de que Flanagan ha querido construir el homenaje perfecto a este escritor estadounidense, y hasta llega a ser tentador comparar sus sensacionales resultados con los ínfimos logros de la citada Castle Rock. Sin ser la descerebrada ensalada de referencias que no temíamos —y que hacía presagiar el nombre de J.J. Abrams, uno de los mayores vendedores de humo de nuestro tiempo, al frente de la producción—, la serie desarrollada por Sam Shaw y Dustin Thomason estaba demasiado lastrada por su narrativa de misterios encadenados y el nulo espacio para el desarrollo del que disponían sus personajes como para ofrecer algo que realmente tuviera y se sintiera como el toque King.

Pero es que aún hay más. La maldición de Hill House es una serie tan íntimamente relacionada con la memoria del maestro que no sólo ha provocado un tuit de éste afirmando que sí, le ha gustado, con el perceptible temor de que igual ha visto algo más que la adaptación de una de sus novelas favoritas, sino que sus elementos en común con éste se extienden… a sus propios fallos. La maldición de Hill House no es una serie perfecta, y si estáis escuchando juicios semejantes por ahí es porque pocos géneros se prestan al entusiasmo desacomplejado tanto como el terror: concretamente, tiene la gran tara de que su segunda mitad, la que debería llevar el magnífico planteamiento descrito a su lógico y apasionante clímax, no está ni de lejos a la altura de la primera.

Pasado el episodio de La mujer del cuello torcido —finalizado con el que puede ser el momento de terror más desasosegante del año—, La maldición de Hill House empieza a adolecer del hecho de que Flanagan sabía desde el principio cómo debía cerrar la historia, pero las herramientas con las que contaba para ello no eran tan buenas como las que tenía para empezarla. Es por ello que según se va acercando el clímax la serie va cayendo en una inaudita sucesión de lugares comunes y olvidando qué era lo que le hacía tan especial en primer lugar, siendo muy ilustrativo a este respecto el nefasto episodio 9: uno que no sólo hace escasa justicia a la ficción por caer en un tono expositivo intolerablemente perezoso, sino que también defrauda a todo aquél que se había empeñado en pensar que Liv Crain (Carla Gugino) era algo más que una herramienta narrativa. Y no.

Por supuesto, Flanagan es tan listo que sabe disimular estas carencias con cierto tino, como demuestran las virguerías técnicas que realiza en el episodio 6 —compuesto enteramente por planos secuencia cuya única función es hacer más interesante el encuentro entre los personajes principales, que por cierto nunca llega por sí mismo a estar a la altura de las expectativas que los anteriores capítulos han creado—, o la sumisión total hacia el clímax lacrimógeno que empieza a preparar a la mitad del ya citado episodio 9. El showrunner es consciente de que ha creado algo tan bueno que, a estas alturas, bastará con recoger lo sembrado sin proponer ni una sola idea más; el sabor de boca seguirá siendo agradable, y tu serie seguirá siendo una de las mejores cosas que le ha pasado a Netflix, al género y a nuestras vidas.

Lo cachondo de esto, aparte de con qué alegría vamos a confirmar que sí, que Flanagan nos la coló, es que es enormemente similar a lo que a Stephen King le ha pasado siempre con sus historias más ambiciosas. El momento en que la cosa se le va de las manos al escritor de Maine es uno de los pequeños e impagables placeres que los fans de King esperamos de cada novela suya que sobrepasa cierto número de páginas, casi tan impagable como comprobar qué estratagema ideará éste para que, al final, sigamos pensando que ningún escritor le llega a la suela de los zapatos. El ejemplo canónico es It y su orgía preadolescente precediendo por pocas páginas a esa emotiva escena de Bill y Audra a lomos de Silver con la que concluye It. En La maldición de Hill House no hay una ida de olla propiamente dicha —más bien lo que hay es una inventiva algo escasa para salir de los bretes, y una inquietante predisposición a saltarse las reglas de su propio universo—, pero sí una reseñable habilidad para encauzar todas las pifias y darles forma de conmovedor epílogo… acompañado de las delicadas notas de una guitarra acústica.

Total, que todo esto está muy bien, claro, pero no debemos olvidar que se supone que Flanagan no estaba adaptando una novela de King, ni tan siquiera quería marcarse un Castle Rock con mucho más oficio: Flanagan quería adaptar La maldición de Hill House de Shirley Jackson, y eso es, pese a que pueda parecer lo contrario, exactamente lo que ha hecho. A su modo.

“It’s all about the family!”

La maldición de Hill House está dando mucho que hablar gracias a su sofisticado dibujo del terror y a lo puntero de sus juegos temporales, pero es inevitable tener la seguridad de que, a menos que tenga continuación —algo de lo que ya hay rumores, y que esperamos de todo corazón que no sean ciertos—, si recordaremos la serie de Mike Flanagan en el futuro será por sus personajes. Un plantel muy cuidado y perfilado —con la sonora excepción de Carla Gugino— que tiende, como se ha dicho, un puente muy sólido con los personajes de Stephen King, pero que también lo hacen con su materia prima principal: la novela de Shirley Jackson.

Shirley Jackson.

La forma en que Flanagan ha ido tomando elementos del libro de Jackson para moldearlos, cambiarlos de nombre o significado según las necesidades de la historia, y pese a todo mantener una lealtad muy particular a la prosa de esta escritora daría para un artículo aparte, por lo que quizá habría que dar carpetazo a esta cuestión insistiendo en que una buena adaptación no tiene necesariamente que ser literal. El resplandor de 1980, película de la cual King ha renegado durante toda su vida, mantenía el nombre de los personajes y los elementos básicos de la trama sin que eso significara que Stanley Kubrick hubiera leído del libro original algo más que la sinopsis de la contraportada, mientras que The Haunting, la de 1999, hacía lo propio pero mezclándolo con un CGI pocho y mostrando cómo Hill House acababa de forma directa con las vidas de ciertos protagonistas; un idea que a Jackson probablemente le habría desagradado de forma profunda. Curiosamente, la Eleanor Vance que mostraba, interpretada por Lili Taylor, no se cortaba en ganarse las antipatías del espectador con su comportamiento egocéntrico y exagerado, y en cierto punto del metraje incluso gritaba la frase que da título a este epígrafe, y que vertebra todo aquello de lo que, de una forma u otra, ha hablado siempre La maldición de Hill House.

Shirley Jackson, una mujer que vivió toda su vida sufriendo ansiedad social y siendo manipulada por sus personas de confianza —ya hablamos anteriormente de los lumbreras de sus editores, pero no de su marido infiel, maltratador y controlador de sus finanzas pese a que ganaba mucho menos que ella—, escribió en 1959 la historia de una persona que, como ella, no estaba muy segura de cuál era su lugar en el mundo, y que tras una vida desgraciada en la que apenas había podido tomar decisiones por sí misma se hallaba desesperada por encajar en algún lado y sentirse amada.

Apenas cinco años después de la publicación de La maldición de Hill House, y de que Nelly sucumbiera al embrujo de la casa y pasara a formar parte de su nutrido catálogo de habitantes espectrales, la escritora californiana moriría de un infarto, debido a su sobrepeso y al alcoholismo al que le habían llevado una vida llena de penalidades e injusticias. Por eso el comienzo y el final de su novela se cerraba con el mismo párrafo: uno que concluía con la frase “el silencio empuja incansable las paredes de Hill House, y cualquier persona que camina por sus pasillos, camina sola”. La casa consumaba el engaño, Nelly se hallaba tan sola como cuando empezó, y no había forma de escapar.

Por más cambios que se den entre los personajes y su argumento, la obra de Flanagan mantiene las preocupaciones existenciales de Shirley Jackson y, en una pirueta con la que sólo muestra su valentía una vez más, el cineasta de Salem trata de darles una solución. Una que siempre había permanecido dentro del background de Hill House, aprisionada por el egoísmo, el temor a la muerte y la dependencia emocional, pero de la que Jackson no había tenido tiempo de ocuparse, prefiriendo ofrecer una historia lo suficientemente ambigua y extraordinaria como para que otros creadores, como King y el director de Oculus, se refugiaran en ella, exprimieran todas sus enseñanzas, y dieran rienda suelta a su propio genio. Esa respuesta, por supuesto —porque tampoco hay que pensarlo mucho más si lo que quieres es hacer llorar al personal— es la familia. Y por eso, cuando Flanagan decide hacerle el último y definitivo guiño a la novela de 1959 poniendo la voz en off de Steve a leer el párrafo más célebre de ésta, la frase final cambia sustancialmente.

“El silencio empuja incansable las paredes de Hill House, y todos aquéllos que caminan por sus pasillos, caminan juntos”, dice Steve. Justo después caen los créditos de La maldición de Hill House y, con mayor fuerza que nunca, tenemos la certeza de que Mike Flanagan ya está más que preparado para volverse a ver las caras con Stephen King en el futuro.

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