La resaca de la Especia: qué salió mal en ‘Dune’ de David Lynch y qué podría aprender Denis Villeneuve de ella

A Villeneuve le van los retos. El director canadiense ha demostrado a lo largo de su carrera una solidez apabullante que ni siquiera tembló cuando le dio por convertirse en un abanderado de la ciencia-ficción contemporánea. Tras salir con vida de algo como Blade Runner 2049, sin embargo, ha querido meterse en un fregado aún más serio, del que ni tan siquiera un titán como David Lynch salió bien parado.

¿Qué necesidad hay de una nueva versión de Dune en el año 2020? Es una cuestión susceptible de ser sentenciada con frases lapidarias que puedan remitirnos a lo pésimo escritor que era Frank Herbert, lo desfasadas que se han quedado sus temáticas, o el tedio insalvable al que nos abocaría una traducción más o menos fidedigna de su historia.

Y sin embargo, todas estas ideas apresuradas chocarían ante la certeza de que el fenómeno de Dune conserva una salud excelente como parte de la cultura pop y de la historia de la ciencia-ficción, y así lo atestigua la fijación que ha tenido el cine por abrazarlo. Esfuerzo que tiene mucho de quijotesco, y una historia tan ruinosa a sus espaldas que lo único que ha evitado que nos mofemos de la nueva superproducción de Warner es el director que se encuentra el frente. Así como el desopilante reparto que la puebla, pero sobre todo el director.

Denis Villeneuve es un tipo realmente raro, a quien incluso a veces me cuesta percibir como autor entendiendo como tal a un artista espoleado por unas inquietudes reconocibles a lo largo de su filmografía. Por supuesto, esto no tiene nada que ver con que apenas le hayamos visto escribir sus películas —únicamente alguna de las primeras e Incendies (2010)—, y de hecho sí es algo más pertinente hablar de una puesta en escena rotunda y de un gran ojo para formar sus equipos. A efectos pragmáticos creo que la autoría de Villeneuve —y siento lo banal de la cuestión— está relacionada con una enorme profesionalidad. Con ser exactamente la persona que su película necesita que sea, siendo este un talento que ha interiorizado tan bien como para asumir el desafío de dirigir una secuela de Blade Runner y aprobar con sobresaliente, para a continuación alardear de la misma actitud con un trabajo tan ingrato como adaptar Dune.

Villeneuve se camufla, se adapta a las circunstancias, nunca deja que la película pueda con él. Y eso es algo que David Lynch intentó en los ochenta, cuando de repente quiso ser un tipo de confianza para los grandes estudios. No lo consiguió.

Jodorowsky, Scott, Lynch

Nuestro director se encontró a principios de los ochenta con la historia empezada. Tras triunfar con El hombre elefante (1980) y dar la impresión de que Cabeza borradora (1977) había sido un experimento sin visos de continuidad —siendo esta, por suerte para todos, una impresión transitoria—, David Lynch parecía poseer de repente una sensibilidad atractiva para los grandes estudios, siendo capaz de conciliar su intuición para lo extraño con el disfrute del público. Con ocho nominaciones a los Oscar, El hombre elefante era una carta de presentación inmejorable. De manufactura clásica, efectiva motividad, y con la suficiente personalidad como para que los productores quisieran domarla y aprovecharse de lo mejor de ella. Fue la época en la que George Lucas llegó a ofrecerle a Lynch la dirección de El retorno del Jedi (1983), a lo que este se negó con educación diciendo que aquella, sencillamente, no era su movida.

¿Lo era Dune? El universo de Frank Herbert tenía unas reglas tanto o más complejas que el de Star Wars y desde luego estaba tan subordinado a una visión creativa monolítica como este —la deriva de la saga una vez George Lucas se desvinculó de ella puede atestiguarlo—, pero quizá Lynch no le viera tantos inconvenientes a tenor de la gente que había involucrada, y la temprana categorización de Dune como algo serio, complejo, “adulto”. Algo capaz de estimular la imaginación de Alejandro Jodorowsky hasta límites insensatos, sin que esto implicara que la fidelidad a la obra de Herbert tuviera que ser una condición insoslayable a la hora de acometer la adaptación.

En el gozoso documental Jodorowsky’s Dune (2013) —que, en cierto sentido, podría tratarse de la mejor adaptación jamás hecha de Dune al audiovisual—, el director chileno hablaba de su relación con la fuente literaria a partir de la necesidad de “desvirgar” a una novia vestida de blanco con la que te acababas de casar, a sabiendas que si no lo hacías jamás podrías tener ese hijo que vendría a ser la película. “Quiero violar a Dune, pero con cariño”, sintetizaba Jodorowsky.

El director de El topo (1970) leía Dune según su parentesco con la contracultura estadounidense en la que había nacido inmersa; es decir, a partir del poder intangible de la especia Melange, que prefería ver como seductora droga recreativa antes que petróleo codiciado por grandes potencias. A partir de este entendimiento proyectó su versión de Dune, reuniendo a un dream team que incluía a Salvador Dalí, Orson Welles, Moebius, H.R. Giger, Mick Jagger, David Carradine o Gloria Swanson.

La Dune proyectada duraba cerca de diez horas y, naturalmente, era irrealizable. Los productores se habían dado cuenta de esto previo a que Jodorowsky asaltara sus despachos tratando de hipnotizarlos con su entusiasta verborrea, pues ya antes del chileno David Lean había tanteado el proyecto al amparo de Arthur P. Jacobs. Eso había ocurrido en 1971 pero apenas seis años después, consumada la decepción de Jodorowsky, la situación cambió drásticamente.

El estreno de Star Wars dio pie a una serie de desiguales carreras entre los grandes estudios de Hollywood por ver cuál de ellos conseguía la siguiente franquicia galáctica en reventar la taquilla. Obras como El abismo negro de Disney (1979) o Star Trek, la película (1979), aunque su génesis no tuviera necesariamente que estar relacionada con Lucas, engrosaron esta dinámica, mientras que Dino De Laurentiis eludía disimular su propósito exploit estrenando Flash Gordon en 1980. El productor italiano había conseguido los derechos de Dune en 1976 e iniciado una cálida asociación con Herbert, a quien pidió que escribiera él mismo un guion para la película correspondiente. Este tenía 175 páginas y pasó por las manos de un Ridley Scott recién llegado de Alien, el octavo pasajero (1979), que tampoco lo vio claro cuando Rudy Wurlitzer escribió una versión alternativa y acabó abandonando el proyecto.

Scott había planteado dividir la historia de Dune en dos películas y tomar La batalla de Argel de Gillo Pontecorvo (1966) como principal inspiración visual, primando la sequedad de Arrakis antes que el festín de colorines lúdicos que De Laurentiis tenía en la cabeza y asociaba con un blockbuster rentable. Las ideas de Scott —en retrospectiva muy juiciosas, y parcialmente asumidas por Villeneuve en 2020— fueron dejadas de lado según la hija de De Laurentiis, Rafaella, tuvo oportunidad de ver El hombre elefante, y se le ocurrió que el tal David Lynch era perfecto para recrear la visión de Herbert. Universal se comprometió a financiar la película, y una vez Lynch aceptó el encargo y se renegociaron los derechos para dar pie a futuras secuelas, comenzó el drama.

Jodorowsky hablaba de violar Dune con cariño para tener un hijo que aunara lo mejor de él y su padre primigenio. Era una ocurrencia a años luz de lo que Lynch podía ser capaz de hacer, fundamentalmente porque este ni se había leído la novela antes de que De Laurentiis se la prestara, ni le había interesado nunca gran cosa la ciencia- ficción. De hecho, en el plan original únicamente se iba a encargar de supervisar el guion escrito entre Eric Bergen y Christopher De Vore, pero una falta de entendimiento con estos terminó con el director de Cabeza borradora viéndose obligado a escribir él solo hasta cinco borradores de la historia.

Resulta fácil entender el desagrado de Lynch con respecto al recuerdo de Dune, y la reticencia que tiene a hablar de lo que esta supuso. El director ha llegado a declarar que no tiene curiosidad por lo que Villeneuve haya podido hacer con la historia, y parece claro por qué: el dolor aún está presente. Un dolor que va más allá de la certeza del fracaso artístico, y que está relacionado con el arrepentimiento. Aceptando encargarse de Dune, Lynch estaba jugando a ser alguien que no era él: un director de encargo con confianza en poder sacar adelante cualquier producción, únicamente tirando de oficio, y siendo tan profesional como para contentar a sus jefes adaptando un libro que no le importaba un carajo, con unas ramificaciones que tampoco se había preocupado por entender. 

No es extraño por ello que Lynch haya mostrado posteriormente tan poco interés en el lanzamiento de versiones íntegras o “montajes del director” ajenos a los cortes que los De Laurentiis acabaron exigiendo: es consciente de que todo estaba mal desde el principio, y de que si Dune fuera el doble de larga solo sería el doble de calamitosa.

Perdido en el desierto

La culpa fue mía”, llegó a afirmar Lynch años después. “No debería haber hecho la película, pero veía posibilidades que me gustaban. Había espacio para crear un mundo”. La afinidad de Lynch con el material podría pecar de superficial, pero al fin y al cabo era el motivo por el que De Laurentiis había contactado con él en primer lugar. Era consciente del talento de Lynch para la aberración; para la manufactura de mundos totalmente originales e inquietantes. De hecho, aunque una imaginería como la de Cabeza borradora pudiera ahuyentar a una audiencia mainstream, el productor tenía la firme creencia de que bien medida podría apuntalar la etiqueta de Dune como la “antiStarWars”. Esto es, proponiendo una ciencia-ficción de arraigo fantástico, pero lo suficientemente compleja como para ir más allá del pastiche pop pergeñado por George Lucas.

Razón no le faltaba a Laurentiis. Dune, como canon literario, ha alcanzado la consideración de ciencia-ficción más o menos seria —algo a lo que jamás podrá acercarse Star Wars—, gracias a que fue lo suficientemente sesuda como para preocuparse de la plausibilidad, la lógica y la resonancia que sus conceptos pudieran adquirir en la sociedad del momento. Sirva como ilustración de esto que Dune, pese a los gusanos de arena, no se ambienta en una galaxia muy muy lejana hace mucho tiempo, sino que la historia comienza a varios miles de años de nuestro presente. Para llevarla a la gran pantalla no se precisaba de un manchild como George Lucas, sino de una mente más retorcida, que respetara esta pátina de intelectualismo y ambición conceptual.

Teóricamente, la de Lynch era esa mente. Y más allá de su labor con el guion, en la que entraremos en breve, son bien visibles en Dune las partes donde este pudo sentirse verdaderamente a sus anchas. Si bien Caladan, Kaitain o el propio Arrakis poseen una majestuosa homogeneidad muy del estilo Star Wars —según el cual los planetas se constituyen de un único elemento como la arena o el agua, y de órdenes militares de aspecto decimonónico si hay un gobierno férreo que los controle—, Giedi Prime hubo de ser el lugar donde Lynch se lo pasara mejor, casi una Habitación Roja donde no desentonaría la aparición puntual de enanos y gente hablando al revés.

Los pasajes que involucran al Barón Harkonnen (Kenneth McMillan) son tan repugnantes como la escritura de Herbert permitía, y Lynch se agarra a ellos desesperadamente como un happy place en el que poder mostrar sangre, mutilación y degradación física. Sin que tampoco se dé el caso de ver aquí a un Lynch seguro de sí mismo, puesto que persiste la torpeza —transversal a toda la película— a la hora de caracterizar a los personajes y sus dinámicas. El hedonismo que debería transmitir la parafernalia del gran villano de Dune, al margen de la escatología, acaba limitándose a un Sting marcando tableta como Feyd Rautha, y a una militante homofobia a la que el propio Herbert no era ajeno, pero de la cual Lynch parece participar con gran entusiasmo.

Se da el caso que el Lynch guionista apenas quiso desligarse de la palabra escrita; actitud achacable al gris esfuerzo que hizo cuando se puso a traducir la novela —totalmente ajena a sus inquietudes, como ya se ha dicho—, y que por supuesto va más allá del caricaturesco retrato de Harkonnen. De hecho, y esto es lo divertido, el Dune lynchiano fue calificado de “incomprensible” en el momento de su estreno por la sencilla razón de que su responsable había adaptado de modo casi completamente literal el material de partida. Esos diálogos sobreexpositivos, llenos de palabrejas inventadas. Esa solemne cadencia, obsesionada con tomarse demasiado en serio a sí misma e incapaz de formular algo parecido a un discurso lúdico. Y sí, también esos pensamientos recitados a voz en over, con primeros planos compungidos de los actores enmarcándolos y el propósito siempre fallido de hacer más clara la trama; todo eso ya estaba en la novela.

Hablando claro, Frank Herbert nunca destacó por su prosa, y una de las mejores muestras de ello es el Dune de David Lynch, cuyo traspaso gana formidables cotas de ridículo con su llegada a un nuevo medio. Lo peor es que Lynch nunca parece consciente de estas consecuencias, y gracias a ello su tercera película como director puede regalarnos momentos tan involuntariamente humorísticos como aquel de Max von Sydow en el papel de Kynes enseñándole a Paul Atreides (Kyle MacLachlan, que está espantoso en su debut en el cine) el funcionamiento de los destiltrajes. La paciente y científica explicación de Kynes, animando a Paul a que se beba su propio sudor cuando camine entre las dunas de Arrakis, está lanzada con una seriedad que huye aterrorizada de cualquier autoconsciencia, capaz de otorgarle automáticamente a Dune el estatus de película a disfrutar más cuanta más especia se haya alojado en tu organismo.

Dado el respeto que todos sentimos por Lynch, es preferible imaginarlo oliéndose que algo iba mal antes de mostrarle la primera versión de cinco horas a los De Laurentiis. Lanzado al rodaje en los estudios de Churubusco, México —donde se rodaba al mismo tiempo, y compartiendo equipo, Conan el destructor (1984)—, Lynch se vio atrapado en un guion que había escrito él mismo y que era tan irrealizable audiovisualmente como la propia novela, comprendiendo tarde que debía haber interiorizado mejor qué diantre quería decir Herbert, en lugar de calcar los diálogos y esperar que estos, por sí mismos, aclararan al público qué estaba pasando.

Lynch debió advertir pronto la trampa en la que había caído, y que acabó afectando a sus propias dotes como narrador visual. El caótico montaje con el que fue presentada la película inicialmente no tiene nada que ver con esta apreciación; Dune está pésimamente narrada incluso cuando el director puede alejarse de los diálogos de su libreto en las escenas de acción, así como recrearse en el gran presupuesto con el que cuenta y la imponente banda sonora de Brian Eno y Toto. En la planificación de las escasas batallas de Dune, por tanto, vemos a un director dubitativo. En la visualización de pasajes a priori más agradecidos como los momentos oníricos vemos simplemente —lo que es peor tratándose de quien se trata— a un director sin imaginación. La indolencia con la que había aceptado la propuesta de De Laurentiis, pensando en lo bien que le vendría a su carrera otro exitazo comercial tras El hombre elefante, tuvo sus consecuencias más serias en estos apartados, cuando ni siquiera el talento de su equipo —con gente como Carlo Rambaldi, Tony Masters o José Luis López Rodero engrosando el departamento técnico, y un reparto lleno de grandes actores y actrices— pudo llegar a sobreponerse al estado catatónico de su líder.

Dune es un fracaso absoluto para Lynch como director, y acaso una capitulación en el empeño de este por hacer un cine seductor para la taquilla. Es debatible que el error de Lynch proviniera de subestimar este tipo de cine —comprendiendo tarde que no todos pueden ser George Lucas—, pero lo es algo menos que esta forma de abordar la obra de Herbert, como una vía para acercarse al público y darle un entretenimiento exigente pero lo suficientemente atractivo, fue la verdadera sentencia de muerte para la película.

No more heroes

A Frank Herbert le gustó Dune. De verdad. Poco después de que el film se estrenara en EE.UU. el 3 de diciembre de 1984, y esta se hundía en taquilla mientras las críticas la masacraban —Roger Ebert dijo con su chispa habitual que “parecía que la película hubiera estado demasiado tiempo al sol”—, el autor de la Dune original se mostró encantado con el film de Lynch, asegurando que “su diálogo estaba intacto” y que “había interpretaciones y libertades, pero lo que veías era Dune”. La pega principal que puso, eso sí, tenía que ver con el final de la película, no por casualidad el desvío más destacado frente a la fuente primigenia. 

Como película desesperada por hacerse entender, y por no contar con las herramientas adecuadas para ello, el montaje de Dune experimentó modificaciones muy severas antes de llegar a las salas. En cuanto al desarrollo de la historia —y en un caso sorprendentemente similar al Watchmen (2009) de Zack Snyder—, la película de Lynch dedicaba su mayor cantidad de minutos a la presentación del universo, siguiendo religiosamente el manuscrito de Herbert para que quedara claro todo lo que podría cambiar una vez Paul y su madre Jessica (Francesca Annis) fueran arrojados al desierto de Arrakis. A partir de ahí, el ritmo ganaba una velocidad difícil de digerir, contando en menos de una hora cómo Paul se convertía en el líder de los Fremen y derrocaba al Imperio. Cabe incluir en esta misma estrategia, además, la inclusión de la princesa Irulan (Virginia Madsen) hablando a cámara en el prólogo de la película, aunque nunca termine de quedar claro por qué lo hace ya que, en este montaje final, ni siquiera acaba casándose con el joven Atreides.

Dune prefirió centrarse en las intrigas iniciales entre Harkonnen y Atreides antes que en la posterior revolución de los Fremen; algo que podía ser comprensible, pero que tampoco llegó a favorecer el entendimiento de la película por parte de los desconocedores de la obra de Herbert. Adaptando el texto Lynch hizo varios sacrificios que luego irían aumentando su virulencia según los designios de De Laurentiis, y nada de esto redundó en una mayor claridad; de hecho, y correspondiéndose con la reacción de Herbert tras el estreno, lo único que dichos sacrificios consiguieron fue traicionar la novela en su desenlace, y de un modo en verdad chocante dado el insistente apego que había predominado hasta entonces.

Como es comprensible, la saga Dune ha sido estudiada profusamente a lo largo de su historia en tanto a conceptos como colonialismo, religión u orientalismo. Reflexiones que han reforzado su papel privilegiado dentro de la (fanta)ciencia-ficción, y que en cierto sentido han hecho más por certificar su relevancia histórica que el propio Herbert, quien llegó a decir que Dune iba, básicamente, de que «no hay que fiarse de los gobernantes”. Pero claro. Con esta frase, premeditadamente simplista, el escritor estadounidense no solo se refería al Emperador Shaddam IV.

Uno de los grandes puntos de interés de Dune residían en cómo Herbert había releído el viaje del héroe expuesto por Joseph Campbell en El héroe de las mil caras (1949) para darle un giro siniestro, a través del cual la figura mítica de turno era víctima (como lo eran quienes la rodeaban) de esta misma mitificación. Michael Ende ensayó algo similar en La historia interminable (1979), y la adaptación cinematográfica posterior de Wolfgang Petersen quiso eludirlo… exactamente del modo que lo hizo Lynch, y el mismo año además: 1984. Los motivos debieron ser similares: no podías terminar una historia con el héroe convirtiéndose en un tirano. No era satisfactorio para el público. No era comercial. Y, por si fuera poca la transgresión, Lynch decidió terminar su película con Paul haciendo llover sobre Arrakis y confirmándose como el dios que pronosticaban las profecías. Algo que no solo era potencialmente devastador para el ecosistema del planeta desértico, sino que además se alejaba punto por punto de las ambiciones de Herbert.

Paul es un héroe que hace de Dios, no un Dios capaz de hacer llover”. Herbert tuvo oportunidad de desarrollar más el declive de Paul Muad’Dib en posteriores libros de la saga, pero aún así se había preocupado de rodear su ascenso en la Dune inicial de la suficiente inquietud por el futuro. Y siendo justos, algo de eso hay en la película de David Lynch, a partir de pequeños gestos del mismo Paul que, ocasionalmente, conducen a los puntos más estimulantes de la función; es el caso de su reacción a la muerte de su padre Leto (Jürgen Prochnow). Si esto daba cuenta de una voluntad por respetar los postulados de Herbert, en cualquier caso la totalidad del Dune fílmico no lo respalda, erigiendo la batalla final contra el Emperador y el duelo entre Paul y Feyd como sucesión clásica (y triunfal) de clímax, sin que nadie alcance a ver motivos para preocuparse por el destino del universo a partir de entonces.

Se consolida así la paradoja. La verdadera alternativa a Star Wars residía en desvirtuar el viaje del héroe al que George Lucas se había adscrito con tanta reverencia (y tanta visión comercial). Omitiendo este giro, evitando sancionar la sed de poder de Paul y sus desvaríos megalómanos, la Dune de Lynch fallaba al convertirse en el reverso tenebroso de la epopeya de Luke Skywalker, contentándose con ser una especie de versioncilla edgy, con la gorra para atrás y envuelta en un caos de antología para parecer mucho más profunda de lo que en verdad era. La jugada de De Laurentiis quedaba así retratada como lo que no había dejado de ser siempre: una desalmada operación comercial sin verdadera ambición por expandir los horizontes audiovisuales del género. Y permitiéndose como único elemento de trascendencia, a la larga, su responsabilidad en el desencanto de Lynch para con la industria hollywoodiense, que habría de traer con el tiempo algunas de las grandes obras maestras del cine norteamericano. 

Es un desencanto del que cabe culpar al director de Mullholland Drive (2004) con cariño, pero con firmeza. Su Dune, de hecho, termina por parecerse más a la leal —pero rutinaria— miniserie del año 2000 antes que al febril sueño de Alejandro Jodorowsky, quedándose aún así en tierra de nadie por no ser ni lo suficientemente conversa ni suponer una traición a Herbert lo bastante convincente. Por fallar, en suma, a la hora de lo que debería lograr cualquier adaptación de Dune: acercar la potencia de sus ideas al mundo que nos rodea, y convencer al público de la vigencia de estas más allá de intrigas palaciegas, términos confusos y escrituras áridas.

Este es el mayor desafío de Denis Villeneuve en 2020, aunque de primeras parece que tiene más ganas de intentarlo que David Lynch, y un amor genuino por la novela original. Quizá sea suficiente. 

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