Abuelos primigenios, licántropos precarios y mordiscos a Margaret Thatcher: la incursión del guionista de Watchmen en el costumbrismo cachondo, fantástico y británico llega por primera vez a España, y nosotros la analizamos para usted.
Con esa mala hostia que parece salirle por los poros desde el cambio de siglo, Alan Moore remata su edición ómnibus de La saga de los Bojeffries (Planeta de Cómic) con un giro vitriólico, pero también esperable. En el epílogo, escrito en 2013, esta familia de bichos raros acaba tal y como empezó, con todos sus miembros compartiendo el mismo hábitat, sólo que, en lugar de a los vínculos de sangre, dicha coexistencia obedece a las reglas de Celebrity Big Brother, la versión británica de Gran Hermano VIP. Antes de llegar a ese punto, el guionista y el dibujante Steve Parkhouse han dispensado una somanta de palos al Nuevo Laborismo, a Marilyn Manson, al mundillo literario y a todo lo que se les ha puesto por delante, pero el mensaje del colofón está claro: en los treinta años transcurridos desde el nacimiento del clan hasta su despedida definitiva, todo en nuestro mundo ha sido degradación. Y eso que, lo que es degradados, los miembros de la familia ya lo estaban un rato cuando efectuaron su debut.
Pongámonos en situación: allá por 1983, Moore y Parkhouse arrancaron La saga de los Bojeffries en la revista Warrior, la misma de V de Vendetta y Miracleman, sencillamente porque el guionista necesitaba un trabajo de cariz más liviano para reponerse tras (o durante) el parto de ambas obras capitales. Con el paso de los años, el magus Alan fue convirtiéndose en el monstruo sagrado y barbado que es ahora, mientras que Parkhouse (compañero de Barry Windsor-Smith en la escuela de Arte, y con un cierto currículum en Marvel UK) no lograba descollar entre toda aquella british invasion que nos acostumbró durante los 90 a las pintas de lager, a las revisiones posmodernas y a las góticas que le copiaban el maquillaje a Muerte. Pese a dicha asimetría, como Moore es un tipo legal y la cosa tenía chicha, el tándem de escritor y dibujante siguió sacando adelante a su clan, ya hubiera que cambiar de publicación (un mínimo de cinco cabeceras, que se dice pronto, albergaron La saga… durante su primera década), bien hubiera que redibujar las primeras entregas para hacerlas quedar mejor en las antologías. Y así, hasta hoy. [pullquote align=»right» cite=»» link=»» color=»» class=»» size=»»] El padre y el hijo que aparentan la misma edad, el primo vampiro que sólo habla húngaro, el tío licántropo que curra de operario en una fábrica…[/pullquote]
Y, a fecha de hoy, la lectura de este tebeo delata varias cosas. Como, por ejemplo, que su condición de divertimento salta a la vista: eludiendo complicarse la vida con elucubraciones sobre política o sobre el continuo Espacio-Tiempo, Moore se sacó de la manga una parodia terrorífica con hechuras de comedia de situación, al estilo de La familia Munster, sólo que a su peculiar manera y ambientada durante el apogeo de Margaret Thatcher. Así, durante los primeros episodios, el escritor nos va presentando al padre y al hijo que aparentan la misma edad, al primo vampiro que sólo habla húngaro, al tío licántropo que curra de operario en una fábrica y también a sus dos creaciones más divertidas: Ginda Bojeffries, un amasijo de acné, músculos, ego y feminismo de segunda ola (habría que ver lo que el Moore de ahora, el de Lost Girls y Promethea piensa de ella) y ese Abuelo que es todo él un ente primigenio, expresándose como tal en una de las parodias más divertidas del lenguaje lovecraftiano que se han escrito jamás. También hay un bebé radiactivo que vive en el sótano y se expresa en ecuaciones, pero, lástima, este personaje nunca es aprovechado al máximo.
De esta manera, La saga de los Bojeffries parte de un marco de referencias tirando a limitado: costumbrismo inglés más década de los 80 más cachondeo de terror. Seguramente por eso, y una vez pasado el primer arco argumental, la historia decae cuando a los autores les da por recorrer caminos trillados (el paseo del pobre Festus, el nosferatu vegetariano) y se pone a cien por hora cuando Moore y Parkhouse deciden sacarle el jugo, o más bien las tripas, a su entorno inmediato. Tal vez el lector necesite algunos conocimientos previos para disfrutar al máximo de esa excursión playera (un asalto sin cuartel a rincones de verano y costa como Brighton o Weston-Super-Mare, donde muchos súbditos británicos se deprimieron comiendo fritanga y mojándose los pies en un mar grisáceo) o el capítulo inmediatamente posterior, con forma de número musical. Hablamos de una pequeña genialidad en la que los repartidores de periódicos sirven de coro cantando los titulares de The Sun, y en el que esas jóvenes amas de casa que le copian el peinado a Lady Di (era la época) fingen reglas interminables para mantener a los maridos a raya. Ahí la llevaron los guionistas de Mujeres desesperadas, porque hablamos del mejor momento del volumen para quien suscribe. Y en él, aunque haya mucho terror y mucho humor, hay más bien poco de fantasía.
Tras todo esto, y tras el epílogo a degüello del que hablábamos en el primer párrafo, La saga… queda como un Moore menor. No por su condición humorística, entiéndase, sino por sus aires coyunturales y por lo mucho que se nota que está escrita a vuelapluma, con el responsable literario aprovechando cada momento para soltar bilis y colocar la burla o el juego de palabras que mejor le viene a tiro, mientras Steve Parkhouse amolda su feísmo a los gags en cada viñeta. Eso no impide que resulte un deber para los completistas, y un trabajo extremadamente disfrutable para el resto del mundo, claro está, así como un trabajo digno de al menos un hojeo en la tienda de cómics. Ahora, a ver cuándo alguien se atreve a compilar las tiras de Maxwell the Magic Cat: eso sí que será un cachondeo.
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