Traviesa, práctica, irritante, misteriosa. El estereotipo de la bruja en la cultura popular y en la literatura es un largo recorrido por todo lo que se considera prohibido, atractivo y tentador. De la mujer celta a las habitantes de Mundodisco pasando por la invisible bruja de Blair, el mito se transforma con la época.
Terry Pratchett insistió en más de una ocasión en que escribía para “los extraños”, una frase que no sólo abarca su obra, sino que también, podría definirla. Y nadie es más extraño que sus brujas: intrépidas, malhumoradas, malvadas a ratos, pero también, irritantes y graciosas. Un universo en cada una de sus cabezas. No por casualidad, las protagonistas de la saga Mundodisco (1993–2015) resumen la sabiduría en una única palabra: la cabezología, esa ciencia inexacta de conocer cómo funcionan “las cabezas” - el pensamiento- de las personas.
Se trata por supuesto de una maravillosa analogía del sentido práctico de Pratchett para escribir fantasía. Su mirada sobre lo sobrenatural, lo inexplicable y lo asombroso, tiene también una relación inmediata con una cierta percepción sobre lo cotidiano que resulta entrañable y conmovedora. Pero tal y como su autor insistió, las brujas de Pratchett son además de todos, personajes que no calzan bien en todos los lugares. Que se encuentran incómodas y forman parte de una percepción del bien y del mal de tenor muy terrenal. Para bien o para mal, Pratchett reconstruyó el estereotipo de la bruja para crear algo por completo distinto, pero, sobre todo, rico en matices y que sigue siendo punta de lanza en la actual forma de concebir la cultura de la bruja.


Para el escritor, las brujas eran además personajes desbordantes de vida, lejos de cualquier noción sobre el bien y el mal, al menos de manera directa. De tener que describirlas de alguna manera, sin duda podría decirse que las brujas de Pratchett son bondadosas, pero su bondad también forma de parte de algo más amplio: su carácter travieso, aventurero, torpe, inconforme y rebelde, brindan a los personajes de Pratchett una inusual profundidad. Desde Yaya Ceravieja o la enigmática Eskarina ‘Esk’ Smith hasta la matriarca Tata Ogg -dueña del gato más maligno del mundo- las brujas de Pratchett construyen a través de su singularidad una versión de la fe, la esperanza y la travesura de singular valor simbólico.
Pero ¿por qué el estereotipo de las brujas en la literatura es tan distinto a su versión mitológica? las brujas de Pratchett son el ejemplo perfecto del motivo por el cual poder, la magia y la sabiduría construyen una elocuente percepción de lo fantástico. Las brujas literarias siempre han sido personajes ambiguos. A diferencia de otros estereotipos, la bruja pareciera no calzar muy bien en un solo lugar: no es tan malvada y sanguinaria como el Vampiro -al menos, no siempre-, y tampoco es un dechado de bondad inmaculada. No todas las veces, en realidad.


El caso es que la bruja crea su propio espacio en las historias y en las palabras, uno particularmente intrigante, donde parece reinar en medio de ese claroscuro que no termina de definirla, mucho menos mostrarla. El misterio de la bruja se conserva, se completa así mismo y es quizás esta especialísima condición lo que hace que siempre despierte la misma curiosidad y fascinación: desde el mito popular al personaje en la literatura universal, la bruja, como arquetipo, perdura.
La eterna rebelde en la historia de la literatura
A la editora y escritora Marion Zimmer Bradley se le llamó con frecuencia feminista, debido principalmente a los fuertes y complicados personajes en sus obras. No solo creó toda una nueva visión sobre la feminidad dentro del género de la fantasía, sino que, además, su insistencia en crear heroínas no tradicionales creó una revisión del género que asombró al público y cautivó a lectores del mundo entero.


La saga Las nieblas de Avalón (1982) es una consecuencia de toda la visión de la escritora sobre lo lo sagrado y la heroína renovada. La historia -que tuvo un resonante éxito editorial durante los años ochenta- es una versión libre sobre la leyenda del Rey Arturo, esta vez desde el punto de vista de sus personajes femeninos. Un giro que sorprendió por su frescura y esencialmente, su capacidad para definir una nueva interpretación sobre la bruja literaria. En esta saga, son las mujeres -las brujas- quienes crean y construyen el mito, quienes asumen el protagonismo y el poder de contar, y tal vez por ese motivo la historia posee una inusual complejidad, una belleza de planteamiento y visión que incluso parece redefinir los esquemas de la novela de aventura y fantasía. Con un pulso exquisito, la autora borda una historia donde la Antigua tradición de la brujería se entremezcla con los ideales del recién nacido reinado del Rey Arturo. Pero no solo se trata de una visión original de mito: hay una búsqueda de reivindicación en la figura de la mujer, una necesaria profundización en el lugar que ocupa en la historia e incluso, en la manera como se fundamenta. Para Zimmer Bradley, las brujas representan esa metáfora primitiva de la tierra como madre y creadora.
Al otro lado del espectro se encuentra la bruja malvada y moderna imaginada por Anne Rice. Para la escritora, la bruja no es solo esa presencia inquietante al límite mismo del estereotipo y la leyenda que la sostiene. Su versión del mito es un intrincado mapa de ruta a través de las diversas encarnaciones de la bruja e incluso, propone la hipótesis del poder -o la conexión de la bruja con lo sobrenatural- a través del lazo consanguíneo. Un tema que otros autores habían abordado desde distintos planteamientos, pero nunca antes de una manera tan profundamente meditada.


Quizás es el primer libro de la Saga La hora de las brujas (1990) el que consigue el mejor resultado en su acercamiento a ese arquetipo de la bruja extraordinaria, la que crea su propia perspectiva sobre si misma y del mundo que la rodea. En lo que se advierte como una cuidadosa investigación de costumbres, hechos históricos y mitos, Rice entreteje una historia que avanza con paso firme a través de la historia de esta familia de hechiceras. Una pléyade de personajes que impresiona por su solidez.
La historia de la familia Mayfair relata en conjunto un mito desde una perspectiva curiosisima y sobre todo, tan humana que trasciende la mera intención de la historia como juego de luces y sombras, a mitad de camino entre el terror clásico -con sus inevitables tintes góticos- y un tipo de visión sobre la mujer y el poder muy elocuente. La bruja de Rice no se mira a sí misma como parte de una historia en común, sino que sostiene una herencia que recibe y que asume desde la cuna.


Por el contrario, la visión de John Updike sobre las brujas tiene mucho de reclamo cultural y poco de espectáculo literario: En Las brujas de Eastwick (1984) el escritor -con ese pulso de observador de la sociedad americana que siempre ostentó- miró al antiguo arquetipo como una forma de expresión de la mujer liberada, rebelde y poderosa de finales de la década de los sesenta. Su novela, con novedosos tintes eróticos, espectáculo mágico y una profunda necesidad de expresar la reivindicación femenina a través de una historia inusual, causó un considerable impacto en una época que aún estaba asimilando los cambios culturales que le había tocado vivir.
Updike asumió ese vínculo profundo entre las brujas y la madre tierra como una visión lineal del cambio de la estructura del papel de la mujer en la sociedad e incluso, de su percepción de sí misma. La historia, que nunca llega a definirse completamente entre lo asombroso y la aridez de la crítica cultural, sorprende y desconcierta a partes iguales. Expresa esa idea de la mujer esencial, la devota, la creadora, la temible e incluso, la que se define así misma a través del elemento cultural. Un triunfo de la concepción personal.


La identidad mágica se transforma
¿Qué es una bruja? ¿Qué es lo que convierte a la mujer en una? ¿Por qué algunas se llaman a sí mismas de esta manera? La bruja forma parte de la mitología popular, incluso desde antes de que la cultura pudiera recordarlo. Es parte del símbolo de la mujer poderosa o al menos lo fue, hasta que occidente se encargó de convertirla en malvada.
Hoy las brujas parecen mirarnos de todas partes. Desde la caricatura de piel verde que cuelga en las vidrieras de las tiendas, esa mujer de nariz retorcida que saltó de los cuentos de hadas directamente a las pesadillas de los niños, a la mujer sabia, la bruja tradicional que actualmente se ha reivindicado gracias a ese renacer de lo femenino como sagrado.


No hay antecedentes precisos sobre la primera mujer que se calzó el sombrero puntiagudo y las medidas de rayas para llamarse, a sí misma, bruja. Pero sí de que Dios, el eterno patriarca de los valles celestiales, antes de ser un célebre soltero tuvo una divina consorte. Al menos en eso insiste la investigadora de la Universidad de Exeter Francesca Stavrakopoulou, quien señala que antiguamente, las religiones que derivaron en las grandes religiones monoteístas contemporáneas adoraban a la diosa Asherah, La Gran Madre. ¿Y quiénes eran sus hijas si no la mujer poderosa, la sabia, la curandera, la que era capaz de crear vida, la eterna desobediente?
Durante el medievo, el continente europeo se cubrió de piras de castigo. Las llamas quemaron a brujas y a inocentes, a librepensadoras, a putas, a sospechosas de crear. La mujer se convirtió en mártir de su género, en una prisionera de una iglesia tan despótica como cruel. Pero la bruja, la verdadera, la que recorrió Europa como carta de tarot, como escoba detrás de la puerta, como los pequeños ritos del jardín, como las pequeñas costumbres y supersticiones de una época remota, era indomable. Y sobrevivió a pesar de las sentencias. La imagen de la mujer fuerte por encima de la casta. Durante años, los romances medievales cantaron odas de amor a la mujer misteriosa, velada. Y la bruja, la divina, respondía siempre. Y es que no es tan fácil destruir lo que habita en esa dimensión del espíritu rebelde, la cultura que se opone a todo y se mira a través del poder del renacimiento.
De las gozosas brujas de Terry Pratchett a la perturbadora bruja de Blair: las hechiceras son el reflejo de la visión que se ha tenido de la mujer a lo largo de los tiempos, y revisamos la visión que la cultura pop nos ha dado de ellas.
El conocimiento, la independencia y la fuerza de voluntad siempre han sido considerados peligrosos para el poder establecido de quien insiste en poseer la razón absoluta. Ejemplos sobran: Hipatia de Alejandría asesinada en plena calle mientras defendía la biblioteca que custodiaba; Juana de Arco vistiendo resplandeciente armadura frente a los ejércitos franceses, acusada de brujería por los mismos hombres y mujeres que había defendido espada en mano; o Mary Wollstonecraft, madre de la escritora Mary Shelley, quien había sufrido durante toda su vida el estigma de ser una mujer diferente e inteligente en un mundo que la rechazó por serlo.
Las brujas han sido el emblema de la desobediencia. La bruja no obedece, no acepta: la bruja se enfrenta. Y así sobrevivió al martirio y renació, incluso cuando nadie supo cómo. Poco a poco la cultura popular encontró un lugar para recibirla de vuelta, para reír de manera escandalosa, para asumir de nuevo su lugar en la cultura.
Nadie se extrañó de que la bruja llegara a Hollywood convertida en un nuevo mito. Celebraron su llegada con aplausos de pie y, en el año 1958, la película Me enamoré de una bruja de Richard Quine fue una de las más taquilleras. La bruja había regresado con su caldero, escoba y risa escandalosa. Y esta vez para quedarse. Porque lo demás, fue imparable: unos años después la inolvidable Samantha (Elizabeth Montgomery) se enamoraría de un orejón y simpático publicista, que en la mismísima luna de miel descubre que su bella mujer no era otra cosa que una bruja en Embrujada. La bruja tomó por asalto la cultura pop, que la recibió con los brazos abiertos: Anjelica Houston, rodeada de calvas y malvadas compinches en La maldición de las brujas (1990) basada en la novela de Roald Dahl; las tres bellezas de Cher, Susan Sarandon y Michelle Pfeiffer en torno a Jack Nicholson en Las brujas de Eastwick (1987), basada en la novela de John Updike; o un jovencísimo trío de brujas adolescentes que se enfrentaban a las hormonas varita en mano en Jóvenes y brujas (1993). Incluso la serie Embrujadas (1998), ese fenómeno televisivo tan ridículo como imprescindible para contar la historia de la nueva versión espectacular de la bruja, le dio un nuevo rostro al antiguo mito.
Pero ese rostro no siempre fue gentil. La bruja maligna y cruel despertó en pleno nuevo milenio para recordarnos su poder. En el año 1999, aterradas multitudes salieron de los cines declarando que el terror había tomado una nueva forma en esa maldición oculta que ataca a tres jóvenes incautos. El proyecto de la bruja de Blair recordó incluso al más descreído que no todo eran risas y diversión en el mundo del bosque enigmático de la bruja. El mito, otra vez, como parte de esa visión inquietante de la mujer y su eterna dualidad: la bruja en todas partes, incluso en lugares más imprevisibles. Por ejemplo, en la forma de una niña con varita que combate a un enemigo épico en la saga de la escritora J.K. Rowling, la bruja que sonríe desde las vitrinas de las tiendas, la bruja de trenzas y brazos cargados de flores de la imaginación popular e incluso una más discreta. La que escribe, crea y se sabe poderosa, la que recibe su herencia del nombre y también de esa otra visión de la feminidad.

