En la lejana década de los años noventa, cuando los hot artists y los cómics grim & gritty dominaban la industria norteamericana, Marvel Comics puso en manos de Jim Starlin el desarrollo de una mastodóntica saga cósmica en tres partes, la Trilogía del Infinito, cuyo argumento ha terminado siendo el germen de la que parece que va a ser la Mayor Película de Superhéroes de Todos los Tiempos. Antes de su estreno, nos resulta interesante releer estos tebeos, casi treinta años después de su gestación.
La Trilogía del Infinito fue una cosa extraña a varios niveles. También fue una saga importante por muchos motivos, que trascendían el debate sobre su calidad. Que no es, lo voy adelantando, un debate sencillo. Estas tres miniseries fueron las Secret Wars de mi generación: aquella que empezaba a leer cómics de superhéroes a principios de los años noventa, y se encontró en sus páginas con decenas de personajes que todavía no conocía bien y guantazos de todos los colores. Muchos repartidos entre los propios superhéroes.
Lo que resulta curioso es darse cuenta de que estas series no fueron, ni mucho menos, las que marcaron el canon estético y narrativo del género durante los años noventa, dominado primero por la espectacularidad hipertrófica de Rob Liefeld, Jim Lee y compañía y, después, por los intentos por volver a un tono clásico de Kurt Busiek o Mark Waid. Y, sin embargo, tres décadas después, aquí estamos, contando las horas para que se estrene en las salas españolas la tercera película de los Vengadores, cuyo argumento se basará, al menos tangencialmente, en elementos aparecidos en las páginas de esta saga. Pero vamos a empezar por el principio.
Antecedentes infinitos
Jim Starlin (Detroit, 1949) fue uno de los jóvenes guionistas que comenzaron a trabajar en Marvel Comics durante la década de los setenta, junto con Steve Gerber o Steven Englehart. Pero, al contrario que ellos, Starlin era también dibujante. Es decir, que llevaba esa etiqueta tan poco habitual en Marvel de autor completo. A pesar de ello, comienza simplemente como dibujante de relleno, pero muy pronto se encargará también de los guiones de sus historias. Fue un momento de gran creatividad, motivada por el relevo generacional y la llegada de jóvenes con otras experiencias vitales y un bagaje cultural diferente: sí, habían leído los tebeos de Marvel de la década anterior y los amaban, pero también les apasionaban la ciencia ficción y la literatura. Y también estaban más familiarizados con la psicodelia y la cultura jipi. En algunos casos muy familiarizados.
Fue también una etapa, tal y como cuenta Sean Howe en su excelente Marvel Comics. La historia jamás contada (2013), en la que los cambios constantes en la dirección editorial permitieron que muchos de estos guionistas cumplieran también labores de edición de las series de sus colegas, de forma que todo quedaba en casa, y locuras absolutas como Howard el pato de Steve Gerber podían contener ácidas críticas políticas. A Starlin, por cierto, lo define Howe de un modo más que revelador: “un pandillero de Detroit y veterano del Vietnam que había sobrevivido a un accidente de helicóptero en Sicilia y a explosiones en el Sudeste de Asia”. Ahí es nada.
Efectivamente, Starlin era un tipo de identidad fuerte e ideas propias, que chocaba con la mentalidad conservadora de una empresa como Marvel. Muy pronto, sus intereses se desplazaron de la mera provocación a las cuestiones de calado filosófico y cósmico, algo muy de la época pero que, bien pensado, en realidad era la continuación lógica de las historias más locas de Steve Ditko o Jack Kirby, solo que pasadas por el tamiz contracultural de la época, sustancias psicotrópicas incluidas.
Starlin creó a Thanos en un número de relleno que tuvo que hacer en la serie de Iron Man, y poco después recibió el encargo de Captain Marvel. Rescató también a un personaje olvidado del pasado reciente de la editorial, Adam Warlock, y creó a otros que años más tarde tendrían un papel destacado en su Trilogía del Infinito, como Drax el Destructor o Gamora. Starlin fue el principal artífice del sector cósmico de Marvel, y utilizó sus creaciones para hablar de temas metafísicos, aunque fuera en clave pop. Reflexiones sobre la naturaleza religiosa del ser humano, la vida, la muerte, la relación entre el alma y la carne… Sus personajes pasaban por todo tipo de transformaciones profundas, renacimientos y metamorfosis, en un contexto de gran space opera dibujadas con un estilo barroco y lleno de deudas con la psicodelia. Su producción en los setenta tiene una sorprendente y nada frecuente coherencia, que hace que pueda leerse casi como una obra cerrada y autónoma, pero que, además, fue lo más parecido a un viaje de ácido -o a un disco conceptual de rock progresivo- que ofreció Marvel en la época más anárquica y comercialmente arriesgada de su historia.
El tiempo de los jipis pasó, y el género de los superhéroes dejó de lado los farragosos barruntos filosóficos para centrarse en la acción desenfrenada y el culebrón adictivo que los X-Men de Chris Claremont y John Byrne habían actualizado para los nuevos tiempos. Starlin cerró momentáneamente su relación con el universo Marvel con la primera graphic novel publicada por la editorial: La muerte del Capitán Marvel (1982) -donde, paradójicamente, uno de sus personajes cósmicos fetiche moría víctima de algo tan humano y terrenal como un cáncer-, y se dedicó a un proyecto personal donde siguió profundizando en sus temas favoritos: Dreadstar, dentro del sello Epic, que permitía que los autores retuvieran los derechos sobre sus creaciones. También comenzó a colaborar con DC Comics con personajes tan alejados de sus anteriores trabajos como Batman.
El retorno infinito
Con los superhéroes, si esperas lo suficiente, todo vuelve. Vuelven de la tumba los personajes que murieron, vuelven los trajes originales y vuelven los autores que escribieron páginas doradas en el pasado, intentando apelar a la nostalgia de un fandom con una edad media bastante elevada. Jim Starlin también acabó volviendo a Marvel a principios de los noventa, en un momento en el que muchos de los grandes nombres de la década anterior habían abandonado la editorial o estaban a punto de hacerlo, desde Frank Miller a Walter Simonson, pasando por los citados Byrne y Claremont. Marvel estaba fiando todo su potencial comercial a los mutantes, embarcados en una expansión loca de títulos, pero también en un puñado de jóvenes dibujantes de estilos rupturistas y poco ortodoxos -vamos a dejarlo ahí- que, gracias a su éxito abrumador, estaban imponiendo sus condiciones a Marvel, y logrando, además, hacerse cargo de los guiones de su series. Todd McFarlane, Rob Liefeld o Jim Lee estaban llenando sus tebeos de personajes posando en posturitas imposibles, diálogos de besugos y armas muy grandes.
No es este el lugar para analizar en profundidad todo aquello -ni lo mucho que explica de la época en la que sucedió-, pero sí conviene tenerlo en cuenta para entender hasta qué punto resultaba sorprendente la jugada de traer de vuelta a Starlin… para ocuparse, además, del único personaje cósmico que no había guionizado en su etapa clásica: Estela Plateada. En su serie, acompañado de un dibujante del que vamos a hablar mucho en este artículo, Ron Lim (1965), Starlin volvió a las andadas y retomó su obsesión por los ciclos de muerte y renacimiento, el mesianismo y otras hierbas metafísicas. Y trajo de vuelta a sus personajes bandera: Thanos y Adam Warlock. El primero seguía obsesionado con lograr el poder absoluto, pero ahora, además, su experiencia cercana a la muerte le había transformado profundamente: se había enamorado de la personificación de la parca en el universo Marvel, y comenzaba a esbozar un plan para estar a la altura de tan alta dama. Warlock, por el momento, permanecía en el reino espiritual de la Gema Alma, reposando tras alcanzar la iluminación. Y sí, acabamos de mencionar uno de los artefactos cósmicos sobre los que ha girado buena parte de las tramas de las películas del universo Marvel cinematográfico: las gemas del infinito. En la miniserie The Thanos Quest Starlin y Lim narraban la búsqueda por parte del titán de las seis gemas, cada una de ellas en manos de un ser cósmico diferente. Cuando se hace con ellas, las engarza en un guantelete, y se presenta ante la Muerte. Todo está listo para que empiece el show.
El guantelete del infinito
La primera parte de la trilogía constó de seis entregas publicadas en 1991 como una miniserie editada con una calidad superior a la que era habitual en un comic book mensual. Para subrayar el tono clásico, la serie contó con los dibujos de George Pérez, un artista que despuntó con su estilo académico y lleno de detalles en Los Vengadores durante los setenta, pero que se marchó a DC Comics, donde había desarrollado una fructífera carrera relanzando títulos como Teen Titans o Wonder Woman. Su estilo no podía pegar menos en el catálogo de Marvel de 1991, lleno de musculatura creativa, gente con más dientes de los que debería y composiciones de página dadaístas. Tampoco es que haga aquí su mejor trabajo, siendo francos, porque vivía un momento profesional complicado, con un pie en DC y otro en Marvel, pero volver a verlo en esta fue toda una sorpresa. Por su parte, Starlin planteó la serie como el último acto de una tragedia griega que había ido gestando desde su regreso a Marvel. Thanos se había acostumbrado ya a la omnipotencia y estaba listo para cumplir su promesa a la Muerte: eliminar a la mitad de la población del universo. Mefisto, más Mefistófeles que nunca, cumple el rol de sirviente burlón y lisonjero, pero con su propia agenda: en mi relectura reciente, su papel es de las cosas que más me han gustado de la serie.
Thanos cumple su amenaza y, a partir de entonces, Starlin desarrolla la estructura narrativa que repetirá en las dos siguientes y argumentalmente innecesarias entregas: una partida de ajedrez cósmico entre un renacido Warlock y su antagonista, con celadas, gambitos y todo tipo de engaños para concluir en una conflagración cósmica con repercusiones espirituales. Todo aderezado con solemnes diálogos shakespearianos: en la edición original, Thanos incluso emplea los pronombres arcaicos cuando habla. Las voces narradoras en primera persona -van variando, pero destaca la de Starfox, hermano de Thanos capturado por este para su diversión- también ayudan a dotar de cierta densidad textual a la historia que, en algunos momentos, se vuelve muy farragosa. En El guantelete del infinito, Estela Plateada llega a la Tierra para pedir ayuda a sus héroes. A la llamada acuden algunos de los más icónicos: Lobezno, Hulk, Spider-Man, Thor, Namor, Cíclope, la Bruja Escarlata, la Visión… Pero pocos de ellos pintan gran cosa. Son peones que usa Warlock para distraer a Thanos, y la atención que la trama les dedica tiene más que ver con su potencial comercial que con su verdadera relevancia en la historia. Sin embargo, al ser un grupo relativamente pequeño de personajes, hay momentos de intimidad y caracterización interesantes. Por ejemplo, una conversación entre Hulk y Lobezno a solas, los dos “monstruos”, los únicos que se comprenden mutuamente de verdad. O el momento en el que el Capitán América planta cara a Thanos en la batalla central -que pone fin a lo que sería el segundo acto de la historia- aun sabiendo que se la va a partir de un guantazo sin mayor esfuerzo. También encontramos ciertos momentos de humor sádico, como cuando el adamántium de los huesos de Lobezno se convierten en goma, o Nova muere convertido en un montón de cubitos de colores.
En su momento, mi yo de doce años se quedó con la parte más espectacular de la serie, como no podía ser de otra forma. Los conflictos morales y los “grandes temas” me impactaron menos que la destrucción descontrolada, la inabarcable eliminación de la mitad de la población de un universo superpoblado o la página en que se hacía inventario de todos los superhéroes que habían desaparecido, la mayoría de los cuales eran para mí aún desconocidos. Releída hoy, me ha sorprendido el tono oscuro pero, al mismo tiempo, clásicamente épico. La grandilocuencia de algunos momentos y lo sobrio de muchas reflexiones carecen del despendole lisérgico que uno podía encontrar en los setenta. Pero, quizás, eso está representando muy bien la diferencia entre la filosofía jipi, con todo aquel primer advenimiento de esa espiritualidad sincrética, y la “nueva era” que empezaba a pegar fuerte en los noventa, y que resultó bastante más light y aburrida. Y que también explica, en parte, los motivos por los cuales Starlin y Marvel retomaron esos temas y esa ambientación cósmica.
El guantelete del infinito contó con George Pérez durante solo tres números y medio. Después, abandonó la serie, agobiado por el hecho de que también tenía que cumplir con los plazos de entrega de otra serie que estaba dibujando en DC Comics. El reemplazo era obvio: Ron Lim, el artista que estaba dibujando la etapa de Starlin en Estela Plateada. Y aquí hay que pararse un poco y respirar hondo, porque la figura de Lim tiene mucho que contar.
Aunque haga años que le perdimos la pista, Lim trabajó mucho en la Marvel de los noventa. Pero cuando digo “mucho” no me refiero únicamente a que nunca le faltara una serie regular: Lim no paraba. Se convirtió en el dibujante comodín por excelencia, el tipo capaz de ocuparse de dos series a la vez y echar una mano con algún número de relleno cuando otros dibujantes más resultones no llegaban a la fecha de entrega. Siempre ha habido dibujantes con este perfil en Marvel, mejores o peores, pero lo sorprendente aquí es que depositaran en él la responsabilidad de sacar adelante un proyecto tan ambicioso, al menos a priori, como la Trilogía del Infinito. Lim era solvente, rápido y eficaz.
A George Pérez se le podrán poner pegas, pero el bajón de nivel cuando Lim lo sustituyó fue evidente. Lim trabaja de forma apresurada: se puede ver, por ejemplo, en determinadas expresiones faciales “peculiares”, en la poca reflexión de muchas composiciones o en la forma en la que dibuja cuerpos y rostros, todos absolutamente clónicos. Lim, con una lejana influencia de Arthur Adams y un sentido de la narración muy plano y funcional, estaba muy lejos de los “hot artists” que estaban entonces marcando tendencias… Y, sin embargo, de alguna forma no demasiado fácil de explicar, su trabajo en estas series funciona. Por supuesto, no vamos a decir que fuera un buen trabajo. Pero imaginar estos tebeos, en los que aparecían decenas de personajes por página, dibujados por un Liefeld, un Lee o un McFarlane resulta duro. Lim al menos era claro, y capaz de dibujar a cientos de muñecos. Muñecos intercambiables, de acuerdo. Pero cuando éramos chavales eso importaba poco. Queríamos cuantos más, mejor, y, como sucedía en Secret Wars tan solo una década antes, no nos importaba demasiado si no eran los mejores dibujos del mundo.
La guerra del infinito
La jugada fue un éxito, es evidente. El guantelete del infinito vendió muy bien, y Starlin consiguió luz verde para dos secuelas. La primera de ellas se publicaría en 1992, y se tituló La guerra del infinito. En esta ocasión, a Lim se le une como entintador otro profesional de solera que, en cierta forma, había jugado un papel similar al suyo en la década de los ochenta: Al Milgrom. Al final de la serie inicial, Warlock había logrado engañar a Thanos para vencerlo, y se había apoderado en el proceso del guantelete del infinito. Lo tuvo poco tiempo, ya que fue forzado a repartir las gemas entre la recién formada Guardia del Infinito -un supergrupo compuesto por algunos de los personajes más queridos por el guionista-, pero, en el breve tiempo en el que fue un dios, expulsó de sí todo bien y mal, con la esperanza de que eso lo convertiría en una deidad justa y no nublada por abstracciones morales. Su parte malvada tomó la forma del Magus, una versión oscura de Warlock que ya se había visto en los setenta, de color morado y un gusto capilar muy coyuntural: si en sus primeras apariciones llevaba el pelo a lo afro, ahora resucitaba con una ridícula coletilla no muy propia de alguien que es la encarnación más pura del mal.
La batalla estaba servida: durante seis números se repetía la estructura del enfrentamiento entre dos antagonistas, trocando a Thanos por Magus y añadiendo capas de complejidad, al asociarse el titán con Warlock para vencer al nuevo tirano cósmico, que buscaba hacerse con las gemas del infinito a través de un enrevesado plan que, sinceramente, a partir del tercer número ya daba exactamente igual. Se repiten los engaños, los faroles y los ases sacados de la manga y el resultado viene a ser el mismo: el malo acaba engañado y recluido, y Warlock triunfa de nuevo. Pero, en esta ocasión, los superhéroes de la Tierra tendrán mayor protagonismo. O, más exactamente, más espacio, porque, en realidad, todo lo que hacen no sirve absolutamente para nada. Sus planes no tienen ninguna influencia en la resolución del conflicto, y se limitan a pelearse con la Guardia del Infinito o con sus dobles constantemente, extraterrestres multiformes encontrados por el Magus y que son perfectos para generar cross-overs infinitos -perdón por el chiste malo-.
Porque mientras que El guantelete del infinito había limitado los cruces a tres o cuatro series, en La guerra del infinito encontrábamos una estrategia mucho más calculada: con alguna excepción -como Los Cuatro Fantásticos– la mayoría de series que se vieron afectadas por la saga eran de escasas ventas y estaban protagonizadas por personajes de segunda fila -Nómada, Sleepwalker, Silver Sable…-, con el obvio fin de subir sus ventas. La relación con la trama principal solía reducirse a la aparición de un doppelgänger del titular de la cabecera con el que intercambiar galletas. Por los seis números de la miniserie, mientras tanto, desfilan los Vengadores, los Cuatro Fantásticos, la Patrulla-X, Factor-X, Alpha Flight y algunos héroes solitarios, pero la sensación que tenemos es que son un mero reclamo para los lectores que se comporta como una masa multicolor donde los rasgos de personalidad que hacen interesantes a estos personajes se diluyen. O sirven de extraños y disonantes alivios cómicos, como sucede con Speedball, de los Nuevos Guerreros, cada vez que alguien pronuncia una palabra un poco complicada, o con la escena en la que la Bestia está pidiendo pizzas para todos los héroes.
En este caso, la tensión entre las intenciones comerciales y el discurso filosófico chirría incluso más que en la entrega anterior de la saga. El joven lector quiere peleas y ver a cuantos más personajes mejor; Starlin quiere seguir contando… lo que ha contado siempre. Que el bien y el mal forman una unidad indisoluble y que el autoconocimiento espiritual nos llevará a un nuevo estado de conciencia y seremos uno con el universo. Pero lo que en los setenta resultaba nuevo y rupturista, a esas alturas de la vida sonaba a fórmula. Y lo era.
La cruzada del infinito
Por eso, en 1993, Marvel publicó la tercera y última serie de esta saga cósmica. Si en La guerra del infinito Warlock y sus aliados se enfrentaron a su lado oscuro, el siguiente paso era lógico, y, de hecho, no hubo sorpresas, porque se anunciaba en sus páginas finales: el villano de La cruzada del infinito sería la parte buena de Warlock, personificada en una mujer llamada simplemente Diosa. Hay que reconocer que tiene cierta gracia que su parte buena sea más peligrosa que la mala: más ladina, pero también más bienintencionada. Y estar convencida de que sus actos son por un bien mayor -eliminar todo tipo de conflictos a escala universal- la vuelven capaz de cualquier cosa, porque todo está justificado ante tan alta meta.
La mecánica de la historia es, grosso modo, la que ya hemos visto antes dos veces: la Diosa tiene un complicado plan para moldear el universo a su antojo y lavar los cerebros de todos su habitantes. Un montón de personajes van de un lugar para otro, pero, al final, lo único que tiene alguna relevancia es el plan de Warlock, aliado con Thanos y Magus, para engañar a la Diosa y vencerla aprovechando un punto débil de su carácter. Apoteosis cósmica, todo el mundo a su casa con la extraña sensación de que ha pasado algo gordo que no alcanzan a comprender y fundido en negro. Se vuelve a repetir también la fórmula de los cruces con otras series, aunque en esta ocasión alcanza a alguna serie de Spider-Man, por ejemplo, y la relación con otras dos series guionizadas por Starlin, Warlock Chronicles y Warlock y la Guardia del infinito, es tan estrecha que muchas situaciones de la serie principal no se entienden sin su lectura. De hecho, la primera edición española, a cargo de Cómics Forum, incluyó todos los números de esas dos series alternados con los de La cruzada del infinito, en una misma cabecera. Esto, huelga decirlo, hacía aún más farragosa la lectura.
Eso sí, esta cruzada tiene una parte lúdica que, por desvergonzada, resulta más divertida que la anterior entrega. El trillón de superhéroes que aparece, por supuesto, sigue sin tener mayor relevancia en la trama, pero al menos hacen algo que siempre resulta gozoso para el lector del género: se pegan entre sí. Organizados en dos bandos, los partidarios de la Diosa -o aquellos a los que la Diosa ha lavado el cerebro, más bien- contra los héroes que tienen una mente demasiado analítica o son demasiado cínicos para creer en un poder superior que pueda salvar al universo de sí mismo. La gracia del juego es ver quiénes forman cada bando, y preguntarse los motivos, pero, sobre todo, está en el festival de galletas, como no podía ser de otra forma. En la mejor tradición de Contest of Champions -la que fue, en 1982, la primera serie limitada publicada por Marvel- y organizados por parejas, los superhéroes se enfrentan y permiten saber quién es más fuerte que quién. Por supuesto, muchos de estos enfrentamientos son fugaces, o incluso los vislumbramos solo cuando ya han terminado. Es todo un poco simplón, pero funciona perfectamente a un nivel básico: el del fan adolescente flipado cuya imaginación hará el resto. Una parte de todo lector de superhéroes siempre encontrará un gozo visceral en ver a un montón de muñecos de colores dándose para el pelo, sin más excusa argumental; el dibujo de Ron Lim, que trabajaba ya a la velocidad de la luz y sin pararse en detalles, involuntariamente acentúa ese aspecto.
Por eso, precisamente, cualquier duda moral ante la resolución de la historia, por mucho que esté en la intención de los autores plantearla, queda en un segundo plano. También porque la Diosa resulta ser un bicho con cuyos motivos no se puede empatizar demasiado.
Más allá del infinito
La influencia o las repercusiones de la trilogía, tanto en la editorial como en el universo de ficción, fueron más bien escasas, más allá de que ciertas entidades cósmicas limitaran el poder de las gemas al impedir que pudieran volver a actuar al unísono. Hay que tener en cuenta que era un momento especialmente convulso para Marvel y el mercado americano en general. En 1992, sus artistas más comerciales se habían marchado para fundar Image, descontentos con su política de royalties e incentivos. Marvel se había quedado como pollo sin cabeza, intentando hundir a la inesperada nueva competencia lanzando una tonelada de series, contratando a dibujantes que imitaban los estilos de los que se habían marchado y confiando en el tirón de Spider-Man y, sobre todo, los mutantes para mantener su cuota de mercado. Lo que molaba entonces eran los personajes chungos, las splash-pages sin sentido y las portadas con hologramas, brillos y relieves. La especulación de los aficionados estaba alcanzando su punto álgido antes de derrumbarse, además. Las historias de Starlin no pegaban demasiado en este panorama, y, de hecho, una vez hubo concluido su trilogía, sus colaboraciones se redujeron a alguna miniserie y poco más. Su carrera profesional no volvería a cruzarse con Marvel de forma significativa hasta una década después, cuando se encargara de una serie limitada sobre Thanos. El éxito de las películas de Marvel Studios puso de nuevo de actualidad la figura del villano, y la editorial no desaprovechó el momento: en los últimos años, Starlin ha escrito y dibujado varios cómics protagonizados por el titán, calentando motores para su puesta de largo en la gran pantalla. Incluso ha habido un segundo volumen de El guantelete del infinito -que, a la postre, es la única entrega de la saga que ha permanecido en la memoria de los aficionados como un clásico- en el contexto de Civil War II.
¿Qué podemos esperar que quede de todo esto en Vengadores: Infinity War? Por lo que hemos visto hasta ahora, poca cosa, más allá de la presencia de Thanos, su obsesión con la muerte y la existencia de las seis gemas del infinito que el villano irá reuniendo. Y, por supuesto, también el sentido del espectáculo y el concepto de reunión de todos los héroes habidos y por haber. De hecho, yo espero que no desaprovechen la oportunidad de presentar a un puñado más: de perdidos al río. Eso sí, con total seguridad, las acciones de estos superhéroes tendrán más importancia que las de sus homónimos, meros invitados a un drama cósmico grandilocuente muy alejado del tono actual del universo Marvel cinematográfico, pero que quedó en el recuerdo de muchos aficionados que descubrieron con ella el inmenso potencial de una de las ficciones más complejas creadas en el siglo XX.