Las cosas que ‘Rockdelux’ nos enseñó

Lo que es, es lo que hay: Rockdelux, la revista musical más influyente de la prensa española, ha dicho adiós tras casi 36 años de publicación. Es hora de analizar lo mucho que nos marcó para lo malo, para lo bueno y para lo de en medio.

Si es verdad que, según esa cita tan citable de Oscar Wilde, la crítica es una variedad de la autobiografía, la relación de cada lector con esa misma crítica también puede ser de natural autobiográfico. Un hecho que más de uno se planteó la semana pasada tras saber que Rockdelux (RDL), la revista musical más influyente de la prensa española, decía adiós tras casi 36 años en los quioscos.

Aunque su importancia durante la última década (si no más) fuese la sombra de lo que había sido, la publicación de Santi Carrillo y Juan Cervera seguía teniendo valor de símbolo. De ahí que su adiós causara enorme revuelo tanto en redes sociales como en la prensa generalista: no se debía tanto a lo que RDL era en el momento de su desaparición como a la huella de sus momentos más punteros, y también a las muy chungas implicaciones del óbito para el oficio del periodismo.

Así pues, en este artículo, CANINO no va a desglosar la historia de Rockdelux desde su nacimiento en 1984. Tampoco va a analizar las conexiones institucionales y empresariales de la revista, y menos aún (Dios nos libre) imitará las lanzadas a moro muerto que le han arrojado tanto viejos colaboradores como miembros particularmente engorilados de la joven guardia opinativa. ¿De qué va a ir esto, entonces? Pues de la experiencia que supuso leer RDL en su época de máximo auge, y de las secuelas que dicha experiencia ha dejado en una buena parte de la prensa cultural española.

Por hacer full disclosure, como diría un yanqui o un pedante, ahí va la explicación: servidor se compró su primer Rockdelux en verano de 1993 (llevando la revista a Suede en portada, lo raro sería que no lo hubiese hecho) y se distanció de esta cabecera alrededor de 2003 por razones de índole tanto cultural como económica, dejando de comprarla definitivamente unos cinco años más tarde y prestándole atención desde entonces solo cuando caninos tales que Carolina Velasco y Daniel Ausente intervenían en ella. Nos salen diez años de relación constante, que además coincidieron con la época en la que RDL llegó a sus picos de influencia entre un público que ya era indie, o al menos aspiraba a serlo, pero no era ni gafapasta ni hipster, sino en muchos casos (como el mío) provinciano y en plena edad del pavo.

Sic transit gloria mundi.

De esta manera, lo que van a leer a continuación nace sobre todo de mis recuerdos, más o menos respaldados por fuentes documentales. Porque el verdadero peso de Rockdelux no está en esos ejemplares que languidecen ahora en un cajón, sino en aquellas costumbres que nos inoculó a quienes ya cumplimos una edad y que fueron buenas, en muchos casos, y malas, en otros tantos. Veámoslas ahora, como remembranza para quienes las aprendimos en su día y para escarmiento de quienes llegaron más tarde.

Nota: La mayoría de las imágenes de este artículo proceden del blog Cuando éramos alternativos, un maravilloso repositorio cuya consulta aconsejamos para aprender dos o tres cosas sobre por qué la prensa cultural en España no tiene arreglo.

A tener paciencia

Aun anticipando los gritos de “¡pollavieja!” y los “ok boomer” que van a caerle, algunos por parte de amigos y conocidos, uno tiene que decirlo: ante la vigente cultura del “lo quiero todo y lo quiero ahora”, que tanto daño ha hecho al periodismo como profesión, se acaban echando de menos las lecciones de disciplina encaradas mes a mes, en la era analógica, esperando al nuevo número de la revista favorita de cada uno. Como Rockdelux, por ejemplo.

Si es que iban provocando.

A eso del día 15, cuando uno se había aprendido ya hasta la sección de cartas de los lectores del número anterior, comenzaban las miradas de reojo al frontal del quiosco de turno. A eso del 20, la tensión ya era insoportable. Y cuando el último RDL aparecía por fin, en torno al día 25, los pies volaban hacía el punto de venta mientras los bolsillos eran rascados en busca de las 400 pesetas que costaba el preciado artefacto. Los denuestos con los amigotes acerca del grupo que salía en portada, de las sobradas de Gerardo Sanz o de las pajas mentales de Jesús Malsonando llegaban después: el deseo debía ser satisfecho, y punto.

Ahora, cuando el valor prescriptivo de la crítica es menos que un recuerdo, puede extrañar tanta devoción. Pero recordemos que, en la época descrita aquí, el acceso de un adolescente de provincias a novedades musicales tenía lugar mediante canales muy definidos. A saber: la tienda de discos, en caso de que el dependiente estuviese de buenas y te dejase escuchar ese vinilo de The Divine Comedy (grupo al que conocías porque habías leído sobre él en RDL); la radio (es decir, Radio 3), que tampoco era nada del otro jueves y donde le dabas un voto de confianza a los grupos que habían salido en RDL; y la propia RDL. ¿Y la tele? Pues no, porque (salvo si tu familia era de posibles y podías ver el 120 Minutes de la MTV en la antena parabólica) con ella no se podía contar para nada. Mira, esto lo mismo no ha cambiado tanto…

A ser eclécticos

Durante su existencia, Rockdelux fue acusada habitualmente de depender de la prensa extranjera para su línea editorial. Es decir, dentro de nuestro marco cronológico, que los grupos ensalzados en sus páginas eran los mismos que el Melody Maker y el New Musical Express habían puesto por las nubes durante el mes anterior en Reino Unido. Y sin discutir que eso fuera cierto a veces, también es verdad que la publicación hacía gala de una amplitud de miras encomiable, la cual nos abrió las orejas a más de uno.

Más allá de su papel como difusora en España del hip hop o del techno, uno puede afirmar que artistas como Caetano Veloso, Sun Ra, Ray Heredia, Nick Drake, Youssou N’dour, Joni Mitchell, Héctor Lavoe, Death In June, The Raincoats, Robert Wyatt y otros jamás hubieran entrado en su corazón de no ser por RDL. Algo que se extiende a grupos maravillosos de los noventa (como The Auteurs, Pale Saints o Pram) a quienes la revista defendió habitualmente pese a que ya en su momento se les consideraba de segunda fila.

Este eclecticismo también aparecía, de forma muy saludable, para difuminar las barreras entre lo popular y lo ‘alternativo’ (ay…). Quienes arrugaron el ceño cuando RDL puso Work (Rihanna) entre las mejores canciones internacionales de 2016 tendrían que haber presenciado la tremolina armada por la revista 22 años antes, cuando en su lista de temas nacionales apareció una remezcla de Duro de pelar, legendario single de Rebeca (¡tu amiga!). En aquel momento, por desgracia, eso no se tradujo en hordas de indie kids coreando “Y suelto mi pelo, y pinto mi cara, me pierdo en la noche, me quemo en la playa”. Pero debería haberlo hecho: a todos nos hubiera ido mucho mejor.

A ser unos veletas

Esta acusación también fue muy frecuente durante los años de esplendor de Rockdelux. Y, para qué nos vamos a engañar, sí que daba en el clavo. Bastaba un año comprando la publicación de forma habitual para constatar cómo tanto ésta en general como sus críticos en particular cambiaban de opinión como de ropa interior sobre las tendencias que había que seguir. Por ejemplo, uno recuerda cómo RDL pasó gradualmente de perder la olla por el post rock primerizo a postrarse ante Songs: Ohia y otros proyectos de tono cantautoril conforme iba acercándose el siglo XXI.

Un hostión que resonó durante años.

Asimismo, su deriva respecto a las corrientes underground españolas (designadas entonces como indie, una palabra que hoy significa cosas diferentes… y mucho más feas) también trajo cola. La evolución desde la loa casi acrítica de las novedades nacionales más ruidosas (llegasen firmadas por El Regalo de Silvia, Penelope Trip, los formidables Usura o esos tales Los Planetas cuyas letras no se entendían) al mazazo contra la escena mediante una crítica feroz y atinada al debut largo de Los Canadienses (nº 112, octubre del 94) puede usarse para trazar una sociología de la música pop en la España de entonces. Y también en la de ahora, por mucho que esto les joda a según qué voces punteras (y groseras) de nuestro panorama.

Para informarse sobre dicha tormenta en un vaso de agua, mejor leer Pequeño circo, el libro de Nando Cruz sobre el devenir de lo ‘alternativo’ en España. Nosotros lo dejamos en que esta naturaleza veleidosa también se aplicaba a grupos de fuera: servidor jurará ante notario que RDL empezó poniendo verdes a Stereolab (que siguen siendo uno de sus grupos favoritos) y a Suede (que lo eran entonces, ahora ya no tanto) para después cambiar drásticamente de actitud. Incluso Radiohead estuvieron en su lista negra hasta que el éxito mundial de OK Computer en 1997 les convirtió en vacas sagradas. La clarividencia, ya se sabe, es patrimonio de unos pocos elegidos.

ROCK DE LUX desaparece de los kioscos definitivamente en un momento especialmente duro para la prensa cultural. Revisamos su trayectoria incidiendo en qué aprendimos de ella. Porque algo aprendimos.

Tuitea esto

A tomar nota de las firmas

Aunque, seguramente, la redacción de Rockdelux debía ser en los noventa lo que son todas las redacciones (es decir, una puta oficina, solo que en este caso con más discos), uno se imaginaba la a plantilla de redactores y colaboradores de la publicación como un particular Universo Marvel. Cosas de la inocencia.

Así, según los ejemplares de la revista iban acumulándose en el armario, cada lector iba identificando los superpoderes de dichos plumillas, bien fueran estos una erudición pasmosa en lo tocante al metal (Xavier Cervantes), el hardcore (Anna Ramos) o la música de baile (Luis Lles), la habilidad para soltar pullas sangrantes contra el reseñado (Gerardo Sanz), una bondad tan infinita como la de David S. Mordoh o aquellas pretensiones literarias de Jesús Malsonando que tanta gracia hacían. Lo de Víctor Malsonando, actualmente Víctor Lenore, también debía de tener un nombre, sobre todo cuando soñaba con “un mundo sin Rutas [alusión a Ruta 66, publicación archienemiga de RDL], bakalao ni radiofórmulas” en la crítica de un elepé de Th’ Faith Healers. Pero no sabríamos decir cuál.

Mejor esto que las guerritas tuiteras, eso sí.

La capacidad de RDL para crear su propio star system llegaba a su cénit en la sección de cartas de los lectores, cuya responsabilidad iba rotando de colaborador en colaborador y a la cual uno no escribía salvo que le apeteciera salir trasquilado. E incluso dio lugar a un efímero fanzine (El Rondelús) que arreaba pellizcos de monja a sus firmas más destacadas. Chorradas aparte, esto le enseñaba a uno que ninguna línea editorial es monolítica y que tras cada pieza hay un ser humano con sus preferencias, sus flaquezas y su menor o mayor habilidad para estimar la valía de una obra de arte. Valiosa lección.

A tomarle el pelo a la gente

Además del eclecticismo y el perder el culo en pos de las novedades, entre otros rasgos que estamos glosando aquí, una característica que Rockdelux mantuvo durante muchísimo tiempo fue ese humor puñetero, un tanto sobradete de más, que lucían sus firmas como una característica corporativa. Un humor similar al de ese veinteañero largo con camiseta de rayas que te soltaba una colleja verbal cuando confesabas no haber escuchado nunca a Happy Mondays, para después meterse en el lavabo del garito junto a dos o tres amigotes de su misma edad.

Les quedó gracioso, pero no acertaron ni una.

Uno de los mejores ejemplos de esta altivez socarrona apareció en el especial número 100 de la revista (septiembre del 93). En un artículo de dicha entrega, titulado The Next Big Things, RDL desvelaba varios grupos y solistas que, aseguraba, iban a petarlo fuerte durante el próximo año. ¿Dónde estaba la gracia? Pues en que dichas bandas no existían: las fotos que ilustraban el artículo eran de modelos publicitarios, y los textos eran sátiras de corrientes musicales que, se suponía, estaban en auge.

Tras parir tamaña boutade, RDL se ufanó de haberle metido un gol a sus lectores, asegurando que muchas tiendas habían enloquecido ante las peticiones de esos álbumes imaginarios. Pero hoy la broma se ha vuelto en su contra: los perfiles en cuestión satirizaban estilos que, si bien prometían mucho, acabaron derritiéndose sin consecuencias (en algunos casos por culpa del brit-pop y su rodillo reaccionario). Dicho esto, confieso que, durante esos ratos de melancolía en los que la memoria manda demasiado, a veces me sorprendo a mí mismo imaginando cómo habría sonado la tal Hanna Foster.

A diversificar nuestros intereses

Ediciones RDL, el sello editorial de Rockdelux, parió más publicaciones que aquella que le daba nombre. Como se ha ido rememorado a raíz del cierre de la publicación, dos cabeceras derivadas de RDL tienen, en la memoria sentimental de algunos, tanto peso o más que la revista matriz.

La primera de ellas fue Factory, trimestral que debutó en enero del 94 con nada menos que Negu Gorriak en primera plana y cuyos contenidos abarcaban aquello demasiado minoritario como para acabar en las páginas de RDL. Debido a esto, y antes de su desaparición en 1999, dedicó bastantes portadas a grupos nacionales (los ya mencionados Penelope Trip y los vascos El Inquilino Comunista fueron dos de ellos) así como a tendencias que entonces sonaban de lo más marciano: la portada del especial post rock, con los Tortoise jugando al ajedrez con muñequitos de plástico, causó risa y admiración a partes iguales. Pero la verdad es que la mayoría nos la comprábamos por el CD que llevaba de regalo, bien fuera este un muestrario de una distribuidora o una selección ad hoc cocinada por la propia revista.

En cuanto a Dance De Lux (1996-2005), fue una serie de especiales de gran formato mediante los cuales RDL hacía proselitismo del techno, el house, el drum’n’bass y todos esos estilos a los que, por entonces, Mondo Brutto llamaba con sorna “las nuevas tendencias del dance”. Si bien sus entregas condensaban con mucha fuerza esa índole veleta y esa altivez de las que hemos hablado antes (aliñadas con unas maquetaciones y unos editoriales de moda que daban rabia, por lo relamido), su labor divulgativa fue muy meritoria, sobre todo si pensamos que, en su primer número, ofrecieron un informe sobre el eurodance y otro sobre sintetizadores y demás aparatuquis. Además, también llevaba CD incluido.

A aceptar que todo se acaba

Ante lo que vamos a afirmar ahora, más de uno se hará de cruces, afirmando que se mantuvo junto a Rockdelux hasta el final. Pero una rápida consulta de quien escribe esto entre sus amigos y conocidos arroja resultados que, nos tememos, son bastante extrapolables al conjunto del público lector. La respuesta más repetida, a grandes rasgos, fue la que sigue: “Yo me compré RDL durante diez años o así, pero después me cansé de su rollo y no me sobraba el dinero, así que hoy llevo siglos sin leerla”.

¿Recuerdan Muerte en Venecia? Pues parecido.

Puestos a hacer filosofía barata, digamos que RDL fue para la mayoría de nosotros una de esas amistades que, tras haber sido intensísimas durante muchos años, acaban perdiendo sustancia hasta acabar en uno o dos whatsapps anuales para quedar bien. Habiéndola convertido en piedra angular de muchas cosas durante nuestros años de ingenuidad, cuando éramos pequeñoburgueses adolescentes y con ínfulas, la precariedad de la vida adulta (es decir, reservar la pasta para el alquiler y las facturas) y la divergencia de opiniones (lo siento, pero The Strokes apestan y nada me va a convencer de lo contrario) hicieron que nos distanciásemos de ella. Si dicho distanciamiento vino acompañado de un desencanto hacia el negocio de la música pop dependerá de cada caso concreto.

Lo interesante del fin de Rockdelux, entonces, es que no solo refleja el ocaso de una actitud hacia la música, y hacia la prensa que habla de música, sino el ocaso de la prensa en general. Que las publicaciones en papel están al borde de la extinción salvo como artículos de lujo es algo bien sabido. Tanto como que, en la era de YouTube y Spotify, el crítico musical es una figura en trance de desaparecer, puesto que su rol como señor o señora que te aconseja en qué discos gastar tu dinero ya no tiene sentido. Ninguna portada de J Balvin, y menos aún de Yung Beef, podía detener este curso de las cosas, o del capitalismo.

Ahora bien: señalar que la desaparición de una revista así era inevitable no quiere decir que nos alegremos de ella. Eso sería un extremo de vileza en el que esperamos no caer jamás, así vivamos mil años. Por eso, a quienes celebraron el fin de RDL en redes sociales o artículos, les dedicamos dos mensajes. El primero, que ya les tocará ver cómo otros aplauden cuando ellos y ellas caigan de su pedestal. El segundo… pues que no les envidiamos en absoluto. Viendo el panorama de hoy en día, más aún con el Apocalipsis vírico que estamos padeciendo, aquellos años acudiendo al quiosco como almas en pena en busca del nuevo número de Rockdelux nos parecen un maravilloso período formativo del que no aprendimos lo suficiente. Pero… ¿quién lo hace?

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