Más allá de los héroes de DC y Marvel, el mundo del cómic americano y su infinidad de estilos, géneros y autores, han sido trasladados al celuloide en una ingente cantidad de títulos con resultados dispares, demostrando que hay vida fuera de las dos grandes. En esta primera entrega (de dos) nos centraremos en los personajes de las tiras de prensa, el pulp y el indie con vocación mainstream.
Aunque el lenguaje del cómic y el cine habían transcurrido en paralelo a lo largo de la todavía joven historia de ambas expresiones artísticas, las adaptaciones del primero al lenguaje cinematográfico habían sido muy escasas antes del estreno en 1978 del primer Superman dirigido por Richard Donner. Cierto es que los personajes de DC Comics, en especial Batman y Superman, habían sido traspasados a la imagen en movimiento en seriales estrenados en los años cuarenta, e incluso el Cruzado de la Capa había vivido su primera batmanía con el serial pop protagonizado por Adam West estrenado en 1966, pero hasta dicho momento, el cine solo se había atrevido con una producción de envergadura: El Príncipe Valiente (1954), adaptación dirigida por Henry Hathaway a partir de los páginas dominicales de Harold Foster y distribuidas por el King Features Syndicate. El artesano director de títulos como Niágara (1953) o algunos de los segmentos de La conquista del Oeste (1962) entregó un funcional y algo rudimentario artefacto, sucedáneo de éxitos del technicolor de la época, que pretendía emular los delirios coloristas de trabajos contemporáneos como Los caballeros del Rey Arturo (1953), pero que quedó muy lejos del estiloso delirio pre-rafaelista de las épicas y preciosistas páginas de Harold Foster.
La llegada y el éxito, a finales de la década de los setenta, tanto de La guerra de las galaxias (1977) de George Lucas, como sobre todo el Superman de Donner, demostró ante el nuevo Hollywood surgido entre finales de los sesenta y principios de los setenta que la mal denominada baja cultura había llegado para quedarse y una infinita e inabarcable cantidad de títulos comenzarían a estrenarse a partir de los años ochenta, cuya influencia ha llegado hasta nuestros días.
Los protohéroes del cómic: las adaptaciones de las comic-strips y el cómic pulp
Antes de DC Comics o Timely Comics –la Marvel Comics pretérita– el mundo del tebeo americano ya poseía su panteón de héroes. Estamos hablando de los años treinta y de las tiras de prensa, donde autores como Harold Foster, Lee Falk, Alex Raymond o Chester Gould crearon a una legión de héroes de papel que ayudaron a levantar la todavía incipiente industria del cómic americano. Muchos de estos héroes -precursores de los superhéroes que nacerían con el Superman de Jerry Siegel y Joe Shuster en mayo de 1938- obtendrían su adaptación cinematográfica correspondiente, lamentablemente con escasa fortuna, ya fuera en su carrera comercial o en su resultado artístico.
Tras la ya mencionada adaptación del Príncipe Valiente en 1955, el éxito del Superman de Donner trajo consigo el estreno de dos adaptaciones en el año 1980, de contrapuestas intenciones e irregulares resultados: Popeye de Bob Segar y Flash Gordon de Alex Raymond. Los dos personajes sindicados por el King Features Syndicate estrenaron sus respectivas adaptaciones de la mano de los directores Robert Altman y Mike Hodges. El primero, símbolo del nuevo cine americano de los años setenta, entregó un irregular trabajo, muy adelantado a su tiempo, que pretendía invocar el espíritu, el lenguaje y el dinamismo de las viñetas, apoyado por la interpretación de ese cartoon de carne y hueso que era Robin Williams, para acabar estrellándose frente a la crítica y el público, en un fallido pero reivindicable trabajo que preconizó trabajos posteriores como Dick Tracy de Warren Beatty o Scott Pilgrim de Edgar Wright.
Por otro lado, el Flash Gordon de Mike Hodges venía de la mano del productor Dino de Laurentiis, megalómano inversor europeo, cercano en intenciones y resultados a los Alexander e Ilya Salkind del Superman de Donner y Richard Lester, acercándose al lenguaje y al universo de los tebeos con las mismas dosis de atrevimiento, ignorancia y arrogancia con las que entregó la adaptación del tebeo francófono Barbarella (Roger Vadim, 1968). Y es que este Flash Gordon de Mike Hodges bebe mucho más del tono y estilo lisérgico y sexualizado de la película protagonizada por la icónica Jane Fonda que del espíritu de las strips originales de Alex Raymond. Una bande desineé con exceso de camp y kitsch, de delirante pero fascinante diseño de producción, que aunque completamente carente de cualquier lógica narrativa, el paso del tiempo la ha convertido en absoluta obra de culto por su loca libertad creativa y por un componente fetichista y sexualizado que rodea toda la obra. Un delirio que ha servido de inspiración al cine-cómic del futuro, en especial a Luc Besson o a las obras más libres del universo cinemático Marvel, en especial a Guardianes de la Galaxia (2014) de James Gunn o Thor: Ragnarok (2017) de Taiki Waititi. La diferencia, la auto-consciencia de estos últimos, frente a la ignorancia de la obra original.
En 1982 se estrenará un caso especial dentro del mundo de las adaptaciones al cómic, que se repetirá posteriormente en los años noventa: Conan el Bárbaro de John Milius. Especial, porque Conan el Bárbaro no es un personaje de cómic per se, sino que nació de la literatura pulp proveniente de la revista Weird Tales, creado y escrito por Robert E. Howard. Pero también es cierto que este cimmerio nacido en los años treinta tuvo su verdadera explosión a partir de su adaptación al cómic, de la mano de Roy Thomas y Barry Smith en las páginas de su serie regular publicada por Marvel en los setenta. Tanto es así, que el propio Dino de Laurentiis, en las entrevistas promocionales que daba en la época, hablaba de Conan como personaje cartoon, demostrando dos cosas: tanto el desconocimiento del mundo del tebeo al que se había apuntado como su absoluto desconocimiento del original literario.
Menos mal que tanto el director John Milius como el guionista del primer borrador de la cinta, el futuro cineasta Oliver Stone, conocían muy bien el material que adaptaban, tanto el pulp original como su reinterpretación en cuatricomía. Porque este Conan el Bárbaro cinematográfico es al cine lo que el magazine en blanco y negro La Espada Salvaje de Conan fue para el personaje en el mundo del cómic: sangre y violencia, crueldad y voluptuosidad. Una adaptación impura en su argumento, pero absolutamente fiel al espíritu original. Puede ser criticable la simplificación del espíritu vagabundo del personaje -tanto en el pulp como en el cómic- al transformar su relato en una historia de venganza. Pero es tal la fuerza y poderío visual de una cinta que tiene sus mejores momentos en las secuencias done el poder de las imágenes no necesita de palabras -todo ello reforzado por el majestuoso score de Basil Poledouris– y que se sustenta tanto en la parquedad de un excelente Arnold Schwarzenegger como en sus estallidos de violencia y sexo sin tabúes, que acaban dando como resultado la mejor película de fantasía heroica realizada hasta el momento para público adulto.
Un trabajo, que más allá de los delirios ultraconservadores de Milius -su crítica del movimiento hippie en la forma de los seguidores de Thulsa Doom- entregaba una verdadera oda al superhombre nietzchiano y se atrevía a rematar un blockbuster hollywoodiense con un anticlímax en el que sus minutos finales, en vez de contener un estallido de adrenalina y emoción, ofrecía al espectador a un contemplativo héroe meditando pacíficamente en las escaleras de un templo vaciado progresivamente.
Qué Marvel ni qué Marvel. Revisamos el resto de adaptaciones del cómic que en el cine han sido y extraemos notas comunes: de POPEYE a SCOTT PILGRIM, de las tiras de prensa al indie moderno.
El éxito de la propuesta dio como resultado su consiguiente secuela, Conan el Destructor (1984), dirigida por Richard Fleischer. Un movimiento parecido al que en paralelo realizaran los Salkind con Superman, despidiendo a Richard Donner y entregándole las dos secuelas siguientes a Richard Lester. Ambos directores, cuyos momentos de mayor gloria fueron en la década de los sesenta, entregaron trabajos donde su particular y anticuado sello quedaba sepultado tanto por las dictatoriales imposiciones de sus respectivos productores como por su desconocimiento absoluto del material del que partían. El Conan de Fleischer elimina todo atisbo de violencia, sexualidad y atmósfera, entregando un pulp inocuo de rutinaria puesta en escena, efectos prácticos de serie b no intencionada, donde ni siquiera el guión de Roy Thomas y Gerry Conway -guionistas Marvel ambos- es capaz de rescatar a la cinta de los abismos de la mediocridad y la infantilización.
Peor suerte corrió incluso el siguiente acercamiento de De Laurentiis y Fleischer al mundo de fantasía heróica de Robert E. Howard: Red Sonja o como se dio a conocer en España, El guerrero rojo (1985), basado en la guerrera creada por Roy Thomas y Barry Smith en el canto del cisne de este último en la serie regular de Conan el Bárbaro. Un personaje que fusionaba dos previos creados por R.E. Howard: Sonia la Roja de Rogantino y Agnes de Chastillon. En manos de Fleischer y DeLaurentiis, Red Sonja se hizo real bajo la forma física de Brigitte Nielsen, una modelo y actriz de 21 años, conocida sobre todo por ser la pareja en la vida real de Sylvester Stallone. En un extraño giro de los acontecimientos, Arnold Schwarzenegger volvió a interpretar a un guerrero hyborio, pero bajo el nombre de Lord Kalidor.
El origen del personaje, en su versión fílmica, mantuvo el contenido del material original, en el hecho de que Red Sonja fue violada de niña y juró no volver a tener contacto físico con ningún hombre a menos que este la venciera en combate, pero reconvertido en remake inconfeso del origen del bárbaro fílmico. El resultado, una cinta aún más casposa que Conan el Destructor y aún más cercana al renacimiento del peplum de los ochenta, que fusilaba sin rigor y acierto los múltiples logros del trabajo de John Milius. Esta última quedó como una versión imbatible, cuyo pretendido reboot en el año 2011 no hizo más que aumentar la leyenda del título original.
Conan el Bárbaro versión 2011 es una adaptación del clásico de espada y brujería, con mucho de lo primero y poco de lo segundo. La cinta, dirigida por Marcus Nispel -autor del interesante remake de La Matanza de Texas (2003), basado en la seminal obra de Tobe Hooper– se inspira de nuevo en el origen del personaje de la cinta de Milius, basado en la venganza. Pero donde Milius triunfaba en su representación de la Era Hyboria, Nispel se estrella con un trabajo sustentado en un CGI mal acabado, un montaje epiléptico y una narrativa atropellada. Se salva de la quema el estimable trabajo de Jason Momoa, intérprete que se convierte en híbrido perfecto entre la estilización del personaje de Barry Smith y la brutalidad del de John Buscema.
En 1990 y después de que Superman y el género cayera en los abismos de la mediocridad tras el estreno en 1987 de Superman IV: En busca de la paz (Sidney J. Furie) y el Batman de Tim Burton lo volviera a llevar a la estratosfera en 1989, llegó Dick Tracy, la fastuosa y a contracorriente visión del personaje creado por Chester Gould, dirigida e interpretada por Warren Beatty. Una de las adaptaciones más interesantes de la historia del género, donde Beatty bajaba la intensidad de las muy violentas tiras de Gould y aumenta -por supuesto dentro de los cánones de una producción Disney/Touchstone– el componente sexual representado en Breathless Mahoney -la femme fatale interpretada por Madonna– y el propio Dick Tracy.
A su vez, Beatty traduce el lenguaje de los tebeos originales a partir de un montaje que basa su estructura en el corte brusco entre acción y acción y entre plano y plano, creando una extraña sensación que emulaba las tiras de tres viñetas diarias de la obra original y un diseño de producción y una fotografía de Vittorio Storaro que magnifica la idea de irrealidad y de mundo artificial, inundando de colores primarios las tiras originales,y entregando en su proceso un verdadero tebeo en movimiento, completamente ajeno a las modas del momento y que tuvo la desdicha de ser comparada infructuosamente con un trabajo como el Batman de Tim Burton, con el que guardaba muy poco en común.
Ya en 1994, Hollywood volvió a intentar trasladar a otro personaje del mundo del pulp y de la radio, pero que consiguió un reconocimiento mayor, al igual que Conan, gracias al mundo del cómic. El personaje creado por Walter Gibson y cuya voz radiofónica fue inmortalizada por Orson Welles con la mítica frase “The Shadow Knows”, tuvo, a lo largo de la década de los años setenta y ochenta, una serie de reinterpretaciones gráficas. Estas iban desde la más clasicista y retro, realizada por Denny O’Neil y Mike Kaluta a mediados de los setenta a las más revolucionarias y polémicas versiones contemporaneizadas de Howard Chaykin y, posteriormente, Kyle Baker.
La cinta dirigida por Russell Mulcahy, aunque se acerca más a las versiones más clásicas y tradicionales del personaje, ya sean la de O’Neill y Kaluta o la posterior The Shadow Strikes de Gerard Jones y Eduardo Barreto, tiene como referentes más directos los trabajos de Burton y Beatty en Batman y Dick Tracy. Las apariciones teatralizadas y expresionistas de La Sombra, interpretada por un correcto Alec Baldwin, son espejo de las del Caballero Oscuro de Tim Burton. Y la estilizada ciudad de Nueva York en la que transcurren sus aventuras bebe visual y formalmente de los aciertos de la cinta del detective con gabardina amarilla. El problema, que Mulcahy no es ni Burton ni Beatty, y su trabajo alcanza como mucho la serie b tan irregular como entrañable. A su favor, un primer acto donde se encuentran los momentos más interesantes y atmosféricos de la obra. Pero a medida que la cinta avanza, los efectismos del realizador de Los inmortales (1986) se hacen cada vez más evidentes y el guión de David Koepp se va desinflando progresivamente. Pero no es, ni mucho menos, una cinta tan deleznable como fue considerada en el momento de su estreno.
Lo mismo se podría decir de El Hombre Enmascarado, adaptación estrenada en 1996 del personaje creado por Lee Falk y dirigida por Simon Wincer, cuyo personaje ha servido como inspiración para héroes posteriores tan exitosos e icónicos como Batman o Pantera Negra. La cinta es un relato de aventuras efectivo y sin excesivas pretensiones más que la de ser un entretenimiento retro para toda la familia, que se mira más que en las viñetas originales o el pulp de los años treinta, en una versión posmoderna salida de la trilogía Indiana Jones de Steven Spielberg. El resultado no alcanza el magnetismo, el ingenio o el ritmo electrizante de las cintas del director de Tiburón (1975), pero es una inocua y naif película de aventuras con un correcto Billy Zane como El Hombre Enmascarado y una divertida femme fatale con aroma de dominatrix interpretada por una jovencísima y carismática Catherine Zeta Jones.
El indie/mainstream americano
Los años ochenta dieron lugar a un gran cambio en la industria del tebeo americano. Hasta el momento, el mercado había estado muy diferenciado entre los títulos de género superheroico, publicados por Marvel y DC y el otro cómic americano, que oscilaba entre el underground de Gilbert Shelton, Robert Crumb o Harvey Pekar -al que volveremos en la segunda entrega de este artículo- o las revistas de género para adultos representadas por Heavy Metal, la versión norteamericana del magazine francés Metal Hurlant. Pero tanto desde las grandes editoriales -la línea Epic de Marvel Comics o la línea de terror iniciada por Alan Moore y su etapa al frente de La Cosa del Pantano, que daría lugar a la invasión inglesa y que propiciaría la denominada línea Vertigo en 1993- como sobre todo desde la periferia de las mismas, comenzaron a aparecer una serie de publicaciones y autores que no necesitaban de las dos editoriales preeminentes para hacerse un hueco en el mercado.
Dos de aquellos precursores fueron la pareja creativa formada por Kevin Eastman y Peter Laird y Dave Stevens. Sus obras: Teenage Mutant Ninja Turtles -o como fueron conocidas en España, Las Tortugas Ninja– y Rocketeer. La primera de ellas, aparecida en 1984, era un tebeo con un fuerte componente amateur que era en su esencia, un fan fiction que homenajeaba y fusilaba a partes iguales el trabajo de Frank Miller -tanto en la serie regular de Daredevil, como las formas gráficas de su primera obra de autor, la miniserie de seis números titulada Ronin y publicada por DC Comics en un formato que acabaría desembocando en la popular línea Prestige de la editorial-. Un tebeo de formas toscas y al que el paso del tiempo ha hecho mella, pero que dio como resultado uno de los grandes fenómenos de las viñetas y la cultura popular moderna, un cuarteto formado por unas tortugas que debido de nuevo a la conexión milleriana, fueron transformadas por el mismo accidente que le dio a Matt Murdock sus poderes. La serie regular, durante su primera etapa, fue publicada por el sello independiente Mirage Studios, propiedad de Eastman y Laird.
La creciente y exponencial popularidad de sus criaturas, dio lugar a una serie de animación de éxito monumental, donde los excesos de violencia y oscurantismo fueron limados para alcanzar a las audiencias infantiles y las Tortugas pasaron del antifaz global de color carmesí a la identificación cromática de cada uno de los integrantes del grupo. Una New Line Cinema surgida en el mismo año de creación de las Tortugas se dio cuenta con Pesadilla en Elm Street que estaría bien integrar una nueva franquicia en el estudio, sobre todo con la progresiva decadencia de su ya desgastado Freddy Krueger. El resultado fue el sleeper del año 1990, dirigido por Steve Barron.


El resultado es una película de factura tosca pero excelentes criaturas animatrónicas de la factoría Jim Henson, que adaptaba el concepto de la serie de animación, eliminando tanto el caracter hosco y milleriano del tebeo original, así como la violencia gráfica del mismo. Eso sí, un año después del éxito del Batman de Tim Burton, la paleta cromática y el tono del filme, debía intentar aparentar ese carácter de oscurantismo impostado que tan bien le vino comercialmente al primer largometraje del murciélago. Vista la gallina de los huevos de oro, New Line se apresuró a facturar dos secuelas, estrenadas en 1991 y 1993 respectivamente, de calidad progresivamente inferior y cuyo éxito fue correspondido con la misma línea decreciente.
En la última década, el cineasta Michael Bay, en calidad de productor, intentó un reboot del concepto, con dos películas estrenadas en 2014 y 2016. La idea del inefable realizador, trasladar el concepto que convirtió en un éxito a su franquicia Transformers -otros hijos de los ochenta- pasados por su particular filtro basado en el ruido y el exceso. El resultado, aunque más cercano -sobre todo en su primera entrega- al trabajo original de Eastman y Laird, no logró devolver el carácter icónico a unas criaturas que más allá de su lugar como símbolo de la década de los ochenta y principios de los noventa, poco tenían que aportar al sobresaturado mercado de los blockbusters del nuevo siglo, sobre todo con unos directores tan poco inspirados e impersonales como Jonathan Liebesman en la primera entrega o Dave Green en la secuela, totalmente absorbidos por la megalomanía y la sofocante impronta visual del Bay productor.
El segundo tebeo independiente -dentro del cómic de género americano- que tuvo su adaptación cinematográfica fue The Rocketeer, del fallecido Dave Stevens. Aparecido como serial de complemento en un primer momento en el magazine Starslayer de Pacific Comics en 1982, el personaje se ganó su estatus de culto en la década de los ochenta, gracias al aroma retro que desprendía el cómic y su modernización de la atmósfera proveniente, tanto de los seriales de los años treinta como de las comic strips, al que se le añadía un componente sexualizado en la figura de Betty, novia del héroe art nouveau Cliff Secord y doppelganger de Bettie Page, reina absoluta de las pin ups.
Tras Dick Tracy, Disney -de nuevo bajo el sello Touchstone Pictures– estrenó en 1991 la que sería su adaptación cinematográfica de la mano de Joe Johnston, que después de su carrera en ILM, había entregado en 1989 su primer éxito para la casa del ratón, la comedia Cariño, he encogido a los niños. Johnston y Disney redujeron el componente sexualizado de la partenaire de Cliff Secord, transformando la personalidad de la misma -de vixen a angelical pero voluptuosa figura femenina con los rasgos de Jennifer Connelly– renombrando incluso a esta émula de Bettie Page como Jenny. El resultado final, un entrañable y nostálgico ejercicio retro, no consigue elevarse por la funcional, pero escasamente brillante puesta en escena de un Joe Johnston que, como siempre a lo largo de toda su carrera, ha pretendido emular a sus maestros Lucas y Spielberg, pero siempre quedándose por debajo de los resultados de estos. En el fondo, una reactualización perfecta de los imperfectos seriales en los que la cinta se mira.
En 1994 llegó a las pantallas de cine otro de los tebeos que apareció en los albores de la industria independiente americana: El cuervo. Su autor, James O’Barr, tras el dolor provocado por el fallecimiento de su pareja a manos de un conductor ebrio, plasmó su desesperanza y rabia en la figura de un músico que tras ser asesinado y ser testigo de la violación de su prometida a manos de una banda de delincuentes, volvía a la vida como ángel exterminador gótico. Si el tebeo entregaba un poético poema visual, lastrado por la inexperiencia artística del autor -pero que logró una creciente y exponencial base de seguidores tras la publicación de la primera miniserie bajo el sello Caliber Comics– la película dirigida por un primerizo Alex Proyas y distribuida por el sello Dimension Films, siguió un camino parecido de tragedia y éxito.
Protagonizada por un Brandon Lee que se convirtió en leyenda -de idéntica manera que su padre Bruce Lee– tras fallecer en un accidente en el rodaje del filme (lo que sirvió para rodear a la cinta y al clan Lee de una leyenda que no ha hecho más que crecer en el tiempo), la película debe su categoría de culto a varios factores. El primero de todos ellos, la atmosférica pero también tremendamente efectista puesta en escena de un Proyas que llevó al paroxismo el estilo y el diseño de producción de Anton Furst en el primer Batman de Tim Burton y el uso de un soundtrack que servía de contenedor del angst gótico y grunge de los primeros noventa. El resultado final, un título cuya adherencia a una época concreta y su tosquedad fruto de la inexperiencia de Proyas y un presupuesto limitado, se ve a día de hoy como un correcto pero algo reiterativo título que queda en la historia del género como un ejercicio cuyo culto vive más por sus factores extra-cinematográficos que por la obra en si.
En 1996, ya sin Brandon Lee y Alex Proyas, se estrenó El Cuervo: Ciudad de ángeles, dirigida por Tim Pope e interpretada por Vincent Perez. Un galimatías narrativo y cinematográfico que pretendió, en base a un diseño de producción extremo, aunar el tono de Proyas con la estética de la trilogía Mad Max de George Miller y que sirvió para entregar el certificado de defunción a una saga que tuvo dos secuelas más, dirigidas sobre todo al mercado de video directo, de las que poco hay que destacar.
Dark Horse Comics fue la primera editorial que se convirtió en una rival a tener en cuenta para Marvel y DC Comics. Fundada en 1986 por Mike Richardson, alcanzó el éxito inmediatamente gracias a los excelentes cómics originales de tres franquicias de éxito cinematográfico tales como Aliens, Predator y Terminator,. Le sirvieron a su fundador para ir desarrollando, ya a principios de los años noventa, una caterva de títulos que iban desde la fusión de géneros a la creación de sub-sellos editoriales como Legend, donde autores de la importancia y la calidad de Frank Miller, o Mike Mignola comenzaron a realizar sus primeras obras de creación propia.
Cinematográficamente todavía quedaba una década para que los trabajos de Miller y Mignola dieran el salto a la gran pantalla -y de las que hablaremos más adelante-. Pero Dark Horse y Hollywood decidieron, en un entorno bajo la sombra de las secuelas de Batman de Burton y Schumacher, que las audiencias de los noventa estaban preparados para una dosis diferente de adaptaciones de cómics.
La primera en llegar fue La Máscara (1994). El cómic está creado por el guionista John Arcudi y el dibujante Doug Mahnke: el noir y Tex Avery se daban la mano en un tebeo cargado de elevadas dosis de violencia, que contrastaba con su tono y estilo cartoon. Su adaptación cinematográfica llegaría de la mano del realizador Chuck Russell y Jim Carrey, el rey de la comedia de los noventa, apoyado por unos excelentes y revolucionarios efectos digitales de ILM que llevaron un paso más allá los hallazgos de ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (1988) y su perfecta fusión entre lo real y lo animado. Una cinta que arranca de manera sorprendente en su primer acto gracias a su equilibrio entre comedia y cartoon con toques noir, pero que a partir de su segundo acto comienza a caer en lugares comunes y que, al igual que la adaptación de Rocketeer, reduce su carga violenta para abarcar el mayor número de público posible, perdiendo la posibilidad de entregar un trabajo que se aleje de los convencionalismos. La máscara 2, su secuela tardía, sin Russell, Carrey o Cameron Díaz, llegó a las pantallas de cine en el año 2005, demostrando que el interés de la propuesta se había esfumado con el paso del tiempo.
Menos recordada es Timecop, tanto el tebeo original como su adaptación a la gran pantalla. Tanto, que casi nadie la relaciona con el mundo del cómic. No es de extrañar, ya que su versión original apareció como una historia en tres partes en la antología Dark Horse Presents entre agosto y octubre de 1992. El personaje y el cómic, creado y desarrollado por Mike Richardson, pero cuya ejecución final fue realizada por el guionista Mark Verheiden y el dibujante Ron Randall, llegó a las pantallas de cine de la mano del director Peter Hyams interpretada por uno de los héroes de acción de la época, Jean-Claude Van Damme. El resultado es un intrascendente relato de ciencia-ficción con la excusa de los viajes temporales, que desembocaba finalmente en action movie a la mayor gloria de Van Damme, que fue ejecutada con parca profesionalidad por un Hyams al que ya le quedaba muy lejos sus tiempos de gloria con títulos como Atmósfera Cero (1981).
La tercera adaptación de la editorial Dark Horse llegó en 1996 y quizás es el trabajo menos acertado de los tres: Barb Wire. Serie regular de tan solo nueve números aparecida entre 1994 y 1995, más una miniserie en 1996 bajo el subsello Comics Greatest World de Dark Horse -la alternativa a los tebeos de superhéroes tradicionales que contrajo la suerte del Ultraverse de Malibu Comics en los estrambóticos noventa- su adaptación cinematográfica llegó de la mano del desconocido David Hogan interpretada por Pamela Anderson. Entre el noir y el cyberpunk en sus primeros acordes, la cinta acaba siendo una marciana mezcla entre la estética acerada de los videos de las playmates de la revista Playboy y su erotismo soft a mayor gloria de la actriz, para acabar terminando como un desangelado ejercicio post-apocalíptico que se apropia sin pudor de la ciencia- ficción popular cinematográfica de las dos últimas décadas.
En 1997 llegaron dos adaptaciones de resultados y recepciones muy diferentes. Men in Black de Barry Sonnenfeld y Spawn de Mark A. Z. Dippé. La primera de ellas es una comedia de ciencia-ficción donde Sonnenfeld mejoró la receta formulada en sus dos aproximaciones a La Familia Addams, bajo el tono y el amparo del sello Amblin y apoyado por unos carismáticos Will Smith y Tommy Lee Jones. Se basaba en unos oscuros tebeos de la editorial Malibu, aparecidos en 1990. Aunque la cinta poco tiene que ver con el material original en el que se basa, la equilibrada mezcla de comedia, ciencia-ficción y acción dio como resultado el gran éxito del verano del 97, que continuó con la fallida secuela estrenada 2002 y una tardía pero estimable tercera entrega en el verano de 2012, donde ambas olvidaban su origen proveniente de las viñetas y se miraban en la iconografía y mitología creada a partir de la cinta original.
La llegada de Spawn preconizaba que Image Comics -la editorial formada por el conjunto de jóvenes hot artists que habían revolucionado la industria del cómic americano en los años noventa y donde el ruido, la furia y las portadas cromadas ocultaban una incapacidad absoluta para juntar dos letras seguidas- sería el siguiente sello en inundar las pantallas con adaptaciones de sus recicladas ideas. Y aunque Spawn fue un éxito sorpresa en el verano de 1997 en Estados Unidos -sobre todo por una banda sonora con los grupos electrónicos del momento- la pobreza de la propuesta la ha situado,en la historia de las adaptaciones al medio, como una de las peores películas del mismo. Una tv movie con efectos digitales tan chirriantes como el color digital de los tebeos que emulaba, donde la crueldad y el oscurantismo de diseño, el horror vaciado de sensaciones y el gusto por lo barroco de Todd McFarlane -creador del tebeo original- quedaba ahogado en un trabajo de una pobreza inaudita.
A partir del año 1997, tras el fracaso de crítica y público de Batman y Robin de Joel Schumacher, la relación entre Hollywood y las viñetas se enfrió hasta el punto de que, hasta el año 2000, no apareció ninguna cinta relacionada con el mundo del las cómic. Dicha cinta fue X-Men de Bryan Singer, que aunque de ambiciones y producción modesta, tuvo el suficiente éxito como para provocar un renacimiento de las viñetas en celuloide que no ha hecho más que crecer exponencialmente hasta el día de hoy. Entre el maremagnum de títulos habría que destacar el estreno en 2004 de Hellboy -el personaje creado por Mike Mignola y editado por Dark Horse Comics- dirigida por Guillermo del Toro y supervisada por su propio creador, Mike Mignola.
La primera entrega de Hellboy es una excelente (y en muchos aspectos superior) traslación de la miniserie original, titulada Semilla de destrucción y publicada en 1994. Pero Del Toro añadió de su cosecha, además de una atmósfera gótica y un gusto por las criaturas lovecraftianas, compartidas por ambos creadores, un incremento en el humor y el sentimiento del que el original carecía, convirtiéndose hasta el momento en la traslación más fidedigna de un tebeo a la pantalla grande, con un diseño de producción y un Ron Perlman como Hellboy tan bello como inconmesurable, en una excelente serie b con aroma de serial y gotas de nostalgia victoriana.
Cuatro años más tarde -y con un Guillermo del Toro que había dado el salto del fandom fantastique al reconocimiento académico, crítico y de público gracias a El laberinto del fauno (2006)- el mexicano entregaba la segunda entrega de su proyectada trilogía con el heredero del infierno: Hellboy El ejercito dorado (2008). Un título que aunque se alejaba más de las atmósferas y la formas visuales del tebeo de Mignola, acercándose cada vez más a los temas y formas del cineasta mexicano, demostraba el crecimiento del cineasta, entregando una película de aventuras más lírica que terrorífica, más basada que adaptada y que se desviaba argumental y narrativamente de la gran saga de Mike Mignola. La deseada tercera parte por parte de Del Toro, donde culminaría su versión y visión del heredero del infierno nunca se llevaría a cabo, lo que culminaría en la polémica visión de Neil Marshall, estrenada en 2019.
Finalizamos este apartado, con Scott Pilgrim contra el mundo, la adaptación del cómic de Bryan Lee O’Malley, dirigida por Edgar Wright. Si el cómic original era una perfecta fusión entre el lenguaje del manga y el espíritu del tebeo y el cine indie originado en la industria norteamericana en los años noventa -de Adrian Tomine a Kevin Smith– la película no le fue a la zaga. Edgar Wright muta el lenguaje cinematográfico, poseído por el lenguaje de los videojuegos de 8 bits, donde las líneas cinéticas del manga y el anime imponen el ritmo de montaje de un clásico “chico conoce chica” en una cinta tan adelantada a su tiempo como perfecta para esta nueva era digital.
Otros títulos a destacar: 30 días de noche (2007) basado en el cómic de Steve Niles y Ben Templesmith; Bulletproof Monk (2003) basado en el cómic de Brett Lewis y Michael Avon Oeming; R.I.P.D. (2013) basado en el cómic de Peter M. Lenkov y Lucas Marangon; The Surrogates (2009) basado en el cómic de Robert Vendetti y Brett Weldelle; y Cowboys & Aliens (2011) basado en el cómic de Scott Mitchell Rosenberg y Andrew Foley.