Un año más, os traemos el resumen de lo mejor de 2018. Películas, series, videojuegos, comics, e incluso nuestra puntilla con lo peorcito de estos doce meses que acaban. Hoy le toca al entretenimiento de los viejos: los libros. Benditos libros.
No está de más dejar claro que ninguno de nuestros tops del año pretende ser definitivo ni completista. Simplemente, nuestros colaboradores escogen sus artefactos culturales favoritos y escriben sobre ellos. Las ausencias serán más que las presencias pero, en cualquier caso, estos son algunos de los imprescindibles de 2018.
El visitante, de Stephen King
La novela El visitante narra la historia de una imposibilidad: Terry Maitland, hombre intachable, buen esposo y ciudadano ejemplar (además del entrenador de béisbol de ligas juveniles) es acusado del cruel asesinato de un niño. Todas las pruebas le acusan de manera directa: desde el ADN hasta testigos fiables dejan muy claro que el modesto famoso local violó y mató a un niño de la forma más abominable. Maitland se transforma muy pronto no sólo en un paria sino también en el chivo expiatorio de los peores dolores y terrores de un pueblo obsesionado con su culpabilidad. La investigación corre a cargo del detective Ralph Anderson, que como todos el resto de los personajes de la trama, también conocía a Maitland lo suficiente como para que le agradara (esa visión periférica y tangencial de un hombre corriente dentro un espacio corriente) y que encarna la desconfianza pragmática y enfurecida en el dedo acusador colectivo. La evidencia — y al principio de la novela, todo parece resumirse a lo comprobable — apunta a que Maitland no sólo es culpable sino que de hecho, es el único sospechoso en medio de una situación enrevesada y difícil de digerir.
King juega entonces con la línea temporal, el narrador y las pequeñas estructuras argumentales — de la prosa en tercera persona va a los testimonios y declaraciones, de una forma muy parecida en que lo hizo en los primeros capítulos de su emblemática It — y crea la sensación que la historia tiene un único objetivo o mejor dicho, una sola forma de comprender el motivo y la percepción sobre lo moral y lo ético. Pero como siempre, King encuentra una arista no explorada sobre el tema — en esta ocasión, la culpabilidad, la acusación colectiva y la percepción de lo ético en medio del estigma — y lo transforma en algo por completo nuevo y lóbrego.
Con su estupenda documentación legal — es notorio que King se tomara una buena cantidad de tiempo para construir una visión creíble de los juicios penales estadounidenses— pero sobre todo, su lenta aproximación a la culpa como hecho casi fortuito, la novela acepta el riesgo de contradecirse en sus líneas más elementales y es, entonces, cuando el mejor estilo de King sale a relucir. Maitland no sólo tiene una sólida, comprobable y sustentable coartada, sino además una grabación de video, en la que puede constatar que se encontraba en otra ciudad al momento en que ocurrió el crimen del cual se le acusa. De manera que ahora Anderson deberá lidiar no sólo con un caso por completo distinto sino, también, con la singular sensación que algo sin explicación está ocurriendo en mitad de todo el misterio que trata de resolver sin lograrlo. Lo que parecía ser un delito forense — y una narración policíaca al uso — se transforma en algo más. King, con su habitual habilidad para la construcción de peculiares capas de información y dimensión de lo temible, encuentra en El visitante una manera por completo nueva de analizar el terror pero, sobre todo, la identidad colectiva como una forma de expresión individual. Aglaia Berlutti
El Nix, de Nathan Hill
Un trabajo tan bien estructurado y construido como la primera novela de Nathan Hill es un milagro. Una historia narrada en dos tiempos (mayo del 68 y el mundo contemporáneo post-crisis del año 2008), le sirve a Hill para entregar una dinámica novela donde el angst social de la época actual es representado por Samuel Andresen-Anderson. Un antihéroe y reflejo de todos y cada uno de nosotros, que no solo debe enfrentarse a un contexto social y político árido sino también con los fantasmas de un pasado en forma de madre, que traslada al lector al utópico y desesperanzador Mayo del 68. Esta época, confrontada con la cínica y desesperanzadora situación actual, sirve al autor para construir un discurso acerca de la pérdida de ideales y esperanza en nuestro mundo contemporáneo. Felipe Rodríguez Torres
El libro de la serpiente, de Alan Moore
“Los monumentos que acechan en esta meseta intocable proyectan sombras y tienen consecuencias sólidas. Tened cuidado aquí. Basta un paseo mental mínimo, un solo paso por este pasaje proyectado, para llegar a la reconstruida Fleet Street, un infierno que bulle lentamente tras los cristales cubiertos de hollín. El pulso metálico gigante de los tambores de las rotativas, la migraña de las lanzaderas de las máquinas de linotipia. Una legión infernal de aprendices de impresores, con los dedos ennegrecidos por los pecados del mundo. Aquí se construye un planeta de papel”. Alan Moore, héroe de su particular Orestíada, en el Gran Teatro de Las Maravillas de La Luna y La Serpiente. Jose Manuel Sala
Bellas durmientes, de Stephen King y Owen King
La obra de Su Majestad Stephen King vive tal momento de esplendor al hilo de sus adaptaciones en cine y televisión —con la anodina It de Andy Muschietti aún contando los billetes mientras se rueda su segunda parte, y Mike Flanagan demostrando ser quien mejor entiende al de Maine, adapte directamente una obra suya o no—, que a veces es fácil olvidarse de que nuestro hombre, entre carantoñas a Molly AKA The Thing of Evil y sorprendentes alabanzas a productos nacionales, sigue escribiendo y publicando a una velocidad enfermiza. En los dos últimos años ha terminado junto a Richard Chizmar La caja de botones de Gwendy, con El visitante ya se ha asegurado otra película con su nombre, y también ha escrito en compañía de su hijo Owen Bellas durmientes, publicada en España a principios de este año.
Parece ser que la idea de esta última novela se le ocurrió a Owen y que su padre, tras ya haber colaborado con su otro hijo Joe Hill, le animó a que la escribieran a cuatro manos, pero no por ello su argumento deja de encontrar un lugar muy coherente, casi inevitable, dentro de la caótica producción del escritor de Maine. Bastante antes de que estallaran los movimientos Me Too y Time’s Up, y de que el escenario cultural se viera sacudido por una creciente perspectiva feminista, King ya había tratado preocupaciones similares a las descritas en su colaboración con Owen, y de esto se puede extraer que su última novela parezca no haber requerido mucha más documentación que la invertida habitualmente en cualquier otra de sus novelas. El discurso de Bellas durmientes, por tanto, es tímidamente conciliador, casi trasnochado teniendo en cuenta la complejidad del asunto, y la imagen de todas esas mujeres abandonando a los hombres para vivir en su propio mundo se antoja, en el mejor de los casos, bastante naive. Al menos, claro, hasta que el libro te presenta una escena en la que una mujer dormida hace escasos segundos despierta convertida en un zombie y le arranca la polla de un mordisco a un tío que quería aprovechar la coyuntura para violarla.
Bellas durmientes es una novela estupenda, y cuestiones como el tratamiento superficial de problemáticas de género o lo mucho que se nota cuando le toca escribir al pobre Owen palidecen ante la diversión desacomplejada que ofrece por sí misma y la diversión que, imaginamos, embarga al propio King mientras escribe. El mundo sin mujeres en el que acaba desembocando la historia sirve al de Maine no sólo para poner en pie una trama de ésas que tanto le gustan con pueblo entero de protagonista (Dooling, en esta ocasión), sino que además permite que la narrativa acoja ecos del Salvaje Oeste, plena en tiroteos y grupos de justicieros improvisados tratando de hacer frente a su soledad. Es acaso esta idea de los hombres no teniendo más remedio que jugar a indios y vaqueros cuando las mujeres faltan —chorra como pocas, pero divertidísima—, el hallazgo más memorable de Bellas durmientes, y la causa directa de que encontremos en ella al mejor western de 2018… aunque es probable que King (no en vano un apasionado del género) aún no se haya enterado. Está demasiado ocupado escribiendo. Alberto Corona
Contar es escuchar de Ursula K. Le Guin
Seguramente este libro no aparezca en muchas listas este año. Tiene uno de los mayores handicaps posibles: no estar publicado en los últimos seis meses del año. De hecho, la editorial lo sacó en enero y claro, eso ya es demasiado. Y eso que, en ese mismo enero, exactamente el día 22, la autora nos dejó definitivamente. La mayor curiosidad del asunto es que, si yo recomendara una obra por la que empezar con la autora, sin duda lo haría con sta recopilación de charlas, ensayos y reflexiones misceláneas; entre otras cosas porque recogen a la perfección todas sus experiencias como escritora y lectora, toda una sabiduría que sabe expresar de manera cristalina. Por sus páginas pasan Tolkien, Twain, Hemingway… y un amor por su oficio que era palpable ya en sus ficciones pero que, de esta manera, parece aún más sincera. Según lo leía, coincidía en tantas apreciaciones sobre la ficción, la forma de construirla y su valor que casi lloraba de la emoción. La autora nos dejó, pero su obra es inmortal, está con nosotros para siempre. Mariano Hortal
Cómo acabar con la escritura de las mujeres, de Joanna Russ
¿Puede ser una publicación de 1983 uno de los mejores libros de 2018? Por desgracia, sí. Y digo por desgracia debido a lo mucho que ha tardado en llegar a nuestro país este clásico de la crítica feminista y porque, a pesar de los años que han pasado, la vigencia de lo mostrado por la galardonada novelista y ensayista Joanna Russ en Cómo acabar con la escritura de las mujeres sigue pudiendo aplicarse a nuestra actualidad.
Este ensayo desentraña algunos de los métodos que han sido -y son- empleados para desautorizar a las escritoras a lo largo del tiempo: desde la negación de su autoría hasta ser señaladas como casos anómalos, pasando por otras estrategias más sutiles o menos visibles, como dificultar su acceso a la educación o la misma falta de tiempo y/o recursos. Prácticas comunes con las que multitud de mujeres de la industria artística se han visto reflejadas en el presente, como exponía la ilustradora Paula Bonet en su cuenta de Twitter, pero que también muchas otras (perteneciente a este y otros sectores) hemos identificado como experiencias individuales -y colectivas- sufridas en algún momento de nuestras vidas. La información que recoge Russ es abrumadora, y eso que solo se centra en autoras de habla inglesa y un puñado de artistas de otros ámbitos, siendo consciente de que su visión está condicionada por ser blanca y de clase media.
Además, el libro también hace énfasis en que dicho sesgo afecta de igual manera a otros grupos de la población, como las personas racializadas o el colectivo LGBT+, por lo que desde una honesta autocrítica nos insta a abrir los ojos ante esta discriminación estructural, que está tan arraigada en la sociedad que casi ni somos conscientes de su existencia. Por eso, al pasar entre sus páginas es imposible que no te embarguen la rabia y la pena por no haber escuchado hablar antes de estas mujeres, ni de los vínculos que mantenían entre ellas o los referentes femeninos que inspiraron a grandes nombres como Virginia Woolf, Mary Shelley o Charlotte Brontë y que hoy han quedado olvidados.
Las estrategias analizadas con sarcasmo por Russ muestran el cómo han sido menospreciadas e ignoradas tantas artistas a lo largo de la historia, con la esperanza de que aprendamos a identificar estas técnicas para poder erradicarlas y, de esta manera, devolver el reconocimiento que hasta ahora no ha tenido el trabajo creativo de tantas mujeres. Elena Crimental
Lincoln en el Bardo, de George Saunders
Es difícil imaginar cosas más devastadoras que ver morir a un hijo. Pero literariamente, además de ser emocionalmente pornográfico, resulta mucho más interesante retratar la posibilidad contraria: no que a un hijo se le mueran los padres, sino imaginar cómo debe ser morir mientras tus padres siguen con vida. George Saunders debe pensar exactamente lo mismo, porque eso es Lincoln en el bardo. Una novela sobre el hijo de los Lincoln, su muerte, y todo lo que ocurre en una noche en la que los muertos que aún se aferran a la vida, comparten relatos, angustias y opiniones. Una obra maestra sobre la vida, la muerte y el amor donde Saunders demuestra que su dominio del relato es perfectamente extrapolable a la novela. Al menos, en lo que a impacto emocional se refiere. Álvaro Arbonés
Moonglow, de Michael Chabon
En un gran año para los libros como ha sido este, y también para las editoriales pequeñas como Carmot o Carfax -por mencionar dos que empiecen por Ca-, este es uno de los libros inexplicablemente menos publicitados de un autor muy conocido. Por parte de una editorial que comienza por Ca. Catedral, concretamente. Ha sido uno de esos años, sí. Por suerte el libro se defiende solo una vez se sabe de su existencia. Un narrador que parece querer ser el autor nos conduce al lecho de muerte de su abuelo a escuchar de este una serie de historias, personales o familiares, con las que se puede componer su imagen y también la de mucho de lo que le rodeó. Esas historias sacan lo mejor del talento de Chabon,evitando sus problemas para hilarlas en una narración convencional. Y, a la vez, facilitan que la carga emocional, otro de los puntos fuertes del autor, vaya incrementándose según se va notando el deterioro del abuelo. Así que, como decía, muchos grandes libros se han publicado este año -aunque sea solo por pura probabilidad estadística- así que aprovechemos la plataforma para cantar las alabanzas de aquellos que lo merecen y que, por una o por otra, no han tenido tanta suerte para llegar al gran público. Jónatan Sark
Mandíbula, de Mónica Ojeda
Si el lector llega desprevenido a esta tercera novela de Mónica Ojeda, el ejercito de citas que encabezan estas páginas y que abarcan desde Julia Kristeva hasta H.P. Lovecraft y de Lacan a Panero se encargan de darle la bienvenida y de dejarle más o menos claro que está a punto de adentrarse en un infierno presidido por figuras femeninas y sobrevolado por la inquietante presencia del color blanco.
En Mandíbula asistimos al choque de dos microcosmos abyectos: uno, colonizado por la presencia de la madre muerta, pertenece a una profesora de lengua y literatura con más traumas aún de lo que es normal dentro de ese sector laboral; otro, el que se teje en torno a los ritos de paso de un grupo de adolescentes pijas, extremadamente creativas y obsesionadas por los creepypastas. La anécdota de la novela gira en torno a un secuestro y se construye a base de flashbacks, transcripciones parciales de sesiones de terapia y revelaciones sobre la liturgia del Dios Blanco al que las adolescentes rinden culto y que tiene más de divinidad pánica subtropical improvisada que de entidad lovecraftiana al uso. Félix García
Su cuerpo y otras fiestas, de Carmen Maria Machado
Este quien escribe es poco dado a explorar el catálogo de novedades editoriales. Pero si había que hacer una excepción este 2018 era con Su cuerpo y otras fiestas, la antología de relatos con la que ha debutado Carmen Maria Machado. La lista de adjetivos habituales se agota pronto para describirla: brutal, física, sensual, desasosegante, repugnante, descarnada… Son siete fogonazos que iluminan ese campo de batalla milenario en que los hombres hemos convertido la anatomía y la psique de las mujeres. Siete relatos de relaciones de poder y de deseo que terminan conduciendo indefectiblemente al asesinato o la violencia, a la opresión o al silencio. Destacan quizá La puntada del marido e Inventario, que utilizan el horror íntimo de Angela Carter y el género post apocalíptico de Llega de noche respectivamente para hablar de la repulsión y atracción constante de los cuerpos. No hay que desdeñar tampoco la experimentación de 272 capítulos de Ley y Orden y su subversión casi lynchiana de los códigos de los procedurales de primetime. Es cierto que en ocasiones Machado bordea la metáfora facilona y que aún no se ha librado de esa obligación, tan propia de escritores jóvenes, de sobreactuar con al menos una pirueta formal por relato. Pero lo que late debajo es un talento tan crudo y real que solo cabe esperar con anhelo sus futuras obras. Santi Pages
Reina Roja, de Juan Gómez-Jurado
A pesar de los guiños a los amigotes (lo de Pesadilla en la cocina estuvo cerca de sacarme por completo), resulta imposible ofrecer resistencia al paseo adrenalítico por el que Gómez-Jurado me lleva de la mano a través del Madrid que dejé tan lejos hace cinco años. Reina roja me ha devuelto a las calles donde tantos menús del día comí, a las autopistas llenas de persecuciones por las que tantas veces fui a trabajar y me hace una visita guiada por las zonas de los ricos que no pisaré en mi puta vida. Todo ello en formato de purito best seller, de esos libros que te duran un par de tardes en la piscina o al lado de la chimenea ahora que empieza a enfriar. Gómez-Jurado no se complica demasiado y juega sobre seguro con los elementos que mejor conoce y nos lo acerca un poco más que en su última (y creo que más interesante) Cicatriz. Pero, oye, que a mí estas cosas me cogen y no me sueltan. Será la morriña o será que escribe mejor que nadie aquí este tipo de cosas. Probablemente serán ambas. Kiko Vega
El pescador, de John Langan
Dejando aparte el hecho de que si lo edita La Biblioteca de Carfax te puedes fiar a ciegas, El pescador de John Langan corre el riesgo de pasar desapercibido entre la avalancha de lanzamientos de los últimos meses del año, y sería una pena. Su estructura cuidadosamente demodé (una historia nuclear ambientada en el presente que abre y cierra el libro y una novela corta inserta enmedio de la narración) puede parecer artificiosa, pero oculta una meticulosa estructura que lleva al autor a plantear una historia de ecos lovecraftnianos, que encierra tras de sí mucho más que un mero homenaje -también a Moby Dick o a La casa en el confín de la Tierra-.
Con su historia de dos viudos que ahogan sus penas en la pesca por zonas agrestes del río Hudson, Langan compone una historia emocionante, sincera (pese a los leviathanes, o quizás gracias a ellos) y que confiesa que tardó década y media en finiquitar. Y se nota: cada palabra parece escogida con precisión para llevar al lector de la mano por una escalada de sutiles horrores marítimos; la documentación, tanto de la actividad pesquera como de la vida cotidiana de los pioneros europeos en Estados Unidos, es exquisita y, pese a su densidad, nunca peca de prolija; la historia de terror, en fin, gracias a la profunda humanidad que inyecta a sus personajes, es una de las mejores que puedes leer este año. Insisto: que no pase desapercibido. John Tones