Hace cuarenta años, el pintor Kit Williams embarcó a millares de personas en una cacería demente con su libro-juego Masquerade. Enigmas diabólicos, timadores sin escrúpulos y juegos de Spectrum se dan cita en su enloquecida historia.
Cosa rara es cuando las multitudes pierden la cabeza por un libro. Y no un libro de doctrina religiosa o política. Ni siquiera uno, fíjense, de narrativa general, sino un volumen de ilustraciones, de esos cuyo mercado principal son los niños y/o los coleccionistas de arte. Pero eso ha ocurrido, y es un buen momento para recordarlo. Este verano, concretamente en agosto, se cumple el 40 aniversario de Masquerade, un puzle con forma de libro ilustrado que hizo furor en su día. Y que, además, protagonizó una historia delirante de timos y abusos de confianza rematada con un juego de Spectrum.
La historia de Masquerade comienza con un desafío. Lo planteó Tom Maschler, editor de singular olfato responsable (entre otras cosas) de dar luz verde a la publicación de Trampa 22, una de las mejores novelas bélicas jamás escritas. Y lo recibió Kit Williams, uno de esos ilustradores de fantasía que vivieron su apogeo en la década de 1970. “Quiero que hagas algo que no se le haya ocurrido a nadie antes”, planteó Maschler. Y Williams respondió entregándole un volumen cuyos efectos en la conciencia colectiva del mundo anglosajón (y de unos cuantos países europeos) fueron mucho más allá de lo que ninguno de ellos imaginaba.
Los dibujos hippies y el vil metal

Pero ¿en qué consistía Masquerade, exactamente? A primera vista, parece uno más de esos libros ilustrados tan de su época, como los que publicaban editoriales como la Paper Tiger de Roger Dean. Si bien en las ilustraciones de Kit Williams se aprecia un esfuerzo sobrehumano, están demasiado en la línea de las de Patrick Woodroffe y James Marsh, o de los pósters del sello Alchemy, como para apelar al gusto actual: demasiados detalles, demasiada figuración, demasiado surrealismo blando y, en general, un tufo a hippie que tira de espaldas.
El hilo conductor que une los dibujicos participa también de ese espíritu. Presuntamente, el libro cuenta la historia de un tal Jack Hare (es decir ‘Jack la Liebre’), encargado de entregarle al Sol, nada menos, una joya en nombre de su amada, la Luna. Como Jack tiene una capacidad de concentración propia de un redactor de CANINO, pierde el precioso objeto nada más empezar su viaje. Y para recuperarlo debe pedir ayuda al lector, quien hallará en las ilustraciones las pistas que indicarán el lugar en el que se encuentra.

Hasta ahora, la historia de Masquerade no parece nada especial, y menos aún en su contexto. Con el ocio electrónico y el vídeo doméstico todavía en pañales, y con la resaca de la crisis de 1973 haciendo temblar aún las economías, los juegos de mesa y otros entretenimientos de salón triunfaban por todo lo alto cuando el libro salió al mercado. Algo que se tradujo, entre otras cosas, en la aparición de pasatiempos interactivos en formato libro. Recordemos, por ejemplo, que la colección Elige tu propia aventura debutó en EE UU también en 1979, y que Steve Jackson e Ian Livingston publicarán el primer volumen de su Lucha-Ficción (El hechicero de la montaña de fuego) al año siguiente.
Pero había algo que separaba Masquerade de sus coetáneos, marcando la diferencia entre enloquecer con sus ilustraciones y volverse tarumba intentando sobrevivir a El misterio de Chimney Rock. Porque, a diferencia de otros libros-juego, la creación de Kit Williams ponía a sus lectores a la caza de un auténtico tesoro. La joya que busca Jack Hare, una liebre de estilo pseudocéltico, no era solo una metáfora ni un juego de palabras, sino una alhaja muy real, elaborada por el propio autor y enterrada por él mismo en el lugar al que apuntaba el puzzle.

“Lo hice en memoria de mi infancia, cuando los premios que anunciaban los paquetes de cereales resultaban ser ilusiones. Esto tenía que ser de verdad”, afirmaba Kit Williams en el New York Times, sentenciando que la liebre dorada era su intento por crear un “Santo Grial moderno”. Por supuesto, la mayoría de las dos millones de personas que compraron Masquerade no estaban nada interesadas en farfollas místicas. Su motivación para embarcarse en la búsqueda era, más bien, el oro de 18 quilates, salpicado de piedras semipreciosas, que componía el cuerpo de aquel lagomorfo tan feo.
El delirio
A comienzos de 1979, Reino Unido era un caos. El comienzo del año había estado marcado por el ‘invierno del descontento’, tremenda crisis sociolaboral durante cuyo transcurso se pusieron en huelga desde los basureros a los enterradores. Y en mayo, en parte como consecuencia de lo anterior, una señora llamada Margaret Thatcher había tomado posesión como Primera Ministro. Así pues, los súbditos británicos agradecieron una razón menos deprimente para perder la cabeza durante el verano. Y vaya si la perdieron: Masquerade encabezó las listas nacionales de libros más vendidos en el año de su aparición, y siguió vendiendo ejemplares a espuertas durante el trienio siguiente.

Mientras sus lectores excavaban más agujeros de los necesarios para llenar el Albert Hall, a Kit Williams no paraban de llegarle cartas. Algunas le suplicaban pistas o le proponían soluciones disparatadas y otras estaban llenas de epítetos dirigidos a su señora madre y el resto de su familia, mientras que un tercer grupo oscilaba entre lo risible y lo siniestro.
Mientras cierto clérigo, preocupado por la salud mental de una parroquiana, pedía que Williams confirmase que Masquerade no contenía «ningún significado religioso u ocultista”, un cazador de liebres llamado Ron Fletcher elaboraba una teoría conspirativa que apuntaba a miembros de la Familia Real británica. El caso de Richard Dale era menos hilarante: su obsesión por el libro y sus acertijos le llevaron a sufrir ese trastorno que ahora se llama ‘síndrome de El show de Truman’. Dale acabó ingresando en un psiquiátrico por su propio pie, harto de pensar que Kit Williams y sus ilustraciones eran las piezas clave de una ficción destinada a controlar su vida.

La masquerademanía no se quedó en Reino Unido. En Italia apareció una versión adaptada para el mercado local, Il segreto di Masquerade, cuyas anécdotas (si las hubiere) no llegaron a los récords de delirio del original. El libro también triunfó en Estados Unidos, en Australia, en Alemania y (cómo no) en Japón, cosa que las agencias de viajes aprovecharon para organizar periplos ‘todo incluido’ rumbo a Inglaterra para aquellos que creían haber descifrado el enigma.
La joven democracia española, como ya se estarán imaginando, se quedó al margen de todo esto, porque Masquerade jamás se editó aquí. Para enigmas, el personal de las Batuecas ya tenía los de Pepe Carvalho y Manuel Vázquez Montalbán en Los mares del sur, los de Torcuato Luca de Tena en Los renglones torcidos de Dios… o los de un sistema político que se implantaba de aquella manera, apoyado en las jetas de cemento tardofranquista lucidas por Adolfo Suárez y sus socios de la UCD.
Cuando menos se espera, salta la liebre

¿Era de verdad TAN difícil el enigma de Masquerade? Pues, según aquellos que lo han estudiado a fondo, sí. Para empezar, las famosas ilustraciones solo eran parte de la solución, hallándose la chicha del acertijo en las orlas que las rodeaban. Tras partirse los cuernos contra este escollo y otros muchos, que lo mismo podían apelar a la cultura general que a la trigonometría, uno se topaba con una frase: «Catherines Long Finger Over Shadows Earth Buried Yellow Amulet Midday Points The Hour In Ligt of Equinox Look».
Gramaticalmente, el lema da miedo, pero esto es debido a que se trata de un acróstico. La nueva pista que obtenemos al leerla así es «Close By Ampthill». Si uno tiene conocimientos por encima de la media acerca de la historia de Inglaterra y su paisaje, puede deducir que en un pueblo de Bedfordshire llamado Ampthill se alza una cruz erigida en memoria de Catalina de Aragón, la primera esposa de Enrique VIII. Y, si se le dan bien las cosas de la deducción, averiguará que la liebre de Masquerade está (estuvo) enterrada justo bajo el punto marcado por la sombra de esta cruz durante el equinoccio de primavera. Fácil, ¿verdad?

Pues tan fácil no debió ser cuando el enigma tardó tres años en ser descifrado. En 1982, un hombre de negocios de Yorkshire llamado Kent Thomas se puso en contacto con Kit Williams, afirmando haber descubierto la ubicación del tesoro. Y, como su respuesta fue la correcta, el autor de Masquerade desenterró junto a él, y ante testigos, el roedor de las narices. Como pudo verse entonces, la liebre dorada reposaba dentro de una caja de cerámica en cuya tapa se leía: «Yo soy la guardiana de la joya de ‘Masquerade’, que yace a salvo en mi interior aguardándote a ti o a la eternidad».
MASQUERADE fue un libro ilustrado de Kit Williams que causó sensación en unos cuantos países de Europa en 1979. Esotérico y misterioso, encerraba un puzle con un premio y fue adaptado a Spectrum. Estos son sus secretos.
Dado que Masquerade se había convertido en un fenómeno, la exhumación de la liebre fue un acontecimiento mediático. Y gracias a ello se vio desde temprano que la resolución del enigma no cuadraba. Para empezar, el presunto descifrador acudió a sus citas con Kit Williams y la prensa disfrazado con barba y bigotes postizos, y estaba claro que ‘Kent Thomas’ era un seudónimo. Para seguir, sus explicaciones acerca de cómo había encontrado la solución eran confusas y no cuadraban: nadie se creía que la la clave del enigma hubiese acudido a su mente cuando su perro se paró a mear al pie de la cruz de Ampthill. ¿A qué podía deberse tanta opacidad?
Pues, como ya se habrá adivinado, se debía a que el tal ‘Ken Thomas’ no había encontrado la liebre gracias a su capacidad deductiva, sino a métodos espurios. Frank Branston, director de un periódico de Bedfordshire, ató cabos y, en 1988, reveló mediante un reportaje que el sujeto era en realidad Dugald Thompson, un timador profesional cuyo socio en el delito atendía por John Guard. El tal Guard era, a su vez, el exnovio de Veronica Robertson, una mujer que había sido pareja de Kit Williams cuando este diseñaba el libro-juego. Tras camelársela con falsas promesas, Guard había conseguido que la chica le revelase la ubicación de la liebre, aunque no pudo indicarle el lugar exacto. Aquí es donde entra en juego la mayor ironía de esta historia.

Porque el secreto de Masquerade había sido descifrado realmente por Mike Barker y John Rousseau, dos profesores de Física que llegaron a excavar en Ampthill, justo en el punto señalado por la cruz. Por desgracia para ellos, Barker y Rousseau no habían reparado en la caja de cerámica. Y fueron precisamente los rastros de su excavación los que permitieron a Guard y Thompson descubrir dónde se escondía la prenda. En un artículo exhaustivo (como de costumbre), The Digital Antiquarian ha narrado esta historia con pelos y señales, haciendo notar los muchos puntos oscuros e incertidumbres que la salpimentan todavía hoy.
Epílogo pixelado (y fraudulento)
¿Cómo se hicieron Dougald Thompson y John Guard con la solución de Masquerade? Pues asegurándole a Veronica Robertson que, una vez el tesoro obrase en sus manos, lo venderían y donarían las ganancias a asociaciones animalistas. Por supuesto, dicha promesa tenía la validez de un compromiso de Ciudadanos a favor de la causa LGTB: en realidad, los dos timadores confiaban en aprovechar la locura suscitada en torno a los enigmas de Kit Williams para forrarse el riñón. Y, puestos a hacerlo, optaron por aprovechar una industria que, en la Gran Bretaña de entonces, olía a futuro y a billetes: la de los videojuegos.
Así pues, Thompson y Guard fundaron en 1984 un sello de software, Haresoft, que solo publicó un título, para la mayoría de los sistemas de la época: Hareraiser. El nombre del programa, un juego de palabras bastante chungo, debe servir como pista acerca de la honestidad de la maniobra. Dividido en dos partes, comercializado a un precio abusivo y envuelto en medidas para evitar la piratería (¡oh, paradoja!), Hareraiser destaca entre la producción de juegos para ordenadores de 8 bits por una clara razón: es un truño de proporciones históricas.
Con unos gráficos toscos hasta decir basta (incluso, miren lo que les decimos, dentro de las capacidades de un Spectrum de 16K), el juego era un galimatías carente por completo del atractivo estético que había servido de consolación para los compradores de Masquerade. Para colmo, el supuesto puzzle que contenía era de lo más obtuso (nada que ver con las diabólicas, si bien descoordinadas, artimañas de Kit Williams) y nadie ha conseguido descifrarlo todavía, ni siquiera desensamblando su código fuente. Es posible sospechar, que fuera insoluble a caso hecho y que los dueños de Haresoft lo hubieran lanzado únicamente con el propósito de timar a unos cuantos incautos más, con la promesa de una joya con forma de liebre dorada que se veía en la portada del juego.

Dejando aparte la nefasta calidad de su juego, había otro punto débil con el que Thompson y Guard no habían contado: el gusto de las masas siempre es veleidoso, y una vez que la solución al puzzle se hubo desvelado, el interés público por Masquerade se desvaneció. El musical basado en el libro (con canciones de Rod Argent -The Zombies-) fracasó miserablemente y duró solo dos semanas en la cartelera. El editor Tom Maschler, que había soñado con convertir la resolución de Masquerade en un circo mediático, se quedó con un palmo de narices, porque uno no puede ir exhibiendo por ahí a un ganador fraudulento que además se niega a ser entrevistado o fotografiado. Hareraiser, el videojuego, fue un fracaso de ventas. Y la liebre de oro fue embargada tras la quiebra de Haresoft, desapareciendo del ojo público durante unos años.
Hasta que en 1988, justo cuando la jugarreta de Thompson y Guard saltaba a los titulares, la joya se convirtió en el plato fuerte de una subasta en Sotheby’s. Kit Williams acudió al evento, pero solo pudo pujar hasta lo que le permitía su capital: 6.000 libras. Finalmente, la pieza fue adquirida por un comprador anónimo por 31.900 libras (95.754 euros, ajustados a la inflación y según el cambio actual). La nieta de dicho comprador, al que solo se ha identificado como «un caballero del Lejano Oriente», permitió que Williams se reuniese con su creación en 2009, durante el rodaje de un documental de la BBC sobre el libro y su escándalo. El pintor, que había seguido con su discreta carrera artística, la sostuvo en sus manos y, agitando sus cascabeles, sentenció: «Qué sonido tan hermoso».