En plena ola de calor llega Midsommar. Para entender la naturalidad de lugareños nórdicos ante tradiciones y verbenas de pueblo que nos pueden resultar algo estrafalarias tendremos que buscar referencias lejos, muy lejos del saturadísimo sur de la Mason-Dixon. Llevaos una rebequita, que por la noche refresca.
Los escandinavos siempre han sido de mitos enrevesados, sagas que parecen una battle royale e historias con un elemento de oscuridad muy marcado. En un cuento tan almibarado como La sirenita, la bruja del mar promete a la pobre Ariel que podrá caminar al lado de su príncipe, sí, pero le impone unas condiciones draconianas. Incluso si sale bien, le dice desde su casa hecha de huesos de náufragos, cada paso que dé le dolerá como pisar cuchillos con los pies ensangrentados. Andersen conocía a su público, y sabía que a un nórdico, aunque sea en miniatura, le gusta más la casquería que a un vikingo un buen pillaje.
Con estos antecedentes, no es raro que desde hace tiempo florezcan entre los fiordos obras que combinan mitología con cuentos en carne viva. Con tradiciones que no se sabe muy bien si son medievales o paganas, que no acabamos de entender pero que tal vez por eso nos atraen y nos asustan a partes iguales.
Hablando de mitos, la deliciosa Thale (Aleksander Nordaas, 2012) ya nos hablaba de lo que ocurre cuando intentamos transplantar una flor rara desde su entorno natural a un invernadero. Por mucha poda a la que la sometamos, Thale sigue siendo una mezcla fascinante entre animal salvaje y mito, aunque a primera vista parezca humana. Aprende a usar herramientas para defenderse de sus atacantes. Precisamente en un ataque es cuando se desvela esa doble naturaleza que parecía anulada, y que la había dejado huérfana dos veces a lo largo de su vida. Cuando la atacan, mata como uno de nosotros. Con hierro. Pero cuando se siente protegida, cura lo incurable, como una huldra.
Como historia, sobre todo si la comparamos con producciones posteriores como El ritual (David Bruckner, 2017), puede parecer simplista, pero como cuento con final feliz es una maravilla. Tal vez porque ninguno de los personajes tiene ninguna duda sobre lo que es Thale. No existe ese desconocimiento del mito por parte de los protagonistas que hace que la historia se desarrolle en los casos posteriores.
Si pasamos a El ritual, vemos que es el choque cultural, en igual medida que el hombre-alce, el que acaba con los protagonistas, que se comportan como lo hacen los ingleses cuando salen de casa. Con una mezcla de alegre despreocupación y mueca de desdén hacia los nativos y sus costumbres. Como tal, se saltan reglas que cualquier niño local recordaría. “No te salgas del camino”. “No entres en una casa sin ser invitado”. “No toques nada sin permiso”. Y la criatura del caos que es el gigante que los persigue se alimenta de sus transgresiones. De su sentimiento de culpa. Saborea su miedo y sus gritos de terror tanto como sus cuerpos, mientras los arrastra por su terreno.
Una vez más, el monstruo no está solo. Hasta Grendel tenía madre, al fin y al cabo. Y este semidiós sin nombre es adorado por una comunidad aislada, exigua, y avejentada, que aun así le provee de los sacrificios que requiere. No obstante, estos adoradores marcados y respetuosos se quedan en una anécdota, quedan borrados de un plumazo por un fuego, como tantos otros rústicos en historias anteriores. Andrajosos y grotescos. No sabemos quiénes son, ni cómo llegaron allí.

La enorme diferencia en el tratamiento de los lugareños es uno de los temas principales en Midsommar, de Ari Aster (2019). Gloria de las tradiciones escandinavas, las fiestas de pueblo y los amantes del diseño nórdico a partes iguales. Nos encontramos con el mismo planteamiento inicial que en El ritual -relaciones estancadas, situación traumática, viaje a una cultura vagamente desconocida y ¡oh! pintoresca-.
Vamos a jugar a antropólogos, parece que se dicen unos a otros, mientras desprecian al elemento roto del grupo. La protagonista Danny ha sufrido un trauma que se añade a problemas mentales subyacentes. Por tanto, cansa. Desgasta. No encaja. Hasta que llegan al lugar marcado para celebrar el solsticio de verano, en una ceremonia que solo se celebra cada noventa años. La luz, como los colores, es cegadora. Flores, tapices de colores vivos. Y completamente integrada en el entorno, una gran familia sonriente y feliz. Cuerpos primaverales de trenzas rubias. Una comunidad acogedora, sincera. Abierta, babean los machitos del grupo, sin saber lo que les espera.

Lo que la diferencia de las anteriores son dos puntos importantes: el primero es que, como la luz en plena noche nos sugiere, las reglas conocidas son inútiles. En este punto ciego de la sociedad, Danny, huérfana en más de un sentido, aterriza con su equipaje emocional en una comunidad con una empatía animal hacia su situación. Que la arropa, y hace que se sienta acogida.
Esto nos acerca a la segunda diferencia: por mucho que la situación le aterre –nos aterre- en Midsommar no existe el abismo tradicional de identidad entre la amenaza externa y la protagonista. No hay una diferencia clara entre el grupo y ella, por tanto entre el grupo y nosotros. No son monstruos. No son es otro tradicional que acecha desde el otro lado del espejo, o desde las sombras, porque en un sentido muy literal, no las hay. Son una madre colectiva, que arropa, empatiza y abraza. Que toma tanto como da. Y lo que da es mucho.

Lo que acerca a esta maravilla a los mitos en las otras historias mencionadas es el aislamiento, en este caso tanto físico como temporal. Esto los aparta de la sociedad bien, conocida, que reprime sus sentimientos y despacha traumas con dos palabras bienintencionadas. En Midsommar el grupo sabe que la vida duele, y no lo esconde porque no hay un lugar físico donde hacerlo. Esto es lo único que nos dice que estamos en presencia de monstruos. Hic sunt dragones.
Con vuestras normas y vuestra domesticación nos desterrasteis, parecen decirnos los Otros en las tres historias. Nos empujasteis a refugiarnos en la tierra sin explorar, sin cultivar. En los márgenes de vuestra historia. Y aquí, prosperamos. Florecemos. Y lo defenderemos a muerte -la vuestra, si hace falta- porque no tenemos nada más que perder.