Nos deja, con 87 años de edad, uno de los pilares fundacionales de la estética del terror moderno: Herschell Gordon Lewis, un todoterreno del cine de explotación de los sesenta y setenta que será recordado entre los aficionados como el creador de las formas más primitivas del terror ultraviolento. Ha muerto el Padrino del Gore.
Cuando un género, un estilo o una tendencia cultural ha nacido en la clandestinidad o semiclandestinidad, supone una experiencia única sumergirse entre los primeros pliegues de su evolución: las triquiñuelas para esquivar cuitas legales, la inventiva a marchas forzadas y comandada por la necesidad, los increíbles choques de arte, cultura y beneficio económico que se producen en los momentos más felices… Por eso, por ejemplo, resultan fascinantes los orígenes del cine erótico y pornográfico, por eso hay algo indefectiblemente magnético en los cortos de Bettie Page y el porno mudo ancestral. Por eso también los orígenes del cine gore, una forma de pornografía que sustituye la carne desnuda por la carne apaleada, son una historia de picaresca y descubrimientos casuales en la que merece la pena adentrarse. Hoy nos deja el inventor del cine gore, Herschell Gordon Lewis: un pionero del lenguaje cinematográfico explícito que no buscaba que su nombre apareciera con letras doradas en los manuales académicos del medio. Pero en el pie de página al que muchos nos entregamos buscando placeres sin nombre y sin descanso, Herschell Gordon Lewis es esencial.
En una de las muchas casualidades nada casuales que trufan su carrera, Lewis comenzó rubricando nudies, películas que mostraban desnudos en un contexto naturista o, al menos, no sexual. Así se aseguraban una distribución más normalizada que la del cine pornográfico, prohibido en la época. El éxito del primer nudie de la historia, la fundacional The Inmoral Mr. Teas (1959) de Russ Meyer azuzó la producción sin descanso de este tipo de películas, y la aparición de nombres propios como la gran Doris Wishman o el mismísimo Ed Wood Jr. más tardío, al que se sumaron Herschell Gordon Lewis y su productor habitual David F. Friedman, en eterna comandita y facturando producciones como The Adventures of Lucky Pierre (1961), Living Venus (una biografía apócrifa de Hugh Hefner, 1961) o Nature’s Playmates (1962). Aunque su cine pronto se orientaría hacia otros derroteros, Lewis seguiría cultivando el nudie en películas como Bell, Bare and Beautiful (1963) o el publicitado como «primer -y hasta la fecha único- musical nudista» Goldilocks and the Three Bares (1963). No fueron las únicas incursiones de Lewis en el cine de explotación más o menos nudie: del horror de serie Z (Something Weird -1967-) a las películas de moteras (She-Devils on Wheels -1968-), pasando por una indescriptible comedia hillbilly, Moonshine Mountain -1964-.
Fue en 1963 cuando Lewis y Friedman concibieron una película de terror ultraviolento, Blood Feast, que hoy puede resultar ridícula por su parquedad de medios, pero que, aún con su demoledora cutrez, respira un aire pionero que justifica todo el mito que le rodea. Se adoptan códigos de la pornografía que entonces se movía por cauces marginales (primeros planos y recreación en momentos de explicitud pura que no funcionan para hacer avanzar la trama ni para desarrollar personajes, sino como mera explosión infraestética sin más utilidad narrativa que el goce visual por sí mismo) en películas con valores de producción prácticamente nulos, y muy autoconscientes: 2000 Maniacos o The Wizard of Gore pueden mover a la burla del espectador, pero solo cuando éste no se da cuenta de que las películas llevan un rato burlándose de él. La historia de sacrificios rituales egipcios Blood Feast, con sus maquillajes con escandalosa pintura roja, su logo apareciendo en pantalla a salpicones -puro arte avanzado- y sus primeros planos de manos estrujando vísceras eran cosas que, literalmente, no se habían visto hasta ese momento. Y el éxito animó a nuestro héroe a seguir: 2000 Maniacos (1964) y Color Me Blood Red (1965) siguen en la línea de humor basto y realización voluntariamente pedreste. Posiblemente sea 2000 Maniacos la más equilibrada y accesible de sus películas, con su historia de hillbillies de ultratumba, sus asesinatos creativos y sus máquinas de Goldberg que acaban con gente despanzurrada.
Ya sin Friedman como productor Lewis firmaría incursiones en el género algo más ambiciosas y no tan redondas, pero sin duda interesantes. La más brutal es The Gruesome Twosome (1967), pero sin duda la más interesante es la épica historia de vampiros A Taste of Blood (1967), paroxística, siniestra e interminable. Su esencial aportación a la historia del cine violentísimo acabaría ya con los primeros setenta y las aún muy interesantes The Wizard of Gore (1970) o The Gore Gore Girls (1972), un intento de regresar a la inocencia y autoconsciencia de sus primeras películas de género.
En los ochenta Lewis se retiraría, entrando a trabajar en el mundo de la publicidad, pero su consideración como autor de culto en los noventa tendría como fruto un reconocimiento como pionero que fructificaría en la realización de unos cuantos remakes de su obra, todos ellos interesantes y rarísimos: del imponente delirio de The Wizard of Gore (¡protagonizada por Crisppin Glover!, 2007) a los fantásticos reboots de 2000 Maniacos, la superior 2001 Maniacos (con Robert Englund, 2005) y 2001 Maniacs: Field of Screams (2010), pasando por la desnortada rareza de Fonda sangrienta (1987), la secuela tardía dirigida por el propio Lewis Blood Feast 2: All U Can Eat (2002) o la flamante Blood Feast (2016).
Lewis llevaba años viviendo de su fama, de festival en festival, recibiendo merecidos premios y homenajes, e incluso facturando algo de material adicional para sus fans: codirigió la película de episodios Bloodmania, actualmente en postproducción, en la que aparece presentando los fragmentos al estilo Guardián de la Cripta, ya sumergido en su papel de icono del cine más sangriento. Y la imprescindible Arrow Films anunció, para finales de octubre, la espectacular edición definitiva y remasterizada de sus clásicos con una caja que se antoja imprescindible.
Herschell Gordon Lewis nunca se terminó de tomar en serio a sí mismo: en una entrevista con Film Review afirmó que «a menudo he comparado Blood Feast con un poema de Walt Whitman. No es gran cosa, pero al menos fue el primero de su estilo«. Sus logros, sin embargo, dicen todo lo contrario: estaba dotado para juguetear con la poesía y el humor de la violencia en un tiempo en el nadie se atrevía a sobrepasar ciertos límites. No solo fue el primero: en muchos sentidos, fue el mejor.