El Festival Internacional de Cine Fantástico de Madrid sobrevive a una cuarta edición marcada por los recortes y la final de la Champions. Polder arrasa en el palmarés, The Conjuring 2 disfruta de un estreno a nivel mundial en directa competición con el fútbol y John Landis es celebrado como maestro del cine de terror.
No todos los días se tiene la oportunidad de estrecharle la mano a John Landis minutos antes de recoger su estatuilla como Maestro del Fantástico. La proyección de su obra maestra Un lobo americano en Londres (1981) bastó para contrarrestar las duras jornadas que la precedieron, plagadas de exorcistas karatekas, demonios de serie Z y maldiciones soviéticas. Al ver limitada su cuota de pantalla a casi la mitad, la organización ha priorizado las premieres y se ha marcado el tanto de la exclusiva mundial de The Conjuring 2 (sobre la que hablaremos largo y tendido con motivo de su estreno), abarrotando los Palafox en una sesión gratuita que coincidía con un partido de infarto. Y como no podía ser de otro modo, hubo espacio para la polémica.

John Landis. Foto: Julio Tovar
En la ceremonia de la clausura, el jurado de la sección oficial formado por Eduardo Casanova, Gerardo Herrero y Jesús Ulled Nadal optó por arrojar la piedra y esconder la mano. Por segundo año consecutivo, una única película acapara el palmarés del festival, evidenciando el bajo nivel de las películas en competición. Pero si en la pasada edición se aplaudió el pleno Liza, the fox-fairy (Karoly Ujj Meszaros, 2015) en virtud del consenso que suscitaba entre la audiencia, el fallo a favor de Polder (Julian M. Grünthal & Samuel Schwarz, 2015) soliviantó a un amplio sector del público que lo interpretó como un desplante.
Concebida como un mindfuck para aquellos espectadores incapaces de desentrañar la órbita descrita por la peonza de Origen (2010), esta coproducción euroasiática reflexiona sobre la realidad virtual multiplicando los niveles narrativos hasta el paroxismo. Las subtramas de espionaje industrial, terror japonés y experimentos científicos confluyen sin aparente solución de continuidad para desviar nuestra atención del verdadero eje central de la película: el motor de un videojuego que interpreta los anhelos del usuario generando avatares, implantando recuerdos y anulando personalidades. No resulta difícil sucumbir a su estética ciberpunk e hiperestilizada, pero la dispersión del metraje pide a gritos una mayor carga de profundidad al estilo del Cronenberg de eXistenZ (1999). No obstante, se vislumbran hallazgos más que suficientes como para justificar su triunfo allá donde impera la tibieza y la mediocridad generalizada. Con esto no afirmo ni siquiera que sea una buena película pero, a tenor de la ambición y el riesgo que la acreditan, desde luego era la menos mala.
Tampoco envidio el papelón de Alicia Montesquiu y nuestro John Tones, que tuvieron que lidiar con una de las secciones más desangeladas, Dark Visions. Finalmente se decantaron por Patient (Jason Sheedy, 2016), pero si de mí dependiera el foco de atención hubiera recaído en The Open (Marc Lahoré, 2015). Una ópera prima austera, y a ratos fascinante que, por si fuera poco, cuenta con el tagline más sugerente de la temporada: “Cuando Federer se convierte en Mad Max y Beckett conoce a Tank Girl”.
El argumento no puede ser más escueto: tres supervivientes de la Guerra Total pretenden llenar su vacío mediante un simulacro de Roland Garros que aportan un nuevo significado a los spots motivacionales de Rafa Nadal. Quienes se hayan enfrentado a la extenuante experiencia de leer La broma infinita de David Foster Wallace estarán familiarizados con la función simbólica del tenis. Aquí la tensión se construye con esmero, lentamente y los personajes se definen a sí mismos hablando sobre rankings y boleas.
Relativamente más fácil lo tuvieron Borja Crespo, Benja de la Rosa y Manuel Romo para premiar en la sección Madness a la norteamericana Patchwork (Tyler MacIntyre, 2015), una comedia gore que funciona como un remiendo en clave feminista de Re-Animator (1984) y Frankenputa (1990). En todo caso, menos golfa que la verdadera triunfadora a nivel popular: I Had a Bloody Good Time at House Harker (Calyton Cogswell, 2016), merecedora del premio del público y de una mención especial del jurado “por su apologia de la serie B y recuperar el espíritu de la Troma”.
https://vimeo.com/142467534
Avalado por el éxito de Found (2012), el nombre de Scott Schirmer sonaba como firme candidato en todas las quinielas. Su segundo largo, Harvest Lake, se anunció como uno de los títulos más transgresores y excitantes de la parrilla, destinado a no dejar a nadie indiferente, como se desprende del debate posterior vía Twitter tras la airada reacción de un espectador con pintas de cuñado al abandonar la sala: “como porno tiene un pase, pero de terror nada de nada”. Mojigaterías aparte, los conceptos que maneja Schrimer no deberían escandalizarnos a estas alturas. Si acaso abochornarnos por su procacidad forzadamente naif, haciendo chistes a costa de la entrepierna de un bañador o demorándose en una agotadora secuencia de “beso, verdad, consecuencia” cuyos diálogos podrían firmar los guionistas de Compañeros.
Durante la proyección no pude evitar fantasear con una hipotética adaptación de las viñetas del Agujero negro (1993-2004) de Charles Burns a cargo de Bruce La Bruce, como para correrse del gusto. Nada que ver con las precarias alegorías sexuales que el departamento de FX concretaba en la pantalla: hongos fálicos que eyaculan, pliegues vaginales que acechan entre el musgo y senos de gomaespuma que penden como fruta madura de las ramas de los árboles a la espera de algún incauto dispuesto a libar su leche materna. Una torpe reflexión del vínculo irracional que nos une a la Naturaleza y que palidece en comparación con el poderío lisérgico de Ritos de primavera, aquella MA-RA-VI-LLO-SA historieta de La Cosa del Pantano con la que Alan Moore, Stephen Bissete y John Totleben nos deslumbraron a mediados de los ochenta.
Por su parte, el impacto de The Lesson (Ruth Platt, 2015) fue inversamente proporcional a la carga de su mensaje. Adoptar los usos y costumbres de un torture porn de manual para filmar una película de tesis sobre la naturaleza del Mal no aporta nada nuevo, pero si decides introducir una crítica al sistema educativo debes asegurarte de hacer sangre en el bando correcto. El problema del enfoque escogido por la directora y guionista es que, pretendiendo lo contrario, está a un clavo de posicionarse a favor de la demonización de la clase obrera. Y en cuanto la acción pasa al interior del cobertizo, las citas de Dickens, Hobbes, Milton y Goldman se convierten en el martillo de un discurso hegemónico (e histriónico) que se pretende progresista y desvirtúa sus buenas intenciones. Demasiados borrones como para no tenerlos en cuenta a la hora de la evaluación.
https://www.youtube.com/watch?v=LhmSwnLRXvw
Apenas un par semanas después de su paso por el FANT de Bilbao, el madrileño Gonzalo López-Gallego agradeció la oportunidad de inaugurar el festival con su último largometraje, The Hollow Point (2016), un thriller en clave de western rodado en EEUU y protagonizado por un Patrick Wilson que le ha cogido el gusto a lucir sombrero vaquero. El título hace referencia a las balas de punta hueca que cruzan la frontera de México para abastecer a los cárteles de la droga, al tiempo que alude al estado mental de unos personajes incapaces de salir bien parados de sus propias encrucijadas morales. Como la propia película, mucho más eficaz en la planificación visual de los estallidos de violencia que a la hora de plasmar las motivaciones humanas que se ocultan detrás de ella. Más cerca de Cold in July (2014) que de Una historia de violencia (2005), evidencia una notable mejora con respecto a su anterior aventura americana, la frustrada Open Grave (2013). Lástima que el guion evite profundizar en los personajes –especialmente los femeninos– amparándose en un cansino sentido del humor negro que, si bien permite el lucimiento de Ian McShane en un papel escrito a su medida, conduce la trama hacia derroteros más convencionales; con aciertos parciales pero escasa enjundia.
Tampoco el debut en la dirección de Alberto Marini es para echar cohetes. Summer Camp (2016) arranca como la típica cinta de infectados de la factoría Filmax que fracasa en su afán por reinventarse a sí misma entre gritos desgarradores, desconcierto amnésico y una narración atropellada que se nos quieren colar por frenética. En un principio le honra su aparente ausencia de pretensiones, pero en cuanto pone las cartas bocarriba intuimos que tras el juego de manos se oculta una nueva franquicia. Lo que cinematográficamente hablando se entiende como vender gato por liebre.
El entusiasmo con el que Griff Furst defendió el estreno mundial de su película ante el auditorio del Palafox resulta encomiable. Al fin y al cabo, conviene recordar que el grueso de su filmografía, como actor y director, había discurrido sin sobresaltos en el ámbito televisivo y su puesta de largo con Cold Moon (2016) le confería un margen de acción más amplio, lejos de los encargos alimenticios para SyFy Channel a los que nos tenía acostumbrados. Que el responsable de memeces como Tiburón fantasma (2013) y Caimanes mutantes (2013) haya reunido el capital y las agallas necesarias para embarcarse en una cruzada personal por reivindicar la faceta más oscura del guionista Michael McDowell, responsable de los libretos de Bitelchús (1988) y Pesadilla antes de navidad (1993), no es precisamente moco de pavo. Como tampoco lo es haber reclutado para la causa a Christopher Lloyd, amigo personal del escritor. Pero su nula pericia en el manejo del suspense y la falta de costumbre de abordar un proyecto destinado al público adulto le han jugado una mala pasada.


Cold Moon.
Siendo justos, Furst no pasa de ser la cabeza de turco de este descalabro. Cuando hace unos cuantos años descubrí por casualidad la novela original, Cold Moon Over Babylon (1980), yo también me llevé un buen chasco. Aunque McDowell era un narrador con oficio, el libro parecía escrito con el piloto automático: personajes irritantes, tópicos absurdos y un desenlace a la altura de las circunstancias. Nada que ver con The Elementals (1981), donde la venganza sobrenatural que se ceba con una familia de aristócratas sureños te hacen disfrutar de cada página. Con semejantes precedentes, no es de extrañar que el resultado se nos antoje un telefilm con un punto misógino y hasta rancio. De hecho, no cuesta imaginarse las páginas del guion impresas en papel del basto.

Luis M. Rosales, director del Festival, durante la clausura. Foto: Julio Tovar.
Y sin alejarnos del paperback, vaya por delante mi admiración por Tony Burgess, al que considero una de las plumas más mordaces de la weird fiction norteamericana. Su obra se caracteriza por un perverso uso del lenguaje que se contagia rápidamente, como en aquel trabalenguas semiótico disfrazado de peli de zombies titulado Pontypool (Bruce McDonald, 2008). Por eso, cada vez que veo su nombre en los títulos de crédito de una película, albergo la esperanza de que el cineasta acierte a la hora de plasmar su prosa en imágenes. Hasta la fecha no ha tenido demasiada suerte en sus escarceos cinematográficos junto a su socio Jesse Thomas Cook y ni The Septic Man (2013), Ejecta (2014) o Hellmouth (2014) han conseguido rozar el aprobado.
En The Hexecutioners, Burguess vuelve a hipotecar su talento sin esperar gran cosa a cambio, desperdiciando una prometedora premisa sobre la eutanasia y los ritos ancestrales del culto a la Muerte, con el agravante de que esta vez se echa aún más en falta su toque personal, ácido y pesimista; esos diálogos a cara de perro malencarado y los mordiscos de gore existencialista. Sin embargo, lejos de tirar la toalla, la pareja encara ya su próxima apuesta: la adaptación de la novela más feroz y divertida de cuantas haya escrito Burguess hasta la fecha, People Live Still in Cashtown Corners (2012), que esperamos poder disfrutar en la próxima edición del festival.
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