Durante más de cuarenta años, el género de los temarrales épicos y las portadas con dragones ha sido la percha de los golpes del rock'n'roll. Pero, lo creas o no, el rock progresivo ha influido en la música de tus grupos (y tus juegos) favoritos.
En el mundo de la música pop, todo es mutación. Pero hay cosas que no cambian: desde 1977, aproximadamente, existe un subgénero al que es de buen tono poner a parir, haciéndolo objeto de chistes y mofas a la mínima de cambio. Puede que el rock progresivo(«prog» para abreviar) arrastre hoy en día menos odio que en los ochenta o los noventa, pero sigue protagonizando una narrativa bastante fea: aquella según la cual estuvo a punto de cargarse la música popular (matándola de aburrimiento, básicamente) hasta que San Johnny Rotten descendió de los cielos, con una camiseta de «I Hate Pink Floyd», para poner fin a su reinado soporífero.
¿Es esto verdad? Ni de coña. Para empezar, porque el prog no necesitó ninguna revolución sonora para caer en desgracia: se estrelló él solito cuando sus primeros espadas empezaron a creérselo demasiado y cuando sus extravagancias se volvieron demasiado costosas para las discográficas. Para seguir, porque la oposición entre progresivo y punk fue más de boquilla que otra cosa. Pero acerca de todo esto ya profundizaremos más adelante: dejémoslo en que algunos integrantes de CANINO tenemos en un altar los ritmos indescifrables, las portadas de Roger Dean y los cantantes con voz de pito. Y, para predicar su evangelio, procedemos a glosar sus virtudes y desmontar su leyenda negra en un informe dividido en movimientos, como está mandado. Para ambientar mejor este viaje por la grandiosidad y la pretenciosidad, emplea esta playlist.
(Efectivamente: en esta playlist no hay ningún tema de King Crimson, porque no están disponibles en Spotify. Dale las gracias a Robert Fripp…)
I) Los progresivos no eran unos sosos
Imaginemos que, por las razones que sean, hemos ido a ver un concierto de Nacho Vegas. E imaginemos también que el susodicho, en vez de salir al escenario con su look de costumbre, aparece vestido de león del Congreso de los Diputados. O, mejor aún, de alegoría de la II República, soltando un monólogo sobre la crisis de nunca acabar antes de su primera canción-soflama. Sorprendente, ¿verdad? Pues eso, básicamente, es lo que hace Peter Gabriel en el vídeo que pueden ver abajo.
Bueno, vale: hemos exagerado, sobre todo porque, en la época en la que se grabó el clip en cuestión, Genesis tenían bastante más gracia que el cantautor asturiano. Pero si hemos abierto fuego con esta banda, uno de los grupos prog a los que más fácil es coger manía, no es por casualidad: antes de la marcha de Gabriel y de su lenta mutación en banda de rock ‘para adultos’, el quinteto compaginó dos cosas tan opuestas como ser unos intensitos y hacer reír a su público, con un ojo siempre puesto en el magisterio de los Monty Python. Asimismo, también se adelantó al porvenir en algunas cosas: tanto Dancing with the Moonlit Knight como el discazo que la contiene (Selling England by the Pound, 1973) abordan esa crisis y ese paro galopante que acabarían motivando la explosión punk del 77. Solo que con polirritmias. Y con canciones pop cojonudas, también.
Pero si quisiéramos hablar del prog más politizado tendríamos que entrar en pormenores sobre Henry Cow, y esto se transformaría de golpe en un mítin maoísta. Dejémoslo, pues, en que el progresivo y el glam rock son coetáneos y comparten muchas veces esa teatralidad, con raíces en el cabaret, de la cual el punk acabaría por hacerse heredero. Lo de Gong era un puro festival del humor conceptual y alucinado tanto en la música como en la puesta en escena, y cuando les daba por ponerse jocosos, unos señores tan denostados como Jethro Tull resultaban una delicia sobre las tablas, con ese Ian Anderson desorbitando los ojos igualito que Marty Feldman en El jovencito Frankenstein.
Hasta los excesos de Emerson, Lake & Palmer se entienden mejor sabiendo que el trío tenía la buena costumbre de meter uno o dos bromazos en cada disco: los teclados desparramantes de Tarkus cobran otro color después de haber experimentado Are You Ready, Eddie? o Benny the Bouncer, temas que dejan claro que todo aquello era, más que pretenciosidad, puro show business y cancaneo.
Aunque si ustedes necesitan excusas para apreciar una suite conceptual protagonizada por un armadillo cyborg gigante, qué les podemos decir.
II) Lo progresivo es polimorfo
Si no se tiene curiosidad por el género, es fácil despachar al rock progresivo mediante una sucesión de tópicos: canciones muy largas, muy complicadas y con solos que aburren a las piedras. Y, aunque en estos lugares comunes haya algo de verdad (a los solos se les acaba cogiendo el gustillo, lo juramos), no dejan de ser reduccionismos a partir de algo mucho más complejo.
Porque, en cuanto uno profundiza un poco, se da cuenta de que cada grupo emblema del género era de su padre y de su madre. Vamos, que si no fuese por la etiqueta de marras uno se lo pensaría dos veces a la hora de meter en el mismo saco a unos estilistas del pop como Caravan o Yes, a unos picapedreros del hard rock como Hawkwind o a adictos a la complejidad tales que King Crimson y, llegando ya al extremo, Gentle Giant. Eso quedándonos solo en lo musical, porque, en lo lírico y en las ideologías, el salto puede ser tan gordo como el que va entre los pajarillos y las florecillas de Camel, el marxismo-leninismo de Robert Wyatt y la escatología libertarian de Frank Zappa.
El ejemplo más significativo para hablar de esta disparidad es, fíjense, el de Pink Floyd. Un grupo que, si bien encaja en lo de las longitudes maratonianas (y los solos, no olvidemos los solos), resulta en general mucho más sencillote y asequible que sus teóricos compañeros, tanto en los ritmos como en las armonías. Algo que los fans más á la page de David Gilmour, Roger Waters y compañía utilizan aún hoy como argumento para asegurar que ellos sí que molaban, no como los otros.
¿De dónde viene todo este sindiós? Pues de dónde va a ser: de la maldita terminología y de la pereza de los críticos. Porque el término «progressive music»empezó a usarse a finales de los sesenta para referirse a las bandas apartadas del mainstream, orientadas al formato álbum más que a los sencillos y con un punto de virtuosismo instrumental para aliñar la cosa. De ahí que en él encajasen el pop ruidista de los primeros Pink Floyd, el jazz anfetaminado de los Soft Machine, el eclecticismo de Traffic y las pajas guitarrísticas de Eric Clapton en Cream y Blind Faith. Es divertido pensar, además, que otro término de la época fuera «art rock». Una expresión que ahora se emplea, si es que se emplea, para designar a Roxy Music, Be Bop De Luxe y otros grupos considerados precursores… pues sí, del punk. Qué cosas.
Así pues, hágannos caso: relájense, suelten por un momento la pistola de etiquetar y recuerden que todo esto surgió cuando el rock aún era joven y propenso a la cópula (conceptual). De hecho, la mayoría de veteranos del género rehuyen la etiqueta por considerarla poco representativa. Y, por favor, no se encabronen con lo de «rock sinfónico»: puede que su tío abuelo el hippie siga usando la etiqueta al recordar a The Alan Parsons Project y que, en círculos anglosajones, se hable a veces de «symphonic prog»,pero los músicos de los que estamos hablando aquí nunca la emplearon. Y, según dicen, cuando venían a España y se les preguntaba por ella, su reacción era aguantarse la risa floja.
III) Los progresivos no eran unos pijos
Al menos, no siempre: a la hora de argumentar esto debemos eludir a Genesis (quienes se conocieron yendo todos al mismo colegio de pago), a Van Der Graaf Generator (probos alumnos de la Compañía de Jesús) o a esos Pink Floyd que habían dejado colgada la carrera de Arquitectura. Pero el argumento según el cual el prog fue la invasión del rock (¡un fenómeno de clase obrera!) por hordas de niños de papá con grado de conservatorio resulta fácil de discutir. Y, de rebote, sirve para entender por qué muchos practicantes del género andaban siempre en busca del más difícil todavía: era eso o volver a currar en la fábrica, en la oficina o, en el mejor de los casos, de músicos de sesión o en bandas de bar.
Remitiéndonos a los teclistas, el colectivo más afectado por esta acusación, podemos señalar cómo el padre de Keith Emerson se empeñó hasta la camisa para pagarle la entrada de su primer órgano Hammond. O que Rick Wakeman (el de las túnicas de lamé dorado y los murallones de mellotrones) se había costeado las matrículas en el Royal College of Music, en parte a base de becas, en parte tocando en orquestas de verbena. El caso de su compañero Jon Anderson era, si nos apuran, más duro: un señor que, por causa familiar grave, tuvo que dejar los estudios a los 15 años para currar de lechero. Como persona que sabía lo que era ganarse las lentejas, ‘Napoleón’ (así lo apodaban sus compañeros de grupo, por su estatura y su mala leche) mostraba una actitud férrea en el liderazgo. Y, como lector empedernido pero autodidacta, ha presentado siempre una entrañable empanada mental a la hora de proponer letras y conceptos para su obra.
Así pues, ya lo saben: la culpa de que existan las cuatro suites místico-soporíferas del Tales from Topographic Oceans (1973) de Yes la tiene el capitalismo. Pero lo que mejor explica todo esto es una de las costumbres más parodiadas del mundillo prog: la de dividir los temas más largos (media cara de vinilo como mínimo) en partes o ‘movimientos’. Una costumbre que no se debe solo a la pretenciosidad o a las ganas de equipararse con los clásicos, sino a la maldita panoja. Más exactamente, a que dichos segmentos ayudaban a generar royalties a la hora de vender elepés, ya que así las composiciones más largas contaban como varias canciones en lugar de como solo una. Al final, todo es precariedad.
IV) Los progresivos y los punks se llevaban bien
El mito sobre la enemistad personal entre músicos sinfonicorros y jóvenes bárbaros con imperdible es el más arraigado, pero también es el más sencillo de desmontar. Porque, salvo sujetos de ego cósmico como Mike Oldfield (quien afirma haber vomitado la primera vez que escuchó el Never Mind the Bollocks)o Ramoncín (cantando aquello de «olvida a los sinfónicos» en su Rock and Roll Duduá), apenas ningún músico se tomó en serio esa presunta guerra.
Lo del público, y sobre todo lo de los críticos, fue otra historia: si ahora un plumilla musical anda siempre como loco buscando fenómenos con los que ganarse un titular o un trending topic, imagínense cómo sería la cosa cuando el gremio todavía pintaba algo. Tanto en España como en el mundo civilizado, fueron legión las firmas que abominaron a hipervelocidad de Camel, Gentle Giant y demás ralea en cuanto cambiaron los vientos de la moda.
El caso de algunos periodistas iba más allá de lo veleidoso, claro: Lester Bangs llevaba ya años abominando del prog cuando The Clash tocaron el riff de Algete arde por primera vez. Pero, en general, la prensa exageró lo que en realidad era, o bien indiferencia, o bien un coexistir con los dientes apretados (Keith Levene, de Public Image Ltd., había sido roadie de Yes) o bien sincera ayuda mutua. Ejemplos de esto hay de sobra, pero a nosotros nos encantan dos. El primero es The Stranglers and Friends: Live In Concert, un concierto benéfico ofrecido por los autores de No More Heroes en 1980, cuando su cantante Hugh Cornwell fue a la cárcel por posesión de marihuana. En el sarao intervinieron luminarias como Robert Fripp (King Crimson), Steve Hillage (Gong), Nik Turner (Hawkwind) y Peter Hammill (Van Der Graaf Generator) junto a los miembros de Doctor Feelgood, Robert Smith y demás gentuza.
Otro caso entrañable nos lo ofrecen nada menos que las Slits, aquel grupo que supuso la primera irrupción femenina en el punk británico y que, como recordaba su integrante Ari Up, se formó bajo el ala de Jon Anderson. Resulta que Ari era ahijada del vocalista de Yes, a cuya casa acudía a menudo con sus compas de grupo para merendar, fumar petas y escuchar reggae junto al insigne y su entonces esposa Jennifer Baker, una dama jamaicana que entendía lo suyo del tema y que las instruyó a la hora de organizarse y ser autosuficientes. A lo mejor, si el género en conjunto hubiera mostrado tan buena disposición como Anderson y señora, sus fans actuales no se preguntarían con tanta desesperación por qué hay tan pocas tías en el mundillo.
Mención aparte merece el viaje de muchos músicos progresivos, a lo largo de los ochenta, hacia el rock de estadios y la radiofórmula. Pero ciscarnos en Carl Palmer, Steve Howe y John Wetton por haber formado Asia sería demasiado fácil: de algo tenían que comer cuando el AOR dominaba la tierra. Además, si quien firma esto disfruta de los álbumes ochenteros de Rush es, en buena parte, debido a su matiz petardo. Porque si uno va a combinar el mullet con las hombreras, qué menos que hacerlo en compás de amalgama.
V) Los progresivos no eran unos blandos
Vínculos personales aparte, ¿de dónde venía ese interés que muchos futuros punks habían mostrado por la cosa progresiva cuando aún eran unas larvas? ¿No habíamos quedado en que todo aquel magma procedía del garaje más cafre de los sesenta, de The Stooges, de Bowie y de Alice Cooper? Bueno: gracias a la magia de YouTube podemos demostrar que la cosa no era tan monolítica con ejemplos prácticos.
No saquen conclusiones ante las jetas de los caballeros de abajo y denle al play, que no les va a doler. O sí.
¿No les ha quedado claro? Pues ustedes se lo pierden, porque a Kurt Cobain este disco le chiflaba. A ver con esto otro…
Bueno, venga: si son unos adoradores de Satán y escuchan a Opeth en la intimidad habrán pillado lo de «my arms, your hearse». No en vano el mundo del metal y el del prog son primos hermanos. Pero al fin y al cabo esto era folk siniestro. Vamos con el argumento definitivo.
Si los aullidos escrotales de Peter Hammill, un señor cuya influencia a la hora de berrear llega hasta el black metal y más allá, no les han llamado la atención sobre las toneladas de ruidaco bueno ocultas bajo los colorines del prog, ya no sabemos cómo hacerles ver la luz. Pónganse el vídeo de abajo, a ver si ese cuarto de hora de bajo taladrante a cargo de Lemmy Kilminster les abre la mollera.
VI) Lo progresivo es internacional
En general, hablar de rock progresivo supone moverse en un marco formado por las islas británicas, la California de Zappa y, como mucho, el Canadá de los Rush. Eso, a nivel usuario, porque en cuanto uno empieza a profundizar un poco se da cuenta de que la plaga prog se expandió por todo el mundo con la velocidad de la gripe española y efectos igual de letales (para los tímpanos de según quiénes).
El caso alemán, por ejemplo, es complicado de narices: vale que los grupos del llamado krautrock pueden ser adscritos a esta movida, pero lo suyo era, en el fondo, más psicodelia que otra cosa. Además, como el país de la chucrut produjo otros grupos verdadera y certificadamente prog (de lo bueno -Hölderlin, Eloy- a lo no tan bueno -Birth Control-), mejor pasamos a otras latitudes.
A un servidor, sin ir más lejos, le inspira mucha ternura el caso francés, que nos ofrece tanto imitadores de Genesis (Ange)como precursores del rock industrial (Heldon, o lo que ocurre cuando mezclas a King Crimson con secuenciadores, Dune y Gilles Deleuze) y, por supuesto, a Magma. Un grupo (o grüpôh) del cual es mejor quedarse con tres hechos básicos: que se jactaban de cantar en un idioma alienígena, que dieron forma ellos solos a un género musical (el ‘zeühl’, ahí es nada) con montones de adeptos en Japón y que, durante sus años de gloria, tuvieron la mejor sección rítmica del mundo mundial, formada por el batería-líder sectario Christian Vander y el bajista-Terminator Jannick Top. Tal vez Mëkanïk Dëstruktïw Kömmandöh (1973) no sea un disco para todos los paladares, pero si tras escucharlo se descubren a ustedes mismos predicando el Apocalipsis en idioma kobaïa, no se nos quejen.
Pero el país europeo que más va a salir a colación cuando se hable de prog internacional es y siempre será Italia. Con tanta guerra sucia, tantas Brigadas Rojas, tanto Pasolini y tanto caos, en general, la juventud transalpina de los setenta iba lo bastante atacada como para comprar masivamente discos de Van Der Graaf Generator (poca broma: un álbum tan primigenio y abisal como Pawn Hearts -1971- llegó a encabezar las listas locales) y para formar grupos con nombres tan preciosos como Premiata Forneria Marconi, Quella Vecchia Locanda, Il Balletto Di Bronzo o Biglietto per l’Inferno.
El volumen del prog itálico es inmenso, de modo que mejor aconsejamos un par de vías de entrada. Por un lado, la obra de Franco Battiato siempre estará ahí, sobre todo en sus entregas más rarunas. Por otro, tenemos a Goblin, esos señores que musicaron las obras maestras de Dario Argento y cuyo líder, Claudio Simonetti, fue una de las mentes fundadoras del Italodisco con Kasso, su proyecto bailongo. La belleza y la verdad, ya se sabe, no entienden de géneros.
De Finlandia a Japón, de Australia a Polonia, el mundo entero es progresivo. Así que, para no eternizarnos, señalaremos dos minas de oro que tal vez ustedes no hayan descubierto aún. La primera es España, donde surgieron proyectos tan interesantes como Ibio, Crack, Itoiz o los estupendos Màquina!, además de ese ‘rock andaluz’ de Triana, Goma y Guadalquivir en el que puede encontrarse de todo, para lo bueno y para lo malo. ¿La segunda? Latinoamérica: desde los abismos precolombinos de Jorge Reyes en México a la saga de Luis Alberto Spinetta en Argentina, pasando por el Chile de Los Jaivas, el prog de por allá es un laberinto en el que vale la pena perderse. Máxime al recordar que se gestó cuando Videla, Pinochet y otras alimañas campaban por sus respetos.
VII) Lo progresivo no muere: evoluciona
Tras tantísimas décadas recibiendo las del pulpo, el rock progresivo debería estar hoy muerto y bien muerto. Pero nada más lejos de la realidad: ya en los ochenta, cuando su condición de género apestado era más fuerte que nunca, tuvo incluso éxitos comerciales por obra y gracia de Marillion (uf) o incluso de esos The Church que comenzaron yendo de siniestros, pero a los que siempre se les vio el pelo de la dehesa. Hoy en día, tras haber gozado de un mediano revival a principios de este siglo, la mandanga sinfónica goza de buena salud: basta con acercarse a Progarchives (la biblia internauta de todo esto) para constatar que los grupos prog salen de debajo de las piedras, muchas veces animados por la fusión con el metal, con la electrónica o con lo que haga falta.
Pero a servidor nunca le han hecho gracia Dream Theater, Steven Wilson le parece un señor un tanto cansino y no se siente cualificado para hablar de Opeth, de Alcest, de Mastodon o de The Mars Volta. Lo que le interesa, para poner fin a este mamotreto, es el progresivo que ustedes han escuchado sin reconocerlo como tal… o que no se reconoce como tal.
Con respecto a lo primero, podemos hablar de la mayor ruta del prog hacia los oídos de muchas víctimas inocentes: la música de videojuegos. Y, sobre todo, de videojuegos japoneses, porque el país que dio al mundo grupos como la Flower Travellin’ Band o Ars Nova (y que usó el Roundabout de Yes en el anime de JoJo’s Bizarre Adventure) tenía que pintar algo aquí. Sin ir más lejos, las BSO de los clásicos de Sega como Out Run habrían sonado muy diferentes de no ser por ese jazz-rock que proliferó por allá en los setenta, con grupos como Ambrosia llenando el Budokan. Una música que, además, acabó sirviendo como precursora de ese city pop que tanto nos gusta por aquí.
Pero, sofisticaciones aparte, nuestros ejemplos preferidos llevan la firma de Nobuo Uematsu y de Motoi Sakuraba. En las macarradas de ambos compositores, que han marcado la historia de los juegos de rol a golpe de derrape instrumental y progresión loca, se nota mucho (pero muchísimo) que ambos son fanfatales del prog. Piensen en ello la próxima vez que escuchen esos battle themes tan desaforados de la saga Tales y esas masas corales de los Dark Souls que tanto recuerdan a Magma. O cuando decidan jugarse de nuevo el Final Fantasy VI y lleguen a Dancing Mad, ese temarral de 17 minutos a cuyo son tantísimos jugones y jugonas se han visto las caras con Kefka.
En cuanto a los grupos que reniegan del progresivo como San Pedro de Cristo, pues los hay a paletadas. Por cada Super Furry Animals, Stereolab, LCD Soundsystem o Primus que han reconocido la deuda con alegría ha habido que aguantar a unos Radiohead declarando su odio incondicional por todo lo prog en cuanto tienen la oportunidad: lo suyo viene de que son unos chicos muy listos y sensibles y de que Jonny Greenwood fue al conservatorio. Cómo nos atrevemos a dudarlo. Igualito que cuando Thurston Moore montaba en cólera al preguntársele si, a lo mejor, sus Sonic Youth podrían haber estado un poquito influidos por los momentos más disonantes de King Crimson. Es que a quién se le ocurre.
Y, sin embargo, la huella de lo progresivo sigue extendiéndose cual mancha de aceite. Aunque muchos de los grupos que asumen voluntariamente esa etiqueta resulten cansinos, por lo revivalista, siempre habrá bandas que lleven una gotita de prog en su ADN. ¿A qué se debe esto? Pues esbocemos una teoría para despedirnos: el rock progresivo es menos un género que una actitud. Sus elementos fundadores admiten reproches como la poca presencia femenina (Annie Haslam en Renaissance, Sonja Kristina en Curved Air, Dagmar Krause y Lindsay Cooper en Henry Cow, y poquito más) o su disposición a las pajas mentales, pero también exhiben méritos como la falta de agresividad machuna, el afán por sobreponerse a los modelos comerciales y, sobre todo, esa invitación a repantigarse en el sillón para escuchar música sin prisas. Tal y como está el patio, pensamos que estas virtudes son muy necesarias. ¿Y ustedes?