Tras su triunfal resurrección el año pasado, Operación Triunfo vuelve a arrasar en 2018 haciendo gala de sus banderas inclusivas y LGBTfriendly. ¿Se puede renegar del talent show sin quedar como un homófobo y un rancio? El autor de este artículo cree que sí, y, si esperan antes de lincharle, les explicará por qué.
Con escalpelo de la viviseccionista, para variar, Rocío Quillahuamán le propinó un nuevo hostión a nuestra conciencia colectiva con un vídeo publicado el 10 de septiembre, justo el día en el que Operación Triunfo inauguraba su edición 2018. Como seguro que ya han visto el clip, nos limitaremos a señalar una verdad incómoda: ese arquetipo de tío blanco hetero que se deshacía en berridos ante la indiferencia de dos fans del programa debió de resultarle demasiado familiar a más de un detractor del mismo, y a más de dos. Porque, nos guste o no, muchos no-fans de OT hemos esgrimido en más de una ocasión lo de la «música de verdad» a la hora de explicar por qué este talent show ni nos va ni nos viene, o incluso nos desagrada.
Me muero de ganas de que empiece @OT_Oficial para ver todas las galas y el 24h y se me ha enganchado “Teléfono” de @aitana_ot2017 y no lo puedo remediar ¯_(ツ)_/¯ (activa el sonido si quieres pesadillas) #OT2018 pic.twitter.com/sd4KSO7EOz
— Rocío Quillahuaman (@rocionoseque) September 10, 2018
¿Que a ustedes el vídeo les resbaló? Pues el autor de este artículo se alegra mucho porque, lo que es a él, le sentó como una patada en la bisectriz. Y no solo por su incómodo parecido con el protagonista (vale, yo estoy más delgado y tengo mejor cutis, pero da igual), sino también porque, desde su edición del año pasado, OT es una prueba más de que cierta forma de entender la música pop, y la vida en general, está desvaneciéndose en el aire. Esgrimiendo las banderas de lo inclusivo, de lo LGBTfriendly y, en general, de todo lo que da buen rollito, el reality presentado por Roberto Leal les restriega programa tras programa a sus espectadores más viejunos, no ya el hecho de que ciertas cosas han cambiado para siempre en la sociedad española, sino también el de que existe una importante multitud de gente joven para la cual el rock (ese arcaísmo que en su día cultivaron Radio Futura, los Pixies, Leño o The Velvet Underground) resulta tan irrelevante que es como si no hubiese existido nunca.
Ante tal estado de cosas, uno no se va a enfadar. Los cambios de paradigma son una constante en la música popular, y si ahora las tendencias vienen de Atlanta o San Juan de Puerto Rico en vez de Londres, pues bien está, porque ya iba tocando un cambio de aires. Asimismo, hay que estar muy enfermo para pensar que la presencia en prime time de gente no heterosexual, o de gente con una escala de valores distinta a la de un hombre cuarentón cisgénero, resulta lesiva para nadie. Lo que sí que pone de los nervios a quien suscribe, no obstante, es cómo se adjudican los méritos, y a quiénes se les adjudican.
¿A quién beneficia todo esto?
Para expresar el origen de la grima que le produce Operación Triunfo, a uno le apetece empezar obedeciendo a una película en estado fósil: Todos los hombres del presidente. Allá por 1976, cuando Amaia, Alfred y Agoney aún no eran ni gametos, el confidente ‘Garganta Profunda’ hablaba así con ese Robert Redford tan all-american y tan periodista.
Aquí, si seguimos al dinero, ¿con qué nos encontramos? Pues con dos entidades llamadas Gestmusic y Sony Music. La primera es una filial de Endemol Shine Iberia, conglomerado mediático al que también pertenecen Zeppelin TV (Gran Hermano) y la productora de ficción Diagonal TV. Fundada por los miembros del grupo cómico La Trinca, Gestmusic ha tenido éxitos de tan honda trascendencia en la historia de nuestra TV como Crónicas Marcianas y Mira quién baila, pero su mayor pelotazo tuvo lugar en 2001, cuando le vendió el formato Operación Triunfo a TVE. Lo cual (dada la fecha) equivale a decir que se lo vendió al gobierno de José María Aznar. Si ya peinan canas, recordarán cómo Alejandro Ballestero, portavoz entonces del Partido Popular en TVE, describió al concurso como defensor de «los valores que quiere el PP», y a los concursantes de su primera edición (la de Bisbal, Chenoa, Rosa y Bustamante) como «ejemplos de lo mejor de la juventud española».
Es verdad que Operación Triunfo y el aznarato acabaron peleándose en 2003 por aquello del «No a la guerra» y sus cosas. Pero, no obstante, a un servidor le queda de todo aquello un resquemor muy incómodo, como si OT fuera una emanación de ciertos ideales muy del gusto pepero: la competitividad asesina (recordemos que, por mucho colegueo que derrochen los concursantes y muchos cariñitos que se hagan, ahí solo puede quedar uno) o esa disposición a entramparse en pos de la fama y la fortuna que ahora llamaríamos «emprendimiento». En los últimos años, eso sí, la insistencia en dulcificarse de cara a la galería le ha dado al programa un perfil más propio de Ciudadanos que del número 13 de la calle Génova, lo cual demuestra que, con un poco de voluntad, todo puede ir a peor.
En espera de que Albert Rivera declare su amor por Famous desde el hemiciclo, hablemos de Universal Music. Gigantesco, aunque mermado por alguna disputa legal que otra, este tentáculo de la multinacional francesa Vivendi tiene en Operación Triunfo y otros concursos musicales como La Voz una productora imparable de royalties, porque todas las canciones que se interpretan en ellos salen de su catálogo. Ahora ya saben por qué María no tiene más narices que cantar el Quédate en Madrid de Mecano aunque la letra original le desagrade y José María Cano haya reaccionado a sus objeciones como el pijo rancio que es: porque su interpretación del tema generará beneficios, en forma de regalías, para los auténticos amos del cotarro.
https://twitter.com/unionmusicosCNT/status/1051449932622848000
Y aquí no hablamos solo del pastizal generado por las galas. Universal también se beneficia de OT, o más bien de los concursantes de OT, convirtiéndoles en artistas de su escudería y atándoles a la misma por condiciones contractuales muy rigurosas. Tan rigurosas, de hecho, que dejan en mantillas a aquellas que, como contaba Steve Albini en un artículo memorable, sometían antaño a los grupos que fichaban por multinacionales. En 1993, el iracundo Albini describía dichas prácticas como una inmersión en una fosa llena de mierda. Y si leen el tuit de arriba entenderán por qué a Alba Reche, Natalia, o Marilia les espera una experiencia todavía más maloliente en cuanto pongan un pie fuera de la academia. ¿Harán caso las concursantes del consejo que les transmite la Unión de Músicos CNT? Pues lo dudamos: hoy en día, sindicarse es una práctica de lo más out.
No hay un negocio como el Espectáculo
Todo lo dicho hasta ahora es muy objetable, claro. No porque Gestmusic y Universal no aspiren a comerse crudos a los triunfitos de este año, sino porque ese canibalismo es algo cotidiano desde que existe la industria cultural. Pero si quieren opiniones discutibles, esperen a leer las que vienen a continuación. Lo que vamos a sentenciar es que esos valores positivos con los que Operación Triunfo ha tenido a bien engalanarse desde 2017 son, no mentira, sino un oropel con el que se recubre el capitalismo más carnicero.
Ahora que a la izquierda rancia le ha dado por berrear sobre lo malos que son el feminismo, la causa LGBT y demás movimientos sociales, es difícil escribir sobre esto sin pillarse los dedos. Pero ese reparo se queda en muy poco cuando el autor de estas líneas (que puede ser muchas cosas, pero heterosexual desde luego que no) constata cómo OT recicla pensamientos valiosos para transmitirlos como imagen de marca. Esto a su vez, le lleva a un nuevo dilema (¿es preferible silenciar dichos ideales por un trasnochado ideal de pureza?) hasta que recuerda a sus auténticas bestias negras. A los dos personajes merced a los cuales el visionado de OT 2017 le provocaba rabia asesina. A Los Javis, en definitiva.
Autores de La llamada («la obra de teatro que iría a ver Ana Aznar Botella para sentirse malota y transgresora», en palabras de un conocido de esta casa) y de la muy divertida serie Paquita Salas, Javier Calvo y Javier Ambrossi son dos de los hombres gays más populares de España, un mérito que no les quita nadie. Y también son un ejemplo de diferencia no soul: su perfil mediático transmite un aura de mesías arcoíris (¿recuerdan el discurso de Calvo al ganar un premio Feroz el año pasado?) en cuyo fondo acecha la ideología asimilacionista y burguesa de toda la vida. La imagen pública de Los Javis no comunica la noción de que se puede vivir feliz y realizado siendo gay, sino la de que se puede ser gay y ganar pasta gansa sin perturbar mas que de forma cosmética el orden establecido. Si dudan de que su papel de profesores en la Operación Triunfo de 2017 confirmó dicho mensaje, miren el vídeo de arriba.
Mientras se limpia la espumilla de las comisuras, servidor se dispone a matizar. Está claro que Calvo y Ambrossi no han sido los únicos profesores de OT (un programa del cual, por lo demás, ya no forman parte) y que por dicho cuerpo docente han pasado compositores tan macanudos como Guille Milkyway (La Casa Azul) y Miqui Puig (Los Sencillos). Y también está claro que Los Javis impartieron este año una clase de interpretación cuyos métodos le hubieran parecido excesivos hasta a Lee Strasberg y a resultas de la cual todo el mundo les ha puesto a parir. Pero esto era solo un prolegómeno de lo que importa.
Para expresar lo más grave de todo esto, no queda más remedio que citar al aguafiestas de Guy Debord, quien peroraba aquello de«En el mundo realmente invertido, lo verdadero es un momento de lo falso». Si aplicamos dicha fórmula a OT, «lo verdadero» sería, por ejemplo, que Marina comentara como si tal cosa en la edición 2017 que su novio es un chico transgénero, o que varias de las concursantes de 2018 lleven su bisexualidad sin falsos pudores. «Lo falso», por su parte, sería el producto que queda cuando Gestmusic y Universal absorben estar realidades y renuevan con ellas la imagen de su show. Un show que, durante su etapa en Telecinco (2005-2011), había acabado por volverse otro ejemplo más del kitsch asociado al cambio de siglo y a los años pre-Instagram y pre-YouTube.
A estas alturas, uno puede dudar sobre cuánto de sinceridad hay en la conducta de unos triunfitos que planean sus vidas en la Academia según el modelo influencer, con cada movimiento medido en función del público y sus votos. También se podría hablar de cómo una buena parte de la audiencia de OT ve el programa de forma irónica para regodearse en su petardeo inherente. Pero dejémonos el cinismo en la puerta, por una vez, y vayamos a por las conclusiones. Si hay un mérito en Operación Triunfo, ese mérito no es de quienes producen el programa y se lucran con él. Ni siquiera le corresponde al propio programa. El mérito es de los concursantes que transmiten esos valores progresistas (o contemporáneos, más bien) y del público que abraza dichos valores de buena gana, porque los reconoce como un cambio a mejor.
Lo peor viene si medimos todo lo anterior en su contexto. Si tenemos en cuenta, por ejemplo, que dentro de la oferta televisiva (y no digamos en el panorama de los talent shows), Operación Triunfo es pura ambrosía comparado con programas tales que Masterchef, engendro al que el canino John Tones ha rebautizado en alguna ocasión como«Escuela de chachas». Y lo cruel de verdad llega cuando quien escribe esto se imagina un programa que, en el seno de una cadena pública, cumpliera las presuntas metas de OT: animar a la chavalada a expresarse sin miedo, transmitir un mensaje de inclusión y positividad y, de paso, instruir un poquito acerca de la teoría y el oficio de la música. No de la ‘música de verdad’, sea lo que sea eso, sino de la música que estimulara a su joven audiencia. Cuando piensa en ese programa inexistente, a uno se le ponen los ojos húmedos. En parte de pena, sí, pero también en parte, y sobre todo, de rabia.