Si siempre hiciésemos caso a las notas de Metacritic uno acabaría por no pagar el peaje de tiempo necesario que exigen algunos productos como Patriot (2017). La serie de Amazon es una comedia existencial muy negra sobre las relaciones padre-hijo en el escenario del nuevo milenio, pero disfrazada de serie de espías. Una de las reflexiones más lúcidas sobre cómo se representa ser padre hoy, que ha pasado parcialmente desapercibida. La recuperamos.
Patriot pasó el corte de la temporada de pilotos de Amazon en el 2015 con una propuesta que le da un giro a la fórmula a las narrativas de espías en un escenario post-Guerra fría. Acabó saliendo en 2017 y, para sorpresa de unos cuantos, es uno de los estrenos más interesante en lo que llevamos de año. Con una estética que recuerda la deriva que el cine independiente ha ido tomando desde la aparición en escena de Wes Anderson, Patriot plantea de manera brillante la angustia existencial del siglo XXI: verse a la deriva en un mar de mil dolores pequeños que al sumarse desbordan el vaso de la identidad. Pero tan interesante como su aspecto de comedia oscura sobre un moderno Sísifo castigado a transportar algo desde un punto A hasta un punto B, lo es su representación del concepto de paternidad.
John Tavner (Michael Dorman) trabaja como agente de campo para una central de inteligencia de los EE.UU. que se parece bastante a la C.I.A. John es un N.O.C, el equivalente a un autónomo entre espías: sin seguridad que le respalde ni gobierno que le reconozca si le pillan. Trabaja como agente porque su padre Tom Tavner (Terry O’Quinn), jefe de división de esa agencia de inteligencia, tuvo la idea luminosa de «¿quién mejor que mi hijo para meterle en fregados de golpes de estado internacionales, asesinatos selectivos o trasporte de material sensible?». Aunque la trama pueda recordar una iteración de los temas de la serie de animación Archer, aquí el referente no es James Bond sino las películas de espías que tienen Europa como telón (de acero) al fondo y, si me apuran, los films políticos de Costa-Gavras (si hubiese hecho comedia de manera explícita). John tampoco es un vividor y asesino con licencia para hacerlo como Archer o Bond sino un pobre hombre triste con traje y corbata. Rara vez se puede ver en pantalla del mainstream un personaje tan amargado, deprimido y al borde del suicidio como lo está John durante los diez capítulos de Patriot.
John debe infiltrase en una empresa de Milwaukee que fabrica tuberías. Se dedican al transporte de líquidos, una disciplina de la ingeniería de la que John no tiene ni la menor idea pero que tampoco le importa lo más mínimo. Su misión es servirse de su tapadera como ingeniero en esta empresa para poder llevar una bolsa con 150 millones hasta Luxemburgo. El padre de John, de espaldas al gobierno, quiere financiar a un grupo político que es afín a los intereses de los EE.UU. para que gane las elecciones en Irán. Una vez que John suelte el paquete su labor habrá terminado y podrá recuperar su vida: algo que le es muy necesario pues, como él mismo cuenta, su salud mental está patinando después de pasarse un año siendo torturado por el ejército de Egipto. Un transporte desde A hasta B bien sencillo que sale muy mal, como cabe esperar. Cuando Sísifo sube la piedra, ésta inevitablemente vuelve a caer.
Del post-racismo a la post-paternidad
Hace poco se estrenó Déjame salir (2017). Dirigida por el cómico americano Jordan Peele, es un drama de horror con bastantes toques de humor (muy negro) en la que se pone sobre la mesa un tema bastante controvertido, el post-racismo. Aunque siempre me produce cierto rechazo definir cualquier idea nueva bajo la etiqueta de lo “post”, en el caso de Déjame salir resulta bastante pertinente. Lo que Peele plantea es que en las sociedades del primer mundo ya nadie es racista. Los que lo siguen siendo son personas ancladas en un pasado que nunca volverá, donde solo quedan supremacistas arios: bárbaros incultos, vestigios de épocas oscuras, electores de Trump. Las formas modernas de racismo son más sutiles y las practica tanto el racista tradicional reconvertido que reprime su racismo como el progre que por el mero hecho de votar a Obama, reírse con Chris Rock, idolatrar a Jay-Z o ir a manifestaciones en las que se grita “Black Live Matters” están inmunizados contra el racismo.
Peele pone sobre la mesa otros mecanismos de segregación que van más allá de las arengas del supremacista o de la exclusión socioeconómica que todos conocemos. La película golpea muy duro contra la izquierda demócrata americana. Gente culta, que ha ido a universidades de prestigio, que tiene trabajos de primera pero que se preocupa por el bienestar de las minorías, que creen que no pueden ser racistas («pero si he tenido varias novias afroamericanas«) ni sexistas, ni elitistas. La obsesión y admiración de los blancos adinerados y cultivados por todo aquello que represente negritud y cómo se apropian de estos rasgos culturales se plantea como una forma de colonialismo encubierta en la que los negros pasan a tener un valor no muy diferente al que tenían durante los tiempos del esclavismo: ahora se les admira tanto por sus -mitificadas- habilidades naturales (los rasgos sexuales, la brutalidad, los cuerpos atléticos) como por las artísticas (el protagonista es fotógrafo). De esta manera se les cosifica del mismo modo que se admira y deifica el cuerpo de una modelo de lencería.
Déjame salir comparte con Patriot el interés por representar las nuevas formas de interacción social en este escenario de nuestro nuevo milenio, donde las cosas han cambiado mucho más de lo que parece. Lo que diferencia a una de otra producción es que el trabajo de Peele sí que refiere a una realidad actual cuyo mayor referente es los EE.UU. mientras que Patriot muestra cómo representamos estas relaciones sociales y no tanto cómo son en realidad. Patriot es un buen repaso de lo que podríamos llamar de forma tentativa (y un tanto confundente) “post-paternidad”. Aunque el término paternidad no alude solo al “padre” (biológico o no) y esté en cuestión por múltiples motivos que suelen tener que ver con la carga conceptual de la palabra y el choque que se produce con los estudios de género o los postcoloniales, voy a usar “representar la paternidad” como la relación que se establece entre un progenitor, en este caso solo el padre, y su descendencia. Todos estamos al tanto de que existen muchas formas actuales de entender la paternidad pero como he comentado, Patriot no refiere al mundo real, sino a cómo se han representado estas relaciones entre padres e hijos en las artes durante estos últimos años. Patriot les da un girito reflexivo a tres de los lugares comunes que suelen representarse en estas relaciones.
Las tres caras de la paternidad en la ficción
Por norma general las representaciones populares sobre qué es ser un buen o un mal padre están cortadas con un cuchillo bien afilado pero el que lo maneja lo usa de forma poco elegante. Da igual que estemos hablando de un telefilm de sobremesa o del padre de Franz Kafka, parece muy claro que existe un conjunto de normas con las que identificar cómo se debe ser padre. Estas características no se mezclan para fabricar un padre medio-bueno, pese a que tanto buenos como malos tengan algo de su contrario.
En el buen padre se pueden dar alguno defectos simpáticos (o incluso alguno muy reprochable) pero el grueso de sus propiedades encaja con lo que se espera, esto es: es fiable, estable emocional y económicamente, demuestra competencia en su área de especialización, encarna la voz de la razón y la sabiduría pero, sobre todo, es un modelo a seguir. El mal padre tiene todas estas características pero en negativo, a lo que se le añade algún rasgo adicional para completar el cuadro como la violencia o el abuso de sustancias. Así, desde el padre de El Bola (2000) hasta McNulty en The Wire (2002-2008) son arquetipos de padres poco cumplidores con su deber. Por el otro lado de la calle, Steve Martin en El padre de la novia (1991) es un bufón carca y un poco rancio pero en el fondo su comportamiento se ajusta al cartilla del buen padre porque, en realidad, todo lo hace por amor y por proteger la virtud de su hija. O de eso se supone que va la película.
Sean buenos o malos todos padres siempre son figuras de referencia, incluso aunque estén ausentes. Los padres son gigantes, y así retrataba al suyo el citado Kafka en el relato La condena: sentado en un sillón, a contraluz, viejo y en total decrepitud pero aún lo suficientemente poderoso como para ser más fuerte que Franz o llevarle al suicidio (algo bastante parecido a lo que sucede en Patriot, por otra parte).
Sea como sea el ejemplo de paternidad, el padre siempre es una figura omnipotente, capaz de aplastar cualquier intento de rebelión de sus hijos. Kafka así lo pensaba y gran parte de las representaciones de la paternidad parecen coincidir en esto. En La condena leemos cómo el alter ego de Kafka parece llevar las riendas de la relación con Hermann Kafka, alter ego de su padre. El padre necesita los cuidados del hijo para seguir vivo. Pero pronto descubrimos que su debilidad es solo aparente y puede ser tan violento y autoritario como en su juventud. Kafka establece un juego entre ambos que remite a la tradición cristiana del sacrificio del hijo en nombre del padre. Un hijo tan enajenado por la presión de tener que se dignos a ojos del padre que se ve obligado a huir de su casa buscando un tranvía que le atropelle. “¡Jesús!”, exclama una vecina al verle pasar camino de la muerte.
Resulta asombroso el número de relatos sobre hijos (que no hijas, de ahí la pertinencia de una crítica de estudios de género o de una terapia freudiana, según) a los que les falta un rol paterno y lo idealizan mientras está en ausencia. En The Spectacular Now (2013) Sutter (Miles Teller) es un joven que anda dando tumbos intentando mantenerse en una eterna adolescencia. Culpa a su madre, a la que casi no ve, de que su padre les abandonase. Cuando por fin llega a conocerle y descubre que ambos son unos alcohólicos irresponsables trastorna totalmente el concepto que tenía de sí mismo. De algún modo queda claro que si sigue por ese camino repetirá los errores de su padre. Es un lugar común bastante poderoso el de matar a un padre, al ídolo con pies de barro, como parte de ese viaje de aprendizaje en el que un joven pasa a ser hombre y a estar preparado para la paternidad. Sin embargo, matar al padre para poder superarse reconoce implícitamente que éste tiene el control sobre el hijo.
Un tercer elemento que suele representarse en estas relaciones paterno-filiales es cómo el padre, desde la posición de gigante y de la experiencia, pretende que su hijo no comenta los errores que él cometió. Quiere que su hijo sea mejor que él. En busca de Bobby Fischer (1993) es la típica película en la que el padre acaba por comprender que sus errores como persona no pueden ser redimidos mediante el éxito de su hijo. Porque esa actitud de limpiar tus pecados mediante un subalterno es tratar a tu descendencia como un medio para un fin personal. Lo cual, además de cortar la libertad y la dignidad de un individuo, no está muy bien visto en nuestra sociedad.
La vuelta de tuerca que elabora de forma inteligente Patriot es la de mezclar todos estos elementos en el personaje del padre de John para presentar a un tipo de persona que ya no es un gigante, pero que es fiable y cariñoso, que se preocupa por su hijo con todas las consecuencias y, a la vez, no puede ajustarse a lo que se espera de un padre. Es un ser humano que no puede catalogarse tan claramente como un buen o un mal padre solo por sus actos. El cuchillo de cortar la moral en Patriot está mellado. La elección de Terry O’Quinn para el papel de Tom Tavner es perfecto para que esta idea se transmita.
El padre de Patriot
Al igual que con el post-racismo el padre post-paternidad tiene bien claro cuál es el decálogo epocal sobre aquello que debe hacer para ser un buen papá y reniega de todos los valores que en el siglo anterior eran positivos, como el ser distante y poco cariñoso, no mostrar sentimentalidad con tus descendientes, rígido con las normas pero dadivoso cuando sigue tu camino, que no es necesario que tus hijos sean la versión mejorada de ti, que educar pegando está mal, etc. Dicho esto, ¿los malos padres al igual que los supremacistas arios son una reliquia bárbara de otra época? ¿Cómo puede alguien ser un mal padre con todo lo que sabemos? El problema fundamental, como podréis suponer, está en que no tenemos las cosas tan claras.
Tom Tavner se preocupa por su hijo. No necesariamente quiere que siga sus pasos pero le aconseja mal para que le ayude en sus tareas de Inteligencia en lugar de que vaya por su propio camino. Tom es cariñoso y comprensivo. Se preocupa honestamente por la pareja de John como si fuese su hija y aunque en un desliz deja entrever que John es su favorito nunca hace sentir de menos a su otro hijo. Aún así, Tom es un desastre en todos los sentidos y John acaba por pagar el pato de sus malas decisiones. De hecho, sabemos que toda la excusa de la serie (transportar un dinero desde de A hasta B) ocurre porque años atrás Tom financió por error a los tipos de Irán que ahora quiere derrocar. De manera directa Tom nos dice a los espectadores que él fue el que inició sin pretenderlo el programa nuclear de Irán. Tom, además, tiene dejes que podrían denominarse patriarcales de manual: en una conversación con John le explica que es normal en su agencia de Inteligencia que les digan que “no” cuando quieren hacer algo, por eso deben seguir adelante pese al “no”, porque cuando llevan un rato haciéndolo y la cosa va bien resulta que el “no” era en realidad un “sí”. Dejo al lector que imagine de qué es una analogía esto.
Una secuencia que ejemplifica bien cómo Patriot aborda el problema de la paternidad se da cuando Alice Tavner, la pareja de John, escucha una grabación en la que el hijo de Tom le da a entender que está muy mal. Alice va a ver a Tom y le pide ayuda. El padre, que no suelta prenda sobre dónde está John o cuál es su cometido porque podría ser fatal para la operación, decide arriesgar toda la tapadera para que Alice esté tranquila. En ese sentido Tom está cumpliendo como padre modelo que se preocupa por su hijo y quiere lo mejor para él. Sin embargo, como digo, Tom es un desastre: cuando sale de la sala donde están reunidos, Alice se queda viendo un vídeo de cuando John era pequeño. En este vídeo Tom le está ayudando a montar en bicicleta (la bicicleta es un elemento recurrente y muy cargado simbólicamente durante la serie); Tom le sostiene el sillín para que John aprenda a mantener el equilibrio. Tom suelta el sillín y John acaba pegándose un golpe monumental. La cara de Terry O’Quinn de “la he liado parda” después de ver cómo se da la hostia su hijo dice mucho más sobre lo que es la post-paternidad que cualquier discurso que se pueda elaborar con palabras.
Tom es capaz de darle un abrazo honesto y amoroso a su hijo y a la media hora mandarlo a matar a alguien que puede poner en peligro la operación. Así es.
¿Y cómo responde John? Kafka y el agente encubierto comparten que ninguno alza la voz pese a sentir que su vida se está convirtiendo en un horror por las decisiones de sus padres. Pero mientras Kafka utiliza un mecanismo más parecido al resentimiento (la carta al padre está llena de rencor), John lo hace desde la resignación. Si John no se enfrenta a su padre es porque sabe que le está sacando las castañas del fuego. En realidad John es el que se está comportando como alguien que sigue a rajatabla las normas antiguas sobre cómo es ser padre en lugar de ser un hijo que se deja llevar. Ni siquiera le sigue la corriente para conseguir el cariño del Tom, porque ya lo tiene, sino que sencillamente, le está salvando el culo a costa de jugarse el suyo. Si se simpatiza con John es por ese conflicto interno que le lleva poco a poco a la autodestrucción solo por querer ayudar a su padre, porque sabemos que Tom estropea todo lo que toca más pronto que tarde. Y que nadie piense que John es un Jack Bauer venido a menos: a John no le interesa ni su país, ni los conflictos internacionales, ni los juegos de guerra de su padre. Por su cara diríamos que lo único que le importa es que le dejen en paz.
Patriot es el estreno televisivo más interesante de lo que llevamos de 2017 junto con The Handmaid’s Tale (2017) o Legion (FX 2017) pese a las calificaciones que ha recibido en Metacritic. Una joya que parece condenada a obra de culto de cuatro tarados como en su día fue Búscate la vida (1990-1992), cuyo humor absurdo y corrosivo a veces comparte. No lleguemos a ese extremo: Hermann Kafka nunca nos lo perdonaría.