La brillante recuperación en bluray de The Mask ofrece una oportunidad única de descubrir una insólita pionera del cine de terror canadiense que sirve como predecente de obras de contenido similar como Pesadilla en Elm Street (1984). Sin embargo, pocos aficionados la conocen. Una deliciosa muestra de horror surrealista que cumple cincuenta años sin que el tiempo la haya puesto aún en su lugar
Aunque comparta título y detalles argumentales con La máscara (1994), aquel vehículo para Jim Carrey, The Mask no tiene demasiado que ver con ella. Es probable que algunos de los que estéis leyendo esto conozcáis esta pequeña película en blanco y negro. Incluso alguno, como yo, seáis grandes fans, pero os puedo asegurar que la cantidad de gente que ignora por completo su existencia es muy superior. ¿Es normal que la primera película de terror hecha en Canadá permanezca tan alejada de los círculos de la crítica especializada y esté tan olvidada por el fandom? ¿Será que en realidad es muy discreta y merece ese castigo en los calabozos de la indiferencia? Como todo lo que rodea a la cultura popular, depende de momentos, tendencias, opiniones asumidas y falta de acuerdo entre los estudiosos del tema. A menudo, las joyas ocultas permanecen en un limbo reservado a las películas que, por sus difusos códigos de género, esperan en el olvido hasta que alguna revista de cine “seria” cambia la tendencia proclamando a una pequeña serie B semiexperimental como obra de arte y ensayo.
Hay casos, como La parada de los monstruos (1932), en los que se tarda décadas en sacarlas del olvido. En otras ocasiones, salen del pozo pero no acaban de tener el mismo seguimiento de culto, como es el caso de El carnaval de las almas (1962). Esta última tiene bastantes elementos en común con la película de la que hablamos hoy. Ambas son las únicas obras de horror de sus directores, y ambos dejaron de dirigir después de hacerlas. Son de muy bajo presupuesto y funcionan dentro de un circuito independiente local, muy alejado de los estudios. Tanto en The Mask como en El carnaval de las almas los protagonistas sufren episodios de viajes oníricos, en donde las imágenes de terror campan a sus anchas, sin necesidad de elaborados retruécanos narrativos para justificar su existencia.
Miedo y experimentación
El cine de terror, desde el expresionismo alemán, tiende a lo abstracto. Horror y surrealismo se habían llevado bien en el cine experimental, especialmente en los cortos de Maya Deren o Buñuel, pero lo irreal había invado el cine comercial en secuencias aisladas; pequeños episodios en películas con trasfondo psicológico como Recuerda (1945), en la que se incluían episodios surrealistas creados por Dalí, o, ya más dentro del género, en La caída de la casa Usher (1960) de Roger Corman, con un viaje dentro de los sueños que marcaría tendencia en el ciclo de Edgar Allan Poe del director. El núcleo freudiano es una de las excusas tradicionales para justificar la inclusión de imaginería visualmente atractiva pero -en principio- inconexa, como lo es también en The Mask. Aquí, con la razón añadida (y menos glamourosa) de que eran un salvoconducto perfecto para incluir el efecto 3D, de lo que también esta película fue pionera en Canadá.
En la desconocida escena de cine de género canadiense (a menudo porque se suele mezclar con la producción estadounidense) no hay ninguna película de terror conocida hasta ésta, la segunda película de Julian Roffman. Un nombre ajeno al género que sólo contaba en su haber con una pequeña producción de explotación en la línea del cine beatnick, normalmente asociado a jóvenes descarriados y delincuentes. Quizá por ello, la primera impresión que uno obtiene al ver The Mask como película de terror es que es difícil de ubicar como tal en su época. Pero escarbando en el subgénero beatnick encontramos una línea de convergencia en su uso del claroscuro, heredero de un noir muy tardío, típico en ese cine de crimen y problemas juveniles de moda en los circuitos más independientes.
La trama ofrece un típico escenario de Dr Jeckyll y Mr Hyde, en el que la máscara a la que hace referencia el título va cambiando y llevando a una espiral de crimen y locura a quien se la pone. Las similitudes con el mundo de la droga no son muy sutiles y el uso de la careta azteca crea una adicción que además convierte a su portador en maníaco sexual. Cada vez que el protagonista se la pone, tiene extrañas alucinaciones, auténticos viajes en las que su avatar en el mundo de sueño parece un zombi de La noche de los muertos vivientes (1968). Momentos que le esclavizan y crean una relación obsesiva con la reliquia en la vida real. Todos esos elementos tienen, en su estructura, una imagen especular en el cine de William Castle. El rey de gimmick solía crear una argucia argumental para encajar los planos con más chicha a lo largo del metraje, de modo que el argumento sirviera de mero trámite para disfrutar de un tren de la bruja. Si a ello sumamos el divertido uso de las tres dimensiones, en el que se nos insta a que nos pongamos la máscara (las gafas 3D) al tiempo que el sufrido personaje, cualquiera diría que The Mask funciona como una obra maestra perdida de Castle.
Y es que, vista la versión restaurada de la película, con su formato original, sin la molesta división blanquiazul de las tres dimensiones que estaba en todas las ediciones anteriores, me siento con la potestad de afirmar que estamos ante un gran clásico perdido del cine de terror. Mucho más oscuro, nihilista y, en definitiva, distinto a sus coetáneos. Si bien se le suele criticar que, fuera de las secuencias de espanto, la trama es una serie B barata y sin interés, -algo que no voy a desdecir-, pero que convence, aquí, por su efectiva fotografía contrastada y escenas como el asesinato que tiene lugar en el prólogo o el momento de la definitiva caída en espiral del protagonista, cuando ataca a su secretaria.
Tampoco vamos a negar que la mayor atracción del conjunto sean las tres secuencias alucinógenas que se dispersan a lo largo de su minutaje. Dentro de ellas hay una historia propia, ajena al argumento principal, que sigue una ligera lógica interna que no deja nada claro si trata de asesinatos rituales en el Hades, una reproducción del mito de Orfeo en versión lovecraftiana o simplemente pistas sobre el origen primitivo de la máscara maldita, que aparece como tótem e hilo conector de la realidad y ese mundo de pesadilla. Sea como sea, lo interesante es que es esa falta de sentido es lo que hace que su carrusel de calaveras volando, Nueva Carne, expresionismo, sustos de feria y su danza de personajes siniestros en un paisaje gótico e infernal funcionen como elemento de horror subversivo.
Quizá para entender su importancia haría falta una reivindicación de la iconografía clásica del terror. Lugares con niebla y telarañas como elemento pictórico oscuro, lo macabro como apreciación de lo sublime. Entenderlo de esa forma y no como mero artificio del miedo es necesario para una apreciación adecuada de películas como ésta. Más cerca del gótico italiano de los años sesenta y del Mario Bava de sus primeras obras que de sus coetáneos americanos, The Mask queda como rara avis, pionera del surrealismo puro en el cine de horror con voluntad comercial. Otra gran desconocida posterior, Los fumadores de opio (1962), imitaba su estructura de interrupción con escenas de malos viajes provocados por la droga. Aún estaba por llegar la explosión sicodélica en el cine algunos años más tarde, cuando tomar LSD era como echarse un pitillo. Luego, Argento, Russell o Lynch, reformularían las pautas del vórtice entre el cine tripi y de espanto que cada vez se posiciona más como la vía lógica de supervivencia del género.
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