El peligroso debate sobre la corrección política

Hay un concepto que ha cobrado una presencia mayúscula en todo tipo de discusiones: el de la corrección política. Pero, ¿de dónde surge? ¿Quién lo emplea? ¿Por qué este empeño en acabar con ella? Repasamos sus orígenes en los campus estadounidenses, su estrecha relación con la alt-right, su capacidad para minar cualquier argumento y un abuso que ha derivado en su consecuente pérdida de significado.

La libertad de expresión es un derecho fundamental que parece formar una parte indivisible de Internet, una herramienta que favorece ampliar fronteras, adquirir conocimientos y compartir todo tipo de opiniones con personas de cualquier parte del mundo. Pero ahora estas características están en peligro. Y no solo en la red. O, al menos, eso consideran quienes enarbolan la bandera de la incorrección política para asegurar que ya no se puede opinar de nada, ni online ni en ningún otro ámbito de la vida. ¿Esto es así? ¿Ha muerto la posibilidad de intercambiar ideas? Quizá. Pero no por el motivo que muchos aseguran.




Si la proliferación de los ‘zascas’ iniciaba el declive de cualquier debate online, ahora la creciente necesidad de ser “incorrectos” está acabando también con las posibilidades de contra-argumentar, escuchar y, sobre todo, empatizar con nuestros interlocutores. ¿Suena demasiado apocalíptico? Seguramente, pero no cabe duda de que se trata de un argumento que en los últimos años ha florecido en el seno de la ultra derecha, por lo que vamos a indagar en sus raíces y evolución antes de decidir si este término-comodín es tan peligroso como parece.

Íñigo Montoya es consciente de la confusión que rodea al concepto

Los confusos orígenes de un concepto difuso

Pero primero, ¿qué es lo políticamente correcto? Se podría definir como los actos, lenguaje e ideas políticas que buscan no ofender o perjudicar a personas o colectivos que ya sufren opresiones, mediante la eliminación de las connotaciones discriminatorias presentes en las palabras o comportamientos diarios.

En cuanto a sus orígenes, estos son más confusos. Mientras que algunos afirman que nace en los países occidentales en la década de los 60, al abrigo del mayo del 68 francés, hay quién señala a pensadores como Antonio Gramsci o al marxismo cultural de la Escuela de Frankfturt como su punto de eclosión. Entretanto otros achacan su creación al fracaso de las ideologías de izquierdas a la hora de racionalizar la igualdad social y a una necesidad de frenar el auge del dominio político republicano en Estados Unidos mediante el control del lenguaje en el mundo de la cultura. De una manera u otra, se rastrea su presencia en la década de los treinta, donde la expresión es empleada en los círculos de la izquierda leninista en referencia a los individuos alineados con los dictados del partido, aunque pronto comenzó a usarse con una ironía que servía para controlar y parodiar desde los propios movimientos de izquierda el dogmatismo ortodoxo. Por último, también se asegura que podría haberse gestado en la campaña electoral de Massachusetts en 1967 por parte de los asesores del candidato republicano Rufus G. McGillycudy -entre quienes se encontraba el posterior publicista James Pizzabal-, que sustituyeron unos términos por otros para atraer y convencer a los votantes. Lo que parece más seguro es que el término se recoge por primera vez en un juicio de la Corte Suprema de Estados Unidos de 1793 relacionado con los límites de la jurisdicción federal. Posteriormente, el neoconservadurismo se reapropió del concepto para criticarlo en textos académicos en el contexto de un debate surgido en los campus norteamericanos en los 80.

El presentador y protagonista de Real Time with Bill Maher, su nuevo programa tras ser despedido de ABC

A partir de ahí, la prensa refleja, reaviva y magnifica el debate, con artículos que defienden esta línea de pensamiento a favor de la incorrección (incluso llegando a usar ejemplos falsos, como el del profesor de Harvard, Stephan Thernstrom, supuestamente acusado de racismo por sus alumnos) como demuestra el influyente The Rising Hegemony of the Politically Correct (1990) de Richard Bernstein para The New York Times, o el programa de humor televisivo Politically Incorrect (1993-2002) de Bill Maher para la cadena ABC, un pionero del formato talk-show que jugaba con la polémica y su “derecho” a resultar ofensivo. A ellos les precederieron una serie de publicaciones, como The Closing of the American Mind (1987) de Allan Bloom, que hablaban desde el neoconvervadurismo de los peligros de esta supuesta nueva ideología que afectaba a las universidades, donde se estaban creando departamentos que buscaban adoptar en sus aulas un punto de vista feminista y racial, algo que no gustaba a sus detractores.

Por eso, llegan a crear todo un aparato mediático para oponerse al progresismo en cuestiones de derechos civiles de las minorías que muestra que, más que una historia sobre la corrección política, lo que existe es una larga lucha contra ella. Por ejemplo, la profesora en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) Ruth Perry define este ataque a lo políticamente correcto como un ataque por parte de aquellos “estudiantes y profesores que no se conforman a lo que siempre ha constituido la población de instituciones académicas: generalmente blanca, de clase media, heterosexual y masculina” en su ensayo The Women’s Review of Books (1992). Es conveniente aclarar que, también en estos momentos, se producen las denominadas guerras culturales de los noventa, en las que grupos relacionados con la derecha se coordinaron para boicotear o intentar censurar distintos espectáculos o exposiciones debido a que consideraban que atentaban contra la moral, el espíritu nacional o los principios básicos de la religión.

En la misma época, esta political correctness es usada desde la política como un arma. Por ejemplo, George Bush dio un discurso en la Universidad de Michigan en 1991, en el que defendía la libertad en los campus frente a dicha corrección. Curiosamente, previo a todo el revuelo, en 1964 Lyndon B. Johnson ya había mencionado el término, asegurando que iban a “hacer las cosas que deben hacerse, no porque sean políticamente correctas, sino porque son correctas”; aunque en un contexto completamente diferente, pues el entonces Presidente apelaba a la necesidad de defender los derechos civiles y una educación y tasas de empleo y emancipación que no entendiesen de “raza o color”.

Pero volvamos al conflicto. Tras unos años de calma, con la llegada de Barack Obama al poder y el resurgimiento de movimientos por los derechos como el Black Lives Matter, la cuestión salta de nuevo a los medios, que vuelven a mostrar su oposición a este “control”, como Jonathan Chait ejemplifica en Not a Very PC Thing to Say (2005) para New York Magazine, artículo en el que alude al papel de las redes sociales en la difusión de estas ideas y a su presencia en los campus norteamericanos.

Así, este debate llega más encarnizado que nunca hasta nuestros días. Precisamente Donald Trump, con su lenguaje cercano y su actitud de estrella televisiva ha convertido en uno de los mayores pilares de su campaña el ataque a la corrección política: cada vez que algunas de sus ideas o expresiones (como llamar violadores a los mexicanos o presumir de agarrar a las mujeres por el coño) eran cuestionadas, él argüía que el problema era el exceso de esta corrección, granjeándose multitud de adeptos por el camino gracias a su supuesta valentía a la hora de decir lo que ellos consideran “la verdad”. Como recoge la historiadora y escritora Moira Wiegel en su imprescindible artículo Political correctness: how the right invented a phantom enemy, en realidad se trata de un “viejo truco” de la política norteamericana, que lleva 25 años luchando contra este enemigo “vago y cambiante” como parte de su estrategia de generar un némesis tangible (la élite políticamente correcta) para la “gente de a pie” lo que, al final, está estrechamente relacionado con una nueva manera de denominar al racismo para que resulte más aceptable. Según encuestas realizadas en 2016 por la Universidad Fairleigh Dickinson y Pew Research Center, la estrategia ha funcionado, pues los estadounidenses realmente creen que la corrección política es uno de los mayores problemas del país.

La importancia del lenguaje como herramienta

Antes de avanzar en materia político-correcta, detengámonos un momento para reflexionar sobre un punto elemental de esta cuestión: el lenguaje. Todo el debate nace a raíz de su relevancia, de si es tan importante cuidar las expresiones –y, por ende, el comportamiento- o de si en realidad se trata de una normativa innecesaria y opresora.

En una época en la que se está proponiendo hasta modificar la Carta Magna, parece evidente que las palabras juegan un papel esencial a la hora de definirnos, como personas y como sociedad. Es decir, que nada en el lenguaje es trivial, y por eso desde la UNESCO destacan que es “un producto social e histórico que influye en nuestra percepción de la realidad” por su capacidad para condicionar el pensamiento y determinar nuestra visión del mundo, así como por su poder para herir y excluir a otras personas. Por eso, siguiendo la hipótesis Sapir-Whorf, desde esta supuesta corrección política se busca transformarlo para transformar así la sociedad. Si es suficiente o no, si resulta una utopía impracticable y simplista o tiene fundamentos no vamos a valorarlo ahora, aunque ha quedado patente su influencia. Pero, en cierta medida, el control de nuestra manera de hablar y de comunicarnos controlará también nuestra forma de pensar, por eso los políticamente incorrectos acuden a George Orwell para denunciar una “policía del pensamiento” que quiere obtener el control, sin pararse a pensar que lo que el autor criticaba era el lenguaje burocratizado y acartonado de la política, no la incapacidad para expresar ideas que (supuestamente) ya no son socialmente aceptables.

Algunos consideran la corrección política un nuevo tipo de Gran Hermano.

Queramos o no, el lenguaje condiciona la forma en la que entendemos el mundo. Aunque lo que más nos interesa en este artículo de la corrección política en la actualidad es la llegada de nuevos términos, palabras que se vuelven de uso común entre determinados colectivos –como microagresiones, espacios seguros o apropiación cultural- y que resultan ajenos al grueso de la sociedad, que miran inseguros estos conceptos, pues en cierta medida amenazan su estabilidad y el mundo que conocen. Y este es otro factor importante en este puzzle de defensores y detractores de un concepto que pocos tienen claro.

Un arma en boca de (casi) todos

A pesar de su nacimiento en Estados Unidos, este debate ha traspasado fronteras y se ha extendido por el mundo. Así, encontramos que prácticamente cualquiera puede emplear este concepto. Sin embargo, sigue siendo habitual encontrar estas frases en políticos occidentales del ala más radical de la derecha, como Marine Le Pen, que también se ha opuesto a esta corrección que ha llevado al “abandono” de Francia o Matteo Salvini, que en Italia se ha convertido en el icono de este populismo neofascista que legisla en contra de las minorías mientras conquista portadas de revistas. En Australia el conservador Kevin Donnelly proclama también sus peligros, pues asegura que está “destruyendo” su país y la civilización occidental.

Albert Rivera y Pablo Casado, ambos contrarios a la corrección política.

En España encontramos asimismo políticos defensores de la incorrección política. Entre los más recientes se encuentra Pablo Casado, el nuevo presidente del Partido Popular, que en un alarde de extrema derecha y datos falsos afirmaba que “no es posible que haya papeles para todos”, aunque fuese políticamente incorrecto decirlo. Antes que él, Albert Rivera ya hablaba de la sedicción de lo políticamente correcto. Y también desde asociaciones con ideología abiertamente fascista se defiende como una cualidad encomiable la incorección; por ejemplo, la líder de Hogar Social Madrid aseguraba que «la gente tiene un miedo atroz a ser políticamente incorrecto, mientras que ellos no.

Pero no solo los políticos la usan, pues ha trascendido a todos los ámbitos y discusiones. Según Darío Villanueva, el director de la RAE, es una nueva forma de censura perversa  ejercida por “fragmentos difusos de lo que denominamos sociedad civil” que está estrechamente relacionada con los prejuicios y las pasiones en vez de por lo que él considera óptimo: la racionalidad. En este punto parece ignorar que los seres humanos no somos tan racionales y que al hablar en esos términos él mismo se está dejando llevar por sus prejuicios. Asimismo, políticos y pensadores están publicando multitud de textos en los que hablan de los peligros del “relativismo extremo”, que hasta supone “la antesala para una dictadura de izquierda”. Es decir, que “el buenismo” y los “ofendiditos” se han vueltos mayoría según ellos, una mayoría asfixiante que atenta con sus derechos, o con el que ellos consideran más importante: la libertad de expresión. O lo que es lo mismo, la libertad de ofender, que se ve atacada por esta sutil y eficaz forma de censura diseñada para sobreproteger a los débiles, en lo que se ha convertido en una forma más peligrosa del totalitarismo, en palabras del filósofo Slavoj Žižek.

Como no podría ser de otra manera, figuras del mundo del espectáculo se han sumado a la polémica, desde directores de cine como Álex de la Iglesia, que insinúan en Twitter que cualquier tiempo pasado fue mejor y que ahora ya no se puede crear libremente (a pesar de que sus obras llegan a las salas sin grandes complicaciones), hasta actores como Clint Eastwood, que critican a una “generación de nenazas que debe superar la corrección, pasando por otras figuras patrias como Iker Jiménez, que considera que es el mayor peligro que tenemos en esta sociedad. Por su puesto, los humoristas también se han visto afectados, con ejemplos tan recientes como el de Rober Bodegas. Mientras se esconde un terrible lado conservador en muchos cómicos de renombre y se sigue debatiendo sobre los límites del humor y la inclusión social, desde este sector se defiende la incorrección en pos de la libertad y la necesidad de reírse de todo, entendiendo por ‘heterodoxos’ ciertos chistes, supuestos exponentes de la libertad de pensamiento frente a la que se supone una ortodoxia socialmente hegemónica.

En estos casos, una vez más es necesario recordar que el humor, como las palabras, no está exento de ideología, y que quién afirma que la comedia no cambia la realidad, es porque en realidad no ha entendido nada. Los creadores tienen responsabilidades y las historias tienen un impacto en quienes las reciben, por eso importa cómo las contamos, como bien explica la comediante Hannah Gadsby en su brillante monólogo Nanette (2018). Y, aunque las amenazas y mensajes de odio nunca son justificables, quienes se quejan de las críticas recibidas cuando hacen uso de su libertad de expresión deben entender que esta no es unidireccional.

Como defendía Wiegel en su artículo, parece evidente que esta incorrección en muchos casos es una excusa para dar rienda suelta a comentarios homófobos, misóginos o xenófobos sin que estos tengan consecuencias, todo en nombre de una libertad que parece incuestionable. Vemos cómo se apela desde el populismo a un presunto enemigo que busca modificar la sociedad a través de un lenguaje nuevo, para infundir miedo en el receptor, que no acaba de comprender estos cambios, y presentarse ante ellos como un salvador. El problema es que hasta aquellos que no comulgan con estas ideologías se han sumado al carro de criticar la corrección política para defender sus propias opiniones de lo que consideran el “pensamiento único”. Por un lado, están las personas opuestas a la derecha y que no quieren apoyarla, pero que sienten que hay una oleada de autoritarismo de la que responsabilizan a los defensores de la corrección política, legitimando de esta manera los argumentos de quienes se oponen a ella. Por el otro, se encuentran aquellos de ideología abiertamente contraria, que se autodenominan políticamente incorrectos por no tener miedo de expresar su opinión (en muchos casos, discriminatoria) abiertamente.

Desde los opositores más radicales incluso se ha llegado a hablar en conceptos absolutos y morales, pues hay quienes se lanzan a afirmar que esta ideología neutraliza el concepto del mal , asociando directamente y sin una pizca de vergüenza lo diferente con lo malo. Otros son más sutiles, aun cuando mencionan a La Gestapo del pensamiento, volviendo a esa apelación recurrente al nazismo que se emplea para criticar aquello con lo que no se está de acuerdo, incluso cuando aquí su opinión está, precisamente, del lado de los fascistas. ¿O ya no se puede utilizar este término para definir a nadie? Veamos…

Cuándo llamar fascista a un fascista

Está claro que la ultraderecha emplea la defensa de la incorrección política como un arma para plantar cara a sus enemigos. Esto, a su vez, lleva a que cada vez se proclamen con mayor tranquilidad consignas y frases abiertamente discriminatorias contra colectivos excluidos e, incluso, amenazas directas. No hace falta irse a conocidos subforos para dar con muestras de esto, basta con pasar por Twitter y leer los comentarios a cualquier noticia que mencione levemente a uno de estos grupos desfavorecidos para presenciar muestras incendiarias de odio.

Este rechazo viene, como entienden desde los propios medios ultraderechistas, en parte de que esta supuesta corrección llega con la idea de cambiar las reglas presentes, que resultaban claras, previsibles y estables, solo que quienes las rechazan se olvidan de destacar que lo hacen en favor de unas que buscan ser más inclusivas y respetuosas, especialmente con colectivos tradicionalmente discriminados. Por eso, no deja de ser paradójico que, mientras defienden la libertad de ofender libremente, se ofendan cuando ellos se convierten en el foco de crítica. O que se hable de las bondades de la libertad de expresión mientras se condenan la diversidad LGBT+ en los dibujos animados o que el nuevo James Bond pueda ser negro. Se ofenden porque ya no quieren jugar con las normas que ellos mismos han establecido y se quejan de ser acusados de racistas u homófobos cuando simplemente “opinan diferente”.

Una de las versiones de Pepe The Frog, el meme icónico de la alt-right

La incorrección se convierte en el escudo perfecto para defender los intereses propios y atacar los ajenos, evitando establecer una verdadera discusión. Como bien explica Wiegel, la carta de la anti-corrección política en respuesta a cuestiones legítimas impide el debate y abona el paso con su teórico antiautoritarismo a un resurgir del fascismo, pasado por un filtro contracultural que en Internet se refleja en un lenguaje propio y un amor por los memes que estudia Angela Nagle en Muerte a los normies: las guerras culturales en Internet que han dado lugar al ascenso de Trump y la alt-right (2018). El libro se adentra de manera sesgada en los mundos de 4chan para diseccionar distintos colectivos ultraderechistas y antifeministas –que ejemplifican en su vertiente más extrema figuras como los incels o Yiannopoulos– para llegar a la conclusión de que “la nueva esfera pública ha ayudado a llegar a la derecha al poder” y que “la política no es más que una guerra cultural”.

La peligrosa apología que se ha hecho de la incorrección política como señal de libertad de expresión y abanderada de la cultura sin fronteras lleva a los fascistas a ser transgresores. Pero, un momento… ¿se puede utilizar el término fascista tan a la ligera? ¿Cuándo afirmar que alguien lo es? Hay voces que claman que es una banalización del fascismo emplear el concepto de forma recurrente, mientras que a la vez el término feminazi sigue siendo un insulto muy usado en la red. Sin embargo, cuando la ultraderecha está resurgiendo con fuerza en el mundo, ¿no parece adecuado reconocer que, efectivamente, existen políticas e ideologías de tintes fascistas? Además, tampoco se nos debe pasar por alto que los fascistas están empezando a reutilizar las armas de “los ofendiditos”, en un auge de demagogia que ya se ha cobrado sus primeras víctimas, como ha sucedido recientemente con el despido de James Gunn, donde entre sus promotores encontramos al peligroso bloguero ultraderechista Mike Cernovich. Y es que la derecha está adoptando estrategias de la izquierda y de la contracultura de los sesenta para enfrentarse a la propia izquierda, como un caballo de Troya que amenaza con reventar las buenas intenciones desde dentro y que solo lleva a que sus detractores –incluso aquellos que no apoyan la alt-right- sientan que los “políticamente correctos” y los defensores de las minorías son el enemigo.

Viñeta de Tom Toles para The Washington Post

Sobre culpas y responsabilidades

Para concluir podemos reflexionar sobre por qué surge este odio hacia la corrección. La respuesta parece evidente: el miedo a que cambie el status quo, los prejuicios contra las minorías y el sentimiento de superioridad frente a ellas. Al final, no deja de ser una lucha por los derechos, escudada en los términos en los que hablamos de ella y centrada en su faceta más cultural.

Está claro que las redes sociales y su amplio alcance han tenido un papel fundamental en todo esto, pues son un altavoz. Como bien explica Nagle en su libro, es posible que la influencia de comunidades como Tumblr haya tenido una importancia en la formación de nuevas sensibilidades, lo que a su vez ha derivado en un contra-movimiento que busca frenar sus avances. Por eso, incluso se afirma que la presencia de Social Justice Warriors y la vigilancia que ejercen online ha sido lo que ha creado y promovido la aparición de esta marea anti-corrección, que simplemente quiere dejar se sentirse juzgada a cada instante. Si bien es cierto que la superioridad moral que abunda en Internet y la facilidad con la que se lanzan juicios que pueden derivar en acoso son problemas reales, no debemos olvidar que idiotas existen en todas partas. Sería irresponsable e impreciso culpar a la izquierda de este auge, como si fuese un simple causa-efecto, en lugar de pararnos a analizar todos los parámetros que intervienen. Tampoco debemos olvidar que hay quienes están muy interesados en buscar la fruta pocha del cesto –e incluso en hacerse pasar por ella- para poder atacar así a todo un movimiento que, en contra de lo que muchos creen, busca revisionar, educar y modificar actitudes para crear una sociedad más igualitaria, en lugar de censurar el presente o borrar el pasado. Avanzar en cuestiones sociales sigue siendo necesario, por lo que los errores de algunos individuos no pueden deslegitimizar la validez de todo un movimiento y el miedo a la represión de la derecha no debería ser un motivo para callarse.

Moraleja de El club de los poetas muertos: el lenguaje importa

Otra crítica común que recibe la corrección es que cambiar solo la forma de hablar no sirve, pues lleva a que haya personas que darán por zanjado su compromiso y su responsabilidad en la lucha a favor de los derechos de colectivos oprimidos cuando eso no basta, pues también es necesario hacer y no solo decir. Por supuesto, esto es cierto, pero cuestionar el lenguaje que usamos es una buena manera de comenzar a cuestionarse la realidad en la que vivimos. Y no olvidemos que, aunque los excesos de la corrección política puedan ser dañinos –por ejemplo, cuando se transforman en acoso selectivo- son los excesos de la incorrección política los que resultan más peligrosos.

En este punto es importante aclarar que la LGBTfobia, el racismo, el machismo y otros tipos de discriminaciones no son meras opiniones, son realidades tangibles, cotidianas, con consecuencias aterradoras, medibles e inmediatas para las minorías. Creer que son solo comentarios inocentes es ignorar la realidad de muchas personas, ya sea por pura ignorancia, por indiferencia o por un exacerbado individualismo. Por tanto, la búsqueda de una igualdad real que también tenga su reflejo en la cultura es necesaria y deseable. Como bien dice Rebecca Sugar, la creadora de Steven Universe, en relación a la inclusión LGBT en su serie: «Cuando un grupo de personas no son aceptables para un show infantil, es que no hay igualdad«. Por tanto, la lucha sigue siendo necesaria para encontrar una mejor representación en cine y series de personajes queer, de protagonistas con cuerpos diversos o de personajes femeninos no sexistas, aunque por el camino haya que hacer frente a movimientos de odio que intentan frenar los avances, como el Gamergate, el Comicsgate o los diversos ataques que sufren las mujeres en el mundo friki. Porque esta batalla contra la corrección política es una guerra cultural, una que tiene un gran impacto en la sociedad y en la política.

Como explica Hannah Gadsby, el miedo a lo diferente impide el aprendizaje

Si la corrección política es seguirle la corriente al poder, ser incorrecto no es insultar a minorías ya de por sí desfavorecidas o excluidas, como por otro lado se ha hecho desde siempre. En todo caso, esta incorrección sería plantarle cara a las leyes existentes y a los discursos de odio. Porque, al final, una de las cosas más políticamente incorrectas que se pueden hacer es defender la corrección política, pues la incorrección política no deja de ser la corrección política de los conservadores y la ultraderecha, además de un concepto que se emplea a la ligera para intentar frenar cualquier debate. Además, no debería ser equiparable la lucha por los derechos humanos con esta barra libre para meterse con grupos históricamente oprimidos. Por eso, la incorrección política es un peligro, pues mientras esta discusión nos distrae y divide, el fascismo inicia un nuevo auge a medida que alcanza el poder.

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