Tanto el género de terror en sí como los elementos más clásicos atribuidos a éste generan en el público una extraña mezcla de temor y fascinación curiosa. Esto fue lo que consiguió durante la década de los noventa la serie de libros Pesadillas en el público infantil, donde niños -y no tan niños- de todo el mundo se engancharon a muchas de sus historias.
Como cabe esperar, las lecturas infantiles o juveniles distan de ser textos realmente sesudos donde la historia y narrativa se le antoje al niño un fango poco atractivo del que no ve el momento de salir. Evidentemente, debemos encontrarnos algo fresco, ligero y bien cargados de dosis de aventuras que atraigan a potenciales lector. En España tenemos el caso de los famosos libros de Barco de Vapor, desde el año 1978. Historias que, a pesar de que en su mayoría dejaban a un lado los mundos de fantasía para traernos historias con moraleja ética, había cabida para ladrones, piratas y tesoros enterrados.
Pero efectivamente eran los menos, y pocas historias sobre vampiros, momias u hombres-lobo nos encontrábamos para el público infantil. Y los niños quieren eso, porque seamos sinceros: que tire la primera piedra el que de pequeño no vio a escondidas El exorcista, mirando la pantalla entre las ranuras de los dedos para luego no poder dormir, tener pesadillas y encima recibir una reprimenda. El miedo causa curiosidad, el niño es curioso, y por tanto al niño le atrae en cierta medida el género de terror. Es por esto por lo que quizás a partir de este hueco en la literatura juvenil en España, los libros de Pesadillas (1992-1999) de R.L. Stine irrumpieron con fuerza y se hicieron un hueco en toda tienda, biblioteca y dormitorio de toda una generación en la década de los noventa.

El concepto de sagas para jóvenes adultos no era algo etiquetado aún en ese momento. Sin ir más lejos, otro de los buques insignia de este tipo de narrativa, Harry Potter y la piedra filosofal (1997), no vería la luz hasta años más tarde. Este tipo de género en Estados Unidos tenía algo de tirón, tal y como queda reflejado en la propia biografía del autor Una vida de Pesadillas (1998) transcrita por su amigo de la universidad Joe Arthur, donde cuenta cómo le proponen que escriba una novela de terror para un público adolescente. Es así como se pone la primera ficha de dominó en juego, con Cita a ciegas (1986), en la que un joven recibe llamadas telefónicas de una chica que quiere tener una cita con él, y al poco tiempo descubrirá que esta chica lleva varios años muerta.
Este libro generó un éxito de ventas en un corto periodo de tiempo, lo cual dio paso a un contrato por otros tres libros, y estos dieron paso a otros tres más. Y es así como nacía la primera saga de libros de terror para púbico juvenil predecesora de Pesadillas bajo el título de La calle del terror (1989-1999). Aquí nos encontrábamos con elementos del género, pero más cercanos al thriller que al terror en sí, tales como cadáveres, crímenes y algún que otro psicópata a medio fuelle. Con esto, queda claro que a los niños les gusta el terror, pero si por algo veíamos Poltergeist mientras nos tapábamos la cara era porque lo que nos interesaba de ahí eran los fantasmas y los demonios más que cualquier crimen o asesino en serie. Por tanto, desde su editorial, se le pide a Stine que adapte las historias a un público aún más joven. Es así como surge el concepto de infantilizar argumentos, personajes, escenarios y elementos de terror para volverlos más amables, pero sin dejar de generar inquietud en el lector más joven.
Pesadillas en el interior
Es cierto que la traducción más correcta para Goosebumps, título original de esta saga de libros, sería algo parecido a Escalofríos, Pelos de punta o Piel de Gallina; sin embargo, Pesadillas no va desencaminada con la idea que el autor quería reflejar, ya que en boca del propio Stine: «A todos nos gusta pasar miedo siempre y cuando sepamos que no es real’». O acaso no había mayor sensación de alivio cuando éramos pequeños la de que, tras tener una pesadilla horrible, alguien viniera a socorrernos y a decirnos que sólo había sido una pesadilla, que no era real, y que ya se había acabado. Ese instante en el que se nos ponía la Piel de gallina cuando nos dejaban solos en nuestro dormitorio, apagaban la luz dejándonos a oscuras tras tener Pesadillas, es lo que el autor refleja ya no sólo en cada una de las novelas, sino en prácticamente cada uno de los capítulos que las componen.
Para entrar en la estructura y en la dinámica de la infantilización del terror, primero hay que volver a parafrasear a Stine: «Las historias no tienen por qué empezar en un castillo medieval, sino en el patio de tu casa«. Esto se busca no sólo tomando elementos que al lector le resulten más familiares, sino acercándonos a escenarios predominantemente infantiles como colegios, institutos, parques de atracciones o campamentos -donde el autor parece hacer un monográfico siendo escenario recurrente con Pánico en el campamento (1993), Horror en Jellyjam (1995), Campamento espectral (1999) o El Campamento del Lago Maldito (1999)-. Del mismo modo también vemos situaciones que un público infantil conoce de sobra, como clases particulares en Melodía siniestra (1997); la recogida de caramelos en la noche de Halloween con La máscara maldita (1993) o La venganza de Halloween (1998); y por supuesto juguetes, nada más cercano al niño que esto, en sagas como Sangre de monstruo (1992) y La noche del muñeco viviente (1993).

Con los lugares, situaciones y personajes o elementos escogidos, es cuando toca suavizar el contenido para hacerlo asequible a cualquier lector joven. Varios modos se suceden a lo largo de los libros, como el uso de la parodia del nombre de ciertos personajes -el Profesor Tetrikus en Melodía siniestra– o el uso continuo de la primera persona, donde es el protagonista el que nos cuenta siempre todo lo que ocurre, y se nos inyecta una sensación de seguridad bajo el pensamiento de que si nos lo está contando será porque al final todo saldrá bien -aunque esta fórmula no está exenta de sorpresas, como en Peligro en las profundidades (1994), Aventura espeluznante (1994) o El hombre lobo del pantano (1993)-. Sin embargo, la táctica más usada a lo largo de los sesenta libros es la continua estructura de generar una tensión que nunca llega a explotar o que desemboca en un alivio humorístico, mecánica que se repite capítulo tras capítulo.
La sombra que se cuela por la ventana al final de un capítulo no es más que la rama de un árbol al comienzo del siguiente; los ojos brillantes que nos observan desde el fondo de la habitación en uno de los párrafos, descubrimos al iniciar el próximo que es el perro que se ha colado en la habitación; los escalones que crujen al finalizar un capítulo sirven para descubrir a la madre bajando al sótano para preguntar qué hacenlos protagonistas allí Esto, tan sencillo y simple, es la estructura de los sesenta libros que componen la colección Pesadillas, sin excepción. Y todo sumado a una estructura en conjunto con una introducción, nudo y desenlace que no dejan de ser un símil de cuando nos quedamos solos en la habitación, tenemos una pesadilla y finalmente somos conscientes al despertar de que nada era real y todo ha acabado.

¿De verdad todo ha acabado? Aparentemente no. Porque si ya hemos visto que en todos los capítulos siempre queda un momento de tensión o cliffhanger esperando a ser resuelto en el siguiente, a pesar de que todo el libro vaya encaminado a una resolución fructífera final, Stine siempre deja un último párrafo con final abierto. Esto bien podría ser entendido como mero recurso repetido hasta la saciedad, como oportunidad para posibles secuelas -como efectivamente pasó con Sangre de monstruo y La Noche del muñeco viviente-, o bien como una especie de moraleja macabra. Como una moraleja, la conclusión que sacamos es que a pesar de creer que todo se ha solucionado, no siempre es así, y todo puede volver a empeorar. En todo caso ya depende de cada cual y su optimismo el tomarlo de una forma u otra.
Pesadillas en el exterior
No podemos dejar de valorar los libros de Pesadillas como productos enfocados a los niños, y por muy libros que sean, estos deben entrar por los ojos y llamar la atención. Entendamos por tanto que la estructura interna de la que se componen es importante, pero que la parte externa de los mismos juega un papel fundamental. Es así como encontramos en las portadas las mismas reglas de jugar con el terror y los mecanismos para infantilizarlo, haciendo que ambos se complementen el uno con el otro.

La estructura de las portadas era sencilla pero efectiva, y seguía el mismo patrón en todos y cada uno de los números de la colección: unas letras enormes en la parte superior donde, con letras goteantes, leíamos Pesadillas justo bajo el nombre del autor. Los dibujos de las portadas corrían a cargo de Tim Jacobus, autor que trabajó tanto en toda esta línea como en la posterior Pesadillas Serie 2000 (1998-2000), primando colores vivos y destacando una parte fundamental de lo que en el libro nos íbamos a encontrar. Dicho dibujo estaba de nuevo enmarcado por esa sangre o moco de colores vivos que nos encontramos en el nombre de la saga. Y, por si fuera poco, cada una de las portadas contaba con un relieve que seguía el contorno del dibujo, y que al apagar las luces brillaba en la oscuridad. Esto no hacía más que incrementar la potencia del factor terror de los libros en títulos como La casa de la muerte (1992) o El fantasma aullador (1995).
La tensión quedaba rebajada de dos formas: la primera con el uso de colores vivos y llamativos en combinaciones ideales para llamar la atención de niños y niñas de diez años; y la segunda era una pequeña frase, una suerte de chiste malo ocupando alguno de los huecos libres del dibujo de la portada. De nuevo se creaba un tándem perfecto entre humor tonto como mecanismo de infantilización del terror, y este mismo. Y la fórmula funcionaba tanto que en las estanterías salieron imitadores a patadas, ya no sólo en cuanto a la narrativa sino en las portadas, copiadas punto por punto, como el caso de Fantasville (1995-1998) de Christopher Pike o Escalofríos (1996-1997) de Betsy Haynes. Sin embargo, no consiguieron llegar al éxito de R. L. Stine.
La serie de libros de PESADILLAS se convirtió a principios de los noventa en un auténtico fenómeno de literatura de terror adolescente. Analizamos sus trucos para hacer accesible el género a los más jóvenes.
Más allá de Pesadillas
Conforme pasa la década de los noventa, la burbuja de Pesadillas sigue creciendo, y no sólo nos encontramos con la mítica serie de televisión titulada también Pesadillas (1995-1998) donde adaptaban, en ocasiones de manera libre, algunos de los libros de toda la saga. También nos encontramos con experimentos más o menos efectistas como la colección En busca de tus pesadillas (1997-2001), en la que siguiendo el patrón de libros como Elige tu propia aventura, el lector era protagonista de la historia. El formato de la portada llamativa se sigue manteniendo para atraer al joven lector, esta vez cambiando el fosforescente por una imagen caleidoscópica brillante, y los finales abiertos continúan, aunque esta vez cambiando la primera persona por la segunda, para hacer al lector partícipe de cualquiera de las veinte muertes en las que podía caer al final -porque sí, estas iban a mala baba-.

También se exploró el formato del relato corto en una sucesión de varias novelas que contenían diez de ellos, así como en un tomo de relatos algo más oscuros, titulado La hora de las pesadillas (1999) donde se notaba un salto hacia el terror más crudo. Más tarde un nuevo intento de volver a los orígenes se dio con la saga Goosebumps: Horrorland (2008-2011) que no hacía más que remover viejos conocidos de la saga de los noventa, aunque con la novedad de que todos los libros formaban un arco conjunto. Y finalmente una película titulada del mismo modo, Pesadillas (2015), protagonizada por Jack Black en el papel del propio R. L. Stine, y una secuela que pasó sin pena ni gloria tres años más tarde.
En todos los casos, toda la producción posterior da la sensación de querer vivir de las rentas de la mítica saga de libros de la década de los noventa. Una saga que podrá tener detractores que aseguren que no tiene demasiada calidad literaria. Pero una cosa queda absolutamente clara: no le podemos negar el mérito de haber ganado el Guinness en 2003 a la colección infantil más vendida de la historia, con un número uno en ventas durante tres años consecutivos en Estados Unidos. Ni, por supuesto, el hecho de haber conseguido que millones jóvenes de toda una generación se enganchasen y amasen a día de hoy la lectura gracias a los libros de R. L. Stine.