Técnicamente irreprochable, el director y compositor francés dio forma a la música del siglo XX con su intransigencia y su espíritu aventurero. En su memoria, te ofrecemos un curso rápido de iniciación a esos sonidos cuyo poder destructivo igual (o supera) al del punk más rabioso.
En una primera escucha, la música de Pierre Boulez parece fría como el hielo: tanto como compositor como en su faceta de cotizadísimo director de orquesta, el músico francés cultivó siempre una técnica irreprochable y unas sonoridades que combinaban la precisión milimétrica y una paradójica sensualidad. Ahora bien: cuando a Boulez le daba por abrir la boca o escribir manifiestos, sus declaraciones distaban mucho de ser gélidas, resultando más bien auténticas llamaradas infernales dirigidas hacia todo aquel que se opusiera hacia su concepción del arte musical, en particular, y de la vida en general. Aunque, a sus noventa años, este maestro ya no tuviera muchas ganas de liarla parda, su fallecimiento ayer en la localidad alemana de Baden-Baden priva a la cultura, no ya de uno de sus más grandes escultores sonoros, sino también de uno de sus provocadores (algunos dirían «dictadores») de referencia.
Bien tildando de «música de casa de putas» la sinfonía Turangalila (1949) de su maestro Olivier Messiaen, bien calificando de «inútiles» a los compositores que no suscribieran sus teorías sobre el serialismo integral, o afirmando que «todos los teatros de ópera deberían ser demolidos» (algo, esto último, que le pone en sintonía con Def Con Dos), Boulez ayudó a cimentar el arquetipo del compositor académico del siglo XX: enemigo feroz de la música pop, acogido al resguardo de las instituciones pese a su radical izquierdismo (el respaldo del gobierno francés le permitió fundar el IRCAM, uno de los centros de investigación sonora más importantes del mundo) y autor de una música que sólo los eruditos pueden disfrutar… o no sólo ellos. En CANINO pensamos que cualquier composición es susceptible de enamorar al oyente, siempre que éste quiera dejarse sorprender, y que la pieza en cuestión posea un sonido capaz de equipararse con el punk más rabioso, el ambient más etéreo o la música industrial más agresiva.
Por ello, y aunque nuestra selección le habría dado espasmos al difunto maestro, conmemoramos la memoria de Boulez con esta selección de clásicos modernos (con partituras dementes, en su mayoría) a los que cualquiera debería dar una oportunidad. Dado nuestro ánimo divulgativo, y considerando que son más o menos de dominio público, hemos excluido las piezas de la escuela minimalista de EE UU (Philip Glass, Steve Reich, Terry Riley y toda la pesca), aunque también recomendamos fuertemente su escucha.
Pierre Boulez – Le marteau sans maître (1955)
Hay guitarra. Hay percusiones. Hay violines. Y nada (o casi nada) suena como uno espera que debería sonar. Es un laberinto, pero un laberinto en el que da gusto perderse.
Edgar Varese – Ionisation (1933)
¿Es una horda de marines espaciales dirigiéndose hacia ti para hacerte añicos? No: es la composición que despertó la vocación musical de Frank Zappa (el único músico de rock al que Pierre Boulez respetaba, y de quien llegó a dirigir varias obras para orquesta). En el estado de ánimo adecuado, oírla es un gustazo. E interpretarla, sospechamos, también debe serlo.
Morton Feldman – Rothko Chapel (1971)
Inmensamente grande tanto en físico como en talento, Feldman nunca se quedaba corto ni a la hora de soltar barbaridades (sus conferencias, editadas en forma de libro, provocan una carcajada tras otra) ni a la hora de escribir composiciones de tres, cuatro o cinco horas que resultan, paradójicamente, delicadísimas. Este caramelito es una introducción perfecta a su obra.
John Cage – Six Melodies (1950)
Todos hemos oído hablar de Cage, ¿verdad? Es el majara aquel al que le dio por escribir una pieza silenciosa (cuatro minutos y treinta y tres segundos exactos) y que no paraba de soltar chorradas místico-orientales. Pues, cuando le daba por acariciar los oídos del oyente, Cage era AMOR. Y lo decimos muy en serio.
Györgi Ligeti – L’escalier du Diable (1985-2001)
Conocido por todos gracias a Stanley Kubrick (sin su Lux Aeterna y su Requiem, 2001, una odisea del espacio no sería lo mismo), el húngaro Ligeti conjugaba un sentido del humor muy puñetero con unas sobradas ganas de provocarle una tendinitis a los pianistas del mundo. Si la tocasen con guitarra, bajo y batería, esta salvajada sonaría a Slayer.
George Crumb – Black Angels (1971)
¿Qué Mike Oldfield ni qué campanas tubulares? La música que realmente nos metió el miedo en el cuerpo viendo El exorcista fue este cuarteto de cuerda. El título, por cierto, alude a las moscas (los «ángeles negros», poéticamente) que acuden al olorcillo de los cadáveres en un campo de batalla. Qué bonito…
Louis Andriessen – De Staat (1972-1976)
«Cuando la música cambia, los muros de la ciudad tiemblan», escribió el bueno de Platón. Y, por eso mismo, aconsejó prohibir toda la música, salvo el equivalente ateniense a las marchas militares. Un par de milenios después, Louis Andriessen utiliza sus palabras como leitmotiv para esta media hora de asalto neuronal con orquesta y guitarra eléctrica.
Descanse en paz Pierre Boulez. Un gran músico que nos deja obras maestras como estas:
Piano Sonata No.3: http://bit.ly/1OPaUyv
Dérive 2: http://bit.ly/1OPaV5E
Le soleil des eaux: http://bit.ly/1OPaTe5