Planetas prohibidos: la ciencia-ficción y la censura

Los señores con tijera no respetan nada en este mundo... ni en otros. Repasamos las prohibiciones y las persecuciones sufridas por el género fantástico, desde la Inquisición contra Cyrano de Bergerac al inevitable y vergonzante caso español de 'Nueva Dimensión'

El 12 de enero de 1965, el tribunal supremo de Boston (Massachusetts, claro) se convirtió en escenario de un sonado juicio por obscenidad. La causa del litigio era El almuerzo desnudo, polémico libraco dado a la imprenta seis años antes, cuyo autor (un pijo desclasado, heroinómano y homosexual, cuando no pedófilo) atendía por William S. Burroughs. Durante el proceso, convocados por el abogado defensor William De Grazia, subieron al estrado Allen Ginsberg, Norman Mailer y otros sujetos cuyos nombres figuran en los manuales de literatura estadounidense. La misión de sus testimonios: demostrar que aquellas páginas llenas de sangre, sodomía y picotazos en la vena merecían público acceso, y que el veto promulgado por la justicia estadounidense en 1962 era un atentado contra la libertad de expresión.

La historia de El almuerzo desnudo tuvo un final feliz. Tan «feliz» como pudiera serlo un tejemaneje en el que anduviese implicado Burroughs, claro. Gracias a una sentencia favorable, el libro no sólo pudo publicarse sin restricciones (convirtiéndose, de paso, en lectura de cabecera para hippies freaks de la época), sino que la jurisprudencia estadounidense sobre los materiales contrarios a la decencia pública sufrió un tremendo vuelco. Hasta aquí, todo bien: los carcas perdieron y los hipsters (los de la época, se entienden) ganaron, con lo que el público lector pudo solazarse con las cosas del doctor Benway, los chaqueteros y los asimilacionistas en la pesadillesca ciudad-cadáver de Interzona.

William Burroughs

Pero aquello que la historia ‘oficial’ de la literatura no suele tener en cuenta es que El almuerzo desnudo no era sólo un libro. Ni tampoco uno de los libros más guarros que uno puede comprarse sin tener que ir a la trastienda de una sex shop y darle una contraseña al encargado. Se trata, también, de un volumen en el cual hay mutantes, artefactos diabólicos, drogas aún no sintetizadas por la ciencia y telépatas con planes de dominación mundial. En resumen: un libro de ciencia-ficción, aunque su leyenda (y la de su creador) hayan facilitado que pueda encontrarse en colecciones de literatura generalista. Este caso debe servirnos para recordar que ninguna variedad literaria está a salvo de los tijeretazos. Y, también, que ese género que tanto nos gusta ha sufrido esos mismos tijeretazos en demasiadas ocasiones. Veámoslas a continuación.

¿Selenitas? ¡A la hoguera!

Las cosas de la ciencia-ficción, o al menos las del género fantástico, son tan antiguas como las de la narrativa en general. Y las cosas de la censura, por mucho que nos pese, también. Pero la falta de documentación sobre según qué vetustos períodos nos impide saber cómo se han relacionado desde antiguo. Sin ir más lejos, a nosotros nos encantaría saber si la Historia verdadera de Luciano de Samósata (un cachondo relato grecolatino sobre viajes interplanetarios) causó las iras del César o de algún otro capitoste del siglo II. Pero de eso no quedan huellas.




En cambio, sí tenemos constancia de que, algunas centurias más tarde, la Iglesia incluyó aquella obra tan libertina (donde, entre otras cosas, se afirma que en Luna no hay mujeres y los señores paren por la canilla) en su Index Librorum ProhibitorumHablamos de aquella lista (a la cual, seguramente, el anciano capellán de su colegio se seguiría refiriendo como «el Índice») donde los santos padres apuntaban los libros que debían serles ocultados a los buenos católicos, a ser posible mediante su cremación en una hoguera. Y a la cual fue a parar, sin pasar por la salida, el siguiente escritor del que vamos a hablar aquí: cierto hidalgo francés de nombre Cyrano de Bergerac.

Cyrano de Bergerac

Una precisión: el Cyrano en el que pensamos todos, aquel cuya figura viene de la comedia de Edmond Rostand y la película de Jean-Paul Rappeneau, no tiene demasiado que ver con aquel que pululó por el París del siglo XVII. Si bien es cierto que vivió acomplejado por su fealdad (en especial, una narizota aquejada de acné crónico, amén de deformada por cicatrices fruto de sus numerosos duelos), y que fue célebre por su mala leche y su gran talento, el Cyrano histórico (1619-1655) fue un libertino de padre y muy señor mío, amén de enemigo acérrimo de los privilegios de la monarquía y, sobre todo, de los del clero.

Cuando un señor así se pone a escribir de viajes interplanetarios, el resultado no es un agradable paseo. Y, en este caso, no lo fue. Para empezar, Los estados e imperios de la Luna (1657) y Los estados e imperios del Sol (1622) resultan ejemplos de ciencia-ficción tan pioneros que dan hasta vértigo. Cyrano, que de ciencias naturales sabía lo suyo para la época, no sólo propone en ellos la propulsión a chorro como posible medio para abandonar la Tierra, sino que, además,afirma cosas tales como que los humanos no son los únicos seres vivos del sistema solar (llevándose así por delante todo el primer capítulo del Génesis). Y, para colmo, se muestra partidario del amor libre, del libre pensamiento y de la libertad para imaginar otras realidades, a la luz de las cuales estudiar mejor la nuestra. Si piensan que todo esto le convertía en un blanco perfecto para los otros guardianes del orden, aciertan de lleno. Seguro que ya se han fijado, pero las fechas de publicación de Los estados e imperios de la Luna y de su secuela son bastantes posteriores a la muerte del autor: Cyrano nunca se atrevió a publicar ambos libros, que sólo llegaron al público de manera póstuma.

Para terminar, señalemos que el fallecimiento del autor (descalabrado por una viga que le cayó en la cabeza: eso sí que sale en la película) pudo ser un asesinato, motivado por el deseo de callarle la boca. Por ello, Cyrano de Bergerac no sólo debería ser recordado como un pionero de la ciencia-ficción. También debería ser el santo patrono de los y las escritoras de género fantástico reprimidas y censuradas. Aunque, seguramente, a él no le haría ni maldita la gracia el título.

Nosotros contra Ellos

 'Micromegas', de Voltaire, por Charles Monnet.

‘Micromegas’, de Voltaire, por Charles Monnet.

Al correr de los siglos, y sin salir de Occidente, las maniobras institucionales contra la literatura de imaginación no cesan. Pero, eso sí, suelen ir asociadas más a campañas contra la Ilustración, el librepensamiento y otras lacras que a una tirria concreta al género. Así, un país católico (como España, sin ir más lejos) podría haber prohibido la publicación de Micromegas a partir de 1752, esto no se habría debido a que el libro en cuestión fuese uno de los primeros de la historia escritos desde el punto de vista de un alienígena. La razón habría sido que su autor era ese perro irreligioso llamado Voltaire, cuyas obras eran incompatibles con la salvación del alma.

Así pues, no hemos encontrado, o sabido encontrar, ejemplos de fantaciencia censurada hasta las primeras décadas del siglo XX: ni siquiera escritores de intención declaradamente subversiva como Jack London (con sus relatos La huelga general y novelas El talón de hierro clamando por una revolución comunista en EE UU) o el primer H. G. Wells tuvieron problemas con la justicia por escribir lo que escribían. Pero, claro, al llegar a 1917, la cosa cambia. Y cambia, entre otras cosas, porque nos damos en los morros con la mayor justificación para coartar el pensamiento ajeno: la fe. Una fe que, en los casos anteriores, había tenido por objeto a un ser supremo, pero que, en la recién nacida Unión Soviética, estaba destinada a conceptos tales como el materialismo histórico y, sobre todo, la autoridad del camarada secretario general.

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De esta manera, sospechamos que, cuando el ruso Yevgueni Zamiatin le puso el punto final a su Nosotros, allá por 1920, pensó fue en cómo demonios podía librarse de ir a Siberia sin billete de vuelta en cuanto Stalin se diese por enterado. Por supuesto, el caso de Zamiatin, un ingeniero naval que había editado en Rusia las obras de Wells y London, y de su obra (la cual se ganó multitud de adeptos, desde Aldous Huxley Un mundo felizGeorge Orwell 1984 a la incalificable Ayn Rand) pueden poner de uñas a los devotos de la hoz y el martillo: estos sólo tienen que señalar que Nosotros fue publicada en EE UU en 1924, tras el escamoteo fronterizo del manuscrito, para asegurarnos que el autor era un topo del Capital, y que su caso ha sido exagerado para fomentar la leyenda negra contra la URSS.

Pero que se guarden las uñas quienes correspondan, porque, al imaginar su Estado Único, Zamiatin no estaba dándole salida al rencor del reaccionario, sino a la decepción del creyente. El autor era un bolchevique de la vieja guardia, que había conocido las cárceles zaristas y cuyas simpatías con el Occidente capitalista (que también le era familiar, pues había ejercido su profesión en el Reino Unido) rayaban muy por lo bajo. Así pues, uno puede entender que, al observar la metamorfosis de la Revolución de Octubre, le diesen ganas de escribir distopías: una señora toma del Palacio de Invierno, una guerra civil que casi se lleva al país por delante, una paz de Brest-Litovsk, una Nueva Política Económica… y todo, a la postre, para ver cómo aquel georgiano bigotudo se enseñoreaba del Kremlin. A ustedes también se les habría caído el alma a los pies.

Imagen de 'Aelita'

Imagen de ‘Aelita’

Expulsado de la Unión de Escritores Soviéticos, algo que equivalía de facto a la prohibición de publicar, Yevgueni Zamyatin acabó saliendo de la URSS por piernas: los buenos oficios de Alexei Tolstoi (el autor de Aelita, reina de Marte) le libraron del gulag y le permitieron emigrar a Francia, donde murió, olvidado y pobre, en 1937. Su triste historia presagia la de otros autores soviéticos, como los prodigiosos hermanos Strugatski, que pasaron sus carreras literarias en un perpetuo tira y afloja con el Partido, empeñado en calificar de inaceptables muchas de sus obras, especialmente aquellas (como las archifamosas Qué difícil es ser un dios Stalker) concebidas para satirizar el statu quo posterior al estalinismo. De la misma manera que la Academia Soviética de Ciencias suprimió ramas del saber como la Genética y la Cibernética, considerándolas opuestas al materialismo dialéctico, sus contrapartidas literarias se empeñaron en proscribir según qué futuros posibles. Pero no se crean que al otro lado del Telón de Acero hubo (o hay) menos tela que cortar.

Huevos irritados y moteros nazis

Portada de 'Los amantes', de Philip José Farmer

A primera vista, los escritores de ciencia-ficción occidentales lo tenían bastante más fácil que sus colegas de la URSS. O que los de la República Popular China, donde el género fue prohibido entre 1983 y 1984, como parte de la llamada «Campaña contra la polución espiritual». La falta de censura previa era una ventaja, y salvo casos como el de El almuerzo desnudo, se registran poquísimos casos de novelas o relatos llevados ante los tribunales. Es más: que sepamos (y, si nos estamos equivocando, agradeceremos datos), ningún autor o autora de libros de marcianos tuvo que declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas.

Pero no nos engañemos: esto no se debió a una mayor manga ancha por parte del poder, sino a la poca consideración académica de un género al cual, generalmente, se le negaba la entidad de literatura propiamente dicha. De este modo, aunque los censores se dedicasen habitualmente a descargar palos sobre Zamiatin, los Strugatski u otros grandes autores de su país, la ciencia-ficción fue siempre vista con buenos ojos por los mandamases de la sovietiskaya kultura, debido en parte a su utilidad para propagar la utopía socialista entre el gran público. Al oeste de la Puerta de Brandemburgo, sin embargo, las historias sobre otros planetas u otros futuros apenas eran vistas como carne para revistas pulp y editoriales de baratillo. Así pues, ¿para qué preocuparse por ellas?

Portada de 'Bug Jack Barron' de Norman Spinrad

Lo que sí está documentado, en cambio, es la práctica constante de la censura editorial por parte de esas mismas publicacionse y empresas. Fuentes de fácil acceso revelan cómo autores de la talla de Olaf Stapledon (Sirio), Theodore Sturgeon (El mundo bien perdido, uno de los primeros relatos del género en abordar la cuestión LGBT) y Philip José Farmer (Los amantes, archipolémica novelita sobre el romance entre un estudioso y una alienígena insectoide) bailaron en el alambre debido a un viejo sistema de extorsión: si la obra no le parece apta al empresario de turno, ésta no se publica; y, si no se publica, el autor no cobra. En algunos países, los mecanismos represores eran más estrictos. Pero, por lo general, un escritor europeo o estadounidense debía hacer frente a una industria siempre temerosa de irritar a los funcionarios de correos, a algún politicastro con ganas de salir en la prensa o, peor aún, a las grandes cadenas de librerías.

Una de esas cadenas, la británica W. H. Smith, tuvo ocasión de protagonizar uno de los casos más idiotas de censura contra la ciencia-ficción en 1969, cuando se negó a distribuir la novela Incordie a Jack Barron. La razón no estaba sólo en la guarrería contenida en algunos capítulos del libro (algo esperable, tratándose de un tocho del gran Norman Spinrad), ni en aquella viscosa portada con la firma del equipo Hipgnosis. Lo que puso de los nervios a los responsables de la empresa fue que el título original del volumen, Bug Jack Barron, podría ser traducido al español como Joda a Jack Barron o tal vez, más propiamente, como Tóquele los huevos a Jack Barron, puesto que el protagonista de la historia es el presentador de un futurista talk show al que el público llama para desahogar su mala uva.

Portada de 'El sueño de hierro'

También de Spinrad es El sueño de hierro, descojonante parodia ucrónica cuya premisa bien merece una explicación: según se nos advierte en el prólogo, el libro es una edición crítica de El señor de la esvástica, clásico de la ciencia-ficción pulp escrito en 1959 por un tal Adolf Hitler. En la realidad alternativa que propone la novela, el führer de la Gran Alemania emigró a EE UU, donde desahogó sus paranoias escribiendo para las revistas del ramo. Esta deriva temporal permite al autor criticar sin piedad el trasfondo autoritario de ciertos autores (Lovecraft Frank Herbert, para empezar), y también hilar un fino ejercicio de cachondeo, con moteros arios, cachas y futuristas que exterminan judíos (uy, perdón: «controladores») apaleándolos con sus lustrosas y turgentes cachiporras sagradas. Nada que uno no pueda hallar en su típico codex del Warhammer 40.000, vamos. Debido a todo esto, El sueño de hierro cayó muy, muy mal en la República Federal Alemana, donde fue prohibida en 1982 por apología del nazismo. Sí, han leído bien.

En honor a Spinrad, hay que decir que él se tomó esta prohibición (revocada en 1990) con relativa paciencia: total, él había tenido que ver cómo su novela aparecía en la lista de lecturas recomendadas por el Partido Nazi Americano. Además, libros tan destrozones como los suyos podían zafarse, a fuer de salvajes, de otra forma de censura que, ocasionalmente, se gana un espacio en la prensa de EE UU debido a su manifiesta cazurrería.

«¡Fuera de mi biblioteca!«

Imagen de 'Los juegos del hambre'

Imagen de ‘Los juegos del hambre’

Imagine que es usted un probo ciudadano de Nuevo México, Tennessee o Mississippi. Un buen día, usted descubre en manos de su hija (prepúber, en la edad del acné o incluso universitaria) un libro cuyos contenidos le ofenden grandemente por motivos políticos y religiosos. Interrogando a la chavala, usted descubre que ella ha obtenido dicha inmundicia en un lugar llamado «biblioteca pública», donde otros materiales igual de perniciosos están a disposición del personal sin tener que pagar por ellos. Y no sólo eso: también es probable que su Peggy Sue tenga que leer esa carroña por orden de sus profesores. ¿Cómo hacer frente a semejante ofensiva de las culture wars? Pues, aunque le asalten las ganas de seguir el ejemplo de sus ancestros y prenderle fuego al maldito lugar, los tiempos modernos le ofrecen una solución mucho más práctica y compatible con las leyes penales de su estado: exigir la retirada de ese libro de los fondos de la biblioteca y de los currículum escolares. Dados los antecedentes, es probable que lo consiga.

Vale: en el párrafo anterior hemos exagerado, por cosas del efecto dramático. Pero ojo, porque, sin salir de internet, uno puede observar cómo esto de desterrar volúmenes de los centros de enseñanza es una costumbre muy arraigada en EE UU. Y, según revelan las bases de datos de la American Library Associationla ci-fi se ha llevado muchos palos por parte de los guardianes de la moral. La saga Los juegos del hambre de Suzanne Collins, sin ir más lejos, ha sido denunciada por incitar al satanismo (?) y por cuestionar el orden político y religioso actualmente existente, mientras que Un mundo feliz se llevó las del pulpo en los institutos de Missouri por «incitación a la promiscuidad». Carrie (Stephen King), El cuento de la criada (Margaret Atwood), el serial La materia oscura (obra del ateazo Phillip Pullman), la Guía del autoestopista galáctico (Douglas Addams) y novelas de Ursula K. LeGuin como Los desposeídos La mano izquierda de la oscuridad han padecido el mismo tratamiento.

Portada de 'Matadero Cinco'

De esta especialidad, cabe añadir, el recordman absoluto es Kurt Vonnegut: como eso de mezclar alienígenas transtemporales con nazis y un copioso rojerío no cae bien en según qué lugares, la novela Matadero cinco (1969) tiene la dudosa distinción de haber sido prohibida en cinco estados y denunciada en siete. De hecho, allá por 1973, 32 ejemplares del libro fueron quemados por orden del director (apellidado McCarthy) de un instituto de Drake, Dakota del Norte, junto a obras de Faulkner, Steinbeck y otros autores. El profesor que recomendó la lectura de la novela, un joven llamado Bruce Severy, fue despedido del centro. Al enterarse del suceso, Vonnegut replicó con una formidable carta. Pero saber que el rival más directo de Matadero cinco en la lista de libros más perseguidos por los bienpensantes es Fahrenheit 451 (esa bonita novela de Ray Bradbury que va de quemar libros), uno se queda sin habla. Como diría el otro, «so it goes».

Epílogo ibérico

Portada del número 14 de 'Nueva Dimensión'

Portada del número 14 de ‘Nueva Dimensión’

Por supuesto, en este rosario de vergüenzas, España tenía que salir. Aunque, la verdad, va a salir menos de lo que esperábamos: con un único caso, ocurrido además en el ya lejano año de 1970, cuando el Caudillo estaba ya con un pie en la tumba y a Luis Carrero Blanco le quedaban tres años para elevarse hacia la estratosfera. El asunto, eso sí, tiene su miga, porque en él coincidieron temas tan espinosos como los nacionalismos periféricos, la ley de prensa de 1962 (conocida como Ley Fraga) y, sobre todo, la habitual cerrilidad por parte de los censores. Su epicentro fue un cuento muy breve, y muy divertido, titulado Gu ta gutarrak («Nosotros y los nuestros», en euskera), firmado por la escritora vasco-argentina Magdalena Moujan Otaño.

Como se puede leer en el enlace, Gu ta gutarrak es una auténtica delicia, sobre todo si uno está más o menos al tanto de los temas que lo inspiraron: mediante una premisa que conjuga la emigración vasca a América y las bombas de Palomares, Moujan Otaño hilvana una descacharrante parodia del nacionalismo peneuvista y sabiniano, obsesionado con Dios, los fueros y el RH negativo. Por poner un ejemplo, cuando la mujer del narrador del cuento (a la cual, por cosas de la radiactividad, le han nacido hijos mutantes y superdotados) se plantea si mandar a su prole a estudiar a EE UU o a Rusia, opta por enviar a los chavales al país comunista porque «allí, al menos, mujeres ligeras de ropa no verán». Y, así, todo el rato. La historia acaba resultando en un viaje temporal (a bordo de una máquina bautizada «Pimpilimpausa», «mariposa») en busca de los orígenes raciales de la raza euskérica, y las consecuencias de ese desmadre son muy similares a las apuntadas por Michael Moorcock en su He aquí al hombre, pero mucho más divertidas.

Portada de 'Nueva Dimensión'

Saber que Moujan Otaño vivió buena parte de sus días bajo la amenaza de la dictadura argentina, da rabia. Pero saber que Gu ta gutarrak provocó el secuestro del número 14 de Nueva Dimensión (una de las revistas de ciencia-ficción más importantes de la historia de España, si no la más importante) «por atentar contra la unidad de España», provoca, directamente, un odio africano contra este maldito país y sus sátrapas. En este artículo, el editor Domingo Santos relata con detalle el suceso y sus pormenores, pero dejémoslo en esto: bajo la ‘Ley Fraga’, la censura previa del primer franquismo se había sustituido por una coacción más refinada, en forma del secuestro judicial que podía afectar a las publicaciones (impidiendo su llegada al público, con las subsiguientes pérdidas económicas) si las autoridades encontraban en ellas cualquier cosa que juzgaran inapropiado.

De esta manera, por obra y gracia de un fiscal de Barcelona, el número de Nueva Dimensión que contenía Gu ta gutarrak fue secuestrado. Los responsables de la revista salvaron la papeleta in extremis reemplazando el cuento de Moujan por un cómic de Johnny Hart. Y si bien Domingo Santos y sus compañeros se libraron de ir a juicio, el relato no vio la luz en España hasta 1977, cuando Franco ya pudría tierra. ¿La moraleja? Pues se puede encontrar en el lema que la propia Magdalena Moujan escogió para encabezar su cuento: «Aldiaren zentzunaz euskotarra naiz». O, en castellano, «vasco soy, y con sentido del humor». Porque el mejor antídoto contra la censura, en este caso y en todos los demás, es pillar el chiste. Sea este a costa de los marcianos, de los venusinos o de esa raza humana que, siglo tras siglo, se gana los méritos para ser objeto de burlas.

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2 comentarios

  1. FuzzyLogic dice:

    Bueno, «El Sueño de Acero» se convirtió el libro de cabecera del Partido Nacionalsocialista de América, y contaba con la bendición, creo recordar, de William Luther Pierce. El propio Spinrad (judío y obviamente antifascista), tras un par de visitas al psiquiatra, decidió añadir un anexo crítico en forma del comentario de un académico del propio universo en el que se publica «El Señor de la Esvástica».

    Es un caso flagrante de Ley de Poe en acción. Y haces bien en mencionar a Warhammer 40k, que sufre exactamente del mismo problema.

  2. Komando-K dice:

    Muy guapo el artículo. Casi todas las conocía algunas no…

    Salud!

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