Por qué ‘Súper empollonas’ y ‘Chicos buenos’ nos dan razones para creer en el futuro

Que este verano en España, y con apenas un mes de diferencia, se hayan estrenado dos films como Súper empollonas y Chicos buenos, dirigidos por Olivia Wilde y Gene Stupnitsky, supone una excelente noticia. Y no únicamente en lo que se refiere al estado actual de la comedia juvenil, tan exultante y vitalista como lleno de comprensión.

(Este artículo contiene spoilers de Súper empollonas y Chicos buenos)

Desde nuestro país siempre hemos imaginado los institutos estadounidenses de cierta forma; concretamente, de aquella que los propios EE.UU. se han esforzado en hacernos llegar a través de sus películas y series. A partir de ellas se ha instaurado una visión compacta por la cual el instituto, como concepto e imaginario espacial, se conforma como un lugar de transición de la niñez a la vida adulta, y se convierte en un catálogo a pequeña escala de las monstruosidades que sus estudiantes encontrarán en cuanto lo abandonen.

Si fuera de las fronteras de Norteamérica se ha asimilado de esta forma, se debe a la universalidad de su visión, que recrea un escenario organizado de forma estrictamente jerárquica, injusta y casi inamovible -aunque en no pocas ocasiones la narración pase por alcanzar el éxito social, trascendiendo la etiqueta con la que se partió-. El instituto estadounidense, occidental, siempre ha sido una mierda proclive a llenar de traumas el pasado de los alumnos. Dado que en mi caso particular el entorno escolar carecía de animadoras, clubes de ciencia o equipos de fútbol americano, pero no de marginación ni de bullying, es fácilmente comprensible, en resumen, por qué un adolescente de un pequeño pueblo de Toledo puede conectar tan bien con esta ficción.

Las ventajas de ser un marginado (Stephen Chbosky, 2012)

El instituto se retrata en estas películas como una preparación despiadada ante el ingreso en la sociedad adulta, replicando gran parte de sus elementos definitorios de una forma violenta e histérica. Empollones contra deportistas. Deseo avasallador de sexo, que suele conducir a los primeros incurriendo en prácticas atribuidas a los segundos. Ambiente enrarecido que conduce a una intensa rivalidad femenina. Todas estas narrativas han anidado en la ficción audiovisual y se han prolongado durante décadas, si bien la última de ellas, debido a la escasez de mujeres involucradas en la producción cinematográfica, tardase algo más de la cuenta en acoger visibilidad, y hasta llegado el siglo XXI no nos topáramos con obras como Chicas malas (2004) y la reivindicable Jennifer’s Body (2009).

Mucho antes, en los ochenta, John Hughes ya se desmarcó al aunar tanto la euforia como la melancolía de este escenario en films como El club de los cinco (1985) o Todo en un día (1986), pero en raras ocasiones desde entonces se ha replicado este equilibrio. Lo más habitual venía siendo que, aunque esporádicamente aparecieran razones para el optimismo, estas se dieran de forma individual, desafiando el organigrama del instituto y huyendo de sus sombras, abrigando la seguridad de que nada bueno podía salir de él. Pero algo ha cambiado.

Chicas malas (Mark Waters, 2004)

Tanto Chicos buenos, encarando la entrada en el instituto, como Súper empollonas haciendo lo propio con la salida de él, se apartan radicalmente de esta visión. Las películas dirigidas por Gene Stupnitsky y Olivia Wilde, a cambio, dibujan un entorno que, si hemos de seguir entendiendo como cápsula de todo lo que vendrá después, arrojan la sensación de que el mundo está mejorando. Al menos, dentro del cine, y después de haber avanzado un largo camino.

En busca de la fe

El referente de Supersalidos (2007) ha sido muy socorrido por los críticos a la hora de analizar tanto Súper empollonas como Chicos buenos, y en ambas ocasiones con total justicia. En el caso del film de Olivia Wilde, las semejanzas fueron tales como para que la traducción española sustituyera el Booksmart original por un título que retrotraía de inmediato al film de Greg Mottola, pero quién podría culparlos: Súper empollonas retrata el último día de instituto de dos estudiantes inseparables y con ciertos problemas para socializar que justo antes de graduarse y marchar a la universidad deciden pegarse la gran juerga, y de paso conseguir pasar a mayores con sus respectivos crushes. Ya de por sí es un planteamiento similar al de Supersalidos y, por si fuera poco, una de las amigas (Molly) está interpretada por Beanie Feldstein, hermana del mismo Jonah Hill que encarnó al insoportable Seth en el film de 2007.

Y el mismo que, por cierto, produce Chicos buenos. El film dirigido por Gene Stupnitsky pretende disimular aún menos su parentesco con Supersalidos, hasta el punto de que Seth Rogen y Evan Goldberg, guionistas de dicho film, ejercen igualmente de productores, y el propio Rogen aparece en el tráiler hablando con los protagonistas e intercambiando referencias a su obra. Chicos buenos, más aún que Súper empollonas, no se puede entender sin cierta filmografía anterior, e incluso ateniéndonos a su propio argumento las similitudes continúan siendo notables: volvemos a tener a chavales dentro de una encrucijada vital queriendo culminar sus avances románticos y topándose en su periplo tanto con drogas como personajes de generaciones posteriores. La diferencia, no obstante, es que estos chavales apenas tienen 12 años, están a punto de entrar en el instituto, y lo único que quieren es aprender cómo besar antes de asistir a una Fiesta del Beso donde jugarán a la botella con sus compañeros de clase.

Tanto Súper empollonas como Chicos buenos, por tanto, operan a la sombra de Supersalidos, pero también se obstinan en dejarla atrás y en certificar su obsolescencia. Dentro de sus presupuestos incluso llega a entreverse el objetivo de impedir la consolidación de un mundo (un instituto) donde resulte gracioso que una mujer borracha menstrúe sobre Jonah Hill. Los films de Wilde y Stupnitsky se rebelan contra ese instituto, pero no lo hacen desde el abierto cuestionamiento, sino desde un prisma donde ni siquiera llegue a ser necesario. Sus personajes lo saben, y en torno a esta mirada limpia (y, sobre todo, entusiasta) desarrollan su sorprendente discurso, distanciándose diametralmente del desengaño existente en la película protagonizada por Michael Cera y Jonah Hill.

Supersalidos, como venía siendo habitual en las producciones de Judd Apatow de aquella época, poseía una mirada tan cínica e inmovilista que era capaz de erigir como futuros yos de Seth, Evan y McLovin (Christopher Mintz-Plasse) a los policías interpretados por Seth Rogen y Bill Hader, sin que el comentario fuera más allá del “esto es un asco, pero es lo que hay”. Supersalidos sabía que el instituto era una mierda traumática, pero cómo no iba a serlo si el futuro que esperaba fuera también lo era.

No os parezcáis a ellos, por favor

Y no obstante, apenas seis años después del estreno de Supersalidos -y de su rápida configuración como agreste película generacional-, se estrenó Infiltrados en clase. Una película que dirigían Phil Lord y Chris Miller fuera del influjo Apatow que se respiraba en cada exponente de la Nueva Comedia Americana, y que sorprendentemente acababa sirviendo para refutarlo. La jugada, además, tenía muchísima gracia: dos policías adultos (Channing Tatum y, siempre hemos de volver a él, Jonah Hill) debían volver al instituto para hacerse pasar por alumnos y pillar a un camello, y el primer día ya descubrían lo mucho que habían cambiado las cosas desde que ellos eran adolescentes, y Schmidt (Hill) tenía que resignarse a sufrir los abusos de chavales como el propio Jenko (Tatum).

Ahora, sin embargo, la agresiva presencia de Jenko, su indolencia con respecto a reivindicaciones sociales o ecologistas, y su apego a la violencia, le convertían instantáneamente en un paria; en alguien que no tenía sitio en este nuevo instituto. Schmidt, por su parte, se limitaba a ser simpático, y de esta forma (carente de epicidad o de cualquier narrativa de superación o persecución) lograba triunfar en este nuevo círculo y enrollarse con la tía más guay de su clase, interpretada nada menos que por Brie Larson. En 2011, efectivamente, ya se movía un enorme cambio de paradigma, y a cada segundo que pasaba Supersalidos se iba quedando más vieja.

Los directores, tanto millenials como babyboomers, se habían empezado a dar cuenta de esto, y según despuntaban nuevas generaciones empezaron a observar el instituto (o a querer observarlo) de un modo distinto. Entendieron que seguir reflejándolo como la antesala a un mundo injusto y desigual era conservador, y que si ahondaban en esta descripción canónica estarían mostrando su conformidad con dicho mundo, por mucha ironía que quisieran emplear para disimularla. Había que hacer algo distinto, rompedor. Había, en resumen, que creer que las cosas podían cambiar, y que las nuevas generaciones iban a ser las encargadas de obrar ese cambio.

Los clichés están para demolerlos

¿Cómo puede obrarse dicho cambio? Súper empollonas no posee una respuesta directa pero, dentro de su representación del instituto como un lugar radicalmente distinto a los asfixiantes espacios que describían otros hitos del género, al menos se muestra consciente de qué era lo que había antes de que se produjera. De ahí las rimas con la película de Mottola o las referencias (tanto espirituales como explícitas) a la obra de John Hughes, pero, sobre todo, la asunción inicial de que el escenario sigue siendo proclive a las etiquetas. Así, aunque estas ya no tienen por qué confluir en una rígida jerarquía de poder, la película de Wilde no pierde tiempo en caracterizar a Molly y a Amy (Kaitlyn Dever) como nerds. Algo que podría ser revolucionario por darse en un contexto cultural donde Ready Player One es un éxito aún reciente, pero que va mucho más allá.

Y es que se da el caso de que Molly y Amy, a diferencia de un Wade Watts o un Randy Meeks, no son nerds por su conocimiento de la cultura pop o sus hábitos de consumo. De hecho, hay una escena en la que Molly tiene una discusión bastante específica sobre Harry Potter con el pavo que le gusta, y en la que en ningún momento se hace hincapié en la diferencia, ni Molly se sorprende de que un tipo tan heteronormativamente guapo pille sus chistes sobre Ravenclaw. Ambos personajes, pese a provenir de grupos sociales diferentes, comparten un mismo imaginario; uno donde llamar friki a quien, por ejemplo, le gustan las películas de superhéroes ya no tiene ningún sentido. Desarrollar una etiqueta a partir de ello es algo parecido a la ciencia-ficción, y a Molly y a Amy no les queda más remedio que seguir siendo nerds en base a su concepción más básica. Esto es, a lo mucho que estudian. Y ni siquiera esto va a permanecer por mucho tiempo libre de la transgresión.

Súper empollonas articula su discurso a partir de la demolición de las etiquetas, y por ello Molly y Amy tampoco van a sentirse seguras para siempre dentro del status nerd; ni aunque este se haya visto despojado desde el principio de sus connotaciones más dañinas. El desencadenante de la trama se da, de hecho, cuando Molly descubre que las etiquetas son incapaces de calificar la totalidad de facetas de cualquier individuo, y a partir de esta revelación se muestra incapaz de definir su propia identidad. Triple A (Molly Gordon) se ha pasado todos estos años de instituto no perdiéndose una fiesta, siendo promiscua y soportando con diplomacia un apodo referente a esto último, pero eso no ha evitado que también estudie como la que más, y que de hecho vaya a acabar asistiendo a la misma universidad que Molly. “Sí que nos preocupa el instituto, la diferencia es que no sólo nos preocupamos por el instituto”, le dice a la protagonista, y entonces su mundo se desmorona. 

La acción del film de Wilde no viene motivada por la pérdida de la virginidad ni por ningún logro amoroso, sino por la necesidad de desmarcarse de una etiqueta en la que antes Molly y Amy se sentían cómodas, pero de la que acaban de comprender sus limitaciones. Las protagonistas de Súper empollonas quieren demostrar entonces que son mucho más que eso, ¿y qué ocurre cuando las etiquetas se tambalean? Que todos ganan en tridimensionalidad, y a partir de ahí el discurso de Súper empollonas se cimenta tanto cómica como narrativamente. Por supuesto que siempre va a ser divertida esa demolición de las primeras impresiones -destacando lo genial de la pareja de amigos que forman Gigi (Billie Lourd) y Jared (Skyler Gisondo)., pero también va a ser progresivamente más emotiva, y a dibujar un horizonte donde la madurez a la que (como todo coming of age) se dirige Súper empollonas no pase por la asunción de responsabilidades individuales. Bien al contrario, esta se alcanzará mediante la comprensión del entorno y el descubrimiento de la empatía, y así todo lo que creíamos saber sobre el instituto (y sobre el mundo que pueda preceder) se evaporará.

En un lugar donde la empatía es el sentimiento definitorio, y personas terriblemente vulnerables se muestran sensibles a la vulnerabilidad de otras, ya no tienen sentido las jerarquías. Ni las etiquetas. Ni todas las películas que hemos visto sobre revanchas de novatos u orgías de atletas a lo Richard Linklater. El film de Olivia Wilde, de una forma similar a como lo hizo Bo Burnham en su magistral Eighth Grade, construye su estudio de la adolescencia a partir del entendimiento, y dibuja un entorno que podría calificarse como utópico, si no fuera porque es la única consecuencia posible de lo descrito en una película como Chicos buenos. La que, fácilmente, podría oficiar de precuela de Súper empollonas.

El nacimiento de las nuevas masculinidades

Hay una escena de Chicos buenos que resume a la perfección su auténtica relevancia, y lo hace bastante mejor que diez o doce chistes sexuales protagonizados por niños atolondrados. Para recuperar el dron que ha complicado tremendamente su aprendizaje sobre cómo besar, Max (Jacob Tremblay), Lucas (Keith L. Williams) y Thor (Brady Noon) han de comprarle droga a Benji (Josh Caras) y sus amigos. No es la primera vez que el espectador conoce a Benji, ya que antes ha protagonizado una escena bastante desagradable junto a Hannah (Molly Gordon de nuevo, porque Súper empollonas y Chicos buenos comparten elementos incluso desde el marco más superficial), en la que ha reaccionado de forma agresiva e infantil a una inevitable ruptura. Por ello, no es para nada sorprendente que el entorno cercano a Benji esté descrito de esta forma. Como tampoco que la planificación de la escena, en sus compases iniciales, esté desarrollada como una set piece de terror.

Benji es miembro de una fraternidad universitaria que los protagonistas de Chicos buenos han pillado en medio de uno de sus inquietantes rituales, con un novato con sobrepeso siendo humillado, y unas voces que impelen a los recién ingresados en el grupo a “no llorar” ni “comportarse como niñitas”. Max y sus amigos reaccionan aterrados ante este futuro que se dibuja ante ellos, y la escena concluye con una violenta escaramuza luego de la cual los protagonistas escapan de esta residencia como quien huye de una mansión poseída por espíritus demoníacos. Y así, de esta forma tan sencilla, Chicos buenos culmina uno de los retratos más crudos y críticos de la masculinidad tóxica que hemos tenido oportunidad alguna vez de ver en el cine.

No supone, desde luego, un momento aislado, sino que se vehicula con una trama que ha ido de cara desde el principio. Y es que Chicos buenos es una película considerablemente más amarga que Súper empollonas no únicamente en base a su descripción de la amistad infantil (siempre abocada a la desintegración) o a la descripción de traumas como el divorcio paterno o la entrada al instituto, sino en tanto al conocimiento de la oscuridad que espera al final del camino y que en su día abanderaron, precisamente, los mismos Rogen y Goldberg que ahora producen el invento, acaso ansiosos por desandar ese camino. Los protagonistas, al instante, lo identifican como algo tremendamente nocivo, y luego de exponerse a él se reafirman en que no quieren algo así: que su masculinidad floreciente ha de transitar un sendero distinto, más comprometido con ese apodo de “buenos chicos” que adelanta el título, y del cual a lo largo de todo el metraje son incapaces de distanciarse.

¿Y por qué? Porque estos niños ya han nacido en ese nuevo escenario que dejaba entrever Infiltrados en clase y acababa de rematar Súper empollonas, y en dicho escenario no hay sitio para las hediondas imposiciones que su género ha ido conservando como parte de su configuración durante siglos. Hay que huir de ellas, en definitiva, y comprender que lo que se deja atrás no puede hacerles ningún bien.

Los arcos de Max y Lucas refrendan todo esto —con Max afrontando su precoz interés en las chicas de una forma libre y sana, y Lucas consolidando su interés por el activismo al ingresar en la organización Anti-Bullying de su escuela—, pero es especialmente jugoso lo que implica a Thor, dispuesto a desafiar primeras impresiones desde su propio nombre. La masculinidad de Thor se encuentra en conflicto ya al inicio de Chicos buenos, cuando el hecho de que le apasione cantar y actuar en musicales (y sea fabulosamente bueno en ello) no evita que le mortifique ser incapaz de darle más de un sorbo a la botella de cerveza que le ha tendido el malote de la clase.

Muy atinadamente, el alcohol se yergue como símbolo de esta masculinidad marchita y en franca crisis, y como rostro de los peligros que implica abrazarla aun desde la preadolescencia. El objetivo por tanto (y la forma de que dejen de meterse con él) radica en darle a la birra más de tres sorbos, y es lo que Thor se pasa intentando conseguir durante gran parte del metraje de Chicos buenos. Para que, cuando lo logre, se dé cuenta de la absurdez de sus esfuerzos y comprenda que lo suyo es, maldita sea, el espectáculo. 

Chicos buenos concluye con una función escolar en la que él y sus compañeros representan Rock of Ages, y Thor es el encargado de interpretar a Stacee Jaxx, como ya hiciera Tom Cruise en la infausta adaptación dirigida por Adam Shankman en 2012. Ese trasunto de Axl Rose que mientras versiona a Foreigner se pone ciego de cocaína (es decir, polvos pica pica en la versión para todos los públicos), y que da cuenta de una jugada muy significativa a varios niveles metarreferenciales. En un nivel, porque el mismo Axl Rose ha protagonizado una de las conversiones más hermosas de estrella del rock machirula en artista woke que hemos presenciado últimamente, y en otro nivel distinto porque Tom Cruise, en las vísperas del siglo XXI, encarnó en Magnolia a Frank T.J. Mackey. El mayor ejemplo de que los hombres debían empezar de nuevo.

¿Realismo u optimismo?

Aunque Chicos buenos cuente con mayor oscuridad en su ensamblaje —y, todo hay que decirlo, menor fortuna a la hora de plantear unos chistes que ocasionalmente llegan a pasarse de frenada— es más lo que la une a Súper empollonas que lo que le separa. Podemos, desde luego, establecer unos orígenes análogos en la Nueva Comedia Americana —sobre todo a partir de que, en 2011, La boda de mi mejor amiga inaugurara un interés por parte de la industria en contar historias desde otras perspectivas—, y también ir enumerando las concomitancias entre ambas películas. Unas que van desde actores comunes (la ya citada Molly Gordon, pero también Will Forte encarnando en ambos films a un padre hilarantemente comprensivo) hasta dispositivos narrativos similares, como todo lo referido a su contacto con las drogas duras o la existencia de un diálogo, en un coche, donde un miembro de la generación posterior ilustra a los protagonistas sobre sus futuros posibles.

Pero son elementos superficiales. Lo que verdaderamente unifica las propuestas de Súper empollonas y Chicos buenos radica en su esqueleto moral; en la amalgama de códigos y buenas prácticas que subyacen bajo la historia y por las que los personajes se guían en todo momento, sin apenas momentos de flaqueza. Es lo que conduce directamente a que Súper empollonas no tenga villano alguno —como no podamos definir como tal la estrechez de miras—, y a que en Chicos buenos éste se reduzca a esa velada amenaza que se esconde en esa residencia universitaria. Una amenaza, en cualquier caso, que nunca llega a parecer realmente peligrosa porque estos niños de 12 años saben a la perfección cómo eludirla, y de un modo completamente instintivo.

Dentro de uno de los rasgos más peculiares de Chicos buenos, encontramos que sus protagonistas están familiarizados con los deberes cívicos, con el respeto a otras culturas y con nociones básicas de feminismo, como todo lo que se refiere al consentimiento. Lo divertido es que estos niños desconocen totalmente la teoría que respalda dichos conceptos, dándose chistes donde afirman desconocer qué significa “feminista” y donde, cuando alguien los llama misóginos, responden que no, que ellos nunca le han dado un masaje a nadie (tiene más gracia en versión original). Estos niños, por tanto, son feministas de forma completamente natural, porque han nacido en una sociedad que les ha guiado instantáneamente por dichos valores, y gran parte del humor de la propuesta pasa por hacer chocar esta mirada “limpia” con los elementos más confusos del futuro que les rodea, sin en ningún caso ridiculizarlos ni hacer pasar por vergonzosa dicha mirada.

La infancia que refleja Chicos buenos también es una donde el niño más popular de clase es un chaval de origen asiático y aspecto enclenque que es tremendamente amable con todo el mundo, y donde ante la noticia de un divorcio el niño sólo atina a lamentarse con un “¿eso significa que no volveremos a ver This is Us en familia?”. Es una infancia idílica como sólo podría serlo una que se diera en una sociedad idílica, y es entonces cuando es inevitable asistir con cierta pena al empeño de los guionistas por encasquetarle una R al invento a base de chistes en los que los protagonistas interactúan con varios juguetes sexuales. Chicos buenos hubiera debido llevar su carácter de película familiar, y de brújula nítidamente moral, hasta el final, y hacer posible que niños de la edad de Jacob Tremblay y los demás se pudieran dejar caer de la sala, y midieran hasta qué punto es verídico el reflejo que les propone el film de Stupnitsky.

Aunque claro. Quizá la pátina de gamberrismo (herencia directa de los productores de La fiesta de las salchichas) no vaya tan en detrimento de su discurso como parece. Y es que no es nada descartable que la propuesta vaya dirigida a nosotros, los adultos escépticos que en ocasiones lamentan que ya no se puede hacer humor con nada —poco antes de ver cómo un niño se llena el paladar de pelos púbicos al besar a una muñeca hinchable—, y que necesitan sentir esperanza tanto hacia su desolador presente como al confuso futuro que se agazapa detrás. Viendo tanto Chicos buenos como Súper empollonas, comedias enormes de corazón aún más enorme, nosotros como adultos (y víctimas de ese instituto donde tomaron forma todos los males) podemos confiar de repente en lo que está por venir.

Dentro de esta percepción, indudablemente ambos films se revelan optimistas antes que realistas, llegando a lugares abiertamente mágicos casi sin querer, como cuando en la necesaria escena donde Molly escucha a sus compañeros de clase reírse de ella, estos se descuelgan con consideraciones como “lo único que Molly tiene malo es la personalidad”. Y claro, ella y Amy son feministas declaradas —Amy en concreto es una activista cuya homosexualidad es sólo una de las múltiples facetas que pueden alcanzar a definirla—, pero en el mundo de Súper empollonas eso no significa gran cosa. Porque todo el mundo lo es. Porque es impensable que no lo sean.

Es posible, en resumidas cuentas, que el instituto de Súper empollonas y el colegio de Chicos buenos sólo puedan existir en nuestros sueños de un mañana mejor, pero al fin y al cabo para eso se inventó el cine. Para registrar los sueños y quizá, si consiguen inspirar lo suficiente, hacerse realidad algún día.

¿Te ha gustado este artículo? Puedes colaborar con Canino en nuestro Patreon. Ayúdanos a seguir creciendo.

Publicidad