Alguien escribe todo lo que lees. Se escribe lo que se dice que ha sido escrito, pero también lo que ni siquiera se menciona que ha pasado por un procesador de texto. Esto no trata de una sesuda teoría estética sobre la muerte del autor y los caminos del texto; trata de algo tan grosero y vulgar como que todo lo que se consume ha tenido que ser producido por alguien, y detrás de cada artículo firmado por «la redacción», cada nota de prensa firmada por «el gabinete», o de cada pieza de cuatrocientas palabras pagada a euro en cualquier página de internet hay alguien que, por lo general, escribe para comer. Escribir es un trabajo, como cualquier otro, pero, la mayoría de las veces, poco tiene que ver con la versión romántica del novelista y más con la del currante 9 to 5.
«Son gente sin patria, pero la tierra les pertenece.»
El enano, Pär Lagerkvist
The freelance writer’s handbook
Andrew Crofts es un escritor fantasma con largo recorrido. Desde joven había trabajado como redactor en periódicos o como escritor de guías de viajes y cosas así, y su carrera como ghostwriter se asentó en los noventa. La polémica que le hizo ganar fama fue la publicación de la «autobiografía» de Pete Bennett, ganador de la séptima edición del Gran Hermano británico, en la que contaba su vida con síndrome de Tourette. En una entrevista en The Guardian le preguntaron por el libro, que qué tal estaba, y él, sin un ápice de malicia y con toda la ingenuidad del mundo, respondió que no sabía, que todavía no lo había leído. El autor de la autobiografía fue Crofts, a partir de diálogos y grabaciones donde Bennett contaba su vida. Sin embargo, Crofts tomó ese material en bruto y construyó una biografía, y se debatió en qué medida las obras por encargo de Crofts —la mayoría autobiografías—, tenían más o menos invención de su parte.


Esta polémica no resta relevancia a su trabajo (tal vez sólo credibilidad como autor). Tras esta polémica ha seguido trabajando y, sobre todo, ha dedicado denodados esfuerzos en apoyar a lo que él prefiere llamar escritura freelance, a través de manuales y memorias donde narra su fascinante vida. Considera que nos encontramos en una edad de oro de la escritura, auspiciada por internet —escribe en 2002 su libro The freelance writer’s handbook—, no sólo por la capacidad de difusión sino, sobre todo, por la capacidad de información: se puede escribir sobre cualquier cosa con calidad y bien informado. Todo es positividad: «no te rindas nunca» es su lema. De hecho no duda en iniciar su libro con las siguientes palabras: «Freelance writing is the most wonderful way of earning a living. Nothing, except perhaps inherited wealth, provides greater personal freedom«. Yo hubiera preferido heredar.
Crofts es un entusiasta, pero hace poco hincapié en el carácter precario de lo freelance. No se equivocaba en el planteamiento ideal: el mercado crece, y crece para una sociedad progresivamente más cultivada en términos de alfabetización que busca nuevas experiencias de ocio. Es el mercado, no tiene más. Se presupone que una creciente caterva de ávidos lectores van a pagar por ese nuevo acceso a la cultura, y en la continua ampliación tanto de una audiencia educada como de los medios de esa industria, no sólo siempre va a haber mercado, sino que además siempre va a haber industriales que busquen estar en ese mercado y se dediquen a financiar el ámbito de la cultura porque va a retribuirles pingües beneficios.
En este contexto es en el que Andrew Crofts habla de «escritura freelance«, que entiende básicamente como ser autónomo. Como freelance considera que puedes organizarte como quieras y donde quieras, que puedes elegir trabajos en los que te sientas más cómodo y que incluso puedes adaptar esos trabajos a tu estilo. Sin embargo, como todo el mundo sabe, ser autónomo puede significar ir por libre, pero no significa ser independiente. Aunque él homologa la escritura freelance con el ghostwriting, no es lo mismo: el fantasma no existe al final del trabajo; la no-presencia te quita derechos, pues supone un estado gris donde, sí, estás haciendo un trabajo, pero precisamente un trabajo que no deberías estar haciendo, porque titularmente no vas a ser autor del trabajo. No se pueden reclamar derechos sobre algo que, a ojo de todos, no has hecho.


Un inicio
Me hice escritor fantasma casi de casualidad. Era el tercer año de carrera. Un amigo que llevaba ya algunos años en el mundillo tenía mucha carga de trabajo para una tesis. Me conocía, sabía (o suponía) que escribía bien, y me preguntó si me podía hacer cargo de algunas lecturas para sacar referencias y citas. A partir de ahí fue creciendo la carga de trabajo. El amigo simplemente no tenía capacidad de hacerse cargo de la tesis completamente, así que de hacer fichas pasé en apenas un par de meses a hacerme cargo de dos capítulos de la tesis. Nada más empezar tuve mi primer encargo de peso. Y fue fascinante el proceso de investigación y escritura. Las relaciones con el cliente fueron diferentes. Al principio yo no tenía contacto con él, pero al hacerme cargo de los capítulos sí, para ir viendo cómo avanzaba, lo que quería que mejorara o lo que sobraba, ese tipo de cosas. El problema está cuando las conversaciones deriva de lo profesional a lo personal: esa persona está haciendo una tesis, y tiene dudas sobre el contenido, sobre la dirección de la investigación, y piensa que sabe lo que quiere y te hace dar bandazos. Al fin y al cabo, tú sólo escribes. Aprendí mucho de aquellos dos capítulos. No sé si la tesis se terminó leyendo: tras la entrega no volví a saber nada del cliente.
Yo trabajo de una forma muy artesana: me gusta que haya comunicación, que el cliente se lea lo que le mando para que opine y sepa lo que se está haciendo, aunque yo sea quien tome en realidad las decisiones y escriba lo que crea conveniente. Mis trabajos son de una calidad normal. También depende de lo que pagues y lo que quieras, pero por lo general mantengo una media de notable. Me gusta dedicarle tiempo y una atención personalizada. En esto, mis precios siempre han ido a la baja: soy rápido, aunque afecta sobre todo el hecho de ser independiente. Establezco una base y a partir de ahí voy sumando según horas, añadidos, correcciones, etc. Esto, por supuesto, no es lo normal. Hay un negocio gris importante detrás. Hay empresas que se dedican a escribir trabajos académicos, que se encuentran fácilmente en internet, aunque la mayoría son sub-negocios de las academias de apoyo al estudio. Nunca he sido muy inteligente en los negocios, ni me he dedicado a tiempo completo a la escritura fantasma, porque lo he hecho como complemento mientras estaba estudiando. El negocio potencial es importante, sobre todo en aquellos ámbitos y tipos de trabajo donde la originalidad —en términos de autoría— no es relevante.
Presencias incómodas


Cuando Pedro Sánchez llegó a la presidencia, la publicación de su tesis doctoral en forma de libro —La nueva diplomacia económica española (2014)— suscitó ciertas dudas sobre su autoría por cuestiones de plagio, en medio de una plaga mediática que afectó sucesivamente a diversos cargos académicos y políticos. Todo venía de que, en el libro, acreditaba a un coautor, lo cual sorprendió cuando el libro era prácticamente el texto íntegro de la tesis. Estoy convencido de que no hubo plagio, pero sí otra cosa. No dudo de la honradez de Pedro Sánchez, pero tampoco de su ingenuidad; tiene la virtud de rodearse de gente inteligente, y se deja guiar por sus consejos. El caso es que, cuando decidió publicar su tesis le pudo la honradez y no hubo nadie que le desaconsejara hacer algo que no se debe hacer nunca: acreditar a tu negro (la forma patria de llamar al escritor fantasma, con ese regusto a esclavitud que tanto aprecia el empresario moderno).
Esa es mi teoría. La elegancia no se estila entre quien contrata a escritores fantasma. Hay casos y casos, y el de Pedro Sánchez —a mi juicio, mi teoría, mi impresión, que puede ser totalmente falso y estar patinando— es de una candidez enternecedora: es sincero al acreditar el trabajo de otros, y eso le dota de cierta altura, aunque genere problemas distintos. La norma es otra. Existen escritores asalariados en editoriales que hacen el trabajo que realmente saben hacer, y otras personas, los clientes, no saben hacer; es lo normal. Pero también existen casos, los más visibles por su significativa desfachatez, que son los que exponen la precariedad moral (aparte de la económica) del oficio. Todos son casos supuestos, obviamente, porque el secretismo que subyace en ese ámbito de lo alegal —en realidad, más cerca de lo inmoral— poco se parece al ámbito profesional que pinta Andrew Crofts. La escritura se sigue contemplando como arte, como cosa de literatos, de genios de las palabras, como con otras disciplinas, algo vocacional, y no como un trabajo susceptible de profesionalización. Y eso lleva a equívocos.


Caso señero es el de Ana Rosa Quintana, cuya única novela, Sabor a hiel (2000), no sólo se presupone que no escribió ella, sino que además contiene textos plagiados de otro libro. La novela fue retirada del mercado, y cada vez que se nombra el caso a ella le entran los siete males. Y es que no gusta que se dude de la autoría de las obras propias. Pero siempre ha habido quien ha hecho ese trabajo. No es algo realmente malo o censurable: es reconocer las limitaciones propias y la necesidad del trabajo de otros. Vuelvo a Pedro Sánchez (no tiene escapatoria): Manual de resistencia (2019), memorias de su bamboleo político desde la secretaría general del PSOE hasta la presidencia, le tiene por autor. Sin embargo, en el interior se acredita a Irene Lozano (actual Presidenta del Consejo Superior de Deportes) como la que «dio forma literaria» al texto.
La conclusión oficial fue que Irene Lozano había escrito y pulido las palabras del presidente, pero que eran las palabras del presidente. Repito: no hay nada censurable en esto, lo cuestionable son las formas. Si el libro lo ha escrito Irene Lozano la autora es ella, aunque haya sido en conversaciones con Pedro Sánchez (y en estos casos se suele acreditar a ambos, es un género en sí mismo). La autobiografía de Lemmy Kilmister —White line fever— son apabullantemente las palabras de Lemmy, y sin embargo viene acreditada en la portada Janiss Garza porque ella es la escritora de sus palabras. No importa que el total de la obra escrita por propia mano de Pedro Sánchez se encuentre en su tuiter; lo que importa es cómo te comportas y qué es lo que haces con lo que realmente es trabajo de otros.


Un TFM
Una vez me llegó un cliente con lo que decía era un trabajo ya hecho, pero sin corregir; un TFM que tenía que entregar en dos o tres semanas. Me preguntó si lo podía arreglar y por cuánto le saldría. Yo, que soy muy prudente, le dije que dependía del trabajo que tuviera, que me mandara el texto y yo evaluaría. Me reenvió un correo, que había mandado a otra persona, pidiendo lo mismo. Era su segunda opción. Investigué un poco —poquísimo, golpe de google— y era, como suponía, una empresa que se dedica a escribir trabajos académicos para gente. Se lo dije al chaval, que está un poco feo (en general, para todos los implicados) que haya tenido esa falta de tacto. Se disculpó y se justificó: ellos le pedía 500 euros y le daban un TFM nuevo a estrenar, y él no quería eso, porque tenía el trabajo ya hecho y no quería gastarse ese dinero. Obviamente, una corrección sale más barata que un trabajo nuevo, y un independiente más barato que una empresa. El problema no estaba en sus necesidades, sino en sus formas: como con cualquier otro servicio, los clientes quieren un buen trabajo a un precio pequeño, y los clientes se suelen crecer porque se creen estar comprándote como servidor (por eso actitudes como la de la empresa esta chirrían). La pátina de alegalidad resta el peso moral de las formas.
El texto que quería que le arreglara era, en realidad, un desastre. Era imposible sin dedicarle muchísimas horas sacarlo en dos semanas, porque había muchas ideas pero nada de estructura ni de guión. A simple vista podía pasar por alto, porque cada fragmento estaba bien escrito, simplemente estaba todo disperso. Pero una cosa llamó mi atención: en un momento dado, de repente, utilizaba fraseología marxista cuando, en las veinte páginas anteriores no la usaba. Eso picó mi curiosidad y miré más en detalle (estaba en la fase evaluadora, habría salido de todas formas). Y, efectivamente, ansolutamente todo el texto era un corta-pega de diferentes artículos académicos sin ningún tipo de criterio. Por eso su tutor se lo había echado para atrás, y no me lo había dicho en las primeras comunicaciones, porque no pensaba que fuera un problema. A la desgana por el trabajo, los clientes suelen añadir el desconocimiento total de lo que significa y se hace cuando se escribe. Eso añadió una imposibilidad más para realizarlo en dos semanas. Se cambiaron los planes y se decidió que lo presentaría en la siguiente convocatoria. En un mes lo tuve hecho.


Precariedad en el mercado gris
Al inicio me he puesto muy noble y prosaico sobre que «todo lo que se lee lo ha escrito alguien» y chorradas, pero lo cierto es que todo es mucho más pedestre y villano. Ni siquiera la mayoría del trabajo de ghostwriting es tan literario como escribirle libros al presidente del gobierno de España o a Ana Rosa Quintana; la mayoría es trabajar para quien no quiere trabajar y puede permitírselo. Es una certidumbre ramplona. Todo lo que se lee es porque ha sido escrito, y eso implica también a los manuales de instrucciones, los prospectos, los folletos de los museos. Todo está empañado de una precariedad abrumadora, porque se considera la escritura —y es algo que también le pasa, por ejemplo, a la traducción— algo accesorio, algo que no es lo central, sino un añadido molesto y necesario como apéndice de la genialidad. ¿Por qué pagar dignamente a quien escribe (o traduce) el manual de esta aspiradora, si lo importante es la aspiradora que he diseñado, fabricado y comercializado yo? Bueno, Julián, es que igual sabrás mucho de diseñar aspiradoras pero Hermes no te ha bendecido con el don de la elocuencia, y la última vez que intentaste explicar el funcionamiento de tu cacharro ardió una fábrica de lana de roca.
La mayoría de las veces quien contrata los servicios de un escritor fantasma no tiene tiempo, ganas, o tiene mucho dinero, o todo a la vez, y tiene o quiere que le escriban algo. Y esto no se suele dar en la literatura, tan romantizada, donde cada vez más todo hijo de vecino tiene la confianza y la voluntad para intentar ser el próximo Nobel. En la literatura está el placer de la escritura, o eso nos dice el sentido común. No: donde ahora destaca la escritura fantasma es en el ámbito académico, donde escribir sí es un trabajo, y la mayoría de las veces para el alumnado un trabajo que no quiere hacer. No es cuestión de talento, de capacidades innatas; es un trabajo obligatorio que alguien decide que no quiere hacer, y tiene el suficiente dinero para decirle a otro que se lo haga. Aquí es donde florecen los escritores fantasma, primero como conocidos de clase que posteriormente van ampliando su red. Esa es la cantera. Pero desde el momento en que es un trabajo alegal que no se puede normalizar, uno no sabe nunca claramente qué hacer.


Es lo que significa freelance: nuestras espadas son alquiladas por cualquier señor que pueda pagarla, y los méritos de la campaña nunca serán nuestros por nuestro trabajo, sino de ellos por pagar. Quien arriesga es el inversor, el trabajador no arriesga nada, por eso los méritos son para quien tiene la idea y etcétera etcétera. Aquí freelance no significa «autónomo», sino «mercenario», y éstos han sido muy útiles a lo largo de la historia pero poquísimas personas se han vanagloriado de usarlos. Ni siquiera ayuda la noble y primigenia figura de Ivanhoe: ser mercenario significa popularmente no tener principios. Si te vendes por dinero no tienes valor humano. Eso sí: nunca se cuestiona la moralidad de quien contrata. Yo nunca he tenido dinero, y de hecho sigo sin tenerlo. Nunca me planteé mientras estudiaba contratar los servicios de un fantasma porque mi relación con el conocimiento, con mi carrera, era activa. Pero también porque no tenía dinero para hacerlo. ¿Habría cambiado algo si tuviera dinero? Quien contrata a un fantasma es, no sólo porque lo necesita, sino porque puede. Las escalas morales del pudiente y del no pudiente son diferentes.
Todo es cuestión de dinero. Crofts lo sabe, y por eso se centra en las posibilidades comerciales sin mirar ni a derecha ni a izquierda, no por malicia neoliberal, sino más bien por ingenuidad liberal. Es de los que opinan que el talento abre las puertas, y que es bueno aprovecharse de las incapacidades de otros en propio beneficio. Pero es al contrario: los que tienen dinero se aprovechan de las incapacidades de otros en propio beneficio. No hay que confundir el trabajo creativo dependiente de la autoría del trabajo productivo dependiente de la fuerza de trabajo. Como escritor fantasma he asumido que lo que he hecho ha sido vender mi fuerza de trabajo. No es cuestión de talento, sino de necesidad. Sí, es cierto, una necesidad que se vuelve negocio, pero, hasta donde yo conozco, no hay ninguna persona que se se haya dedicado a la escritura fantasma que viva cómodamente de ello. En todo caso, vive como cualquier trabajador. Pero en un ambiente de secretismo donde todo depende de la confianza, y si alguien no tiene redaños en presentar algo que no es propio con el riesgo de truncar su carrera si le cogen, hacer un trabajo fácil de diez, veinte, treinta páginas en un mes por cien o doscientos euros parece hasta trivial.
Una profesión


Mi número de teléfono sigue por ahí rulando. Nunca me publicité. Simplemente, en un momento dado, el amigo que me introdujo me preguntó si me haría cargo de otros trabajos. Yo, una vez más, le dije que sí, que me mandara gente. Desde entonces van goteando las personas cada par de meses. Al principio hubo cierta coherencia, porque se ve que el número cayó con suerte en una facultad. Pero a partir de entonces todo ha sido, dentro del ámbito de las ciencias sociales y humanidades, algo plural. De hecho, tengo un fan, porque desde que empezara no ha habido año que no me llegara alguien recomendado por esta persona. Por lo general primero tengo contacto por teléfono, pero una vez hechas las presentaciones prefiero el correo. Mejor que quede todo escrito. Hay que llevar un registro, aunque al final de la relación lo borre todo. Es algo delicado, porque, técnicamente yo no hago nada malo: escribo lo que se me pide escribir y cobro por mis capacidades. Pero este es el argumento de quien fabrica y vende armas: yo no soy responsable de lo que se haga con el trabajo. Este es un problema que abarca todo el sistema académico español (al menos), que bascula entre la falsa meritocracia, la titulitis y el tener dinero. Yo no tenía dinero y esto era una ayuda, y tenía una capacidad a explotar para sacarme un extra que ayudara a la beca y a mis padres.
De momento, no acepto más encargos académicos. Esto lo decidí a raíz de una doble mala experiencia. Lo que me pasó no tenía nada de extraordinario, entraba dentro de la normalidad, de clientes que exigen sin saber lo que quieren y de una deficiente comunicación (esto suele ser determinante). Pero estaba suficientemente harto como para tomarlo como una señal de renuncia. Una persona me contactó para realizar un artículo y quería que tuviera relación con la violencia machista. Tenía un plazo amplio, pocas exigencias. Hasta aquí bien, le dije que venga, que concretara el tema. Me dijo que quería que fuera sobre las denuncias falsas, de cómo hundía la vida de los hombres denunciados. Muy cortésmente, y con los datos en la mano, le dije que se fuera a freír espárragos. Todo lo que he escrito, de una forma u otra, lleva un sello: puedo no hablar en términos marxistas, que es mi lenguaje académico, pero siempre procuro que tenga un contenido crítico progresista —por llamarlo de alguna manera, y al menos cuando es posible—. No me respondió inmediatamente, y poco tiempo después volvió a contactarme diciendo que me entendía y que cambiaba el tema a uno que sí fue aceptable. Pudo su necesidad de servicio a sus aparentes convicciones.
Sin embargo, no terminó ahí la cosa: el cliente tenía una jefa, y la comunicación era imposible. No era capaz de comunicar adecuadamente mi trabajo —de incógnito— a ella ni era capaz de comunicarme las exigencias de su jefa adecuadamente —que encima eran chorradas sin sentido—, con lo que la mayor parte del tiempo en realidad lo dediqué a correcciones sobre correcciones sin un horizonte claro. La jefa estaba enfadada conmigo sin saberlo cuando se enfadaba con el cliente, y yo estaba enfadado con ambos, con él por incompetente, y con ella por estúpida. El cúmulo de problemas me llevó a tomar la decisión: me encontraba en mi tercer año de doctorado, tenía ya mucho trabajo con mi propia investigación, y, a pesar de los beneficios, estaba perdiendo el tiempo en algo que, a esas alturas, también reportaba demasiados quebraderos de cabeza. Quería, además, dedicar más tiempo a mi propia escritura más allá de la tesis. A veces pienso que no es una decisión del todo acertada, sobre todo porque nunca he sabido —ni querido— explotar todo lo que podía el negocio en el abundantísimo ámbito académico. Si vuelvo ahí será en otras condiciones. Pero el ambiente está demasiado cargado: lo único que prima es la utilidad de salvar un escollo burocrático/administrativo, el resto da igual. El texto da igual, yo doy igual, hasta el dinero da igual.

