‘Rampage’ y los monstruos gigantes están de moda porque alguien tiene que encargarse de destruir el mundo

El estreno de la notable Proyecto Rampage supone la segunda cinta de monstruos gigantes en cartelera en dos semanas tras la secuela de Pacific Rim. No es un signo aislado que la mismas ciudades sean destruidas una y otra vez por una tropa de animales y monstruos desconocidos o clásicos. Por ello, buscamos pistas en los kaijus pasados para entender el presente. ¿Tiene algún sentido jungiano esta resurrección incesante? ¿Queremos ver el mundo arder y los utilizamos a ellos como expresión de nuestros deseos ocultos? ¿O es simplemente otra moda más, calculada con big data y un descifrado imposible?

Si hay algo que le gusta a todo cinéfago con buen criterio es saber alternar un buen drama intimista de diálogos de poso kierkegaardiano con una hora y media justita de hostias como hogazas, edificios derruidos y criaturas mostrencas destrozando todo a su paso. Es posible que nuestra atracción hacia lo descomunal tenga algún secreto enredado dentro de nuestras conexiones cerebrales más profundas, pero cuando nos da por los monstruos gigantes, nos da fuerte y somos capaces de ir a ver la misma película una y otra vez. No nos cansamos.




Bueno sí, todo va por épocas. Incluso en Japón, en donde existe una cultura kaiju bien establecida tienen sus periodos de barbecho, épocas en las que igual no apetece tanto ir a ver a Godzilla pasear por Tokio o zurrarse con otros animales imaginarios. Y, bueno, en occidente también tenemos nuestros momentos. Desde que Willis O’Brien pusiera en marcha al gran gorila de la Isla Calavera, en 1933, lo bestial nos obsesiona. En esa primera época de stop-motion los animalazos de mundos perdidos eran la máxima expresión de la fascinación por el cine de una sociedad marcada por una Gran Depresión. La dura realidad de la vida en ese periodo convirtió el entretenimiento escapista en una propuesta más atractiva que nunca, una forma barata para que la población se olvidara de sus problemas durante unas horas.

Películas como King Kong (1933) eran la representación perfecta de la aventura fantástica que se buscaba. A menudo se desarrollaban en tierras exóticas y presentaban criaturas sobrenaturales extraídas de la literatura clásica y la criptozoología que aún creaban dudas científicas y se estudiaban con cierto rigor.

Sin embargo, los gargantúas no asomarían sus zarpas de nuevo hasta la década de los cincuenta, pero ahora no jugaban en casa. El ataque en nuestras ciudades expresaba la paranoia y la sensación de inminente fatalidad que caracterizaron el período de la Guerra Fría. Desde seres mutantes o extraterrestres malvados empeñados en destruir el estilo de vida occidental a insectos que se tomaban la venganza de toda una historia de supremacía humana creciendo hasta doblegarnos. Quizá el resumen de todos aquellos miedos concentrados en Norteamérica fue el Rhedosaurus de El monstruo de los tiempos remotos (1953), despertado a golpe de bomba atómica y efectos de Ray Harryhausen. Basada en un relato de Ray Bradbury, fue la inspiración directa de Godzilla (1954). De hecho, el título de trabajo de la japonesa era similar al del original, algo así como The Big Monster from 20.000 Miles Underneath the Sea.

Apetito por la destrucción

Desde luego, en Japón tenían miedo por una buena razón, y Godzilla no solo fue un éxito sino que se llegaría a convertir en un emblema, todo un subgénero que infecta a otros, se reproduce y genera su propia progenie, como esos sentais y mechas que resumen toda una transformación de conceptos. De la proyección primigenia de los miedos sociales a, básicamente, la expresión pasiva de jugar con muñecos para hacerlos pelear y alcanzar un estado sublime de regresión infantil, basada en el porrazo y la destrucción como catarsis primitiva. Una funcionalidad de mamífero que necesita esa descarga de energía, y observar el guantazo ajeno como ejercicio de evasión definitiva. Por ello, cuanto más grande e irreal sea todo, mayor es la proyección imaginaria. Este sentimiento está muy bien entendido en películas como Donde viven los monstruos (2009), que hablaba de esa capacidad polivalente de la mente del niño para encontrar placer en la destrucción sin consecuencias.

Pero no es fácil encontrar una razón por la que los monstruos gigantescos están asaltando la pantalla una vez más. Lo cierto es que más allá de seguir una racha comercial, vivimos una especie de nueva edad dorada y en el último año se ha establecido casi un patrón. El estreno de Proyecto Rampage (2018) obedece a tres demandas comerciales bastante fáciles de identificar. Por una parte es una adaptación de un videojuego -una de las mejores, si no la mejor-, por otra está Dwayne Johnson y por último es una jugada maestra de Warner para aprovechar el propio tirón de su universo monstruoso, que ha empezado con los sendos reboots de Godzilla y King Kong.

Mientras el mundo espera este gran enfrentamiento podemos ver a otro gorila gigante (esta vez albino) zurrándose con un cocodrilo mutante y un sanguinario lobo modificado genéticamente. En esta ocasión, además, se plantea nada menos que como una especie de buddy movie a lo Duro de pelar (1978) o El gran gorila (1949). Aquí, The Rock tiene una relación de colega con el primate digna de la patrulla de Fast & Furious, pero luchando contra monstruos a lo Harryhausen que machacan Chicago y un plus de efectos digitales que la convierten en un espectáculo sorprendentemente sólido, vibrante, y con algo más de salvajismo que otras de esta hornada.

¿Responde esto a un papel predominante de la ingeniería genética entre las principales preocupaciones de la población en los 2010? No, pero desde luego hay cierta necesidad de ver edificios destruidos cuando en solo dos semanas hemos presenciado dos ejemplos occidentales de esta tendencia. Pacific Rim: Insurrección (2018) no ha acabado de cuajar en la taquilla, pero no deja de ser un super sentai moderno más fiel a sus raíces que la película de Guillermo del Toro. Pero no es el único caso, claro. La moda está en su punto álgido en 2018 y no parece que vaya a remitir en una temporada.

El papel de los colosos en el siglo XXI

Buscar las razones de la nueva ola es una tarea compleja, aunque el desarrollo de los efectos especiales digitales ha facilitado la tarea, y en un panorama de blockbusters en el que la única frontera parece ser el tamaño, la consigna parece querer elevar el desafío al público. Desde que Michael Bay recuperara esa atracción infantil por los muñecos en su Transformers (2007) y continuaciones, el mercado ha sido visitado en muchas ocasiones por distintos tipos de titanes. Empezando por la versión found footage del subgénero vista en Monstruoso (2007), que ha tenido su explicación este año en The Cloverfield Paradox (2018), en la que la abominación pasaba a un segundo plano narrativo.

Tras algunos ensayos indie, como esa especie de post-kaiju romántico de bajo presupuesto que es Monsters (2010) de Gareth Edwards, el punto de catapulta para el subgénero dentro del blockbuster millonario lo encontramos en la primera Pacific Rim (2014) y Godzilla (2014), también de Edwards, que aún respiraban la emoción de ser las primeras muestras autoconscientes, de altos presupuestos y concepto. Pero es el presente el que certifica un resurgir del género como nunca se había reproducido en el mainstream angloparlante.

A los estrenos como Kong: La Isla Calavera (2017), que volvía al emplazamiento exótico del monstruo de los inicios, o la visión millenial del super sentai de Power Rangers (2017), o el despiporre alienígena de Beyond Skyline (2017), el año pasado sumábamos la visión cerebral de Nacho Vigalondo. Demostrando que una película de monstruos gigantes también puede tener lecturas a un nivel introspectivo, la aparición de un avatar de Anne Hathaway destrozando Seúl permitía al cántabro usar el kaiju como caleidoscopio del empoderamiento femenino, alejándolo aún más de sus reflejos nucleares y temores colectivos habituales. En Colossal (2017), además, se destapa la propia atracción del subgénero como sparring de frustraciones y deseos más primitivos. En su propia trama, la proyección de la criatura es un reflejo de los lastres de la protagonista, un amplificador de sus equivocaciones.

Más lecturas freudianas aparecen en la lúgubre I Kill Giants (2017), donde los gigantes están más emparentados con los mundos fantásticos y los comeniños de Mi amigo el gigante (2016). Más que obra de acción, estamos ante una extraña mezcla de Lucas (1986) y Take Shelter (2011), con parecido sonrojante a cierta película española reciente, pero que de cualquier manera, sirve para tamizar el poder de lo mastodóntico como refracción de los propios deseos y dificultades vitales.

Mitos con denominación de origen

Y como no hay ida sin vuelta, el cine japonés sigue mostrando por qué es la cuna de la mandanga de bicharracos tal y como la conocemos ahora. Tras algunas variaciones de su propio concepto, como Ataque a los Titanes (2015), en la que en vez de grandes animales mutantes tenemos a una especie de zombis antropófagos de tamaño de edificios, han retomado algunos de sus clásicos aprovechando la coyuntura global. Por una parte, haciendo su reivindicación de orgullo mecha tras Pacific Rim en la digna Mazinger Z Infinity (2017), un artefacto que propone la nostalgia como vacuna de un mundo hipertecnificado. Por otra, recupera a su icono en la tremenda Shin Godzilla (2016), en la que por primera vez su figura más popular vuelve a encarnar los miedos de la nación, esta vez no como forma corpórea de los horrores que no pueden afrontar, sino como representación de su fracaso como nación tras el desastre de Fukushima.

Godzilla es la naturaleza que Japón no puede dominar por culpa de un gobierno inútil y demasiado preocupado en sus propios intereses, y es también el dragón con el que debe lidiar el pueblo, la expresión última del patriotismo que se lame las heridas y demuestra que puede morder. Hideaki Anno es particularmente hábil en volcar las tornas de los habituales destrozos de la iguana radioactiva y plantear una amenaza casi inerte, controlable, que deja salir a flote las miserias de todo un país. Harina de otro costal es Godzilla: El planeta de los monstruos (2017), un anime futurista, sin grandes lecturas pero que funciona como muestra de la versatilidad de un mito, que se pasa sin despeinarse por una ficción entre el Toho de los noventa, el cine de aventura de Kevin Connor y los universos bélicos de Robert A. Heinlein.

En el momento actual, los megamonstruos están tan presentes que hasta en Ready Player One (2018) tenemos un papel para King Kong, y una pelea entre Mechagodzilla y el Gigante de Hierro. En el horizonte seguimos teniendo secuelas de Godzilla, tanto americanas como niponas, crossovers con Kong, secuelas jurásicas, la epopeya de tiburones prehistóricos de Megalodón (2018) y alguna que otra probable sorpresa. Pero seguimos sin poder dilucidar con claridad el origen de la demanda. Quizá la fascinación cultural con los monos gigantes proviene del hecho de que el personaje es genéticamente muy cercano a los humanos, pero al mismo tiempo representa nuestra versión más salvaje, sin filtros ni inhibición, que nunca podemos llegar a ser. En última instancia, deja entrever el asombro de las personas cuando se enfrentan a algo más grande que ellos mismos. Los monstruos gigantes puede provocar esta reacción, a pesar de los efectos especiales basados en el cartón piedra y el traje de goma.

Esa sensación de escala provoca un latigazo emocional, especialmente si son dos titanes partiéndose la cara. El humano se muestra impotente, por lo que deposita todas sus esperanzas en los que se supone que son amigos. La razón por la cual la ficción existe es hacer que lo imposible cobre vida, y los monstruos gigantes son una extensión lógica de ese anhelo. O tal vez todo sea tan sencillo como que el mercado chino se pirra por este tipo de películas -no olvidemos la existencia de La gran muralla (2016)- y el resto somos muy de tragarnos lo que venga, pero la idea de ver machacar las urbes tiene ese puntito de placer oculto. Una expresión de justicia poética para una generación decepcionada y precaria cuya única salida es esperar a ver qué pasa. Una terapia liberadora que funciona como romper vajillas en periodos de estrés. Una descarga inducida de placebo revolucionario: si vamos a esperar sentados a ver todo arder, por lo menos que sea observando hacerlo a seres de miles de toneladas que echan rayos por la boca.

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