Reinas de Marte y extraterrestres en el Empire State: la conexión entre ‘Aelita’ y ‘Cielo líquido’

De ovejas eléctricas soñadas por cineastas soviéticos hasta extraterrestres descubriendo la adicción al orgasmo. Aelita (1924) y Cielo líquido (1982) son dos películas que pueden unirse por finos hilos de futurismo y vanguardia, y que han acabado por convertirse en sendos filmes de culto. Protazanov y Tsukerman fueron ultrarevolucionarios en tiempos de vanguardia y sobre todo crearon dos ejercicios de libertad creativa que aún hoy siguen cautivando la mirada.

En Lo viejo y lo nuevo Santos Zunzunegui exhibe una habilidad fruto de quien ha educado la mirada durante años, conectando películas aparentemente separadas ya no solo por el tiempo, sino por las mareas de las corrientes artísticas y sociales, el contexto del tiempo o la propia sensibilidad del espectador. El resultado es mucho más fecundo de lo que cabría esperar, y con frecuencia el espectro de John Ford sobrevuela sobre cineastas del presente cuyos referentes uno podría haber rastreado más cerca de nuestro tiempo. Intentar emular la mirada de Zunzunegui es un ejercicio ya no solo vanidoso, sino condenado a la esterilidad. Con esa idea en mente y con la libertad de quien sabe aprender de su propia mediocridad, puede emprenderse una tarea similar conectando tímidamente dos filmes aparentemente separados ya no solo por el tiempo, sino por sensibilidades artísticas muy distantes.




Aelita (1924) y Cielo líquido (1982) parecerían obras condenadas a no entenderse. Yakov Protazanov y Slava Tsukerman perseguían fines bastante distintos cuando concibieron sus respectivos films. Aelita es una utopía donde la Reina de Marte, harta de la tiranía de su padre, decide lanzar un mensaje de auxilio a la Tierra. Un ingeniero de Radio Moscú recibe el mensaje y junto con Gusev, estereotípico revolucionario, viajan hasta Marte para ayudar a Aelita a derrocar al tirano, y reemplazar a un tirano por otra tirana. Cielo líquido se aproxima también a la cienciaficción, pero como buena marcianada nacida en los ochenta deriva en una suerte de distopía. Margaret, modelo de género fluido, es abusada por prácticamente todo el mundo que pulula por ese Empire State convertido en una suerte de jeringa que inocula dosis de absolutamente todo. Jimmy –interpretado por Anne Carlisle, que también da vida a Margaret- es un modelo andrógino que ahoga su lado femenino y anticipa una de las constantes del film: la misoginia. Entre medias extraterrestres que vinieron por la heroína, la música punk y las subculturas y se quedaron al descubrir la energía de un orgasmo y los espasmos de placer capturados en el neon del New Age.

Una cierta idea del futurismo excéntrico

Inútil intentar explicar por qué Aelita y Cielo líquido son films de culto. La primera por aglutinar elementos del futurismo, antecediendo a la Metrópolis (1928) de Fritz Lang y atreverse a romper con la vanguardia cinematográfica soviética con un lenguaje fílmico bastante convencional dentro de lo original de su propuesta. La segunda por ser una hija de su tiempo y crear un pastiche de cultura pop donde la postmodernidad se filtra en constantes referencias a Warhol y por sabee capturar ese espíritu de la época. Dialoga con Derek Jarman y ese delirio llamado Jubilee (1978) que ya quisiera firmar Neil Gaiman, y con La diva (1981) donde Jean-Jacques Beineix despistó a la crítica en tiempos donde la experimentación no estaba reñida con el valor de la propuesta.

Las semejanzas empiezan quizá en esa necesidad de capturar el zeitgeist desde la ruptura estética, proponiendo un abandono de un determinado canon. Desde una posición de vanguardia se hacen eco de las demandas de su tiempo. En 1922 Sergei Youtkevich, Leonid Trauberg, Georgii Kryzhitskii y Grigorii Kozintsev – a la sazón algunas de las figuras más relevantes de la emergente cinematografía soviética y consolidadas en la escena teatral – publicaban el Manifiesto del Excentricismo. Reunidos alrededor de la Fábrica del Actor Excéntrico, provenían de ámbitos artísticos diversos y el fin último del manifiesto era proponer un arte revolucionario que valiéndose de todas las disciplinas posibles creara un cine al servicio de la vanguardia. El Manifiesto abraza la oportunidad del tiempo, se rinde al impresionismo, al cubismo, al expresionismo y al futurismo –relevante quedarse con este último en la mente– para romper con el viejo arte, “acabar con lo figurativo y la concreción del objeto”. En definitiva, como sostienen los firmantes, “destruir el muro del dogma, amar la revolución y emplear el cine para desmitificar a través de la máquina y el invento”.

Todas estas proclamas podían haber caído en el saco roto de las buenas intenciones. Pero cristalizaron en el cine soviético en una historia ya contada y Protazanov se valió de ese excentricismo para que Aelita fuera un relato futurista que a través del eclecticismo de sus formas –expresionismo, futurismo, cubismo y el teatro de cámara se dan la mano en el film– atacara el fondo de la época. Lo mismo sucede con Cielo líquido, surgida en otra época que privilegió el excentricismo y la vanguardia, con una propuesta que reciclaba estética new age, ciencia-ficción y pop para a través de unas formas legitimadas con el tiempo –desde Lady Gaga hasta Thor Ragnarok (2016) se han valido del influjo estético– criticar una sociedad donde hasta los extraterrestres veían que la heroína y el VIH eran el reflejo de generaciones para las que el orgasmo empezaba a ser casi una droga de diseño.

La revolución de las artes soviéticas no solo atacó la ideología de un tiempo, sino la propia génesis de arte. La revolución artística de ese New Age norteamericano quizá no resultara tan rompedor en términos cinematográficos, viniendo de una década de los sesenta donde Casavettes y el New American Cinema empezaron a cuestionar las majors estadounidenses y de unos años setenta que dieron cobijo a los Scorsese, De Palma y Coppola, pero sí reafirmó una cosmovisión que se emancipó del arte como instrumento ideológico. Derribó el muro del viejo arte como instrumento de cambio. Lo sustituyó por una idea antigua, la de ese arte que representa la ausencia, pero vaciándolo completamente de cualquier significado. Bajo la estética abigarradamente postmoderna de Cielo líquido, bajo la purpurina, el neón y la psicodelia lisérgica se esconde el detritus de una juventud que se percató de que no iban a hacer nada trascendente como la generación inmediatamente anterior. Solo queda la distracción, y la revolución del excentricismo a través de la inutilidad.

Futurismo: muchos soviéticos, algún fascista y una vanguardia

Tanto Aelita como Cielo líquido están conectadas por el clima de una época y las ambiciones de trascender el viejo arte. Mencionado el influjo del Manifiesto Excéntrico, quizá una de las señas que llamen la atención del espectador a la hora de visionar ambas obras serán los rasgos futuristas presentes en ambas. El futurismo preconizado por Filippo Marinetti en 1909 tuvo un gran impacto en algunos cineastas soviéticos, además de en los consabidos expresionistas alemanes. El manifiesto de Marinetti llama a amar la velocidad, el cambio, el progreso. La obra debe ser omnipresente y ante todo presentar una lucha. El futurismo llama a acabar con la tradición, con esos espacios que según Marinetti apresan la cultura, como los museos y otras tantas instituciones. A nivel formal, considerando que el manifiesto se centra en el aspecto literario, propone erradicar todo rastro de formalismo, de sintaxis o coherencia. Frente a esos elementos que “interpretan el texto como un Cicerón monótono” proponen abrazar el impulso arrebatado del artista.

La carga de los lanceros (Umberto Boccioni, 1915).

Los cineastas soviéticos se sentirán atraídos por este futurismo y tratarán de reformularlo en sus propios términos. En una época donde se hacía necesario filmar la revolución esa atracción por la velocidad y el cambio hará que Eisenstein, Vertov y Dovzhenko reflexionen sobre el futurismo. No obstante, Aelita y Protazanov consiguen alcanzar un grado de emancipación superior. Quizá porque reniega del montaje vanguardista, formalista y dialéctico de Eisenstein, quien trataría de construir una teoría del cine que permitiera sistematizar el modo de reproducir el espíritu revolucionario. Quizá porque un cineasta como Dovzhenko se dejó guiar más por su magnífico acervo cultural –un cineasta ucraniano que estudió con expresionistas alemanes y produjo obras que glosaban el folclore de una nación aglutinada por la Unión Soviética– para construir un montaje lírico cuya ambigüedad nunca encajó con las élites del Partido Comunista. Y Vertov, cuyo status de cineasta experimental por excelencia le llevó por derroteros distintos: su intención fue destruir para crear una teoría del cine. Probablemente Protazanov fuera el más convencional de todos ellos, y por eso el más rompedor. A la sombra de esas figuras capitales –como también le sucedió a Pudovkin– siempre produjo una filmografía cercana a los ideales del realismo socialista, pero con unas coordenadas sumamente “clásicas”, por llamarlo de algún modo, ya que el cine apenas contaba con años de edad.

Aelita es una obra de un profundo sentido expresionista, que abraza el futurismo en el suntuoso diseño artístico y se organiza a través de una puesta en escena sumamente teatral, con un montaje narrativo y un uso de intertítulos explicativos que rompe con la tónica general de la vanguardia cinematográfica soviética. En su contención radica su voluntad de romper con el clima de una época, de abrazar la libertad creativa. Como es natural, subyace la habitual crítica al viejo orden, la sátira del zarismo y el totalitarismo a través de la figura de esa Reina Aelita. Pero el hecho de recurrir a una distopía futurista, y de concluir el relato con una revelación donde todo resulta ser parte del sueño de uno de los protagonistas, posicionan a Aelita en una posición distinta al cine soviético de la época.

Está más próxima al expresionismo alemán y a El gabinete del doctor Caligari (1920) donde Robert Wiene recurría a un final semejante para construir un relato premonitorio de lo que Alemania iba a encarar en los próximos años. Era esa proximidad a obras extranjeras, su vocación de abrazar el futurismo de manera literal en la puesta en escena y no a través la reflexión cinematográfica y su manifiesta ambigüedad, lo que hace del film de Protazanov toda una rara avis en una época de vanguardias. Lejos de contentar al Partido Comunista, explora sus referentes en ese expresionismo alemán que se oponía con su estética onírica al montaje sesudo del cine soviético, a esa pequeña obra llamada Viaje a Marte (1918), donde Holger-Madsen y la industria danesa confirmaban su papel fundamental en la construcción del cine primigenio.

Viaje a Marte (Helger-Madsen, 1918)

Cielo líquido sigue el mismo camino de ser una obra peculiar en un tiempo que ya de por sí albergaba rarezas. El futurismo proponía un juego de metáforas, una necesidad de enmascarar la realidad bajo capas de irreverencia y sentidos contenidos en una estética que no se pareciera a nada. El film de Tsukerman se distancia de una época donde la radicalidad de las propuestas venía de una generación de cineastas que por primera vez eran cinéfilos. Los directores y guionistas americanos, como los europeos –Japón constituye un caso diferente– se habían formado por primera vez viendo cine. Su carácter rebelde y rompedor provenía de un profundo conocimiento de las películas con las que habían crecido.

Sus films dialogaban con el pasado, respetándolo en algunos casos o pasándolo por el tamiz de la idea de autor que emergía por primera vez gracias a esa política de los autores propugnada desde Cahiers du Cinema. Tsukerman era y es un gran cinéfilo, pero Cielo líquido es un ejercicio autoral que rompe radicalmente con el pasado. El propio Tsukerman era consciente de que quería crear una obra de culto, con vocación de no querer decir nada concreto y ser capaz de expresarlo todo a través del eclecticismo y la metáfora visual. Su ruptura con la puesta en escena tradicional, con signos de puntuación –todo el film languidece en planos secuencia, el montaje varía y los cortes se suceden sin un orden específico– y el nihilismo de personajes indefinidos rompen con cualquier intento de categorizar la película.

Cineastas con el presente como futuro

Tsukerman y Protazanov están unidos por el hilo de ser cineastas que argumentaron en contra de su época. El primero se crió en la Unión Soviética. Sin embargo, su origen judío y su rechazo a producir un cine que siguiera la estela ideológica del Partido Comunista motivaron su exilio. La Unión Soviética ya no era un espacio de vanguardia cinematográfica, sino una factoría de vanguardia ideológica. Tsukerman llegó a ser reseñado en Pravda, revista de referencia en el cine soviético, pero decidió exiliarse y contar lo que quería contar, sin ambigüedades. En cambio, Protazanov siempre estuvo vinculado al realismo socialista, pero con una pátina de ambigüedad sobrevolando cada una de sus películas.

Aelita y la composición geométrica

Ya no solo por ese final onírico contenido en Aelita, y porque su crítica al zarismo y por ese tirano que es sustituido por una tirana semejante abre cierto espacio a la duda, sino porque otro de sus trabajos, El cuarenta y uno (1927) presenta una ambigüedad semejante. El relato de la tiradora Mariutka, que se enamora de ese enemigo cuarenta y uno al que no puede ejecutar, culmina con una secuencia donde finalmente le da muerte pese a amarlo profundamente. ¿Compromiso a la causa revolucionaria o tragedia romántica impuesta por las circunstancias? Existe una versión posterior realizada por Grigori Chukhrai en 1956 que dibuja el mismo halo de ambigüedad, fruto de determinados cineastas soviéticos que consciente o inconscientemente imprimían una conciencia a sus filmes en medio de esa estética ideológica del realismo socialista.

Por lo tanto, Tsukerman y Protazanov se han caracterizado por ser rebeldes en tiempos de vanguardia. El primero a través del culto a la libertad creativa y el eclecticismo más new age. El segundo a través de la disonancia con otros cineastas de su época, con la puesta en escena teatral, esa mirada a un futurismo alejado de los mitos del realismo socialista –el obrero, el campo, la industria– y las influencias del exterior. Ambos reivindicando el excentricismo en una época de conformismo, ambos usando el futurismo para mostrar el presente en permanente cambio. Aelita y Cielo líquido no solo comparten coordenadas estéticas rastreables en ese diseño artístico retrofuturista. También su vocación distópica, sus referentes y la voluntad de dos autores que a su manera se rebelaron contra sistemas de vanguardia.

No son films que encajen en el molde genérico, ni se insertan en un canon. Aelita deambula por la ciencia-ficción, la propaganda y el expresionismo. Cielo líquido se anticipa al New Queer Cinema y a Greg Araki en ciertos aspectos, pero tampoco encaja en la corriente experimental de los ochenta. Ambas han inspirado reflexiones posteriores, y su estatus de obras de culto han legitimado mediáticamente su posición en el cine. No obstante, quizá lo más relevantes de las propuestas de Protazanov y Tsukerman es que a pesar de ser películas fallidas en muchos aspectos, aciertan al reflejar el espíritu de sendos autores capturando ese zeitgeist a través de un popurrí de temas: la revolución soviética en plena efervescencia o el auge de la heroína y el VIH en los 80, entre medias metáforas propias del futurismo. Por ejemplo, la misoginia, presente por igual en ese relato masculino de Protazanov y en la forma en la que Margaret es abusada, así como en la androginia de Jimmy. El lado femenino es aplacado: Margaret llega a decir que “mata con el coño”, y parece que solo esos extraterrestres alejados de la humanidad entienden los recovecos del orgasmo femenino, silenciado a través de la cultura de la violación y las drogas como huida lisérgica.

Por último, ese nexo común que conecta ambos films por medio del futurismo se limita al plano estético. El futurismo como corriente artística se reformuló en otras vertientes como el excentricismo o el suprematismo de Malevitch, debido a que en Rusia se vivieron con especial fervor los últimos coletazos del movimiento. La figura fundacional de Marinetti fue superada, y aunque éticamente el futurismo alimentara ciertos imaginarios fascistas y el propio Marinetti estuviera vinculado a círculos donde el fascismo era la norma, el futurismo fue redescubierto y su influencia estética trascendió la ética, por fortuna. Aelita se hizo eco de esa apropiación rusa y soviética del movimiento y Cielo líquido retoma lo beligerante de sus postulados. Postulados demasiado flemáticos, pero que encendieron la llama de artistas que hicieron de la acumulación de imágenes, la búsqueda absoluta de la libertad y la emancipación de la tradición proclamas que avivaron discursos artísticos más profundos que el recipiente que los acogió. Un caso similar a otras maravillas de los 80 como Miracle Mile.

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